—Pareces un pollo mojado. Cámbiate y ayúdame con esto.
—Necesito dinero —le dijo sin inmutarse.
—También yo. Ya hemos hablado de eso.
—Lo necesito ahora. Tercera se muere.
—Es lo que le pasa a la gente. ¿No has visto dónde estamos?
Cí aferró a Xu por la pechera. Iba a golpearle, pero se contuvo. Lo soltó y le arregló los ropajes. Luego bajó la frente, como si no quisiera escuchar lo que iba a decirle. Frunció los labios antes de escupirle.
—¿Cuánto pagarías por mí?
Xu dejó caer el martillo. No podía creer lo que Cí acababa de proponerle. Cuando el joven le confirmó que quería venderse como esclavo, Xu resopló.
—Diez mil
qián
. Es cuanto puedo ofrecerte.
Cí aspiró. Sabía que si regateaba podría conseguir mucho más, pero ya no le quedaban fuerzas. Las había perdido noche tras noche escuchando los lamentos ahogados de su hermana y buscando una solución que no había encontrado. Ya todo le daba igual. Le faltaban el aire y la vida. Estaba exhausto. Por eso aceptó.
Xu soltó el ataúd y corrió a redactar el documento que certificaría la venta. Humedeció su pincel con saliva y garrapateó ansioso el contrato. Luego se levantó, llamó al jardinero para que actuara de testigo y se lo tendió a Cí para que lo validara.
—He puesto lo fundamental. Que me prestarás tus servicios y me pertenecerás hasta tu muerte. Ten. Firma.
—Primero el dinero —le exigió.
—Te lo entregaré en la barcaza. Tú firma ahora.
—Entonces lo firmaré allí, cuando lo tenga en mis manos.
Xu lo admitió a regañadientes. No obstante, ordenó a Cí que claveteara ataúdes como si ya le perteneciera. Él, mientras tanto, tarareó una cancioncilla para acompañar el mejor golpe de suerte que había tenido en años.
* * *
A media tarde emprendieron el regreso.
Xu lo hizo a paso ligero, canturreando la misma melodía una y otra vez. Cí le siguió lento, cabizbajo, arrastrando los pies a cada paso, consciente de que todo cuanto había soñado en su vida estaba desapareciendo igual que el sol que se apagaba tras el horizonte. Intentó apartar aquellos pensamientos para concentrarse en la carita de su hermana. Sonrió confiando en que por fin la curaría. Le compraría los mejores medicamentos y crecería hasta convertirse en una bella señorita. Ése, y no otro, era ahora su sueño.
Sin embargo, conforme se aproximaban al muelle, su ánimo comenzó a oscurecerse.
Cuando Cí divisó la barcaza, supo que algo terrible acababa de suceder. Afuera, las esposas de Xu gritaban y agitaban los brazos con desesperación, conminándoles a que se apresuraran. Xu aligeró el paso y Cí voló. Saltó a la barcaza desde tierra y entró en la caseta en la que solía descansar Tercera cuando empeoraba. La buscó a gritos, pero nadie contestó. Sólo las lágrimas de las mujeres le indicaban lo que había sucedido.
Se revolvió sobre sí mismo hasta que la descubrió.
Al fondo del cubículo, tapada con un trapo junto a un cubo de pescado, yacía el cuerpecito desmadejado de su hermana. Estaba allí, callada, pálida, durmiendo para siempre.
D
urante el sepelio, Cí sintió que una parte de él se quedaba dentro del pequeño ataúd. La otra parte era un amasijo de carne desmembrada, retales que aunque se cosieran jamás volverían a lucir como antes. Por primera vez sintió más pena por su alma que por su cuerpo, como si las quemaduras que le habían desfigurado desde niño abrasaran ahora su interior y no encontrara el agua que pudiera apagarlas.
Lloró hasta que se le secaron las lágrimas. Se encontraba vacío, como si su cuerpo fuera sólo un caparazón hueco. Únicamente sentía amargura y desesperación. Primero habían fallecido sus hermanas. Luego su hermano y sus padres. Y ahora la pequeña.
No le acompañaba nadie. Tan sólo Xu. El adivino se mantenía expectante en silencio, masticando unas raíces junto a la carretilla alquilada en la que habían transportado el féretro. Cí aún no había terminado de arreglar las flores con las que pretendía disfrazar la tristeza de la fosa cuando el adivino se le acercó y le puso en las narices el contrato de su venta como esclavo. Cí se revolvió. Aferró el papel y lo rompió en mil pedazos. Sin embargo, a Xu no pareció afectarle. Se agachó para recogerlos tranquilamente y comenzó a juntarlos con cuidado, como si pretendiese recomponerlos.
—¿No quieres firmarlo? —sonrió—. Dime una cosa, Cí. ¿En serio crees que voy a dejar escapar a la mejor baza de mi negocio?
Cí lo atravesó con la mirada. Iba a marcharse cuando escuchó aullar a Xu.
—¿A dónde crees que vas? ¡Sin mí no eres nada! Sólo un pretencioso muerto de hambre.
—¿A dónde? —Cí explotó—. ¡Lejos de ti y de tu asquerosa codicia! ¡A la Academia Ming!
Apenas podía pensar. Nada más acabar la frase se arrepintió de haberla pronunciado.
—¿De verdad crees eso? ¡Pero qué equivocado estás! —Rio—. Si me abandonas, te denunciaré a ese alguacil que vino a buscarte al cementerio, luego me mearé en la tumba de tu hermana y me iré de putas con la recompensa.
Un relámpago en forma de puñetazo interrumpió las amenazas de Xu. El segundo golpe acabó con sus dientes. Cí sacudió la mano mientras se contenía para no aplastarle el cráneo. Xu escupió sangre, pero aun así mantuvo su sonrisa bobalicona.
—Estarás conmigo o con nadie.
—¡Escúchame tú! —le retó—. Ponte tu maldito disfraz y saca las migajas que puedas. Seguramente engañarás a los suficientes como para obtener más que con la recompensa. Si algún día me entero de que has hablado con Kao, correré la voz de tus mentiras y se te acabará el negocio. —Iba a marcharse, pero se detuvo—. Y si me entero de que has rozado un grano de tierra de esta tumba, te abriré en dos y me comeré tu corazón.
Dejó una última flor sobre la tumba de Tercera y partió de la colina en dirección a Lin’an.
* * *
Cí contempló los sauces desnudos zarandeados por el viento, diciéndose que ni sus ramas más descarnadas se sentirían tan abandonadas como él. La lluvia invernal traspasaba sus ropas y golpeaba su piel mientras vagabundeaba pensando en la nada, a solas con su tristeza. Unos pasos huérfanos le condujeron por un bullicio del que no se percató entre una miríada de almas que no repararon en él.
Anduvo toda la mañana recorriendo los mismos canales, las mismas callejuelas, repitiendo trayectos sin advertirlo. Miraba al suelo. Pisaba la suciedad que poco a poco parecía trepar por sus piernas para asfixiarle la garganta. A mediodía se detuvo para respirar. Alzó la vista y se encontró atrapado en un dolor más fuerte que la soledad, padeciendo en su alma el peso agobiante de la desesperanza. Mientras deslizaba su espalda contra el viejo pilar de madera hasta acuclillarse, se preguntó si merecería la pena estudiar en la academia. ¿Acaso el conocimiento que adquiriese le devolvería la alegría de Tercera o el tierno cariño de su madre o la honestidad que su padre le había negado?
Imágenes desdibujadas de su hermana, pequeñas sonrisas que parecían desvanecerse entre la lluvia, sus ojitos vivarachos brillantes por la fiebre... Todo desaparecía volviéndose de un gris plomizo y uniforme, del horrible color del desaliento.
Pensó en su familia: en su madre, en su padre, en sus hermanos... Recordó el tiempo en que todos eran felices; el tiempo en el que compartían ilusiones que saltaban de unos a otros. Un tiempo que ya jamás regresaría.
Permaneció sentado mientras el agua que caía sobre su rostro enturbiaba su mirada, del mismo modo que la soledad ensombrecía su alma. Se habría quedado allí de no ser por el joven pordiosero que se sentó inesperadamente a su lado en busca de refugio. El muchacho no tenía brazos. Tan sólo dos muñones a los que habían atado unas bolsas de tela para que pudiera acarrear grano. Pese a su limitación, el muchacho sonreía mostrando sus encías vacías y unos ojos que desaparecían en un guiño de felicidad. Le dijo que le gustaba la lluvia porque le lavaba la cara. Cí le ajustó las bolsas y enjugó su rostro con un paño empapado. Recordó entonces la cara de Tercera, siempre risueña pese a la enfermedad. Imaginó su espíritu cerca de él, animándole a que se levantara y corriese hacia sus sueños. Sintió su presencia. Por un instante casi la tocó.
Acarició la cabeza del mozuelo y se levantó. Comenzaba a escampar. Si se apresuraba, alcanzaría la Academia Ming antes del atardecer.
Llegó antes de lo imaginado, impulsado por una ansiedad que fue incapaz de dominar. Desde el exterior del antiguo palacio donde se ubicaba la academia adivinó las siluetas de los estudiantes que discutían animadamente tras las ventanas iluminadas. Sus risas traspasaban los jardines de ciruelos, perales y albaricoqueros que se erguían frente al poderoso muro de piedra que protegía el edificio. Soñó que él era uno más de ellos y su alma chisporroteó. En ese instante, un grupo de estudiantes apareció por una calleja en dirección a la academia. Charlaban sobre los libros que acababan de adquirir y apostaban respecto a cuál sería el primero en aprobar los exámenes que les conducirían a la judicatura. Detrás de ellos, un par de criados tiraban de un carro de mano cargado de fruta, dulces y viandas.
Cuando el grupo traspasó la puerta, el corazón se le encogió. Por un momento, se preguntó si realmente su sitio estaría en un lugar reservado a jóvenes adinerados, descendientes de nobles y de jueces hastiados de riquezas. Observó que uno de los estudiantes le miraba por encima del hombro, como si temiera que su proximidad pudiera contaminar su nobleza. Al sentirse descubierto, el joven miró hacia otro lado y cuchicheó algo a sus compañeros, quienes se giraron para mirarle con desprecio. Luego desaparecieron tras la puerta de doble hoja que daba acceso al palacio. Cí los vio marchar. Dentro se custodiaban la sabiduría y la limpieza. Afuera quedaban la basura y la ignorancia.
Se armó de valor y les siguió.
Se dirigía hacia el jardín cuando le salió al paso un hombrecillo, vara en mano, agitándola como quien espanta a una mosca. Cuando Cí le comunicó su intención de entrevistarse con el maestro Ming, el criado lo miró de arriba abajo y le contestó que era imposible. Aunque Cí le aseguró que el propio Ming le había invitado, el guardián no le creyó.
—El maestro no invita a pordioseros. —Le empujó a empellones hacia la puerta.
Mientras retrocedía, Cí advirtió cómo los estudiantes se reían de él antes de desaparecer tras los árboles.
No lo soportó. Era su oportunidad y no iba a perderla. Se zafó del hombrecillo y echó a correr hacia el edificio mientras a su espalda resonaban gritos de alarma. Traspasó el umbral de entrada y atravesó un salón al tiempo que una jauría de estudiantes se unía al criado que intentaba capturarle. Cí cerró tras de sí una segunda puerta y saltó por una ventana a otra habitación donde varios jóvenes permanecían meditando. Sin darles tiempo a reaccionar, cruzó el aula y corrió hacia una biblioteca, donde se dio de bruces contra un grupo de alumnos que consultaban sus volúmenes, haciendo que varios libros cayeran por el suelo desparramados. Miró a su alrededor. Allá donde fuera, nuevos estudiantes se unían al hombrecillo, que le pisaba los talones. Estaba rodeado. Advirtió unas escaleras que conducían hacia las dependencias superiores y se encaramó por ellas subiendo los peldaños de dos en dos. Sin embargo, al llegar arriba, encontró que la puerta en la que finalizaban estaba cerrada. Intentó forzarla a empujones, pero no cedió. Para cuando quiso retroceder, una muchedumbre enfurecida comenzaba a ascender hacia él enarbolando todo tipo de palos y varas. Cí apoyó la espalda contra la puerta y volvió a empujar. Casi podía sentir los golpes en su rostro. Se protegió la cara a la espera del primer impacto, pero no llegó a recibirlo porque la puerta se abrió sola hacia adentro.
De repente, los perseguidores se detuvieron en seco.
Cí no comprendió lo que sucedía hasta que giró la cabeza. Tras él, la figura muda de Ming, bajo un gorro alado, le observaba con fiereza.
De nada valieron sus explicaciones. Cuando Ming escuchó la versión del criado, ordenó que lo expulsaran. De inmediato, media docena de estudiantes se abalanzaron sobre Cí, lo arrastraron escaleras abajo y lo arrojaron al jardín a empellones, no sin antes advertirle que la próxima vez no tendrían tantos miramientos.
Aún estaba sacudiéndose el polvo cuando un brazo le ayudó a levantarse. Era el guardián que vigilaba la entrada. Una vez de pie, el hombrecillo le tendió una escudilla de arroz. Cí pareció no comprender, pero, aun así, le dio las gracias.
—Dáselas al maestro —dijo, y le señaló la ubicación de su despacho—. Ha dicho que te recibirá mañana si te presentas con educación.
* * *
Cí engulló la ración con avidez, pero, al poco, el arroz se le revolvió en el estómago hasta hacerle vomitar. Luego las horas transcurrieron lentas mientras se agotaban los últimos rayos de luz.
Pasó la noche a la intemperie, tumbado como un perro junto a la puerta de la academia. Apenas durmió. Tan sólo cerró los ojos imaginando a Tercera, ya feliz. Poco podía hacer por ella más que honrarla como al resto de su familia y desear que su espíritu también le protegiera.
A la mañana siguiente sintió cómo una sacudida le desperezaba.
Entre legañas, Cí distinguió al criado que el día anterior le había perseguido con la vara y que ahora le sonreía mostrándole sin rubor los huecos de sus encías urgiéndole a que se levantara y se adecentara. Cí se sacudió el polvo y se recogió el pelo bajo el gorro. Luego siguió al hombrecillo, que corría a pasos menudos, como si llevara los pies atados. El jardinero se detuvo un instante junto a una fuente para permitir que Cí se refrescara y continuó por el jardín hasta llegar a la biblioteca. Una vez allí, se inclinó ante la figura tranquila del maestro Ming, quien hojeaba impasible las páginas de un libro. Al advertir la presencia de Cí, el maestro cerró el volumen y lo depositó sobre una mesa baja que tenía delante. Alzó la vista y lo miró con curiosidad.
Cí se inclinó ante él, pero Ming le indicó que avanzase y tomase asiento. Cuando lo hizo, el profesor se tomó su tiempo en observarle. Cí reparó en su tez clara y sus bigotes de gato. El hombre lucía la misma toga de seda roja con la que le había visto en el cementerio. Cí tamborileó los dedos mientras aguardaba sus palabras. Finalmente, el maestro se levantó.
—Muchacho, muchacho... ¿Cómo debería llamarte? —Paseó de un lado a otro de la estancia—. ¿El sorprendente adivino de asesinatos? ¿O quizá el inesperado invasor de academias?