—¡Levántate! —le ordenó. A su lado aguardaba un gigante armado con un bastón e idéntico gesto de odio.
—¡Ha dicho que te levantes! —bramó, y descargó un bastonazo sobre Cí.
Cí obedeció, no por un dolor que no percibía, sino porque no entendía qué ocurría a su alrededor. Se apoyó contra la pared para no caerse, sin comprender por qué le habían encerrado ni por qué se empeñaban en golpearle. Intentó preguntarlo, pero a la primera palabra el guardia le clavó el extremo del bastón en el estómago. Cí se dobló sin aire.
—¡Y habla cuando se te pregunte! —añadió la bestia.
Cí le miró a través del velo sanguinolento que manaba de su frente. Apenas podía respirar. Aguardó a que alguien le explicara por qué le trataban como a un perro.
—Dinos quién te ha ayudado.
—¿Quién me ha ayudado a qué? —Paladeó el sabor de su sangre.
Un nuevo bastonazo le golpeó en la cara, abriéndole una brecha en la mejilla. Cí tembló con el impacto y dobló una rodilla. El segundo golpe lo hizo caer.
—Tú eliges: puedes contárnoslo ahora y conservar los dientes, o esperar a que te los rompamos y comer gachas hasta que te ejecuten.
—¡No sé de qué me habláis! ¡Preguntad en palacio! ¡Trabajo para Kan! —respondió enajenado.
—¿Trabajas para un muerto? —Una patada le hizo escupir a Cí un borbotón de sangre—. Pregúntaselo tú cuando llegues al infierno.
* * *
Cuando despertó de nuevo, una figura le limpiaba con esmero la herida de la cabeza. Al aclararse la vista, Cí reconoció a Bo.
—¿Qué...? ¿Qué está pasando? —logró balbucear.
Por toda respuesta, Bo lo arrastró por el suelo hasta un muro distante, lejos de los fisgones. Una vez a salvo, lo miró con gesto serio.
—¿Que qué ha ocurrido? ¡Por el Gran Buda, Cí! En la Corte no se habla de otra cosa. ¡Te acusan de la muerte de Kan!
Cí parpadeó incrédulo, sin entender lo que le confiaba Bo. El oficial le enjugó la sangre de la frente con un paño húmedo y le dio de beber. Cí tragó con avidez.
—Me... me han golpeado —murmuró Cí.
—No hace falta que me lo digas. Lo extraño es que no te hayan matado. —Lo examinó—. Por lo visto, esta mañana un juez llamado Astucia Gris ha examinado el cadáver de Kan y ha determinado que su muerte no obedeció a un suicidio. Con él iba un adivino que afirma que mataste a un alguacil. —Sacudió la cabeza—. Astucia Gris te ha acusado, pero la orden de tu detención la ha dado el mismísimo emperador.
—¡Pero esto es ridículo! Tenéis que sacarme de aquí. Feng sabe que...
—¡Silencio! Pueden oírnos.
—Preguntadle a Feng —le susurró al oído—. Él te confirmará que yo no fui.
—¿Has hablado con el juez Feng? —Su rostro cambió—. ¿Qué le has contado?
—¿Que qué le he contado? ¡Pues la verdad! Que narcotizaron a Kan. Luego lo colgaron y dejaron la nota de suicidio. —Cí se echó las manos a la cabeza, vencido por la desesperación.
—¿Y nada más? ¿No le contaste lo del almacén?
—¿Lo del almacén? No entiendo. ¿Qué tiene que ver el almacén?
—¡Responde! ¿Se lo contaste, sí o no?
—Sí. ¡No! ¡No lo recuerdo, diablos...!
—¡Maldición, Cí! Si te empeñas en no colaborar, no podré ayudarte. ¡Tienes que revelarme cuanto hayas averiguado!
—Pero si ya os he dicho cuanto sé.
—¡Por todos los dioses! ¡Déjate de estupideces! —Arrojó el vaso al suelo, estallándolo en mil pedazos. Se mordió los labios y calló un instante. Miró a Cí—. Lo siento —dijo. Intentó limpiarle de nuevo, pero Cí se apartó—. Escucha, Cí. Necesito saber si realmente tuviste algo que ver. Dime lo que...
—¡¿Pero qué queréis que os diga?! —bramó—. ¿Que confiese que lo maté yo? ¡Por los espíritus de mis ancestros! Estos esbirros me machacarán lo haya hecho o no.
—Como quieras. ¡Guardias! —gritó.
Al instante, dos centinelas abrieron la cancela y dejaron salir a Bo.
Cí se quedó acurrucado en una esquina mohosa como un perro apaleado. No entendía qué sucedía. Le costaba pensar. Poco a poco, se apoderó de él un sopor que lentamente le devolvió a las tinieblas.
No supo bien en qué momento recuperó la consciencia, pero cuando lo hizo, advirtió al instante que le habían robado la chaqueta. Echó un vistazo a su alrededor, pero no la distinguió sobre ninguno de los harapientos. No se molestó en buscarla. Seguramente la necesitarían más que él, pero, aun así, se refugió en la oscuridad avergonzado por las cicatrices que cruzaban su torso. Al rato, uno de los presos se le acercó y le ofreció una manta que Cí aceptó. Iba a cubrirse con ella cuando alzó la cabeza y vio que el hombre que le había ayudado era un viejo comido por la sarna, así que se la devolvió de inmediato. Cuando el viejo se acercó para recogerla, Cí advirtió sobre su rostro unas cicatrices que le resultaron familiares. Palideció. Se acercó para comprobarlo, pero el viejo retrocedió, asustado. Cí le tranquilizó. Le dijo que sólo quería comprobar sus extrañas cicatrices y le mostró las suyas para convencerle de que no pretendía dañarle. Cuando el viejo accedió, Cí no pudo creerlo: la misma forma, el mismo tamaño... Eran idénticas a las que había descubierto en el cadáver del retrato. De inmediato, preguntó al viejo cómo se las había producido, pero éste miró a su alrededor y retrocedió. Cí se desprendió de sus zapatos y se los ofreció. En un primer momento, el viejo pareció no comprender, pero luego extendió sus manos temblorosas y le arrebató el calzado de un tirón, como si creyera que Cí pretendía engañarlo. Mientras el preso se probaba los zapatos, Cí insistió.
—Sucedió en la noche de Año Nuevo —respondió finalmente el hombre—. Entré a robar comida en una casa de ricos. Alumbré entre las cajas y de repente explotó.
—¿Explotó? No entiendo.
El viejo lo miró de arriba abajo.
—Tus pantalones...
—¿Cómo?
—¡Tus pantalones! ¡Vamos! —Se los señaló para que se los quitara.
Cí le obedeció. El hombre los aferró mientras aún los tenía en los tobillos y se los arrebató, dejando a Cí desnudo.
—Habían almacenado petardos para las fiestas —dijo mientras se los ponía—. Los muy necios los guardaban junto a la vajilla. Acerqué el candil y saltó todo por los aires. ¡Casi pierdo los ojos!
Cí lo miró anonadado. ¡De modo que se trataba de eso...! Iba a preguntarle si conocía a algún tipo con esa clase de cicatrices cuando vio aparecer a los dos guardias que le habían apaleado. El viejo se separó de él como si éste fuera un apestado. Cí se acurrucó.
—¡Levántate! —le ordenaron.
El joven obedeció. Al advertir que estaba desnudo, uno de los guardias recogió la manta del suelo con el bastón y se la acercó.
—Cúbrete y síguenos.
Cí apenas podía mantenerse en pie, pero cojeó tras ellos a través de un pasillo tan tenebroso como la galería de una mina. Avanzaron hasta una herrumbrosa puerta de madera. Cuando el primero de los guardias la golpeó con sus nudillos, Cí pensó que su hora se acercaba. Pensó en atacar a sus captores y emprender una huida desesperada, pero carecía de las fuerzas necesarias. Suspiró. Ya nada le importaba. Al escuchar el chirrido de los goznes, el corazón se le encogió. Poco a poco, el portalón se fue abriendo, dejando entrar un deslumbrante torrente de luz que le cegó. Luego, cuando sus ojos se acostumbraron al fulgor, reconoció la figura recortada de Feng. Cí balbució antes de que las piernas le flaquearan. Feng impidió que se derrumbara. Le arrancó la manta y lo cubrió con su chaqueta. Luego gritó a sus captores para que le ayudaran.
—¡Infames malnacidos! —Sostuvo a Cí—. ¿Pero qué te han hecho, muchacho?
Feng firmó y selló el documento de custodia por el que se responsabilizaba del reo. Luego, con la ayuda de su sirviente mongol, trasladó a Cí hasta su carruaje y emprendieron el regreso al Pabellón de los Nenúfares.
Una vez en su residencia, Feng ordenó que condujeran a Cí a su dormitorio. Cí suplicó que lo dejaran en el mismo que ya había ocupado, pero Feng adujo que en el suyo estaría más holgado y no lo consintió. Acomodaron al joven en el lecho de Feng y lo taparon con una sábana. Al poco, llegó un médico acupuntor. Entre Feng y él le despojaron de la chaqueta y con la ayuda de un sirviente le limpiaron las heridas. Cí no se quejó. El médico le palpó las costillas, escuchó su respiración e inspeccionó la brecha de la cabeza. Nada más terminar, decretó que guardara cama un par de días.
—Ha tenido suerte —oyó Cí que decía—. No tiene nada roto. O al menos, nada que el descanso y unos buenos cuidados no sean capaces de reparar.
Cuando el médico se marchó, Feng corrió las cortinas para suavizar la luz y se sentó junto a Cí. Meneó la cabeza. Su rostro rezumaba preocupación.
—¡Malditos bastardos! Siento haber tardado tanto, Cí. Esta mañana salí temprano para resolver unos asuntos y para cuando quise entrevistarme con el emperador, ese Astucia Gris del que me hablaste ya se había adelantado. Su Majestad me informó de que, tras un segundo examen del cadáver, Astucia Gris había determinado que Kan había sido asesinado. Debe de odiarte mucho, porque te acusó con tal vehemencia que convenció al emperador. Según me comentaron, le acompañaba un adivino piojoso, el cual te responsabilizó de la muerte de un alguacil.
—¡Pero...! ¡Pero si fui yo quien averiguó...!
—¡Y gracias a eso he conseguido que te liberen! Le aseguré al emperador que ayer me informaste de esos mismos descubrimientos: le detallé lo del arcón, las huellas de la cuerda, el contenido de la carta de confesión... Se lo conté todo y, aun así, me costó convencerle. Hube de empeñar mi palabra y mi honor para arrancarle la orden provisional que te pone bajo mi custodia. Una garantía personal a cambio de un ultimátum. Mañana se celebrará el juicio.
—¿Juicio? ¿Entonces no os cree?
—No quiero mentirte, Cí. —Agachó la cabeza—. Astucia Gris está moviendo cielo y tierra en busca de motivos para inculparte. Al saber que el emperador te prometió un puesto en la administración si lograbas resolver el caso, ha argumentado que la muerte de Kan se convertía en la forma más sencilla para obtener tu propósito. Te acusa de ser el gran beneficiado. Y está ese adivino que te atribuye otro asesinato.
—¡Eso es una falacia! Sabéis perfectamente que...
—¡El problema no es lo que yo sepa! —le interrumpió—. El problema es lo que crean ellos, y lo único cierto es que no disponemos de pruebas que acrediten tu inocencia. Ese sello que te entregaron te permitía acceder a cualquier dependencia de palacio, incluida el ala donde se ubican las habitaciones privadas de Kan. Y varios testigos te vieron discutir con él, entre ellos el mismísimo emperador.
—Ya. Y también yo decapité a unos hombres a los que ni siquiera conocía, y les produje una herida en los pulmones, y...
—¡Te repito que ése no es el problema! Mañana nadie juzgará los crímenes de unos pobres muertos de hambre. Juzgarán el asesinato del consejero de los Castigos, o lo que es lo mismo: te acusarán de conspirar contra el emperador. Y mientras no demostremos lo contrario, el asesino, te guste o no, eres tú.
Cí comprendió que debía contarle a Feng cuanto sabía, pero la cabeza le iba a reventar y las pistas que había ido acumulando se arremolinaban en su pensamiento. Además, su libreta de notas se había quedado con el resto de su equipaje en la academia al cuidado del sirviente de Ming. Le pidió a Feng que le permitiera descansar un momento. Cuando se quedó solo, cerró los ojos, sintiendo el zumbido de sus oídos casi tanto como el galope de su corazón. Estaba asustado. Tiempo atrás había presenciado la horrible muerte de su hermano y no quería acabar como él. Por suerte, antes de que su recuerdo le atormentara más, el cansancio le derrotó, sumiéndole en un sueño profundo.
Despertó al escuchar unas voces procedentes del exterior. No sabía qué hora era. Al incorporarse, la habitación se balanceaba a su alrededor, pero se sujetó al dosel de la cama y caminó titubeando hacia la claridad procedente de la ventana abierta. Justo cuando iba a llegar, tropezó y cayó al suelo, quedando sus ojos a la altura del alféizar. Iba a levantarse cuando de repente vio algo que le extrañó: ocultas entre el follaje, dos figuras medio agazapadas discutían en voz baja, cuidando de mirar a un lado y a otro como si temiesen ser descubiertas. Con cautela, se irguió un poco para intentar distinguirlas. Cuando lo logró, el corazón se le paralizó. Las dos personas que parecían conspirar eran Iris Azul y Bo.
Cuando concluyeron la conversación, Cí regresó hasta la cama. No había conseguido escuchar la disputa, pero sí el tono acusador de ambos. Respiró con fuerza mientras intentaba encontrar una salida a la ratonera en la que se había metido. No se le ocurría nada. Ya sólo confiaba en Feng. Pasados unos instantes, escuchó llamar a la puerta. Cuando autorizó la entrada, entró en el dormitorio Iris Azul.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó la mujer, distante.
Cí la miró de arriba abajo mientras ella permanecía impasible, como si se encontrara frente a un desconocido al que jamás hubiera amado. Iris Azul se acercó despacio hasta el borde de la cama y depositó la tetera que llevaba en una bandeja. Cí contempló sus manos. Temblaban como las de una enferma.
—Estoy bien.
Acto seguido le preguntó de qué conocía a Bo. Al escucharlo, la mujer derramó sin querer el té. Cí trató de limpiar el líquido que goteaba de la bandeja.
—Perdona —balbució mientras le ayudaba—. Son cosas que pasan cuando una es ciega.
Le respondió que no conocía a Bo. Cí sabía que le mentía. No quiso insistir para no dejarla en evidencia. Iba a necesitar cualquier ventaja, y tal vez aquélla la pudiera emplear.
—No hemos tenido ocasión de hablar de lo que sucedió la otra noche —dijo él.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a la noche en la que yacimos juntos. ¿Tan mala memoria tienes o con tantos has estado que no eres capaz de recordar?
Ella intentó abofetearle, pero él la sujetó.
—¡Suéltame! —gritó—. ¡Suéltame antes de que llame a mi marido!
Cí aflojó su mano justo en el instante en que Feng entraba por la puerta. Ambos carraspearon. Ella se separó.
—Derramé el té —se excusó ella.
Feng no le concedió importancia. Al contrario, corrió a recoger la taza y acompañó a Iris a la puerta. Luego cerró y se acercó a Cí. Se alegró de encontrarle despierto y con mejor cara que por la mañana. Sin embargo, le mostró su preocupación por el paso de las horas y la ausencia de pruebas con las que sustentar su defensa.