—Sabes que nuestro sistema judicial prohíbe la presencia de abogados. Tendrás que defenderte a ti mismo, igual que cualquier otro reo, y apenas disponemos de esta tarde para planificar tu estrategia.
Cí lo sabía. El gesto de resignación que abatía su rostro daba cumplida respuesta a Feng. Sopesó contarle el encuentro que acababa de presenciar entre Iris Azul y Bo, pero dudó que realmente sirviera para algo más que para ponerse en evidencia y acabar destapando la infidelidad con su mujer. Además, si pretendía convencer al emperador, debería acudir con algo más concluyente. ¿Pero con qué? Feng pareció adivinarlo.
—Intenta serenarte. Ahora debes ser como el lago durante la tormenta: aunque la tempestad sacude su superficie, en sus profundidades sigue morando la calma.
Cí miró los ojos templados de Feng, velados por el paso de los años. Sus lacrimales húmedos rezumaban paz y comprensión. Cerró él los suyos para buscar la tranquilidad que necesitaba. Buceó en las profundidades de su mente hasta llegar a la conclusión de que era un error centrar todos sus esfuerzos en el asesinato de Kan. Entonces se concentró en lo que consideraba el gran enigma. Según sus pesquisas, todas las muertes eran obra de la misma mano criminal, de modo que la clave debía residir en el nexo que las unía: la muerte del eunuco, la del viejo de las manos corroídas, la del hombre del retrato y la del broncista. Un nexo que tenía que ir más allá de la presencia de un perfume o las extrañas heridas de sus torsos. Un nexo que desconocía, pero que debía averiguar.
De repente, todo desapareció hasta teñirse de negro. Luego a su mente acudieron como lúgubres invitados los rostros de los cadáveres.
Primero vio a Suave Delfín, encorvado sobre sus libros de cuentas en los que registraba el tráfico de la sal, el mismo tipo de trabajo que había ejercido su padre para Feng. El eunuco apuntaba las partidas, los excedentes, la distribución y sus costes. En algún momento encontraba algo que no cuadraba. Después, las cuentas cambiaban y los beneficios disminuían.
Seguidamente, apareció el hombre de las manos corroídas. Corroídas también por la sal. Lo imaginó con ellas enterradas en el mineral pulverizado. Sin embargo, bajo sus uñas se distinguían pequeños fragmentos de carbón negruzcos. Entonces lo imaginó trabajando con ambos productos. Mezclándolos hábilmente con el cuidado de un alquimista taoísta.
Después se presentó el hombre del retrato. Aquel cuyo patrón de heridas coincidía con el ladrón lacerado por una explosión.
Finalmente, la última imagen se fue desvaneciendo para ceder su lugar al presuntuoso fabricante de bronces. Aquel cuyo taller había ardido el mismo día de su asesinato, dejando como herencia un cetro misterioso. Un cetro de bronce... hueco...
Un fogonazo sacudió la mente de Cí.
¡Por fin lo veía! ¡Por fin encontraba una relación entre los distintos asesinatos! La sal, el carbón, las exportaciones, la explosión... Los ingredientes de un único compuesto tan escaso como devastador.
Su corazón se atropelló cuando se lo contó a Feng.
—¿No os dais cuenta? —gritó excitado—. ¡La clave de los crímenes no reside en la pauta empleada por el asesino ni en el perfume empleado para disimular el olor de sus heridas! Las desfiguraciones no pretendían ocultar sus identidades, sino sus oficios. ¡Son sus oficios los que conducen al homicida!
Feng miró con sorpresa a Cí, quien ya abandonaba la cama y comenzaba a vestirse, pero el juez le aconsejó que volviera al lecho y le explicara su descubrimiento.
—¡La pólvora! ¡La clave está en la pólvora! —exclamó Cí.
Feng enmudeció.
—¿La pólvora? —se extrañó—. ¿Qué interés podría suscitar un producto que sólo sirve para festejar el fin de año?
—¡Cómo he podido ser tan necio! ¡Cómo he podido estar tan ciego! —se maldijo Cí. Luego miró a Feng, feliz de compartir con él su descubrimiento. Le pidió que se sentara antes de continuar—. Durante mi estancia en la academia, tuve ocasión de consultar cierto tratado titulado
Ujingzongyao
, el único compendio que existe sobre técnicas militares —le explicó—. Ming me lo recomendó para que conociese las terribles heridas a las que se exponen los combatientes durante un conflicto armado. ¿Lo conocéis?
—No. No he oído hablar de él. De hecho, no creo que sea muy popular. Ya sabes que nuestro pueblo odia las armas casi tanto como al ejército.
—En efecto, el propio Ming me advirtió de su rareza. Según comentó, el tratado original fue el resultado de un encargo que el emperador Renzong, de la antigua Dinastía Tsong del Norte, hizo a los universitarios Zeng Gongliang y Ding Du. La copia que posee la academia es una de las pocas que traspasaron el ámbito castrense al que habían sido destinadas. Es más, me aseguró que, debido a lo comprometido de su contenido, su distribución había sido vetada por el actual emperador.
—Realmente curioso. ¿Y qué relación tiene ese tratado con los asesinatos?
—Quizá ninguna... Pero uno de los capítulos se ocupaba de las aplicaciones de la pólvora para uso militar.
—¿Te refieres a los cohetes incendiarios? —sugirió Feng.
—No exactamente. Al fin y al cabo, esos cohetes no dejan de ser meras flechas con propulsión en su cola, que, si bien aumenta su capacidad de alcance, disminuye su precisión. No. Me refiero a un arma mucho más mortífera. A un arma letal. —Sus ojos se abrieron como si la tuviera frente a él—. Los artilleros del emperador Renzong encontraron la forma de aplicar el poder explosivo de la pólvora reemplazando los antiguos cañones de bambú por otros de bronce y sustituyendo los proyectiles de cuero con metralla y excrementos por otros de piedra sólida, capaces de derrumbar las más poderosas murallas. Mientras, sus alquimistas taoístas descubrieron que si aumentaban la cantidad de nitrato, podían crear una explosión mucho más violenta y eficaz.
—Ya. Pero no comprendo...
—Ojalá tuviese el libro para ser más preciso —se lamentó—. Recuerdo que hablaban de tres tipos de pólvora en función del artefacto que se podía emplear: la incendiaria, la explosiva y la de propulsión, cada una con variaciones en el contenido de sulfuro, carbón y salitre. Pero bueno, todo esto no es importante.
—En buena hora, porque ando confundido. Para ti estará claro, pero yo no acabo de vincular la relación entre la pólvora y los asesinatos.
—¿No lo veis? —El rostro de Cí era el de un exaltado—. ¡El cetro no es un cetro! ¡Es un arma aterradora! ¡Un cañón manejable con la mano!
—¿El cetro? ¿Un cañón? —Feng se extrañó.
—En el taller del broncista encontré el molde de una extraña terracota. Logré reconstruirlo y extraje de él un positivo, una figura de yeso que supuse que se correspondería con el bastón de mando de algún mandatario caprichoso. —Miró al infinito, como si en él se hallara la respuesta—. Sin embargo, ahora todo encaja. Las inusuales heridas que encontramos en los cadáveres; esas extrañas cicatrices circulares fueron provocadas por algún tipo de proyectil disparado desde ese cañón de mano. Un artefacto mortal. Un arma hasta ahora inexistente del tamaño de una flauta que se puede llevar bajo los ropajes para matar a distancia con absoluta impunidad.
—¿Pero estás seguro de lo que dices? —Feng no podía contener su estupefacción—. Algo así explicaría muchas cosas. Es más: si presentamos ese molde en el juicio, demostraríamos que tu imputación carece de fundamento.
—No tengo el molde —se lamentó Cí—. Lo guardaba en la habitación, pero alguien lo robó.
—¿Aquí? ¿En mi casa? —se sorprendió.
Cí asintió. Feng frunció los labios.
—Por fortuna, saqué un positivo que aún conservo. El cañón de yeso que os acabo de mencionar. Supongo que servirá.
Feng coincidió con Cí. De hecho, era su última oportunidad. El joven pidió papel y pincel para redactar una autorización.
—¿Y dónde está ese cañón?
—En la academia. Lo custodia un sirviente de Ming llamado Sui. —Se descolgó la llave del cuello y se la dio a Feng—. Os escribiré una nota para que os lo entregue.
Feng asintió. El juez advirtió a Cí que mientras la preparaba, se acercaría a palacio para informarse de los últimos acontecimientos, luego regresaría a por la autorización y acudiría a la academia para recoger la prueba. Antes de despedirse, le aconsejó que descansara.
Cuando Feng desapareció, Cí exhaló una interminable bocanada de aire, como si por fin se librase de la pesadilla que le atenazaba hasta asfixiarle.
* * *
Tras redactar la nota, Cí intentó descansar un rato, pero no lo consiguió. No dejaba de pensar en Iris Azul. Su encuentro a escondidas con Bo le había desconcertado hasta sumirle en una duda que le consumía: si Bo e Iris estaban de acuerdo, era muy posible que ella fuera la autora del robo del molde y el oficial, el cómplice necesario en cada uno de los asesinatos.
Su pulso se aceleró. Pese a contar con la baza del pequeño cañón de yeso, el peligro se cernía a su alrededor.
Mientras aguardaba el regreso de Feng, pidió a la sirvienta que le velaba que le trajera el
Ingmingji
, el libro sobre procesos judiciales que había sacado de la biblioteca de Ming. Dado que la ley le obligaba a ejercer su propia defensa, pensó que su lectura le familiarizaría con las estrategias de los jueces de la Corte, además de contribuir a profundizar en cualquier jurisprudencia que pudiera servirle de ayuda. Cuando lo tuvo en sus manos, lo ojeó con avidez. Pasó por alto los capítulos que hacían referencia a los castigos aplicables a los oficiales corruptos y se centró en los litigios. Ming había recopilado las querellas más representativas de cada uno de los ámbitos del derecho: las disputas sobre herencias, divorcios, exámenes, transacciones comerciales y lindes abarcaban los primeros dos tercios del volumen, pero el tercio restante se centraba exclusivamente en aquellos procedimientos penales destacados, bien por la trascendencia del crimen, o bien por la sagacidad del juez instructor. Se acomodó sobre el lecho de bambú y centró su atención en estos últimos. Ming había reflejado con la precisión de un cirujano cada fase del procedimiento, desde la descripción del crimen, pasando por la denuncia, la instrucción del juez, la segunda investigación, la tortura, la celebración del juicio, la condena, los recursos y la ejecución. Al igual que los que atentaban contra el emperador o el séquito imperial, todos los casos relativos al tráfico de armas estaban penados con la muerte. Eso no le sosegó.
Estaba comprobando el listado de sumarios cuando, de repente, el enunciado de uno de ellos le paralizó. Con una perfecta caligrafía, rezaba así:
Relato de la pesquisa instruida por el honorable juez Feng en relación con el degüello de un campesino en un campo de arroz y su asombrosa resolución merced a la observación de las moscas sobre una hoz. Hecho acaecido durante la tercera luna del séptimo mes, del decimotercer año de reinado del emperador Xiaozong
.
Hubo de leer la fecha por segunda vez para comprobar que no se trataba de un error. Un escalofrío le sacudió el corazón.
Siguió leyendo sin dar crédito a la descripción. En ella se detallaba cómo el juez Feng, por aquel entonces un recién llegado a la judicatura, había obtenido el reconocimiento inmediato por la increíble astucia urdida para desentrañar un crimen entre decenas de sospechosos. Para ello, ordenó colocar todas las hoces sospechosas en una fila al sol. Dispuso una loncha de carne podrida para atraer a las moscas y cuando se formó un enjambre sobre ésta, la retiró, provocando que la nube de insectos volara hacia la única hoz que conservaba restos imperceptibles de sangre.
Cí cerró el libro y lo apartó como si en su interior habitase un demonio. Sus manos temblaban, dominadas por el terror. Xiaozong era el abuelo del actual emperador. En su decimotercer año de reinado, Feng tendría unos treinta años. Y, sin embargo, el suceso reflejado en aquel libro refería pormenorizadamente la misma actuación que había presenciado en su aldea natal durante el juicio de Lu. Un calco del caso que había conducido a la muerte a su propio hermano, siendo Feng su acusador.
La vista se le nubló.
Cogió de nuevo el libro y lo releyó. Su pulso palpitaba desbocado. No cabía confusión. No cabía error. ¿Cómo podía haber sido tan necio? ¿Cómo había podido sucumbir a tan terrible engaño? La incriminación de su hermano no había respondido ni a un descubrimiento casual ni a la afortunada perspicacia de Feng. Al contrario, había ocurrido porque alguien lo había preparado todo para incriminarle. Alguien que ya había utilizado ese mismo método con anterioridad. Y ese alguien era el propio Feng.
Pero ¿por qué?
Imaginando que Feng aún seguiría en palacio, abandonó la habitación decidido a enfrentarse a él. Sin embargo, al alcanzar la salida, un sirviente desconocido se interpuso en su camino. Cí se quedó mirando las líneas que formaban sus ojos, de rasgos diferentes a los de su raza. De repente, lo reconoció. Era el mismo mongol que había acompañado a Feng el día en que éste se presentó en la aldea. Cí no le dijo nada. Intentó esquivarlo, pero el sirviente se lo impidió.
—El amo ha ordenado que permanezca en la casa —le advirtió, amenazador.
Cí contempló el rostro huraño del mongol. Pensó desafiarle, pero la montaña de músculos que reventaba su camisola le disuadió, de modo que retrocedió unos pasos hasta que un sirviente se hizo cargo de él y lo acompañó de regreso a la habitación de Feng.
Nada más quedarse a solas, Cí se dirigió hacia la ventana decidido a saltar, pero ésta daba a un estanque tras el que hacían guardia dos centinelas. Torció el gesto. En su estado, no lograría escapar ni aunque le nacieran escamas. Exasperado, miró a su alrededor. Aparte del lecho en el que había reposado y del escritorio sobre el que descansaba la autorización que había redactado para Sui, la habitación de Feng era un damero de librerías y estantes repletos de tratados relativos a asuntos judiciales, pero, en un rincón apartado, descubrió una sección inédita dedicada por completo a la sal. A Cí le extrañó. Sabía que Feng había abandonado la actividad judicial para centrarse en tareas burocráticas relacionadas con el monopolio de la sal, pero una colección monográfica tan extensa parecía exceder un interés puramente profesional. Guiado por un impulso, echó un vistazo a algunos de los tomos. La mayoría hacían referencia a la extracción, la manipulación y el comercio del mineral, mientras que un lote más reducido se centraba en las propiedades de la sal como condimento, conservante alimentario o medicamento. Sin embargo, un tomo de color verde parecía desentonar con los demás. Al leer el título se extrañó. Era una copia del
Ujingzongyao
, el volumen sobre técnicas militares del que había hablado a Feng y que éste había asegurado desconocer. Luego deslizó los dedos sobre el resto de lomos perfectamente alineados, hasta que de repente tropezaron con un volumen cuyo dorso sobresalía ligeramente del resto. Supuso que Feng lo habría consultado recientemente y por alguna razón ajena a sus hábitos había olvidado volver a colocarlo a la altura de los demás, así que lo sacó de la estantería para comprobar su contenido. Curiosamente, sus tapas carecían de título. Abrió el volumen y comenzó a leer.