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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

El libro del día del Juicio Final (83 page)

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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—Sí —dijo Kivrin.

—¿Murieron hace mucho tiempo?

Ella hizo girar al caballo y empezó a subir la colina.

—No.

La vaca los siguió un trecho, bamboleando las ubres hinchadas, y entonces se detuvo y empezó a mugir penosamente. Dunworthy la miró. El animal volvió a mugirle, indeciso, y luego regresó a la aldea. Casi habían llegado a la cima de la colina y la nevada remitía, pero abajo, en la aldea, seguía nevando intensamente. Las tumbas quedaban completamente cubiertas y la iglesia estaba oscura. El campanario apenas era visible.

Kivrin ni siquiera miró atrás. Cabalgó decididamente hacia delante, muy erguida, con Colín detrás, que no se agarraba a su cintura, sino al respaldo de la silla. La nieve caía a ráfagas, y luego en copos sueltos, y cuando volvieron a internarse en el bosque, casi había cesado de nevar por completo.

Dunworthy siguió al caballo, procurando mantener su vivo ritmo, intentando no ceder a la fiebre. La aspirina no hacía efecto (la había tomado con demasiado poca agua), y notaba que la fiebre empezaba a apoderarse de él, aislándolo del bosque, del huesudo lomo del burro y de la voz de Colin.

El niño le hablaba alegremente a Kivrin, contándole sobre la epidemia, y por la forma en que lo exponía, parecía una aventura.

—Dijeron que había cuarentena y que teníamos que volver a Londres, pero yo no quise. Quería ver a tía Mary. Así que me colé a través de la barrera, y el guardia me vio y dijo: «¡Eh! ¡Alto!», y empezó a perseguirme, y yo corrí calle abajo hasta el pasaje.

Se detuvieron, y Colin y Kivrin desmontaron. Colin se quitó la bufanda; ella se subió la casaca manchada de sangre y se la ató alrededor de las costillas. Dunworthy sabía que el dolor debía de ser aún peor de lo que pensaba, que al menos debería intentar ayudarla, pero temía que si bajaba del burro no sería capaz de volver a subir en él.

Kivrin y Colin volvieron a montar y se pusieron en marcha de nuevo, frenando el ritmo en cada intersección y camino lateral para comprobar su dirección, Colin encogido sobre la pantalla del localizador y señalando, Kivrin asintiendo su conformidad.

—Aquí fue donde me caí del burro la primera noche —indicó Kivrin cuando se detuvieron en una bifurcación—. Estaba enferma. Creía que era un asesino.

Llegaron a otra bifurcación. Ya no nevaba, pero las nubes eran oscuras y pesadas.

Colin tuvo que enfocar la linterna sobre el localizador para leerlo. Señaló el sendero con la mano derecha, montó de nuevo tras Kivrin, y prosiguió el relato de sus aventuras.

—«Ha perdido el ajuste», dijo el señor Dunworthy, y entonces se lanzó sobre el señor Gilchrist y los dos cayeron. El señor Gilchrist actuaba como si lo hubiera hecho a propósito, y ni siquiera me ayudó a taparlo. Tiritaba como un poseso, y tenía fiebre, y yo no dejaba de gritar: «¡SeñorDunworthy! ¡SeñorDunworthy!»,pero él no me oía. Y el señor Gilchrist decía todo el rato: «Le considero personalmente responsable.»

Empezó a nevar de nuevo y el viento arreció. Dunworthy se aferró a la rígida crin del burro, tiritando.

—No querían decirme nada —proseguía Colin—, y cuando intenté ver a tía Mary, me dijeron que no se permitía la entrada a los niños.

Cabalgaban contra el viento, la nieve levantaba la capa de Dunworthy en frías ráfagas. Se inclinó hacia delante, hasta quedar casi tendido sobre el cuello del animal.

—El doctor salió —dijo Colin—, y empezó a susurrarle a la enfermera, y supe que estaba muerta.

Dunworthy sintió una súbita puñalada de pena, como si lo oyera por primera vez. Oh, Mary, pensó.

—No supe qué hacer, así que me quedé allí sentado, y la señora Gaddson, que es una persona necrótica, llegó y empezó a leerme la Biblia y a decirme que era la voluntad de Dios. ¡Odio a la señora Gaddson! —declaró Colin violentamente—. ¡Ella sí que se merecía la gripe!

Sus voces empezaron a resonar en el bosque, de forma que Dunworthy no tendría que haber captado las palabras, pero extrañamente le parecían cada vez más claras en el aire frío, y le pareció que deberían poder oírlos hasta Oxford, a setecientos años de distancia.

De pronto se le ocurrió que Mary no estaba muerta, que en aquel terrible año, en aquel siglo que era peor que un diez, aún no había muerto, y le pareció una bendición superior a nada que tuviera derecho a esperar.

—Y entonces oímos la campana —concluyó Colin—. El señor Dunworthy dijo que eras tú pidiendo ayuda.

—Lo era —asintió Kivrin—. Esto no funcionará. Se caerá.

—Tienes
razón
—contestó Colin, y Dunworthy advirtió que habían vuelto a desmontar y se encontraban junto al burro. Kivrin sujetaba la brida de cuerda.

—Tenemos que ponerle en el caballo —dijo Kivrin, y agarró a Dunworthy por la cintura—. Va a caerse del burro. Vamos. Baje. Le ayudaré.

Los dos tuvieron que ayudarle, Kivrin lo sujetó de una forma que por fuerza tenía que lastimarle las costillas, y Colin casi lo sostenía en vilo.

—Si pudiera sentarme un momento —jadeó Dunworthy, los dientes castañeteando.

—No hay tiempo —dijo Colin, pero lo ayudaron a llegar a un lado del camino y lo sentaron contra una roca.

Kivrin rebuscó bajo la camisa y sacó tres aspirinas.

—Tenga. Tómeselas —le ofreció ella, y se las tendió en la palma abierta.

—Eran para ti. Tus costillas…

Ella le miró fijamente, sin sonreír.

—Me pondré bien —dijo, y fue a atar al caballo a un matorral.

—¿Quiere un poco de agua? —preguntó Colin—. Podría encender una hoguera y derretir nieve.

—Estaré bien —murmuró Dunworthy. Se metió las aspirinas en la boca y las tragó.

Kivrin ajustaba las cinchas, desatando las tiras de cuero con habilidad. Las sujetó y volvió junto a Dunworthy para ayudarlo a montar.

—¿Listo? —dijo, y puso la mano bajo el brazo de Dunworthy.

—Sí —contestó él, y trató de levantarse.

—Esto ha sido un error —se lamentó Colin—. Nunca conseguiremos auparlo.

Pero lo lograron, le pusieron los pies en los estribos y las manos alrededor del pomo de la silla, luego lo empujaron, y al final Dunworthy incluso los ayudó un poco, al tender una mano para que Colin se sentara delante de él.

Ya no tiritaba, pero no estaba seguro de que eso fuera una buena señal.

Cuando volvieron a ponerse en marcha, Kivrin por delante a lomos del burro mientras Colin empezaba a charlar de nuevo, Dunworthy se apoyó en la espalda del muchacho y cerró los ojos.

—Pues he decidido que cuando acabe el colegio, voy a ir a Oxford para ser historiador como tú —decía Colin—. No quiero venir a la Peste Negra, sino a las Cruzadas.

Él los escuchaba, apoyado contra Colin. Oscurecía, y se encontraban en la Edad Media, en mitad de un bosque, dos enfermos y un niño, y Badri, otro enfermo, intentando mantener la red abierta, a pesar de que en cualquier momento podría sufrir una nueva recaída. Pero Dunworthy no parecía capaz de experimentar pánico ni preocupación. Colin tenía el localizador y Kivrin sabía dónde estaba el lugar. Estarían bien.

Aunque no encontraran el sitio y quedaran atrapados allí para siempre, aunque Kivrin no le perdonara, se curaría. Les llevaría a Escocia, donde nunca había llegado la peste, y Colin sacaría anzuelos y una sartén de su bolsa de trucos y pescarían truchas y salmones para comer. Tal vez incluso encontrarían a Basingame.

—He visto peleas a espada en los vids, y sé montar a caballo —dijo Colin—. ¡Alto!

Colin tiró de las riendas, y el caballo se detuvo, con la nariz contra la cola del burro. El burro se había detenido en seco. Se encontraban en la cima de una pequeña colina. Al pie había un charco congelado y una hilera de sauces.

—Espoléalo —dijo Colin, pero Kivrin ya había desmontado.

—No irá más lejos. Es como la otra vez. Me vio atravesar. Creía que había sido Gawyn, pero fue Roche. —Pasó la brida por encima de la cabeza del burro, y el animal regresó inmediatamente por el estrecho sendero.

—¿Quieres montar? —le preguntó Colin, y descabalgó.

Ella sacudió la cabeza.

—Me duele más montar y desmontar que caminar.

Contemplaba la colina. Los árboles sólo la cubrían hasta la mitad, y más allá la colina estaba blanca debido a la nieve. Debía de haber dejado de nevar, aunque Dunworthy no se había dado cuenta de ello. Las nubes iban separándose, y entre ellas el cielo era de un lavanda pálido y claro.

—Pensó que era santa Catalina —prosiguió Kivrin—. Me vio atravesar, como usted temía que sucediera. Creyó que Dios me había enviado para ayudarlos en su hora de necesidad.

—Bueno, y lo hiciste, ¿no? —dijo Colin. Tiró de las riendas torpemente, y el caballo empezó a bajar la colina, mientras Kivrin caminaba a su lado—. Tendrías que haber visto el desorden que había en el otro sitio adonde fuimos. Cadáveres por todas partes, y creo que nadie los ayudó.

Le tendió las riendas a Kivrin.

—Iré a ver si la red está abierta —dijo, y echó a correr por delante—. Badri tenía que abrirla cada dos horas.

Se internó en un matorral y desapareció.

Kivrin hizo que el caballo se detuviera al pie de la colina y ayudó a desmontar a Dunworthy.

—Será mejor que le quitemos la silla y la brida —dijo Dunworthy—. Cuando lo encontramos, estaba enganchando a un matorral.

Se ocuparon de ello juntos. Kivrin le quitó la brida y extendió la mano para acariciar la
cabeza
, del caballo.

—Estará bien —la tranquilizó Dunworthy.

—Tal vez.

Colin apareció entre los sauces, esparciendo nieve por todas partes.

—No está abierta.

—Se abrirá pronto —aseguró Dunworthy.

—¿Vamos a llevarnos el caballo? Creía que no se permitía a los historiadores llevarse nada al futuro. Pero sería magnífico si pudiéramos llevárnoslo. Podría montarlo cuando vaya a las Cruzadas.

Volvió a internarse entre los sauces, esparciendo nieve.

—Vamos, chicos, podría abrirse en cualquier momento.

Kivrin asintió. Palmeó al caballo en el flanco. El animal se retiró unos cuantos pasos y luego se detuvo y los miró, vacilante.

—Vamos —urgió Colin desde alguna parte, pero Kivrin no se movió.

Se llevó la mano al costado.

—Kivrin —dijo Dunworthy, y se acercó a ayudarla.

—Me pondré bien —dijo, y se apartó de él para retirar las enmarañadas ramas del bosquecillo.

Ya estaba oscuro entre los árboles. El cielo entre las ramas negras del roble era de un color azul lavanda. Colin arrastraba un tronco caído al centro del claro.

—Por si lo perdemos y tenemos que esperar otras dos horas —explicó. Dunworthy se sentó, agradecido.

—¿Cómo sabremos dónde debemos colocarnos cuando se abra la red? —le preguntó Colin a Kivrin.

—Veremos la condensación. —Se acercó al roble y se inclinó para limpiar la nieve de la base.

—¿Y si oscurece?

Ella se sentó contra el árbol, mordiéndose los labios mientras se acomodaba entre las raíces.

Colin se sentó entre ellas.

—No traje cerillas, sino encendería un fuego.

—No importa —dijo Dunworthy.

Colin encendió su linterna de bolsillo y luego volvió a apagarla.

—Creo que es mejor ahorrarla por si algo sale mal.

Hubo un movimiento en los sauces. Colin se incorporó.

—Creo que ya empieza.

—Es el caballo —dijo Dunworthy—. Está comiendo.

—Oh. —Colin volvió a sentarse—. No cree usted que la red ya se abrió y no la vimos porque estaba oscuro, ¿verdad?

—No.

—Tal vez Badri tuvo otra recaída y no pudo abrirla —insistió, parecía más nervioso que asustado.

Esperaron. El cielo se convirtió en un azul púrpura, y las estrellas empezaron a despuntar entre las ramas del roble. Colin se sentó en el tronco junto a Dunworthy y habló de las Cruzadas.

—Tú lo sabes todo acerca de la Edad Media —le dijo a Kivrin—, y se me ha ocurrido que a lo mejor me ayudarías a prepararme, ya sabes, a enseñarme cosas.

—Eres demasiado joven. Es muy peligroso.

—Lo sé. Pero quiero ir. Tienes que ayudarme. Por favor.

—No se parecerá a nada de lo que esperas —dijo ella.

—¿Es necrótica la comida? Leí en el libro que me regaló el señor Dunworthy cómo comían carne podrida, cisnes y cosas así.

Kivrin se contempló las manos durante un largo minuto.

—La mayor parte era terrible —dijo en voz baja—, pero había algunas cosas maravillosas.

Cosas maravillosas. Dunworthy pensó en Mary, apoyada contra la puerta de Balliol, hablando del Valle de los Reyes, diciendo: «Nunca lo olvidaré.» Cosas maravillosas.

—¿Y las coles de Bruselas? —preguntó Colin—. ¿Comían coles de Bruselas en la Edad Media?

Kivrin casi sonrió.

—Creo que no se habían inventado todavía.

—¡Magnífico! —Se levantó de un salto—. ¡Oigan! Creo que está empezando. Parece una campana.

Kivrin alzó la cabeza, escuchando.

—Cuando vine sonaba una campana —recordó.

—Vamos —dijo Colin, y obligó a Dunworthy a ponerse en pie—. ¿No la oye?

Era una campana, débil y lejana.

—Viene de allí —indicó Colin. Corrió hacia el borde del claro—. ¡Vamos!

Kivrin apoyó una mano en el suelo para sostenerse y se puso de rodillas.

Su mano libre se dirigió involuntariamente a sus costillas.

Dunworthy le tendió la mano, pero ella no la aceptó.

—Estaré bien —musitó.

—Lo sé —contestó él, y dejó caer la mano.

Kivrin se levantó con cuidado, apoyándose en el tronco del roble, y luego se enderezó y lo soltó.

—Lo tengo todo en el grabador —dijo—. Todo lo que sucedió.

Como John Clyn, pensó él, mirándole el pelo rapado, la cara sucia. Un verdadero historiador, escribiendo en la iglesia vacía, rodeado de tumbas.
Yo, al ver tantos males, he puesto por escrito todas las cosas de las que he sido testigo. Para que las cosas que merecen ser recordadas no perezcan con el tiempo
.

Kivrin volvió sus manos hacia arriba y se miró las palmas en la penumbra.

—El padre Roche, Agnes, Rosemund y todos los demás —dijo—. Lo tengo todo.

Trazó una línea por su muñeca con un dedo.


lo suiicien lui damo amo
—dijo en voz baja—. Estás aquí en lugar de los amigos que amo.

—Kivrin.

—¡Vamos! —exclamó Colin—. Ya empieza. ¿No oye las campanas?

—Sí —dijo Dunworthy. Era la señora Piantini con el tenor, tocando la introducción a
When at Last My Savior Cometh
.

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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