—Es la ronda —dijo Nicolás.
—¡Baja la cabeza y éntrate aquí, que también ésa me busca!
—Maridos, asesinos y alguaciles, mucho halcón y poca presa para una noche sola —decía Nicolás.
Pasaron los guardias y pasó el peligro, pensaba Obelar, que prendió luces otra vez, se sentó a la mesa y le pidió a Nicolás que también lo hiciera.
—¿Por qué os persiguen a la vez la ronda y unos asesinos en víspera de recibir a ese amigo Lezuza que espera vuesa merced?
—La ronda, Nicolás, me busca por darle gusto al marido chillón de una dama que me gusta a mí. Y los asesinos, por esta bolsa que aquí ves, que no contiene más que un compás, unas bolas y un cuaderno.
—Por poca cosa desalman hoy en Madrid —se asombraba Nicolás, los ojos muy abiertos y las manos sudorosas—. ¿Qué harán por una hogaza? ¿Sabe vuestro amigo Juan Lezuza que viene a una ciudad de perdición y que trae a su familia a un mal sitio?
—Yo huía de la ronda cuando vi a un hombre que intentaba sacarse a sí mismo de su casa por el agujero de una ventana estrecha. Me tiró la bolsa con el ruego de que la pusiera a salvo. Y no tuvo tiempo para hablar más, que le clavaron dos espadas y luego vinieron por mí los que le mataron.
—No tengo muchos estudios —dijo Nicolás—, pero veo claro que si un hombre ha muerto por tales cosas, no habrá sido por las bolas, que hay muchas de ellas en mil sitios. Y tampoco por un compás ya viejo —continuó—. El secreto está en el cuaderno.
Unas horas después, con luz de amanecer, muy cerca de Madrid, Inesa vio dos puntos negros en la lona que cubría el carro, dos puntos que volaron luego hasta su mano y que eran las primeras dos moscas del verano. Inesa miró a Lezuza, su marido, sin cambiar el gesto y se arregló con una horquilla el pelo descuidado que le cubría la frente. Miró a Pascual después, dormido sobre los adrales del carro. Tenía el niño la boca abierta y la misma cara de sueño que otras muchas veces había mirado Inesa, cuando aún vivían en Salamanca, antes del viaje. Tenía Pascual un pie sobre una tabla y otro apoyado en un tonel que Inesa no recordaba haber visto nunca con vino y que su marido llenaba de libros y cuadernos, una biblioteca barata con panza de madera y tripas de papel, un agujero con olor a tinta al que ella miraba ahora como al pozo en el que se criaron todos los males de su vida, los males que le habían puesto en la cara un gesto helado y agrio que era espanto de cuantos la habían conocido antes, cuando era feliz.
Inesa se sentó sobre las maderas gastadas que le habían servido de cama y asomó su mirada al polvo inmenso del camino hasta que vio que su marido andaba delante de la mula y tiraba de los ramales como si él mismo arrastrara el carro. Tuvo entonces la misma sensación de tristeza que otras muchas veces antes, dejó colgada la vista en un punto inconcreto del cielo y pensó que ese enorme techo azul por donde volaban los pájaros era obra del demonio. Ella no comprendía el trabajo de su marido y despreciaba su profesión y el tonel de libros y ese viaje que ya duraba nueve días. Siguió mirando al cielo, a esa tapadera azul que convertía al mundo en una trampa, como si fuera una losa irremovible que le impedía respirar y volvió al camino su mirada cuando empezó a pensar que, desde hacía muchos años, el cielo se reía de ella, de su marido y de su hijo, ahora metidos en un carro, camino de Madrid, con Salamanca a sus espaldas, lejos ya para volverse andando sola.
A menudo deseaba poder darse la vuelta, volver atrás en su vida y detenerse allí, justo antes de convertirse en la mujer de un profesor de matemáticas que le había hecho odiar el cielo. Se sujetó de nuevo con la horquilla un mechón suelto y pensó entonces que, si al menos el pelo dejara de invadir sus ojos, tendría ánimos para arreglarse el vestido y despertar a Pascual, que apoyaba sus once años sobre el tonel de libros. “De los tres hijos que he tenido —pensaba Inesa en silencio— sólo este gigantón me queda ahora. Y de los otros dos que nacieron después, ya no tengo ni el recuerdo de sus caritas. Dios los tenga en su gloria”. Asomó a sus ojos el agua de una lágrima que no llegó a derramarse de los párpados y recordó muy claramente el día en que a su pequeña Justina le llegaron por sorpresa los ahogos y la señal de la viruela que, con dos años sólo, la mató. Del otro parto que después vino, recordaba Inesa que no se obtuvo de nadie otra opinión que no fuera la de que el niño era pequeño y de poca sangre y que habría de morir en poco tiempo, lo que ocurrió cabalmente a los siete días de nacido.
Delante del animal uncido al carro caminaba Juan Lezuza, que tiraba de las bridas para vencer la voluntad contraria de la mula, vieja, descriada, un poco ciega, torpe y ya sin fuerzas, obstinada en reposar las patas. Cuando la compró, para hacer el viaje, no parecía tan terca y tan cansada, aunque tuvo después la seguridad de que el animal había cumplido mucho tiempo antes todos los años de su vida. Para ponerle risa a la fatiga, Juan Lezuza decía a su familia que si la mala mula no había muerto aún era sólo porque tenía el paso tan lento que llegaba siempre tarde al lugar en que la muerte la esperaba. Lezuza llevaba atada a la cintura una bolsa de cuero antiguo por la que habían pasado ya todas las monedas que su oficio de maestro de matemáticas le había dado, que no fueron muchas en Salamanca y que iban a ser muchas más en Madrid, según pensaba. En la bolsa llevaba ahora las últimas que le quedaban después de los tratos que tuvo para la compra de la mula y de los pagos de ventas y posadas que había hecho durante el viaje. En esa bolsa pensaba Juan Lezuza mientras Inesa, con una horquilla en una mano y la otra sujetando un mechón de pelo, le miraba desde atrás, subida al carro, sentada en la madera antigua y gastada que era asiento por la mañana y por las noches cama. Lezuza estaba ansioso por terminar el viaje y pisar Madrid, donde iba a ser nombrado maestro de matemáticas y geometría del joven Rey Felipe, cuarto de su nombre. Y sentía una enorme alegría por cambiar de vida, por dejar atrás una universidad que sólo era importante en la enseñanza de letras y de leyes y que no le permitía mirar al cielo, que era lo que más amaba, por haber puesto Salamanca exactamente a su espalda, la ciudad a la que nunca más quería regresar.
Cuando Juan Lezuza volvió su cabeza para mirar dentro del carro vio a Inesa sentada, mirándole fijamente.
—¿Has dormido bien?
Inesa no dejó de mirarle ni le contestó. Mirarle fijamente y no hablarle era algo que Inesa hacía con frecuencia. Lezuza no se había acostumbrado a esa actitud de su mujer por mucho que fuera reiterada. Le parecía siempre que ese gesto sin mueca de ojos quietos y el silencio eran una señal de desprecio o de infinito desdén. Sin embargo, aquella mañana, cuando Inesa recobró el ánimo que siempre le faltaba para empezar el día, le dijo:
—Por tus cuentas, Juan, hoy mismo llegamos.
—Entraremos en Madrid cuando el sol esté alto y mi amigo Obelar despierto —contestó él.
Inesa cerró un poco los ojos y miró al sol con desaire, fugazmente. Nada de lo que había en el cielo le gustaba, salvo las nubes. Muchas veces había deseado ser una nube para escaparse de su propia vida volando y, sobre todo, para poder tapar el cielo.
Juan Lezuza sabía que el viaje era una apuesta insegura, porque en Madrid tendrían los tres que iniciar una nueva forma de vivir y entretener los días con la paga que le dieran por sus lecciones. Pero en la Corte, imaginaba, encontraría la manera de prosperar. Cuando se sorprendió a sí mismo pensando en la prosperidad, se avergonzó repentinamente, bajó Lezuza la mirada al suelo, tiró de las correas para avivar el paso de la mula y consideró que siempre había sido un hombre incapaz de ganarse algo más que el pan, incapaz de juntar monedas. Mucho tiempo antes de empezar el viaje ya se acostaba algunas noches con el sobresalto culpable de no ser un buen marido ni un buen padre, con la certidumbre de que era un hombre inútil para asegurarle a su familia una despensa que aliviara el espanto de las hambres. A veces se detenía a considerar las artes de comercio con que otros maestros hacían industria de su oficio y le ganaban buen provecho a sus lecciones, habilidad que, para su perjuicio, él no tuvo nunca. Sintió repentinamente la duda de si aquel viaje era o no tan conveniente como lo había imaginado y no supo entonces reposar su inquietud en otra cosa que no fuera una débil confianza en el futuro. Llevaba atrás a su familia, un carro y una mula, pero le pareció por un momento que llevaba el peso de todos los errores de cálculo que había cometido en la aritmética desconocida de los dineros, el álgebra inasequible de los sueldos, los precios, las compras y las ventas, la matemática pura de la vida de cada día, para la que no servía todo cuanto tenía aprendido en los libros de números que habían escrito los sabios.
Juan Lezuza ocupaba el pensamiento con esto cuando avistó a su lado el movimiento de su propia sombra y miró al cielo, guiñando un ojo, para situar la altura del sol. Calculó que en algo más de dos horas sería mediodía y empezó a considerar, muy en silencio, cómo el sol describía cada mañana un arco de noventa grados desde el horizonte hasta su punto más alto. Echó al camino su mirada nuevamente y se entretuvo en demostrarse a sí mismo que, si el área del círculo es el cuadrado de la longitud de su circunferencia dividido entre cuatro veces pi, resultaba claro que la Tierra se movía. Sin prestar atención a la voluntad torcida de la mula, que parecía querer desandar lo andado, consideró que, si era cierto, como era, que la longitud de la circunferencia correspondía a dos veces pi multiplicado por el radio, algunas de las estrellas que había visto por la noche no tenían que estar allí donde las vio, sino algo más al este, a menos que la Tierra se moviera. Ése fue el momento en que Lezuza, pensando en el valor del ángulo que las estrellas habían recorrido sin motivo la noche anterior, dejó de preocuparse por el dinero que iba a recibir dándole lección al Rey y por los inconvenientes de la Corte, el momento en que echó al olvido la desconsolada manera en que muchas veces su mujer le había dicho que no había otra cosa de más provecho en el oficio de maestro que tener la olla caliente, salir de pobres y llegar a viejos, el momento en que Lezuza perdió por el camino la duda de si era o no un padre cabal y un buen marido.
Inesa, desde el carro, vio fugazmente el perfil de su marido y comprendió, por el gesto que llevaba colgado de su cara, que en ese punto del camino, a Lezuza no le importaba ya Madrid, ni el viaje, ni ella ni Pascual, sino solamente el cielo, ese techo azul que por desgracia no vería nunca derrumbarse y que, fatalmente, seguiría allí arriba, hasta el día en que ella se muriera y aún mucho tiempo después, burlándose de su marido con brillos, luces y planetas.
Después de limpiarse la cara con un trapo mojado en el agua de una alcuza que habían heredado de un pariente y que nunca tuvo aceite, Inesa desató las puntas cruzadas de una bolsa de tela, metió la mano y apartó los trozos de pan duro que encontró, hasta reconocer con los dedos una tripa de manteca y dos galletas saladas que empezó a morder. Cuando acabó, metió la manteca en un talego, cogió el bacín que colgaba de un clavo y lo metió debajo del vestido, se sentó sobre él y vació a pujos las aguas de la noche. Después se acercó al borde del carro y tiró el líquido al camino.
—¿Has comido? —le preguntó a Juan.
—Una pizca de las tortas de harina y un puñado de pasas —contestó Lezuza.
Hubo entonces un silencio breve y él añadió:
—Cuando estemos en Madrid, viviendo como duques, haremos muy buenas mesas. Dicen que la cocina del Rey sirve salpicones de vaca y tocino magro, pastelones de ternera y pollos y cañas calientes y aun dicen que ponen hasta manjares blancos.
—¿Qué son manjares blancos, Juan? —preguntó ella con un tono de marcado desinterés.
—Un guisado de pechugas de gallina cocidas con azúcar y harina de arroz.
—Pues yo te digo que el único manjar blanco que veremos será el fondo vacío de un cuñete de sal. ¡Cuando vivamos como duques! ¿Vas a sacarle ahora en Madrid brillos de nobleza a la aritmética?
—No me conozcas el futuro sin haber estado allí, que de este viaje saldremos ricos para siempre —le dijo Juan, con tono de profeta.
Y callaron. Como otras veces, como tantas veces, se callaron. Lezuza miró de reojo a su mujer un poco después y, por un momento, se sintió culpable de las arrugas de Inesa, de su gesto agrio, del color triste de su ropa y hasta de que unos mechones de pelo se le vinieran a los ojos para taparle la mirada. Y le dijo:
—No hay causa para lamentos, Inesa, que no vamos como extranjeros que hablen otra lengua ni estaremos solos en Madrid. Mueve ese gesto de piedra que llevas desde hace días y ponte risas en la cara, aunque sean pintadas, que una ciudad trata al forastero según le vea llegar. Ésta es regla muy principal que es verdad en todas partes y mucho más en la Corte, ciudad de mucho adorno y gente de sonrisa y cortesía.
—Tu amigo Obelar nos trae aquí y no el Rey, que parece, al oírte hablar, que te van a dar un marquesado en vez de una pizarra —le decía Inesa.
—En esa llamada que me ha hecho para ser maestro del Rey se reconocen los amigos. Obelar es hoy en la Corte una persona de importancia y relumbrón, con fortuna de familia y lustre de apellido. Y profesor de matemáticas también.
—Con dineros y galas de vestir se ha hecho importante tu amigo. Y no enseñando números y cuentas a la chiquillería. Obelar lleva a Pitágoras de lucimiento y se pone de adorno los teoremas, como se pone las plumas del sombrero.
—También yo llevo en la cabeza los teoremas…
—Tú llevas el álgebra metida en el cuerpo, comiéndote las venas, como hay otros que llevan al demonio.
Y calló después Inesa durante un largo tiempo, hasta que avistaron los tejados de Madrid.
Al ver los perfiles de la Corte, a Lezuza se le figuró que el paso de la mula se hacía más lento y, dentro del carro, Inesa despertó a Pascual, que no había dormido tanto tiempo seguido desde el día en que dejaron Salamanca. Las primeras casas que encontraron estaban bordeadas de muros que guardaban huertas. Dieron vuelta al carro y a la mula para hallar un modo de entrar a alguna calle y así estuvieron un buen rato, con tapias corridas a un lado y campo al otro, como si Madrid se hubiera encerrado entre paredes. Al frente vieron un grupo de tejados que tapaban los techos de unas casas esquinadas y por allí entraron al camino de Fuencarral, que era cuesta por donde las ruedas bajaban con más prisas que la mula. Sujetó Lezuza un pie a una tabla y afirmó las manos en la lona del carro para subirse a él. Desde arriba, iban los tres mirando el fin del viaje y saludando a una ciudad que no se fijaba en ellos.