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Authors: Juan Carlos Arce

Tags: #Ciencia, Histórico

El matemático del rey (10 page)

BOOK: El matemático del rey
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—Eso mismo solían decir todos. Pero yo no entiendo de esas cosas. Sólo sé que por aquí han pasado muchos negadores. Unos negaban la inmortalidad del alma, el purgatorio, la potestad del Papa, la misericordia del bautismo…, arrianos, otros nestorianos, luteranos, calvinistas, mahometanos y elvidianos, que no hay doctrina verdadera que no encuentre hombre que la niegue.

—Yo no tengo luces para discernir sobre esas herejías ni sobre otras, que sólo soy maestro de matemáticas.

—Uno hubo aquí también que era maestro y enseñaba la gramática. Siendo gramático, fue fama que pecaba por las palabras y acabó condenándose por no corregir una que decía mal.

Tomasico elevó la vista al techo haciendo memoria y la bajó luego.

—No me viene a la cabeza qué era lo que descolocaba en una frase que tenía orden fijo —dijo el carcelero—. Y eso le condenó al fuego.

—¿Pecaba por descolocar una palabra?

—Una palabra que decía fuera de sitio y que fue su perdición, sí señor.

Tomasico salió luego de la celda, pasó llaves y cerrojos y, en ese momento, le gritó a Lezuza a través de la puerta:

—Ya recuerdo… Gramaticaba aquel maestro que no se dijera de Nuestro Señor Jesucristo que era Hijo eterno de Dios, sino que él prefería decir que era Hijo de Dios eterno, pues si es Hijo, decía, no puede ser eterno. Muchas veces le corrigieron de ese error con azotes, pidiéndole que mudara esa eternidad de sitio y la pusiera donde le mandaban. Y no hubo modo de que renunciara a esa gramática. Y la gramática le llevó a que lo sacaran de aquí con coroza y hábito al auto de fe y lo quemaran luego.

Se alejó con esto, hablando solo, el carcelero. Y quedó en la celda Lezuza, más preso que antes.

En su casa, mientras, Pascual había comprendido, según Inesa le contaba, que a su padre se lo había llevado de noche la Justicia por orden de la Santa Inquisición por enseñar una teoría condenada por el Papa. Abrazados, el niño y su madre mantenían una conversación de miradas llena de silencios. No le parecía a Inesa un arresto de mucha importancia, sin embargo, porque el alguacil le había dicho a qué cárcel le llevaban, siendo así, como ella sabía por otros casos que habían ocurrido en Salamanca, que cuando el delito era muy grave, se confinaba a los presos en cárceles secretas.

Con la manga se secaba Pascual las lágrimas y decía:

—¿No le volveremos a ver?

—Sí, hijo, sí. Volverá muy pronto —le mentía Inesa.

—¡Si pudiera llevarlos a todos volando a ver los planetas, se darían cuenta de que él tiene razón!

—Escucha, Pascual. No hables de ese modo ni digas tales cosas, ni defiendas a tu padre diciendo que es verdad lo que el Papa dice que es falso. La única forma de ayudar a tu padre es dar fama de que él ha rechazado el error y abraza con fuerza la verdad de Roma. Él debe retractarse y abjurar de esos pensamientos.

Se hizo entonces un silencio y Pascual le preguntó:

—¿Pero es o no es verdad lo que dice del Sol?

—El Sol anda muy lejos de aquí y a nadie importa si se mueve o no, Pascual. No pienses en ello, no mires al cielo, tente quieto en razonamientos como ésos y deja a las estrellas, que no han traído a esta casa más que penas. Pero yo creo, Pascual, que si Roma ha condenado esa geometría, más sabrá Roma que nosotros.

Días antes, el barco que salió de Génova con los dos frailes a bordo había entrado, con la madera hinchada, en las aguas de calma de Sagunto. La luz matinal daba al mar reflejos y la proa del navío encaró el puerto navegando ya despacio. Amañaron las cuerdas y mantuvieron la vela grande sin bonetas, poniéndose a la corda hasta tocar tierra. Desembarcaron los dos religiosos y recorrieron el muelle para salir a la ciudad y continuar viaje hasta Madrid. Vieron hombres y barcos dando al puerto agitación. Toneles y barriles rodaban por rampas hasta los almacenes; fardos, mercancías y sacos iban de un lado a otro empujados por el suelo o a hombros de porteadores descalzos.

—Esto es España, fray Pedro.

—¿Hace mucho que está vuestra reverencia fuera de ella?

—Desde que vivo en Roma he venido muchas veces para estancias cortas.

Fray Pedro dio al mar la espalda y pisaba tierra firme con la seguridad de conocer perfectamente el asunto que su maestro iba a enjuiciar en Madrid. Sin embargo, una duda le quedaba.

—Hay algo que no alcanzo a entender —dijo fray Pedro—. En Madrid el Santo Oficio está servido de teólogos y juristas que podrían hacer juicio a ese acusado. ¿Por qué viene vuestra reverencia con mandamiento propio del Papa y cédula de nombramiento como comisario inquisidor?

—Por lo mismo que os he dicho en el viaje todos estos días que hemos estado embarcados. Porque para este asunto no hay que ver sólo el punto de la astronomía. Muchas veces desde España han enviado a Roma a pedir doctores en nuestra santa fe porque les enseñaran en ella y nunca el Santo Padre lo había proveído hasta ahora, en que se hace muy preciso.

Segunda parte
7. Una tarde de octubre

Acabó el verano y octubre vino muy lluvioso. A la celda de Lezuza se filtraba despacio y gota a gota una agua de pudrición que llegaba de algún arrecil maldito. Algunos tejados, desguarnecidos de piedra y sin vierteaguas, se habían empapado; la techumbre de la iglesia de San Antón cedió a los aguavientos al ablandarse unas vigas de madera antigua que la sostenían y otros techados con más paja que adobe se hicieron charco y se hundieron luego por el peso. Durante los primeros siete días del mes, las nubarradas hicieron pensar que se venía el cielo abajo y las celliscas convirtieron las calles en canaleras que arrastraban las barreduras y bacinadas que durante el verano inficionaron el aire de muchos rincones.

A la tabla vieja de una mesa que tenía Inesa puesta en un rincón de su casa se sentaron, aquella tarde lluviosa de octubre, Obelar y fray Santón, mientras Nicolás y Cucurucho jugaban en la cocina al escondite y a los pasos gigantes.

—Fray Santón ha traído noticias hoy —le dijo Obelar a Inesa.

—¿Y cómo es que, desde que se llevaron a mi marido, este cura a medio hacer saca luces de tanto en tanto y da noticias? —preguntó Inesa, que, por la cuenta poco clara que llevaba, tenía a su marido encerrado ya cerca de cien días.

—Yo, señora —dijo el Santón—, conservo, de mi padre y mis estudios, amistades y favores entre gente de Iglesia y hombres de gobierno y con las mismas que me cuentan, vengo yo y le cuento. También por otras causas tengo paso franco en oficinas en las que se habla de todo.

—Dile, Santón, lo que has oído.

—Vuestro marido está siendo tratado con mucho comedimiento y cuidado, porque era maestro del Rey, oficio que le guarda, por ahora, de confesar bajo tormento. Pero esa misma circunstancia de enseñarle al Rey la matemática está siendo un grave perjuicio para él. Hay quien dice que de no ser maestro de Su Majestad acaso no hubiera sido puesto preso.

—No lo entiendo, porque ser maestro del Rey o es bueno o es malo —dijo Inesa.

—Es bueno —intervino Obelar— para su cuidado y para recibir algunas atenciones, que estando en la cárcel no han de ser tampoco muchas. Pero es malo también porque…, porque… —se interrumpió en este punto el amigo de Lezuza y miró al Santón para pedirle ayuda.

—Escúcheme vuestra merced con atención —dijo fray Santón—, porque no es este asunto de su marido un caso normal. Y le ruego que, en lo que sigue, no me interrumpa porque, siendo de por sí difícil entenderlo todo junto, a partes no se entendería.

—Pruebe vuestra merced a no tardar mucho —le rogó Inesa.

—Vaya por delante que el Santo Oficio quiere condenar a Lezuza por cualquier medio, como hereje, séalo o no lo sea. Condenar al maestro del Rey es condenar al Rey un poco. Esa condena de Lezuza obraría como el escarmiento en cabeza ajena, como un castigo al Rey en el cuerpo de otro, precisamente en el de su maestro, como un aviso del poder de Roma sobre la Corona.

—Dios mío —decía Inesa, bajando la cabeza y mirando al suelo.

—El Rey quiere sacar a Lezuza de la cárcel y lavar su fama porque eso es lavar la suya un poco. Y así, si sale libre porque no es hereje, no hay sospecha de que sus enseñanzas hayan sido contrarias a la fe. Y quiere sacarle, también, como un aviso del poder de la Corona sobre el Papa. Y en medio Lezuza que, por cierto, no importa ni al Rey ni al Santo Oficio, sino como prueba de quién manda. El Rey quiere sacar a Lezuza a la calle, aunque sea hereje, para afirmar sus poderes sobre la Iglesia. Y la Iglesia no lo suelta por lo mismo, aunque no sea hereje.

Inesa oía todo esto como historia de romance, como si le hablaran de algo ajeno, sin poder creerlo, asombrada y sobrecogida.

—Roma quiere dirigir el asunto —continuaba el Santón, dándole nuevas— y para ello ha enviado desde allí al fraile Martín Vélez. Cuanto se sabe de él es que ha tomado a su cargo el juicio de Lezuza con toda la intención de averiguarle hasta el último pensamiento. Se dice que es alto, barbado, fuerte, listo y sabido de mucha astronomía y de otras ciencias. Pero algo más se dice de él, que añade a todo confusión. Es seguro que el tal inquisidor llegó a Madrid con ese encargo, si no antes, casi el mismo día en que se llevaron a Lezuza.

—¿Salió, entonces, de Italia, antes del arresto, y traía ya el encargo de presidir su juicio? —preguntó Inesa.

—Tal parece —contestó Obelar—. Al pobre Juan le tenían preparada la celda desde hace mucho tiempo.

—Dios mío, Dios mío —repetía Inesa, ahogada en un sollozo.

Hubo entonces un silencio, durante el que Obelar consideró dejar a Inesa sola con sus pensamientos y sus lamentos. Fray Santón aún tenía algo importante que decir, pero no sabía si aquél era el momento. Sobre el silencio espeso de los tres, se oían al fondo de la casa las voces y los juegos de Nicolás y de Pascual.

—Pobre Cucurucho —dijo Inesa.

Y al impulso de esas dos palabras, que salieron de los labios de Inesa empapadas de tristeza, Obelar se decidió a abandonar la casa y le aseguró a la mujer de Lezuza un nuevo encuentro al día siguiente. Ella, con un gesto de su mano, les pidió a él y a fray Santón que esperaran y les preguntó:

—¿Y qué puede pasar?

—Nada hay seguro —contestó fray Santón.

—¿Qué puede pasar? —insistía Inesa.

—¿Quiere vuestra merced que le diga, sin cuidado, la verdad?

—Sí —dijo Inesa, con esfuerzo.

—Cuatro cosas distintas pueden pasar. Después del juicio, Lezuza puede ser absuelto, que es lo mejor que le habría de ocurrir. Pero de no pasar así, puede ser penitenciado…

—Explíqueme vuestra merced… —interrumpió Inesa.

—Penitenciado vale por obligado a abjurar de los delitos que se le encuentren. Un penitenciado jura evitar su pecado en el futuro y cualquier reincidencia le vale un castigo muy severo. La tercera cosa que puede ocurrir —continuó fray Santón— es que sea reconciliado.

—¿Reconciliado?

—Que le aplican una pena: vestir el sambenito, recibir azotes mientras recorre las calles, encarcelado o enviado a galeras. Por cuarta cosa, puede pasar que sea quemado, lo cual es muy seguro si en el juicio le prueban herejía de importancia.

Inesa, que había estado mirando cómo la lluvia golpeaba en la ventana, dejó entonces que un llanto sereno asomara a sus ojos. Y hubo de nuevo un silencio. Obelar dijo:

—Juan es hoy un hombre en quien se disputan asuntos de mucha importancia. Hay además otra cosa que no quiero dejar de decir, para que todos sepamos lo mismo. El Rey tiene facultades, derecho y privilegio, por su condición, para deponer a los inquisidores y nombrar otros. Así que, si en el juicio no van las cosas bien para sacarlo de la cárcel, el Rey puede poner otros jueces que le hagan el favor de absolverlo.

Inesa levantó entonces la mirada hacia Obelar, atenta a las palabras que había oído. Pero Obelar añadió:

—Ocurre, sin embargo, que el Papa tiene derecho y privilegio para deponer reyes y emperadores. Si alguno de los dos usara su derecho, el otro usaría el suyo.

—¡Qué injusticia! ¡Qué terrible injusticia! —sollozó Inesa.

Fray Santón añadió entonces:

—Y, por encima de ello, deponer a Papas y emperadores sólo el dinero lo puede hacer.

—Nunca he tenido un maravedí de más —se lamentó Inesa.

Salieron los dos hombres de la casa a la que habían llevado esas noticias y se separaron allí mismo, en el umbral, para andar cada uno su camino. Era el de Obelar el que llevaba a los restos quemados de una casa que había sido vivienda y domicilio del asesinado Maldonado. Llegó a la calle a medio paso, andando despacio, entretenido por muchas meditaciones sobre la suerte de su amigo Juan Lezuza. Pero al meter el pie en la calle en que tal casa se hallaba, recobró Obelar andares más premiosos y se acercó a los balcones de una fachada vecina a la incendiada. Vio en la reja de una balconada una tinaja de aceite que siempre estaba allí, unas veces con la tapa puesta y otras destapada, indicando cada cosa si Isabela estaba o no sola en su casa. Y al ver que la orza no tenía tapadera, comprendió el mensaje que Isabela le daba y se dispuso a subir a la vivienda por donde menos se le viera, que era siempre el mismo sitio. Dio vuelta a la casa y llegó a la fachada trasera que daba a calle estrecha. Allí empujó una portada que era paso a corral y, desde una bancada de piedra a la que se subió, echó las manos a un saliente de terraza y pasó el cuerpo al primer piso. Se acercó muy precavidamente a una ventana y golpeó con los dedos los cristales. Allí apareció, al poco, Isabela, que abrió la ventana y abrió los ojos y los labios para recibir un beso de Obelar, el hombre al que más quería. Se tomaron de las manos luego, se miraron con sonrisa y dijo ella:

—Iba a cerrar la orza cuando has llamado a esta ventana, que es tan tarde ya que mi marido ha de estar viniendo del juzgado, de decir sus sentencias de hoy. Más de medio día he pasado esperándote con la tinaja a boca abierta y asomas al momento de taparla.

Dentro de la casa, Obelar volvió a besarla y rodeó su cuerpo con los brazos apretados, llevó luego una mano a la nuca de Isabela y puso la cabeza de ella apoyada en su pecho.

—Está por llegar aún el día en que a nuestro encuentro le falten precauciones —dijo Obelar—. Oh, cómo deseo dejar los disimulos.

—¿Y qué habremos de hacer? —preguntó Isabela—. Todo un año se ha ido ya en estos engaños que me sobresaltan la respiración y paso la vida en dudas de si él sabe o no sabe, porque muchas veces luce en su conversación que en el oficio de juez está notar las faltas de los otros. Y eso y otras cosas que parecen avisos de sospecha me bajan la sangre a los talones y me paso el día como en brasas, que hasta creo que me voy a quedar delgada.

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