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Authors: Juan Carlos Arce

Tags: #Ciencia, Histórico

El matemático del rey (9 page)

BOOK: El matemático del rey
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—No poder llevar el hábito, para fray Santón fue como naufragar en puerto. Se fue a Indias a hacer misión por cuenta propia y al ver comendadores, virreyes y religiosos obrar como Nerón con los cristianos, se quedó soplando manos y salió de allí buscando un sitio a propósito para su fe y no lo halló más que entre bandidos y tabernas, donde tiene paso franco y fama de ser cura del revés.

Entraron en conversación los que allí estaban y a todo contestaba fray Santón con ingenio de hombre de luces y chisporroteo de risas. Le miraba Lezuza el aspecto y la indumentaria y no hallaba modo de creer lo que veía ni ajustarle una edad aproximada que, sin duda, era muy larga. Entresacaba el casi cura de las arrugas de su rostro un narigón que era más gancho que nariz y por las mangas asomaba unas manos de sarmiento, tan sin carne, que eran manos de esqueleto, no de hombre. La camisa daba amparo a un cuerpo flaco hecho de huesos solamente. Tenía la frente curva y extendida hasta la nuca por no hallar pelo en que topar. Los ojos, negros, muy redondos, pequeños, miraban incisivos y acerados como bocas de pistola. Los labios, de color vivo, dibujaban una boca grande a la que no faltaban dientes ni comidas, que hacía cuatro de provecho cada día y otras dos o tres en medio de ellas y aun así era magro y con perfil de naipe.

Para dar amparo en la misma plática a los tres convidados a su mesa, Ranillas le explicó a fray Santón la contienda de Obelar en un tejado de Madrid y cómo Lezuza llevaba a su espalda la sombra del Santo Oficio por un mal libro que hablaba de las estrellas.

—Piensa que esta bola viaja por el aire dando vueltas —añadió Ranillas, girando el dedo índice, que tenía apoyado en la sien.

—¡Que baile el mundo y nosotros dentro de él como baila el dado en su cubil y apuremos otro vaso de este vino, que es de balde! —dispuso Maricarnes.

—Esas vueltas de las que te ríes, Ranillas, son verdad —advirtió Obelar.

—Decir la verdad es hoy en Madrid y en España entera cosa que no hacen más que locos y algunos imprudentes que luego acaban presos —añadió fray Santón—. La verdad no interesa a nadie. Mucho mayor interés que la verdad tiene una mentira bien contada. Ahora, las mayores verdades andan quietas porque no se las reconozca y ocultas por si alguien da el mal paso de buscarlas.

—Lo que la estatua ésta de aquí quiere saber —dijo Maricarnes, refiriéndose a Lezuza, que seguía inmovilizado por el miedo y la sorpresa— es si tiene que salir corriendo, o quedarse en Madrid. Lo que le hace falta es saber si le buscan para ponerlo preso.

—Fray Diego de Zúñiga ha escrito un comentario al Libro de Job, donde aprovecha para dar lección de astronomía y dice que el mundo da vueltas al Sol —dijo el Santón—. Pero fray Diego de Zúñiga es teólogo, y vuestra merced, no. El padre Arriaga ha dicho lo mismo en su cátedra de Praga. Pero el padre Arriaga es teólogo, y vuestra merced, no. Lo mejor que puede hacer vuestra merced es, precisamente, hacerse cura. Y si ello no os es posible, tened, al menos, mucho cuidado.

6. Más sabrá Roma que nosotros

Entraba el mes de julio por la ventana abierta de la habitación. Inesa tenía ya pasado el sueño de esa noche y sólo vigilia le quedaba hasta el claror del alba. Sobre la cama, mirando al techo, estuvo segura de que su marido había iniciado ya en Madrid las locuras que en Salamanca pusieron a sus pies el olor de la hoguera. Ahogó en su pecho, con la costumbre de siempre, la pena de estar casada con un matemático empeñado en pudrir su vida y la de su familia por la terca obstinación de organizar el cielo a su manera. Volvió a lamentar su denegrida suerte y a envidiar a otras mujeres que no sufrían la pasión de un marido ausente por el estudio constante. Y acudió a su mente la imagen del tonel lleno de libros, que siempre estuvo en su casa vacío, sin embargo, de otras cosas. Pensó esa noche con más detenimiento en la idea que se le había instalado en la cabeza desde mucho antes de salir de Salamanca. Pensó esa noche en lo que nunca había querido detenerse a contemplar y que, sin embargo, le asaltaba cada vez con mayor frecuencia. No tuvo miedo de pensar en ello aquella noche, quieta, tumbada en la cama, al lado de Lezuza, al que había ganado el sueño. Consideró sus sentimientos y les dio nombre y pensó que si podía nombrarlo, era entonces real lo que sentía. Asomó a sus ojos un reguero de agua y se convenció de que no quería a su marido, en un ejercicio de pura valentía ante esa idea. Muchas veces antes había pensado en ello y otras tantas renunció a creerlo, pasando de puntillas por ese sentimiento de rechazo. Pero esa noche, mientras oía la respiración de Lezuza, fue distinto, tan diferente que halló, en lugar de turbación, complacencia en esa idea y se incorporó sobre la cama para mirar a su marido dormido como a un extraño que ya tenía muy poco que ver con ella. Estuvo segura entonces de que si ese hombre hubiera sido solamente maestro de matemáticas o vendedor de vinos o cualquier cosa que no mantuviera tratos con el cielo, todo sería distinto. El cielo había roto su amor porque la obstinación de Lezuza por estudiar los movimientos de la Luna y de la Tierra, por mirar a las estrellas y entender la naturaleza de los cometas era cada vez mayor, cada vez más grande, según iban haciéndose menores las coincidencias de ambos y el respeto de ella por un oficio peligroso que en nada aprovechaba a su familia y que había dado hambre y ruina. Miraba a su marido y veía allí sobre la cama a un hombre incapaz de hacer industria de su oficio, un hombre dedicado al estudio como por enfermedad o por condena, sin arte para ganar dineros o poner precio a sus lecciones. Y esa noche supo que no le quería, que le había atravesado la vida con consideraciones sobre el cielo, que no era ni había sido feliz sino un poco, hace muchos años, cuando Juan Lezuza no se había convertido aún en un obsesionado, en un mirarriba, en un maniático del zodíaco y los eclipses.

Oyó entonces Inesa golpes a la puerta y alboroto de hombres armados en la calle. Al ruido, Lezuza despertó del sueño y miró a su mujer, que le miraba a él con ojos espantados.

—¡Abrid la puerta! —decía una voz recia.

—¡La Justicia, Juan!

—¡La Inquisición, Inesa!

Al oír esto, ella cambió su gesto de sorpresa por una mueca de miedo y salió de la cama para meterse debajo de otras ropas de mejor presencia. Juan Lezuza echó los pies a sus zapatos y notó que el corazón se le agolpaba en medio de su pecho. Prendió Inesa una bujía de sebo puesta en un candelero de barro para dar alguna luz a la casa y a la noche y, urgidos por la prisa de las voces, fueron ambos cerca de la puerta.

—¿Qué has hecho, Juan? ¿Qué has dicho? —preguntaba Inesa, convencida de que las respuestas darían causa a aquellos sustos.

No contestaba Juan, que veía que esa misma noche se cumplía el riesgo del que había sido avisado por Ranillas. Tragó saliva, ató cinto a las calzas y, sin otra opción que abrir la puerta, que ya echaban abajo a golpes los hombres de la ronda, recompuso el gesto y salió al umbral. A la luz de dos o tres antorchas prestaban sus perfiles en sombra siete hombres de bota ataconada, espada corta y pistolete y el alguacil que los mandaba, al centro del grupo, llevando capa de bayeta y cuello a la valona.

—¡Dese preso por orden de la Santa Inquisición!

—Señores… —comenzó a decir Lezuza.

—Salga afuera y téngase a este lado —le ordenó el alguacil, asiéndole del brazo y apartándole a tocar con la espalda la pared.

Pasaron todos a la casa menos dos de ellos que prendían de los brazos a Lezuza, ya en la calle. Inesa se hizo estatua en un rincón, mientras los hombres franqueaban puertas y armarios con voces y prisas. A la puerta estrecha de su habitación asomó, arrancada a sobresalto del sueño, la carita asustada de Pascual, que pensó en primer momento si serían ladrones y asesinos los que llegaban en alboroto hasta su casa. Con los pies descalzos y metido en un sayón a media pierna, estaba Pascual mirando a su madre asustada y quieta cuando hasta él se acercó el alguacil, cubierta la cabeza con sombrero de mucha falda y sin parar en bultos ni decir palabra investigó el suelo que había debajo del jergón, maldijo luego no hallar nada allí y dio la espalda al niño, que reconoció entonces que aquélla era su casa y salió a defenderla como se le vino primero a la cabeza. Empeñó toda su fuerza en agarrar las medias del alguacil, que se volvió hacia él y, tomando su capa con la mano, metió en ella a revuelo la cabeza del chiquillo para desasirle las manos de la pierna y empujarle luego al suelo, donde se quedó Pascual llorando y tomado por el miedo.

Salieron luego todos a la calle, donde Lezuza estaba entre dos hombres.

—¡Veámonos! —dijo el alguacil.

Lezuza, sacándose a estirones la voz de la garganta, preguntó:

—¿Tiene vuesa merced mandamiento bastante para esto?

El alguacil llevó entonces la mano a la capilla de su capa y sacó de ella un papel.

—Orden firmada por el Consejo de la Suprema Inquisición —dijo—. Se haga por la Justicia, con su buen cuidado y diligencia —leía el alguacil—, entrega al Santo Oficio de la Inquisición, cautivo y asegurado y, si se opusiera o prestase resistencia, hágase a fuerza, con cargo de cuerdas y hierros y a cadena…

Interrumpió en este punto Lezuza la lectura y preguntó con mucho ánimo:

—¿Y no saben esos señores que no pueden ser mis jueces, estando yo por mi dignidad y oficio sujeto inmediatamente al Rey y no a otra ninguna autoridad, que soy maestro de Su Majestad?

—Para eso se dará a vuesa merced entera satisfacción, que yo soy mandado. Sea preso —ordenó el alguacil.

Y se fueron de allí todos, dejando asomadas a la puerta abierta de la casa las caras espantadas de Inesa y de Pascual, que no les dieron derecho a despedida, ni a abrazo ni a palabra. Juan Lezuza, entre los hombres armados que le llevaban preso, sin capa ni otra ropa que la que tenía encima para dormir, miró a la puerta de la casa y vio entre sombras a su mujer y a su hijo. Iba pensando Lezuza en ellos, mientras gritaba una y otra vez, hondamente, para sí mismo, sin despegar los labios, la palabra Cucurucho.

—Cucurucho, Cucurucho… mi pequeño Cucurucho…

Inesa cerró la puerta, entró Pascual y lloraron ambos abrazados. Contestó Inesa a las preguntas del niño aparentando una serenidad que no tenía e inventó que aquella detención era sin duda una equivocación de la Justicia y que a más tardar al día siguiente volverían los tres a estar juntos. Pero sabía Inesa muy bien que no iba a ser así, porque a Lezuza le espiaban ya en Salamanca por enseñar una geometría del cielo contraria a los credos de la fe y porque la Inquisición no era tribunal que admitiera mucha controversia. Se sintió perdida y sola en Madrid, viuda en vida de su esposo y allí mismo, en aquel momento, prefirió no haber nacido. A esto había llegado su marido, un hombre imprudente que apenas llegado a la Corte ya iba dando sin cuidado escándalo a muchos oídos a quienes contaba cómo bailan las estrellas, pensaba Inesa, que si antes de la detención no quería a su marido, ahora empezaba a odiarle por todas y cada una de las veces en que había mirado al cielo. Oh, el cielo, esa tapadera azul que había acabado con su vida. Lo que esa noche había pasado llevaba temiendo Inesa que ocurriera desde hacía mucho tiempo. Avisó como pudo a su marido de los riesgos, le pidió que abandonara esa obstinación de fijarse en los planetas y contar las estrellas y muchas veces le había suplicado que dejara al cielo allí arriba y mirara más abajo, como cualquier hombre normal, como cualquiera de los hombres con los que hubiera ella podido casarse con mejor suerte.

Llevaron a Juan Lezuza, calles estrechas en el laberinto de Madrid, plazuelas en sombra, portalones vacíos, al ruido de tacones, preso entre gente armada, hasta la cárcel que el Santo Oficio tenía cerca de la puerta de Hortaleza. Y llegados allí, con una aldabada recia llamó al portón el alguacil. Clareaba la mañana en las tapias de la cárcel cuando Lezuza entraba por su pie y sin fuerza en una celda de techo abovedado, paredes gruesas de piedra alisada por el tiempo, suelo de arena antigua y rincones manchados con el recuerdo de las humedades del invierno. Había en un lado un jergón de caña de esterilla basta y vieja, mezclada con esparto, dentro de una tela cobertera muy remendada que en algunas partes dejaba ver, por lo delgada, la paja que guardaba dentro.

A otro lado, puesto en alto y tocando el techo vio Lezuza el agujero angosto y enrejado que servía al paso de aire, sin que hasta allí pudiera alcanzar persona alguna, ni aun subida en muchos trastos que le auparan. La puerta de la celda, armada de madera y hierro, asegurada con llaves y cerrojos, se había hecho oscura con el tiempo y con las penas de los presos que por allí pasaron antes. Disponía la puerta de una gatera al pie que dejaba pasar apenas una escudilla para dar comida y hambre al encerrado sin abrirla y sin mover los goznes, asegurados para siempre al quicio. Tenía la celda arrinconado un cajón de madera en donde reposaban una vela puesta sobre un plato de barro y una cantarilla. A su lado, un trasto para las inmundicias, tapado con una piedra ligera y plana.

Juan Lezuza, solo, en mitad de su encierro, comenzó a sentir que las piernas le temblaban y no le sostenían. Advirtió que perdía el ritmo de su pulso y se sentó sobre el jergón. Pensó en Inesa, en Cucurucho, en Ranillas, en Obelar. Cerró los ojos, apretó los dientes y los puños, dejó escapar algunas lágrimas y estuvo seguro de que estaba dentro de su propia sepultura. Sin embargo, muy pronto oyó ruido de llaves y cerrojos en la puerta. Apareció entonces en el umbral un hombre alto de cuerpo, cara a trozos comida por señales de un antiguo mal de piel, que venía en camisa hecha de lienzo desteñido, a mil bastillas recosida con hilvanes gruesos de cordón negro. Se presentó a Lezuza, diciéndole:

—Yo, señor, soy Tomasico, vuestro carcelero. Vengo a verle la cara para que no me sea desconocido si he de darle azotes y a ponerme a su servicio en todo lo que sea posible, que no ha de ser mucho, estando preso vuestra merced. No mire que esté la puerta abierta, porque no hay modo de salir de este agujero sin la voluntad conforme del Santo Oficio.

—¿Sabes por qué estoy aquí?

—Para eso tendrá vuestra merced respuesta de otros, que yo sólo soy Tomasico, aunque me figuro que por hereje, porque he visto yo aquí encerrar a otros que resultaron luego serlo, aunque muchos lo negaron hasta el fin de sus días, que todo se les iba en negar.

—¡Herejes! Yo no soy hereje. Dios lo sabe bien.

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