—¿Aunque haya que descuidar a tu familia? —preguntó, muy enfurecida, Inesa.
Lezuza se emocionó en ese punto, volvió su cabeza y miró al suelo. Fijó la mirada luego en su mujer y en su hijo y dijo:
—No sé, Inesa, qué está pasando. Pero tengo mucho miedo. El tribunal me acusa de contradecir la Biblia y yo he intentado demostrarles que sólo hablo de planetas, no de religión.
Tomasico abrió la puerta de la celda.
—Han estado vuesas mercedes juntos más tiempo del que me dijeron que estaba permitido. Despídanse y salgan.
Se abrazaron a Lezuza Inesa y Cucurucho. El niño lloraba sin gemidos, encendiendo en rojo sus mejillas, bañando en lágrimas la ropa de su padre, agarrándose con fuerza a él. Inesa entornó los ojos, acercó su cabeza a la de su marido y estuvieron así un instante. Lezuza cerró a los dos en un abrazo muy fuerte y los vio salir de la celda, acompañados de Tomasico.
—Cucurucho —le dijo a su hijo—, te quiero.
El chiquillo se deshizo de las manos de su madre, corrió de nuevo hasta su padre y se abrazó a él.
—Cucurucho, mi pequeño Cucurucho, un día sabrás qué está pasando ahora. Cuídate mucho y cuida de tu madre, que ahora tienes que ser más fuerte y más grande. ¡Once años! ¡Once, Cucurucho! Mira, once sólo es divisible por uno y por sí mismo. Sé siempre así, uno y tú mismo.
Salieron todos y se quedó dentro Lezuza, preso, esta vez más preso que nunca, llorando amargamente. Poseído de una enorme furia, agarró el jergón de la cama y lo lanzó lejos, se acercó a la pared y le dio tres fuertes puñetazos que le hicieron sangrar la mano. Con aquel dolor de su mano se calmó un poco y, después, volvió a pegarle a la pared, piedra desnuda, para perjudicarse más y aliviar por la herida que a sí mismo se hacía, el dolor inmenso de su pena.
Cinco veces había mirado atrás para ver cómo seguía sus pasos. Isabela miraba atrás para ver al hombre a quien quería, que le hacía gestos, muy disimulados, a poca distancia. Isabela había llegado a la plazuela del León acompañada por una dueña que servía en su casa. Compraba en el mercado de la plaza hortalizas y frutas, que venían algunas de huertas escondidas y sabrosas. Obelar hacía todo cuanto le era posible por avisar a Isabela, secretamente, de la necesidad que tenía de hablar con ella. Pero en mitad de una calle concurrida, en día de mercado, acompañada de la dueña vieja y muy indiscreta, todas las señales terminaban sólo en miradas fugitivas. A un grupo de comadres avecinadas en racimo ante seis cajas de alcachofas se acercó Isabela para hacerse bulto entre mujeres y poner ladronamente los ojos en su hombre. Hasta allí llegó Obelar, mirando hacia otro lado y, estando juntos, colgó en el aire unas palabras que eran clara muestra de su necesidad por hablarle y verla. Isabela puso su mirada en la espalda de la dueña y, sin mayor cautela, fue a separarse de aquel grupo de mujeres y se metió con prisas en una calle estrecha, como urgida por una promesa sin cumplir. A ocho pasos de la esquina estaba cuando entró en la misma calle Obelar, que se acercó a ella y, en dos saltos, fueron juntos a sombra de fachada, donde él le dijo:
—Por cuanto he venido contándote estos días, debo extremar ahora la prudencia y no dejarme ver en un tiempo. Ando perseguido de asesinos que han entrado ya en mi casa, que me buscan para dar gusto a sus espadas y que quieren algo que yo tengo.
—Ese taleguico —dijo Isabela— va a dejarte a ti sin vida y a mí en penitencia de amor. ¿Me quieres?
—Oh, Isabela, ¿no lo ves en mis ojos, en mis manos, en mis labios, en mis pasos, en el viento, en las piedras, en la tierra y en el cielo? Pero ahora mi vida vale tanto como mi prudencia.
—No me ahogues en esas angustias. Ponte a salvo. Deja el saco, deja esos amigos, deja tanto sobresalto, deja todo lo que no sea yo.
—Cuando esto pase, tú dejarás tu casa, dejarás a tu marido y nos iremos juntos a otro lugar.
Isabela retiró la mirada de los ojos de Obelar. Luego, con la vista puesta en el suelo, le dijo:
—Tú sabes muy bien que ese futuro que me pintas no vendrá nunca.
Obelar se sorprendió. Y su silencio fue como una pregunta que Isabela trató de contestar:
—Le hablas a una mujer casada y con un hijo.
—¡Pues no lo he de saber! Pero en otro lugar, lejos de Madrid, nadie sabrá que tú y yo no hicimos bodas.
Isabela alzó las cejas, cerró los labios y dio a su cara un gesto de asombro. Luego, con un par de lágrimas incontenidas asomando muy tímidamente a los ojos, le dijo:
—Tengo que volver a la plaza. Esa dueña me andará buscando. Y tú no olvides que soy la madre de un niño pequeño, de un niño que no entiende de otro amor que el de su madre y el de su padre.
Con esto, salió de allí Isabela, apretó el paso y dejó a Obelar en la calle, quieto, sin acción, como estatua o pasmarote. A Obelar le pareció entonces que se había despedido de Isabela muchas más veces de las que la había visto, que sus amores entrecortados y secretos le enflaquecían el alma y que no había otra medicina para sus tormentos que estar con ella siempre. Pensó en las veces que le había dicho que ellos dos eran tres en realidad, que él podía ser marido suyo y padre del niño sin ser lo uno ni lo otro, allí donde la suerte les llevara, lejos de Madrid. Pero esa mañana fue distinto. Advirtió Obelar, con un punto de temor, que Isabela le había hablado muy tristemente, como si ya hubiera decidido renunciar a estar con él, como si hubiera decidido no cambiar las cosas, dejar pasar su vida en un matrimonio que fue siempre de mentira y al que parecía estar ya acostumbrada.
Poco antes de caer la noche, fray Martín Vélez entraba en el palacio del nuncio, el cardenal Matteini, embajador de los Estados Pontificios en Madrid. Había sido llamado a su presencia con carácter urgente y el comisario inquisidor sospechaba las razones de una convocatoria tan precipitada. El cardenal Matteini no ahorraba ostentaciones suntuosas de su dignidad. Y, como él mismo le dijo a fray Martín Vélez en el transcurso de la conversación que mantuvieron, ser el nuncio de Su Santidad en Madrid es ser el mismo Papa, aunque en una corte extranjera. Con protocolo, reverencia y rito, el cardenal Matteini recibió al comisario inquisidor haciéndole preguntas preliminares sobre el viaje en barco desde Génova a Sagunto, sobre su opinión acerca del clima de Madrid y otras cuestiones de pequeña importancia. Pero fray Martín Vélez era hombre inquieto, de hablar directo y poco dado a los preámbulos.
—Eminencia Reverendísima —le dijo a Matteini—, vayamos al asunto, si os place.
—El asunto está ahora en la cárcel del Santo Oficio —contestó el cardenal—, y se llama Juan Lezuza. Un hombre que tiene un nombre muy común, según se ve, pero que tiene en cambio un oficio singular: maestro de Su Majestad Católica el Rey Felipe Cuarto.
—Un hombre que ha escrito un libro muy singular también —contestó el inquisidor.
—¿Un libro? Ah, sí, también sé lo del libro. Dice en él determinadas cosas que pueden ser verdad, ¿no es eso?
—Pueden ser verdad, eso es —contestó el inquisidor.
—Va, sin embargo, vuestra paternidad a condenarle, según ha llegado a mis oídos.
—En el plazo de dos o tres días desde hoy.
—Para eso era urgente que habláramos —dijo el nuncio—. Hay en este asunto de Juan Lezuza algunas circunstancias que no pueden pasar inadvertidas.
El cardenal Matteini cruzó sus manos y siguió hablando pausadamente.
—En primer lugar, que un maestro de Su Majestad Católica se encuentre en la cárcel del Santo Oficio desde hace meses es ya una sospecha sobre el mismo Rey, que en este punto ha demostrado paciencia, entendimiento y mucha más prudencia de la que puede exigirse al soberano más poderoso de la cristiandad. En segundo lugar, si la Inquisición le condena al fuego, será inevitable que el Rey Felipe se sienta también un poco condenado, siendo así que la Corona que lleva ha sido siempre la mayor defensora de la fe. Por último, si Lezuza mantiene ciertas opiniones que, por otra parte, muchos creen que son verdad, su condena será, primero una injusticia y, después, un error de la Iglesia que no podrá ser reparado.
—En este punto se encuentra… —empezó a decir el fraile.
Pero el cardenal le interrumpió con un severo gesto de autoridad y, con un tono pausado, pero muy duro y áspero, añadió:
—Y en este punto se encuentra vuestra paternidad con el nuncio de Su Santidad, que le dice: Nos, hemos decidido que se libere a Juan Lezuza, sin cargos, con fama restituida públicamente.
No había esperado mucho tiempo el nuncio para decir lo que quería. Fray Martín Vélez oyó al embajador del Papa y, cuando advirtió que había terminado de decirle cuanto quería, mantuvo el mismo gesto inexpresivo con el que se enfrentaba a cualquier debate y objetó:
—Más circunstancias de las que ha expuesto Su Eminencia Reverendísima concurren en el asunto de Juan Lezuza, que con todo detenimiento juzga el tribunal que yo presido. Ocurre que, porque es maestro del Rey, es por lo que su procesamiento se hace con medida y tiento, no fuera que Su Majestad admitiera, sin saberlo, herejes en su Corte. Ocurre que su condena, por ser el maestro del Rey, no condena al Rey, sino que le proporciona el servicio de haber descubierto a un hereje escondido, triunfo que sólo será motivo de celebración. Y ocurre, además, que, aunque fuera verdad cuanto dice sobre el movimiento de los astros, es también cierto que muchos hombres de bien y muchos teólogos, creyendo para sí mismos que la Tierra da vueltas, no lo dicen. Porque hay en ello una trampa bien dispuesta para revisar a la escasa luz del conocimiento humano algunos misterios teológicos que no pueden ser sanamente investigados por la razón de los hombres. Y concurre, además, Eminencia Reverendísima, en este caso, una circunstancia que es preciso señalar aquí: soy yo, solamente yo, quien preside el tribunal que juzga al acusado.
Supo en seguida el nuncio Matteini que no hablaba con un inquisidor entregado a la obediencia ciega.
—Vuestra paternidad me fuerza a hablarle de asuntos que preferiría no comentar. Pero hágase, si con ello entiende las razones profundas de esta audiencia. Su Santidad, Gregorio XV, defensor máximo de la fe, está obligado a ponderar todas las santas armas con las que lucha para bien de las almas. Una de ellas es el Oficio de la Santa Inquisición, que tantos servicios hace para la extirpación de la herejía. Otra es la política. El Papa debe fiar de todos los medios a su alcance para mantener la unidad de su Iglesia y la exaltación de la fe, forzando unos a veces, limitando a veces otros, haciendo así gobierno sabio de la Iglesia, a la manera en que se lleva unos tramos al galope a los caballos y otros al paso, mirando el terreno, no desbocándolos. Porque muchas veces, quien quiere llegar a su destino debe, sin embargo, hacer rodeo o cambiar de camino. Y en este asunto, el Santo Oficio debe parar su galope y fiar más de la diplomacia.
A estas palabras, fray Martín Vélez no opuso ninguna suya. Pero no estaba seguro de que el nuncio le hubiera entendido a él, cuando dijo que permitir las opiniones de Lezuza y dejarle sin castigo eran la puerta por la que habrían de llegar las peores herejías a instalarse en el centro de la Iglesia y a pudrirla para siempre. Por eso, después de un silencio, el comisario inquisidor volvió a hablar:
—Supongo a Su Eminencia Reverendísima enterado del peligro de los átomos.
—Sí —contestó el nuncio—, esas partículas indivisibles que hacen una geometría de lo pequeño. Y sabe el Santo Padre que no hay átomos y que esa teoría perversa de Epicuro y Demócrito es muy falsa. Y sabe el Santo Padre que si empiezan a creer en ella los hombres, pondrán después en duda el milagro de la eucaristía, porque allí donde los átomos no cambian, no hay cambio y, por tanto, en el vino no está Cristo, ni en el pan. Y sabe el Papa y entiendo yo vuestra santísima preocupación por evitar que se interpreten las Sagradas Escrituras, porque si se acepta interpretarlas en lo que toca al movimiento de los astros, se interpretarán luego en todo lo demás.
—Me produce un alivio infinito —dijo fray Martín Vélez— ver que el problema auténtico del juicio a Juan Lezuza es comprendido.
—Vuestra paternidad es quien no comprende el verdadero problema del juicio a Juan Lezuza.
Al comisario inquisidor le confundieron esas palabras. Había creído entender que el Papa, el nuncio y él decían por fin la misma cosa. El cardenal Matteini se levantó y se puso a andar por la sala, mirando al suelo, con gesto duro y preocupado.
—El asunto de los átomos —dijo— es un problema muy serio. Pero es una amenaza amplia y general que no va a resolverse quemando a Juan Lezuza.
Después de un tiempo, se acercó al comisario inquisidor, llegó hasta él, rompió con esa cercanía inesperada y exagerada las normas de respeto y protocolo, colocó sus ojos apenas a tres dedos de distancia de los del inquisidor y, mirándole con el gesto más serio que fray Martín Vélez le había visto hasta entonces, muy despacio, como si masticara las palabras, le dijo autoritariamente:
—El problema que no entiende vuestra paternidad es que hay que dejar libre a ese preso, porque si el tribunal le condena, el Rey retirará su apoyo político al Papa, dejará a Roma en manos de Francia y permitirá, sin hacer nada, la revolución de Holanda y la expansión de Inglaterra y las amenazas de Dinamarca y Suecia, protestantes. ¿Qué le importa al Rey hacer eso con Roma si ya Roma le condena quemando a su maestro?
Se retiró el cardenal del lado del inquisidor, guardó silencio por un tiempo muy breve y, mirándole fijamente, con autoridad inmensa, comenzó a hablarle con voz muy alta, precipitadamente, sin darse apenas tiempo para la respiración.
—Ése es el problema del juicio a Juan Lezuza y no los átomos —le dijo—. Ése es el problema hoy. Y a la Iglesia no hay que defenderla sólo con grandes proyectos de futuro, sino también día a día, en batallas más pequeñas, más sordas y secretas. Y a la fe no la defiende sólo el Santo Oficio, sino también la diplomacia y las alianzas. Y el gobierno conjunto de todo ello corresponde al Santo Padre y yo soy el Papa en Madrid y quiero a Lezuza en su casa en el momento justo en el que los procedimientos legales lo permitan, sin dilación ninguna. Y así como lo he mandado se hará.
Fray Martín Vélez se quedó quieto, mirando al nuncio. Tuvo que reconocer que el cardenal Matteini era claro cuando hablaba. Lo que había recibido era una orden. La primera inquietud que ello le produjo al inquisidor fue la duda de si el nuncio podía intervenir tan abiertamente para torcer un proceso del Santo Oficio. La segunda duda era si, a pesar de aquellas palabras, él podría resistirse a cumplir el mandato. Y, por último, fray Martín Vélez no entendía cómo, habiendo sido enviado personalmente por el Papa para sofocar esa herejía, haciendo juicio a Lezuza y condenándole, tenía el nuncio, en cambio, un propósito distinto. En el breve tiempo en que, en silencio y confundido, pensaba fray Martín Vélez sobre estas cuestiones, el cardenal Matteini, como si leyera su pensamiento, volvió a hablarle, esta vez con la serenidad recuperada e instalado nuevamente en su silla. El nuncio, sin esperar a que el inquisidor hallara el modo de indagar sobre sus dudas, fue contestando a los dilemas del fraile.