—Las estrellas han guiado mal al piloto de esa barcaza —dijo fray Pedro Gómez—, que casi nos aborda en mitad de la penumbra de este amanecer.
—En eso que dices veo que has navegado poco. Va para veinte años que partí de Lisboa para las Indias —dijo fray Martín—, cayendo a varias leguas después, por viento entre mediodía y lebeche, al hemisferio de la otra parte del mundo. Navegamos con otras estrellas, que son las del sur, donde no hay Polar ni Osa Mayor. Pero llevaban los pilotos cartas de marear y miraban al papel y no a las estrellas.
Continuaron después la navegación cuando la embarcación orientó su proa hacia Sagunto y, con el día claro, fray Martín dijo:
—Y ahora que el Sol asoma por aquella parte del mar, ¿sabe decirme vuestra paternidad si el Sol pasa sobre nosotros o si es la Tierra quien lo encuentra al dar la vuelta?
—Claramente —respondió fray Pedro Gómez—, el Sol sale y se pone. Está escrito en el capítulo diez del Libro de Josué, allí donde se lee que Josué se dirigió a Yavé y dijo: “Sol, detente sobre Gabaón, y tú, Luna, sobre el valle de Ayalón”. Y se detuvo el Sol y se paró la Luna. Se detuvo el Sol en medio del cielo y no la Tierra.
Después de una pausa muy breve, continuó:
—Y el mismo Salomón dijo que el Sol baja y se dirige rápidamente al lugar donde se levanta. Es el Sol lo que se mueve.
—¿Ha oído vuestra paternidad hablar de los átomos? —preguntó fray Martín Vélez.
—No.
—Dicen Demócrito, Anaxágoras y Telesio, y ahora mismo otros muchos, que las cosas están hechas de otras más pequeñas que llaman átomos y que así como se agrupan los tales átomos surgen especies sólidas o líquidas, blandas o duras, blancas o negras, unas madera y otras agua, unas piedra y otras lana.
Fray Martín Vélez hizo una pausa en este punto con la intención de destacar lo que aún le quedaba por decir y continuó hablando, muy despacio, para asegurar la comprensión de sus palabras:
—Si la razón entrara a gobernar los asuntos de la fe, si se permitiera cambiar lo que la Biblia dice del Sol y de la Tierra, simplemente porque las matemáticas dicen otra cosa, vendrían luego los filósofos a suscitar que no existe el milagro de la eucaristía, donde se convierte el pan en la carne de Cristo y el vino en la sangre.
—¿Por qué?
—Porque, según empiezan a decir, si las cosas están hechas de átomos y son de un modo y no de otro por causa de esos mismos átomos, al permanecer en el pan y en el vino su color, su olor y su sabor, siguen siendo lo que eran, pan y vino y no cuerpo y sangre de Cristo. Ésa es la herética pravedad que hoy amenaza al mundo.
—Lutero dice que en la eucaristía, con el cuerpo y la sangre de Cristo hay verdadero pan y verdadero vino, al mismo tiempo…
—Lo que es enteramente falso. La consagración se hace con las palabras
hoc est corpus meum
. Éste es mi cuerpo. Cristo dijo: éste. Lo que significa que aquel pan no era ya pan. Por milagro, se produce la conversión de toda la sustancia del pan en el cuerpo y de toda la sustancia del vino en la sangre y no queda allí ya ni pan ni vino. No vengan los hombres a decir, por la matemática y la física con las que ahora dicen que el mundo da vueltas, que en tales sustancias no se obra, por milagro, la transubstanciación.
Un tiempo después, esa misma noche, Obelar y Lezuza habían estado caminando cerca del río, mirando a las estrellas. Decidieron ya a hora muy larga entrar en la ciudad por una calle que era hueco entre dos tapias y llegaron luego a las cercanías del Humilladero, desde donde Obelar le condujo a la taberna en la que Ranillas gobernaba el hampa de Madrid. Apenas habían cruzado la puerta cuando Maricarnes, que los vio entrar, deshizo el beso que le daba a su rufián y se inquietó en el asiento. Ranillas llamó a Obelar con un gesto agitado de la mano y cuando los tuvo delante, casi sin tomar aliento para hablar, dijo:
—¿Este que viene contigo es tu amigo?
—Tanto como tú —contestó Obelar.
—Pues si su nombre es Juan Lezuza, cámbiale la cara y sácalo en disfraz de esta ciudad de peligros, porque estaría más seguro en la guerra que andando por la calle.
—¿Qué mal aviso es éste para mí? —preguntó el propio Lezuza.
—Los que pisan por primera vez esta taberna escuchan. Y hablan sólo si se les pregunta. Y entonces, contestan con cuidado y con mucho comedimiento, que la lengua suelta dura poco en este sitio —le advirtió Ranillas muy severamente.
—Son las reglas —aclaró entonces Obelar, pidiéndole disculpas a su amigo.
Maricarnes miró a Lezuza de la cabeza a los pies con un gesto de lástima y dijo:
—Cuando veo algo así me alegro de que ni Ranillas ni yo ni la gente a la que quiero sepan coger una pluma para escribir en papel, que es hoy la peor cosa que puede hacerse.
—Maricarnes está adelantando el final de la historia —dijo Ranillas—, y no habrá modo de que sepáis qué pasa si no la empezamos por el principio. Pero no le falta razón en esa prisa que le pone al cuento porque, tal como lo tengo oído, es ya muy tarde para arreglarlo y no le queda otra cosa a tu amigo que ser pájaro y salir volando para que no le echen encima los grilletes de nunca quitar.
—¡Cierra la boca, Ranillas, y tira sólo del lado de la lengua en que esté lo que aproveche, que hasta en el peligro te haces orador! —dijo Obelar.
—Es el vino calentón de este ventorro —le disculpó Maricarnes—, que lo toma como sopa, con pan mojado y con cuchara y le desata la perorata.
A Lezuza, que veía que hablaban de él sin poder decir nada, se le había huido la sangre de la cara, dejándola sin más color que el de la cera de las velas. Y así, quieto en el asiento, parecía estatua.
—Al empezar la noche —explicaba Ranillas— me han entrado en las orejas algunos secretos que mis hombres me han traído. Hay en Madrid muy poco de importancia que no pase por esta taberna. He sabido que un amigo tuyo…
—Aquí, el Lezuza éste… —interrumpió Maricarnes para aclarar la identidad.
—… escribió unas hojas de su puño —continuó Ranillas—, las llevó a una imprenta de León y de allí salieron muchos libros en secreto, sin señas del autor ni del impresor, donde se dicen cosas de los planetas y del cielo que son muy contrarias a la fe.
—Uno de esos libros fue a manos de los que más leen —intervino entonces Maricarnes—, que son los curas, fíjate y mira tú por dónde, que cuando lo supe no me lo creía.
Ranillas recuperó la palabra y siguió explicando:
—No descansó el Santo Oficio, como puedes figurarte, hasta dar con el impresor, al que le descubrieron los moldes de las páginas en su propia casa. Confesó bajo tormento el nombre de un Lezuza, que era el que le había pagado para hacer, de las hojas escritas a su mano, libros a molde. Y hasta dio las mismas hojas a la Inquisición y otros papeles en los que figura el nombre de este muñeco tieso que aquí está mirándonos, con gesto espantadizo. Sea o no sea amigo tuyo, dale la despedida, porque no hay ya nadie más perdido.
Y diciendo esto, miró Ranillas a Lezuza y le dio la bendición, dibujando en el aire, con su mano, la señal de la cruz.
—Déjame que siga —interrumpió Obelar—, que me figuro la historia. Con lo mismo, van donde creían que estaba para darle apresamiento y no le hallan. En la universidad les dicen que ha venido a Madrid a dar lección al mismo Rey. Y, sin embargo, cuando esto llegue a oídos de la Corte, será el Rey quien le dé lección a él entregándolo al Santo Oficio. Deja, Ranillas, por una vez, la regla del silencio y permítele que nos hable, porque se trata aquí de un hecho de mucha importancia.
—Accedo a ese ruego, Obelar, por el aprecio que te tengo. Queda vuestra merced dispensado del silencio en atención al caso —dijo Ranillas, golpeando la mesa con la mano, como un juez.
Pero Juan Lezuza, atemorizado por lo que estaba oyendo, no tenía nada que decir. Era cierto que había compuesto en latín un tratado breve, al que tituló
Machina coeleste
, en el que enseñaba que la Tierra se movía. Había tomado precauciones, sin embargo. Había buscado un impresor que permitiera la publicación sin licencia, sin censura eclesiástica, sin nombre de autor y sin señales de imprenta, un libro sin más texto que el texto mismo. Pero había cometido el error de dirigir a ese impresor cartas de encargo y notas con cada envío que le hacía de hojas nuevas para imprimir. Lezuza, además, no había exigido la devolución del manuscrito ni de esas cartas y notas, confiando en que el dueño de la imprenta las destruiría. Cuando puso saliva a su garganta, Lezuza dijo:
—Escribí un libro pequeño que enseñaba y defendía una teoría…
—¡Cada vez me da más risa no saber leer ni escribir! Todo eso me evito —interrumpió Maricarnes.
Ranillas, vaciando un cuartillo de vino en su boca, miró a Obelar, al que vio muy preocupado, y por quitarle de la cara el gesto espantado que tenía, le dijo:
—Cuentan que todo queda en nada, porque el tormento que aplican por delitos como ése hace perder el sentido y en eso se va el dolor y en seguida pasan los rigores de las penas de tortura. Es más lo que parece que lo que luego llega a ser.
Lezuza, al oír esto, sintió que un vacío inmenso se le instalaba en el estómago y que la cabeza se hundía en un mareo inacabable. Puso las manos sobre la mesa para agarrarse firmemente a la madera y mantener recta la espalda en ese trance y pensó en Inesa, en Pascual, en Salamanca, en las aulas de la universidad y en los ratos que por las noches había hurtado al sueño para componer un libro que sólo divulgaba un sistema geométrico y mecánico del movimiento de los astros.
—Yo sólo he escrito que la Tierra se mueve. La naturaleza nos mueve sin que nos demos cuenta y no es el cielo el que sale y se pone, sino nosotros.
Siguió a esto un gesto de sorpresa de Ranillas, que le miró con ojos muy escrutadores, por ver si hallaba en el amigo de Obelar señal de algún trastorno en la cabeza que le hubiera comido el juicio. Maricarnes escotó su pecho para aliviar con la brisa de la tela el calor que se derramaba en gotas por su piel y Obelar adivinó que Lezuza tenía la intención firme de continuar su explicación con el aporte completo de los datos geométricos que justificaban la teoría. Fue entonces cuando el hampón dijo:
—Por decir eso y mantener tiesa esa sandez poca cadena van a echarte al cuerpo, que yo pensaba que en el libro habías puesto del revés el Evangelio por el modo que tuvieron de darme la noticia. Bebe entonces, matemático loco, y échate a dormir que ya le ajustaré la boca al que me ha venido contando con tanta urgencia y espanto una cosa que no ha de ir más allá.
Maricarnes entendió que los temores se habían deshecho y dijo:
—¡Vino a las tripas!
Después de un breve silencio en el que todos bebieron de sus vasos a excepción de Lezuza, que seguía sin asomo de sangre a la cara, pálido y quieto, Maricarnes insistió:
—Vino a las tripas. Así que tú… has puesto en un libro que la Tierra va bailando por el aire… ¡Poeta! —le gritó entre dos risas de afecto.
—Eso que dice no es poesía ni baile, Maricarnes —dijo Obelar—. Mira, Ranillas, la otra noche te hablé de un Maldonado que decía lo mismo y ya le ves tumbado en el pudridero, que es cosa de ver cómo el moverse da tanta inquietud a tantos.
—No era eso lo que entendí que decía Maldonado, sino que el mundo estaba mal hecho. Y en eso sí que le di la razón y se la sigo dando. Lo único que puede declararse bien hecho es el delito, porque al ir contra el derecho de un mundo mal hecho, le pone enmienda y lo endereza, que es lo que hace falta aquí, vaciarle la bolsa al que la lleve llena, engañar a los más listos, vivir de noche y dormir de día. Para ajustar el equilibrio de las cosas.
Hizo una pausa Ranillas y continuó:
—Y del maestro asesinado hay noticias también.
—El incendio de su casa —adelantó Obelar.
—Bebe otro cuartillo de este vino robado y te diré algo más. Me han dicho mis hombres, que son la gloria bendita, porque con una partida de bandidos como éstos tiene uno orejas en toda España —aclaró Ranillas con orgullo—, que Maldonado paraba mucho en la casa de un extranjero distinguido.
—¿Y quién es?
—Yo no sé el nombre.
—Buena noticia me das, pero no vale más de lo que te ha costado a ti este vino.
—Sólo sé que tiene casa grande y criados y gente de servicio, porque es el embajador de Venecia.
—Muy alto subía Maldonado.
—Y mira dónde está ahora. Y es que, amigo mío, lo que sube baja y el que vive muere y al que tiene le quitan, todo para ajustar el equilibrio de las cosas.
Veía Lezuza que el jefe de los hampones era muy proclive a la filosofía y que salpicaba su conversación con sentencias propias que si fueran dichas en latín le darían la autoridad de un sabio. Y se fijó el matemático en que a Maricarnes la ropa le servía para enseñar la piel más que para ir vestida. Pero lo que mayor asombro le produjo era el trato amable que Obelar tenía con aquella gente que poblaba la taberna.
Seguía pálido Lezuza cuando a la puerta del ventorro asomaron unas barbas blancas de profeta antiguo y una melena cana puestas en la cabeza de un hombre de aspecto reflexivo y grave, flaco, casi espíritu, vestido de negro, con rasgos de haber pasado mucha historia, que miraba a los bandidos con gesto de autoridad y perfil de respeto salomónico. Avanzó entre las mesas y las sillas y reverenció con bromas y protocolo de risa a Ranillas, que le abrazó con entusiasmo. Obelar hizo lo mismo y, poniendo otra silla a la mesa, le sentó a su lado.
Maricarnes puso vino en un vaso de cuero hurtado de otra mesa y dijo:
—Vinillo a fray Santón, que lo bendice con las manos y se lo bebe como en misa.
—¡Más de prisa! —corrigió el recién llegado, haciendo rima.
—No me hubiera ido esta noche de aquí sin verte, fray Santón —le dijo Obelar.
Lezuza, quieto en su silla, se preguntaba quién era ese hombre que llevaba en el nombre fama de fraile y de santo y que era amigo de bandidos. Ocurrió que, al aviso de su presencia, se acercaron a la mesa capeadores, ganzúas, cortabolsas, busconas, rufianes, ladrones y otros listos de manos y largos de uñas, como si el fraile santón les convocara a premio. Los bendijo luego a todos moviendo en cruz las manos y pronunciando unos latines mientras uno le decía:
—Manda penitencia corta y de poco esfuerzo que es temprano aún para arrepentimientos grandes.
Recibían todos a fray Santón como a cura sin sotana y se alegraban de verle, por lo que Lezuza empezó a considerar si era o no ladrón también. Cuando se fue de allí la esquifada de bandidos que se había acercado a saludarle, Obelar le dijo a su amigo Lezuza que aquel hombre era fraile por derecho sin haberlo sido nunca y el talento más claro de toda la ciudad. Le explicó que fray Santón quiso ser cura desde siempre y que a punto de salir del seminario y dispuesto ya para ordenarse sacerdote, una mala voz dio aviso de una grave indisciplina que le dejó a un paso del sacramento y fuera de sotana.