—A falta de escudos y doblones, tu alma se irá al cielo en esta misma calle. ¡Trae aquí la bolsa! —dijo uno de los bandidos.
Obelar seguía tapado y sonreía por debajo de la capa sin que los ladrones le vieran ni le adivinaran el gesto.
—Dadme paso a esa taberna, que vengo buscando amigos —dijo el bachiller.
Entonces fue cuando deshizo el embozo de la capa y los dos ladrones le reconocieron. Dieron los bandidos un paso para abrazar a Obelar y celebraron con risas el encuentro. Nicolás, aparte, no sabía si empezar a correr para salir de allí o alegrarse de que aquéllos fueran amigos de su amo.
—Buscad otro incauto para burlas, que a este amigo vuestro no le haréis daño —decía Obelar, que entraba ya con ellos en el ventorro de Herradores.
Era aquél un lugar de pícaros, ladrones, rufianes de burdel, fanfarrones nocturnos, borrachos, valentones a sueldo y espadachines de alquiler. Mandaba allí Ranillas, jefe de una cofradía de ladrones con intereses en aquel lado de Madrid.
—A una cueva de bandidos me ha traído mi señor. Quiera Dios que esto sea un sueño —decía Nicolás en baja voz.
Ranillas le hizo a su amigo Luis Obelar el homenaje de darle hueco en la mesa donde estaba sentado con una mujer.
—Ésta es Mariana por bautizo a la que yo llamo Maricarnes, por el gusto que tiene en llevarlas tan salidas de la ropa y destapadas, como en fuga —dijo el maestro de bandidos.
La mujer tenía el escote bajo y los hombros descubiertos, veintitrés o veinticuatro años en una cara muy pálida aliviada con afeites y el pelo negro, liso y muy peinado, la boca puesta en colores encarnados y los ojos vivos y muy preguntadores.
Al poco tiempo de estar allí sentado, Nicolás se dio cuenta de que en aquella banda mojada en vino nadie hablaba como hablaban todos en la calle, ni como él había aprendido el idioma, sino que a toda cosa le tenían puesto otro nombre. Se enteró con gran sorpresa de que Obelar conocía muchas de tales palabras como si fuera un socio más de los ladrones y sabía distinguir muy bien los oficios a los que la sociedad de bandidos daba amparo. Sabía que ellos se llamaban a sí mismos gerifaltes y que los había dedicados al robo de animales, que eran cuatreros y que le decían cicatero al ladrón de bolsas y alcafitero al que se daba a tiendas de sedas y encajes. Vio Nicolás que sabía Obelar de voces del hampa tanto como de números y que entendía muy bien que meter el dos de bastos era un hurto y que agarrar no era coger, sino robar. Cuando echaban vino a la garganta, los ladrones no bebían sino que mascaban de lo pío y aprendió Nicolás allí que alfiler era alguacil y que cisne se llama al que confiesa, porque para morirse canta. Nicolás no supo entonces, sin embargo, que Obelar se movía en aquella cofradía como invitado de honor porque Ranillas fue su amigo desde mucho antes de que sus fortunas tomaran caminos tan distintos. Pero aunque Obelar había aprendido de Ranillas que los estudiantes pobres son sopones y que a los jóvenes que han cambiado los estudios de universidad por el gusto de los hurtos se les dice caballeros de la Tuna, Ranillas no había aprendido de Obelar otra aritmética ni más cuenta que la de sus heridas, ni había entrado nunca en aula alguna.
Maricarnes puso sobre la mesa, muy cerca de Nicolás, sus dos manos blancas como nieve y se complació en que el muchacho la mirara un poco avergonzado. Maricarnes miraba a todos los que estaban en la taberna por gusto de probar los ojos de cada uno, pero ninguno se hacía cómplice de ese galanteo por temor a las furias de Ranillas, que ya en una ocasión puso el ventorro patas arriba por un gesto que parecía beso dado en la distancia y que no fue más que juego de un novatón que no volvió a asomar la barba en aquel sitio.
Obelar le explicó a Ranillas que hacía dos noches del asesinato de un maestro y continuó luego contando el suceso con todos los detalles que conocía, que eran muchos. Había visto la cara de uno de los asesinos, el modo en que Maldonado intentó huir, sabía la hora aproximada en que murió y sabía también que la causa de su mala fortuna era un cuaderno con anotaciones sobre las reglas que gobernaban el cielo.
—Un maestro de nombre Maldonado —le decía a Ranillas— que, según he podido conocer, tuvo tratos con un sabio Galileo que da por fijo que el mundo anda dando vueltas por el aire. Los curas le han puesto cepo a su boca y hablar de ese baile del mundo es como nombrar al diablo cerca de la hostia.
Nicolás apretó las manos y las hizo puño y notó que unas gotas de sudor le mojaban la espalda, porque no podía creer que su amo fuera amigo de hampones y hablara de los temas de religión con la lengua tan suelta. Pero advirtió en seguida que aquél no era lugar para hablar de otra manera.
—¿Que vamos dando vueltas dice ese maestro? —preguntó Ranillas.
—Y otras varias cosas que le hacen sospechar que el mundo está mal hecho —añadió Obelar.
Cuando el bachiller abandidado le dijo a Ranillas que Maldonado tenía anotado de su puño que el mundo estaba mal hecho, el maestro de ladrones abrió los labios en sonrisa, respiró profundamente, miró a su amigo matemático y dijo:
—Sin haberle conocido, veo ya que ese Maldonado muerto fue un hombre de mucho juicio y un filósofo tan grande como el puñetazo que le dieron a Cano que, como sabes, ni sobró cara ni faltó mano. Que el mundo está mal hecho —continuó— lo vengo yo diciendo desde que cumplí los nueve años y nadie me ha matado todavía por decirlo. ¡Pobre Maldonado! —añadió, compadecido.
Obelar llenó su vaso con el vino de una jarra y dejó que Ranillas continuara.
—Ese maestro no merecía un final tan triste, que tenía alma de bandido por las cosas que decía —dijo el jefe de ladrones—. Matarle por decir lo que sabemos todos, que el mundo está al revés, es una injusticia. ¿Que el mundo va dando vueltas, dice ese sabio?
—Eso dice —aseguró Obelar.
—¡Bendito Maldonado! ¡Pero si es lo que todos queremos: que el mundo dé la vuelta! Los bandidos a palacio y los reyes a la taberna —sentenció Ranillas.
—Quiero que me digas cuanto puedas oír sobre este asunto —le pidió Obelar confidencialmente—. Yo sé que por estos sitios algo ha de saberse de cuanto pasa de noche en las calles.
—Tenlo por seguro —le contestó Ranillas.
Después, Ranillas se acercó a Obelar y dijo, como asunto fuera de duda:
—Esos matachines que estoquearon al maestro eran extranjeros.
—No he tenido nunca mayor asombro que éste, Ranillas —le dijo Obelar—. ¿Ya sabes eso por lo que te he contado?
—Italianos. Y con seguridad, venecianos —afirmó el bandido.
Mientras todos miraban a Ranillas, esperando que explicara el misterio de sus afirmaciones, Nicolás desvió los ojos hacia Maricarnes, que apoyaba sus codos sobre la tabla de la mesa y se inclinaba hacia adelante con un escote que resbalaba por el pecho. El muchacho adentraba su mirada por los huecos de la tela y veía un volumen de carne desnuda que se movía libremente, sustentándose en el aire, un pecho cubierto sólo a la mitad, tapado brevemente por la mala obstinación de un pliegue de la camisa.
—Son extranjeros —dijo Ranillas— porque llevaban intención de matar a espada y mataron a espada luego. Pero la espada es hoy en Madrid adorno de alta cuna y cosa que no se ve sino entre caballeros y gente de espuela. Un maestro no se defiende nunca a espada. Y eso no lo sabían porque no eran de aquí. Son extranjeros, también, porque no hablaban entre sí ni contigo, siendo así que en las riñas de Madrid se atenta más y mejor con la lengua que con las armas. Son italianos porque la espada es cosa común allí siendo pobre y siendo rico. Y son venecianos porque si fueran genoveses estarían en el mar o en el comercio y no con puntas de hierro hiriendo a los maestros. Y como en España no hay más italiano que el que viene de Génova o Venecia, es claro que eran venecianos.
—Ranillas, eso es inteligencia —le decía Obelar.
—Pero la razón más segura para pensar que eran forasteros es que te persiguieron después de matar al maestro, creyendo que dejarte vivo después de lo que habías visto era un peligro para ellos. Si hubieran sido de aquí sabrían, sin embargo, que los asesinatos quedan en España sin castigo la mayor parte y no hay que poner en ellos más cuidado que el de acertar con el acero.
Los que allí estaban le reconocieron a Ranillas el buen juicio que desde siempre tenía acreditado y no dudaron sobre las razones que el maestro hampón usaba para probar que los asesinos de Maldonado eran matachines venecianos. Maricarnes movió los brazos y llevó sus manos hasta el pelo para arreglar un peinado muy cuidado. Nicolás avanzó su vista por los huecos de la blusa y tuvo miedo de seguir mirando cuando ella volvió la cabeza y le miró a él. Obelar hizo luego una seña a Nicolás y ambos se levantaron para salir del ventorro. Se despidió el matemático de algunos bandidos que le abrazaban y ganaron después la calle a paso rápido, donde Nicolás se sintió a la vez aliviado por salir al aire de la noche e incómodo por estar de nuevo a horas tan altas en el Madrid más oscuro y de más miedo.
—Tiemblo sólo de pensar en el camino que hay hasta la casa —le dijo a Obelar—, aunque sea vuestra merced amigo de los mil ladrones que encontremos.
—Alguien te ha metido en la cabeza que en Madrid no hay horas seguras y te vienen los temblores en cuanto el sol se va. En esta ciudad el peligro más grande no viene de bandidos, sino que está en los taberneros, que aguan el vino, en los sastres, que contrahacen tu figura, en las damas, que te seducen con miradas, en la basura, que apesta muchas calles, y en los soldados que vuelven de la guerra, unos cojos, otros mancos, otros ciegos, todos pobres y muchos locos.
Nicolás no dijo nada entonces, pero se quejó luego, cuando Obelar le reveló que no volvían a casa todavía.
—Aprieta el paso, Nicolás, que vamos a la habitación de Maldonado.
—¿A la casa del maestro asesinado?
—Allí ha de haber algo que aclare su muerte y la importancia del cuaderno.
—Nunca he desobedecido cuanto me ha mandado vuestra merced —dijo Nicolás—. Pero se me agolpará esta noche el corazón entrando en casa de respeto funerario y estoy seguro de que me vendrán a la vez cuarenta y cinco males que serán estorbo más que ayuda.
—Pues ponte ahora en cura de ellos y sánate en seguida, que quiero llegar pronto.
Frente a la casa de Maldonado, Obelar contempló detenidamente la fachada. Rasante con la calle encontró un agujero cubierto por una tabla, que retiró con la punta de su espada. La tabla estaba desclavada de otra madera mayor con evidentes signos de fuerza y descubría un paso al interior del edificio, quizá en otro tiempo rampa por donde se deslizaron sarmientos y ramas secas para encender fogones. Por allí descendió primero Nicolás, a quien Obelar obligó a entrar delante de él sospechando que, de otro modo, por el susto que tenía, no le iba a seguir. Bajaron así de la oscuridad de la calle a la de un sótano desde el que subía una escalera por la que llegaron hasta la puerta de la propia casa de Maldonado.
—Los asesinos que le mataron removieron la tabla y la desclavaron de los maderones, sin duda, para subir por aquí —dijo Obelar.
Forzó la puerta, sellada por la justicia, la empujó luego con el hombro y entraron los dos, prevenidos con una vela que el bachiller había llevado consigo y que encendió allí mismo. Puso en seguida Obelar sobre la cera una guarda que impedía el resplandor de llama para evitar así que la luz saliera a la calle a delatar su presencia en aquel sitio. No sabía el matemático curioso qué buscaba exactamente allí, así que empezó por mirar la estancia casi en sombras y de todo cuanto vio le pareció claro que el maestro asesinado trabajaba en una mesa que ocultaba su madera debajo de una abundante cantidad de papeles. Allí se dirigió mientras le pedía a Nicolás que vigilara la calle desde uno de los ángulos bajos de la ventana, puesto sobre sus rodillas y cuidando no asomar por ella ni cuerpo ni cabeza.
—Mire vuestra merced que en esta misma ventana estoquearon a un hombre dos desalmadores y siento ya el mareo de estar cerca de la sangre —se quejaba Nicolás.
Obelar no le contestó. Se entretuvo en la contemplación de algunos libros puestos en desorden sobre el suelo y se preguntó si el maestro tendría en el mundo alguien que pudiera reclamar para sí, por amistad o herencia, cuanto allí había. Después de ver que aquellos libros eran por mitad de matemáticas y geometría de Euclides y por mitad de astronomía, se ocupó de los papeles que cubrían la mesa, donde halló otras notas del maestro asesinado que en nada se apartaban de lo común en un hombre dedicado a la enseñanza. La vela, guardada en una caja alta de metal con agujeros, apenas alumbraba para ver con detalle la letra de Maldonado, pero fue bastante para encontrar un dibujo de esferas de distintos tamaños que, supuso, eran planetas y, a su lado, una hoja grande que situaba al sol enredado en unos círculos trazados con el mayor de los cuidados y el auxilio de cálculos matemáticos dispuestos al pie de la misma hoja. Pasó luego a la contemplación de algunos anaqueles puestos en la pared y ocupados por el desorden de muchos libros y papeles. Supo entonces que no hallaría, entre tanta abundancia, algo que descubriera los secretos del maestro y que sirviera a su propósito de conocer más las investigaciones de Maldonado.
Nicolás, atento a la ventana, le dijo:
—Dos hombres se acercan y remueven los sellos que la justicia ha puesto a la entrada.
Obelar se asomó a la calle y vio que uno de ellos estaba quitando la madera que cubría la gatera mientras el otro se quedaba en la sombra de la calle. Muy poco después, oyeron pasos cerca de la puerta y le pareció a Obelar que el visitante se entretenía en algo antes de abrirla. Nicolás contenía la respiración por si tenía la fortuna de desaparecer de allí privándose del aire. Al otro lado de la puerta, repentinamente, vieron el resplandor enorme de una gran llamarada y, al mismo tiempo, se abrió con un golpe brusco la puerta. El hombre que había subido hasta la casa de Maldonado era silueta en negro entre dos llamas porque portaba dos antorchas que acababa de encender y con ellas entró apenas unos pasos, para arrojarlas una sobre la mesa cubierta de papeles y otra sobre los libros amontonados en un rincón, sin detenerse en esto más que el tiempo preciso para hacerlo y salir corriendo de la casa. Cada antorcha se hizo lumbre alta que alcanzó las telas de la cama y la madera del techo. Obelar y Nicolás vieron con temor que las llamas ponían barrera delante de la puerta y humo en toda la habitación. Se asomó Obelar a la ventana y vio que los dos hombres se alejaban de allí a paso muy rápido. Quiso Nicolás ganar la puerta y no halló lugar por donde no quemarse.