Advirtió Lezuza en el tono que, con tales palabras, se terminaba la conversación sobre ese asunto y calló, moviendo afirmativamente la cabeza. Sin embargo, el secretario de cámara añadió con una sonrisa:
—Además, la astronomía se ha convertido en Madrid en ciencia peligrosa. ¿Saben vuesas mercedes que hace dos noches mataron a un astrónomo?
Obelar, al oír esto, puso atención y quiso saber más sobre esa muerte, que era, claramente, la que había presenciado él mismo en los tejados. Sabía que el saco que guardaba en su casa contenía el secreto exacto por el que aquel astrónomo había muerto. Por esto que te doy me matan, recordaba Obelar que le había dicho el hombre cuando le entregó el talego. Estaba seguro, también, de que aquel saco tenía algo que los asesinos iban buscando. Para que el secretario de cámara continuara hablando, Obelar, con el tono de la broma y la ironía, dijo:
—¿Le mataron? ¿Miraba, acaso, estrellas prohibidas? ¿O daba celos a su esposa con la Luna?
—A espada. Le hundieron dos espadas en cruz por los costados —contestó el secretario de cámara.
Obelar quería saber más y dijo entonces, mintiendo:
—A las tapias de San Martín corría ayer la voz de que le habían matado por robarle algún secreto que tenía. Y que era noble, de familia sevillana muy de fama.
—Esa voz contaría otro suceso. Pedro Maldonado era valenciano y no tuvo nunca la sangre clara, según me han informado. Pero no hagamos de esto la conversación de todo el día. Vuestra merced sabrá que la Corte no es Salamanca —dijo el secretario de cámara, dirigiéndose a Lezuza—, ni las habitaciones del Rey aulas de universidad, ni el Rey alumno común. Señalo estas evidencias —añadió— para evitar el error de otros maestros, que no vieron más que un alumno donde, en realidad, estaba Su Majestad Católica, Felipe Cuarto. Vuestra merced tendrá siempre presente que el Rey no recibe más lección que la que se da en diálogo. Y ello viene a decir que no hará vuestra merced preguntas al Rey, ni investigará la comprensión de Su Majestad, ni le hará escribir, ni leer, ni copiar, ni aprender a la memoria, sino que hablará con el Rey, contestando vuestra merced a sus reales preguntas, copiando por él lo que deba apuntarse en un papel, leyéndole lo que deba ser leído y escuchando en cada momento lo que Su Majestad quiera decir, siempre de pie y sin volver la espalda.
A Lezuza le pareció este protocolo, por la manera firme y sin descansos con la que había hablado el secretario de cámara, una norma rigurosa y el principio de todos sus fracasos.
—Lecciones en diálogo son lecciones soberanas —dijo Lezuza.
El secretario de cámara le entregó entonces un rollo de papel que llevaba entre las manos y le pidió que lo firmara como prueba de aceptación firme de sus obligaciones. Comenzó a leerlo Lezuza y pasó por alto las letras para fijarse en los números y conocer la paga, que eran dos ducados más de la que recibía en Salamanca, pobre diferencia que decepcionó las ilusiones que el matemático tenía de prosperar en la Corte y de llegar a vivir como un duque, esperanza firme que le había confesado a Inesa varias veces. No se atrevió, sin embargo, a proponer otra cifra, no sólo porque se encontraba incómodo en esa situación, sino porque no sabía cómo hacerlo ni cómo hablar de ello. Firmó el papel con la seguridad de que las lecciones que iba a dar al Rey no remediarían la mala fortuna de su familia ni serían bastante para evitar las humedades de su casa en el invierno. Firmó el papel con la pluma a media tinta y en mitad del nombre tuvo que mojar otra vez la punta en el tintero. Cuando inició el segundo movimiento de su mano, estuvo seguro de que nunca sería más que un pobre maestro y envidió la fortuna de los enanos que había visto. Le faltaba a su mano fuerza cuando terminó el trazo de la rúbrica, y al devolverle al secretario de cámara el papel firmado, miró al suelo en silencio y lamentó haber sido siempre un hombre sin suerte.
Luis Obelar no prestó atención al documento ni a la firma. Había conseguido saber el nombre del hombre asesinado y algunos datos más que guardó celosamente en su memoria.
Una mañana, once días antes, habían zarpado de Génova dos frailes jesuitas. La embarcación, rápida y estrecha, con un solo puente, espolón a proa, popa llana y tres mástiles, iba armada con bombardas para arrojar piedras de granito entre temblores y humos de pólvora. Llevaba también algunos pares de espingardas para lanzar munición de plomo y velas extendidas que le daban empuje y movimiento. A poca distancia del castillo de popa contemplaba el mar fray Martín Vélez, de edad de cincuenta años y más de treinta de tonsura. Le acompañaba como ayudante un fraile joven que había sido alumno suyo, el teólogo Pedro Gómez, de mitad de su edad y hombre de mucha lealtad a su maestro.
A once leguas de la costa, los frailes de la Compañía de Jesús dejaron de ver la tierra y bendijeron las aguas que iban a surcar. Fray Martín Vélez, que había pasado más de la mitad de su vida en Italia y había sido consultor del Colegio Romano, era autoridad reconocida en materia de astronomía, geómetra y matemático. Pero tenía, además, gran experiencia en la instrucción de causas por herejía y en la calificación de las conductas, porque nada encontraba que sirviera a Dios mejor que extirpar las herejías y proveer de remedio para que no las hubiera, por lo que se habían formado los tribunales de la Inquisición, de los que había sido miembro muchas veces. Tres días antes de embarcar había concluido un proceso iniciado e instruido por él mismo contra un genovés que afirmaba que había otros muchos mundos y que el mundo era una estrella, completando sus heréticas pravedades con la idea de que para otros mundos, la Tierra parecía una estrella. Al final del juicio, fray Martín Vélez, acostumbrado a distinguir, entre el torrente de palabras y disculpas de los enjuiciados, el núcleo de sus delitos contra la fe, elaboró ocho proposiciones sencillas que el reo tenía que negar o afirmar. A los dos días de aquel último interrogatorio el genovés fue despojado de sus ropas y, completamente desnudo y atado a una estaca, murió quemado vivo, con una cuña de madera en la boca para detener sus blasfemias.
—En mitad del mar y sin tierra que mirar —dijo fray Martín Vélez—, ha llegado la hora, fray Pedro, de que sepa la verdadera naturaleza del juicio que celebraremos en Madrid. No está la Iglesia para hacer la justicia del Rey, que afecta a las cosas del mundo, sino para hacer la justicia de Dios, que vale más. Ningún crimen es mayor que la herejía y ninguna persona más criminal que el hereje, porque éste es un enfermo que no se quiere curar y, además, inficiona a los que están con él.
Fray Martín Vélez quería aproximar a su ayudante a la verdadera causa que los había unido en aquel viaje. Para el fraile joven, que por primera vez iba a formar parte de un tribunal de la Inquisición como procurador fiscal, se trataba de enjuiciar en Madrid a un hombre que enseñaba una geometría del cielo declarada herética. Para el comisario inquisidor, con nombramiento especial del Papa para presidir el juicio, se trataba de un asunto mucho más importante y peligroso.
—Los pasajes de la Biblia en que se habla de la inmovilidad de la Tierra no son muchos, apenas sólo dos. Y, además —dijo el maestro—, no existe ningún dogma que declare esa inmovilidad ni nunca se ha dicho nada en ningún concilio sobre ese asunto. Y vamos, sin embargo, a Madrid, a tomar en nuestras manos a un hombre acusado de herejía por haber escrito un libro en el que defiende y enseña que la Tierra gira sobre sí misma y alrededor del Sol.
—Esa enseñanza está prohibida. ¿Lleva el acusado mucho tiempo en la prisión? —preguntó fray Pedro Gómez.
—No ha sido prendido aún —reveló el comisario inquisidor—. Pero lo haremos prender cuando yo haya nombrado al tribunal y todo esté preparado para iniciar el proceso. Éste es un juicio muy especial, en el que el Papa ha puesto todo su interés, porque buscaremos una herejía escondida debajo de otra y muy peligrosa para la fe, distinta a esa del movimiento de la Tierra. En el espacio que media hasta las costas españolas, os pondré al corriente de la verdadera naturaleza de nuestro encargo. Después de oírme comprenderéis que de esa proposición del movimiento de los astros se siguen luego otras mayores que nada tienen que ver con el cielo y que son la peor especie de herejía que haya nacido en el mundo en todos los siglos de su historia.
Fray Pedro Gómez, joven teólogo recitador de san Marcos y la mente más despierta que fray Martín halló en toda Roma, no comprendía las palabras de su maestro y trataba de abrir muy bien los ojos y prestar atención a cuanto decía el comisario inquisidor.
—Hábleme de esa herejía escondida dentro de otra que venimos a prevenir, no sea que la halle y no la advierta —le pedía fray Pedro.
—Mira allí las olas del mar, que son líquidas —le dijo el comisario inquisidor—. Y mira luego esta madera en la que apoyamos nuestras manos, que es apretada y sólida. ¿Por qué en el mundo unas cosas son blandas y otras duras?
Fray Pedro no supo qué contestar, ni fray Martín esperaba una respuesta a su pregunta.
—La constitución interior de las cosas y sus cambios. En esto anida la herejía de la que te hablo, la ponzoña que el Papa me ha encargado limpiar, el mayor mal que vieron los siglos.
Fray Pedro había estado muy unido a su maestro durante los últimos cuatro años y nunca advirtió que dijera algo fuera de razón o que no hubiera meditado antes. De no ser así, aquella conversación sobre líquidos y sólidos le hubiera parecido inventada por un loco. Pero fray Pedro conocía muy bien al comisario inquisidor y no se permitió dudar de que aquello que decía sobre la mayor herejía que los siglos habían visto era cierto. Fray Martín le dijo:
—Si la madera de ese mástil es pasada por el fuego, se quema y cambia. Si dejamos al aire un pescado, se pudre y cambia. Cambia su color, cambia su sabor y su olor cambia. En esto que te digo se esconde lo que venimos a juzgar y condenar.
Obelar había gastado esa noche dos librillos de cera en las velas que alumbraban su insomnio. Estaba seguro de hallar en el cuaderno del infortunado Maldonado algún secreto que revelara la importancia de su muerte o pusiera causa a la furia de sus asesinos. Saber a qué respondían los cálculos dispersos que en las hojas del cuaderno hallaba era, para Obelar, una labor sin éxito, un ejercicio de pura constatación numérica en el que no hallaba error, pero tampoco sentido. En una hoja, Maldonado había escrito que, o las matemáticas mentían, o el mundo estaba mal hecho. Indudablemente, el cuaderno era parte de un estudio mayor, pensaba Obelar, donde estarían expresadas las razones de estos cálculos y lo que pretendía con ello demostrarse. Sin embargo, era ese cuaderno el que los asesinos buscaban y el que Maldonado quería poner a salvo. Se detuvo a pensar Luis Obelar un tiempo, con la mirada perdida al frente, en la importancia que aquellas notas y esos cálculos tenían para un hombre que, a punto de perder la vida, seguro de su muerte, no pensó en otra cosa que no fuera proteger el cuaderno con su propio cuerpo y entregarlo a un desconocido que, forzosamente, debió de parecerle ladrón o persona de escondite al ver que estaba, a medianoche, subido a los tejados. Pero, aun así, pensaba Obelar, debió de creer Maldonado que esa entrega a ciegas a un fantasma de ático era mejor que dejarlo en manos de sus asesinos. Por eso trataba Obelar de encontrar entre los números y las palabras alguna escondida clave que le permitiera valorar la importancia que esas hojas tenían. Dormía desde hacía horas Nicolás en el altillo donde tenía la cama y Obelar gastaba velas, como en los tiempos de estudiante, revisando cálculos. Había en los papeles que formaban el cuaderno muchos dibujos, frases y comentarios escritos, relacionados todos con la astronomía y con las leyes de la mecánica y referencias a textos griegos y latinos y a los sabios antiguos que trataron de explicar la manera en que se ordena el movimiento de los astros en el cielo. Y era clara la evidencia, concluyó Obelar, de que aquel cuaderno contenía el detalle de un estudio astronómico inédito que los asesinos querían robar sin pararse a distinguir esfuerzos, a golpe de espada, a precio de sangre.
Daban las dos de la mañana en las campanas de la Concepción Jerónima cuando el matemático insomne renunció a seguir leyendo y guardó las hojas, las bolas de madera y el compás en el saco y lo puso todo detrás de unas tripas de morcilla que secaba dentro de un armario.
—¡Nicolasillo, baja de ese sueño y ponte a andar, que nos vamos! —gritó Obelar.
Se ajustó las botas, se ciñó una espada y dijo en voz alta:
—¡Abre esos ojos de gandul y ven aquí que es tarde ya!
Nicolás asomó su cara por el altillo en que tenía la cama.
—¿Nos vamos en mitad de la noche y tan sin sol? —preguntó, con la cabeza despeinada y los ojos casi cerrados.
—Échate algo al cuerpo o te saco desnudo de esta casa, porque no podemos esperar más.
Bajó Nicolás a medio vestir y salieron juntos a la calle, sin que el muchacho supiera dónde iban.
—¿Por qué sale vuesa merced de casa tan corriendo, a estas horas de peligro y llevando espada, que es arma que no usáis?
—Salgo de casa tan corriendo porque tengo prisa. A esta hora de peligro porque no las hay mejores para lo que quiero hacer. Y llevo espada porque hay en Madrid dos asesinos que quieren matarme por tener en casa un saco.
—Si son dos los asesinos, presiento que vamos a ser dos los muertos —dijo Nicolás.
—Deja las preguntas y anda a mi lado que vas a entrar en un lugar donde conviene más ser dos que sólo uno.
Pasaron por una calleja estrecha en completa oscuridad y Nicolás apretó el paso para ponerse a la luz de otro lugar. Obelar caminaba embozado en su capa cuando llegaron a la plazuela de Herradores y allí se acercaron ambos a una puerta entreabierta que dejaba escapar a la calle luz de lumbre. Muy cerca del portón, dos hombres con olor a medicina de uva les cerraron el paso. Llevaba uno de ellos sombrero de mucha falda y vuelta y una daga sin disimulo puesta al cinto, calzas con más agujeros que tela y mirada de amenaza. El otro parecía no tratarse con trabajo honrado y tenía en la cara señales de una riña antigua y gesto de desprecio.
—Mira esos dos lindos con qué andares tan equivocados han venido a este sitio a perder sus bolsas —le dijo un hampón al otro, en voz alta.
Obelar se quedó quieto, sin quitarse del rostro la capa que llevaba. Los miró y sonrió por debajo de la tela. Nicolás, sin capa ni sombrero, se detuvo también y comenzó a pensar que en ese encuentro con bandidos sólo la fortuna y algunas oraciones le harían el milagro de conservarle la vida.