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Authors: Juan Carlos Arce

Tags: #Ciencia, Histórico

El matemático del rey (3 page)

BOOK: El matemático del rey
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—¿Ves, Cucurucho —dijo entonces Juan Lezuza—, que hay aquí en las calles más basuras que en Salamanca?

A Pascual le llamaba Lezuza Cucurucho sin motivo, sólo por gusto de darle mote desde que nació. Sin embargo, a quienes le preguntaban la razón de cambiarle el nombre, Lezuza nunca les dijo que no había causa, sino que el niño nació con la cabeza huidiza y en forma de cucurucho, aspecto que le duró tres días hasta que redondeó los huesos. Y sólo a Pascual, secretamente, le contaba otro origen del apodo, que era también falso, diciéndole que un cucurucho no era más que un cono y que, siendo el volumen del cono el producto de la base por un tercio de su altura, no había más que mirarle de los pies a la cabeza para darse cuenta de que era un verdadero cucurucho, razonamiento geométrico que Pascual tomaba a diversión.

—¿Y por qué hay más basuras? —le preguntó el niño.

—Porque hay más de comer —contestó Lezuza.

Inesa, al oír esto, compuso un gesto de desengaño con el que pretendía estar preparada para el momento en que advirtiera que allí comían lo mismo o menos que antes, porque estaba convencida de que su fortuna no iba a cambiar ni en Salamanca ni en Madrid, mientras el cielo fuera el mismo.

Inadvertidamente, como si todas las calles llegaran a él, entraron en el Real Alcázar por la fachada del jardín de la Priora. Inesa, a pesar del calor del verano, se cubrió con un sombrero la cabeza y tomó entre sus manos una mano de Pascual, que no atendía a otra cosa que no fuera mirar, con los ojos muy abiertos de sorpresa y emoción, cuanto pasaba fuera del carro. Los muros de cantería eran, en el interior del Real Alcázar, de adobe basto sin pintura. Otros, de argamasa y tierra, le parecieron a Lezuza más hechos para fortaleza que propios de un palacio y vio también ruina lenta y abandono de muchos años en la única torre que allí había, cuadrada y sin retoques, avisando su derrumbe, desmochada por las lluvias de muchos inviernos, madriguera de animales solitarios, nido de toda la volatería de Madrid.

Por un corredor estrecho llegaron al patio grande, donde detuvo Lezuza el carro para ir a las oficinas en las que debía presentarse. Inesa y Pascual esperaron sin atreverse a bajar al suelo, mirando a los soldados y a los comerciantes, acordándose ambos de Salamanca y de la casa que habían dejado. Un tiempo después, Juan Lezuza salió por una puerta y cruzó el patio, subió al carro en silencio y se dispuso a golpear los costados de la mula para animar al animal a mover las patas.

—¿Por qué has tardado tanto? —le preguntó ella.

—He firmado unos papeles y he tenido que hablar con el contador del Rey. Me ha dicho que Obelar ha buscado una casa para nosotros. Y ésta es la llave.

—¿Es bonito por dentro? —le preguntó Pascual.

—Es oscuro —contestó Lezuza, mientras dejaban atrás el patio—. Muy oscuro para un día de verano —añadió.

2. El contrato

A la casa que Obelar había buscado para Inesa y Juan Lezuza le faltaba algún remedio para la humedad de los inviernos y una puerta o una tabla que separara de la cocina el corral oscuro, abandonado y sucio que tenía. Le faltaba también a la vivienda una limpieza que permitiera la ilusión de que aquella casa había sido de mucho uso y habitación. Tenía, sin embargo, algunos muebles y una renta ajustada a las más cortas fortunas.

Al entrar en ella Inesa, la vio grande pero no le pareció tanto cuando la miró con más detenimiento.

—Prefiero que sea pequeña.

—¿Por qué? —le preguntó su marido.

—Porque en una casa pequeña, a poca felicidad que entre, ya se llena —contestó.

Mientras estuvieron mirando las paredes, el suelo y los techos, Inesa no cambió su gesto afilado y duro y con un movimiento leve de su mano derecha, sólo con un movimiento suspendido en el aire, señalaba a Lezuza, el índice extendido, las señales de humedad que el invierno había dejado. Sabía Inesa que su marido la miraba, que esperaba su aprobación, o un juicio sobre la vivienda, o una sola palabra de aceptación. Pero ella siguió en silencio, sin cambiar la cara de estatua. Lezuza comprendió entonces que Inesa hablaba con los ojos y descubrió en ellos nuevamente la mirada de una mujer empapada de cansancio y de desgana, a la que sólo movía una inercia insípida, como si estuviera ahogando un grito infinito.

Obelar fue a ver a su amigo Juan Lezuza esa misma tarde. Todo fueron sonrisas entre ellos mientras se cambiaban palabras de entusiasmo por el inicio de una vida nueva en la Corte. Nicolás y Pascual se entretuvieron juntos con juegos y hallaron el modo de subir la tapia del corral apoyando los pies en dos agujeros. Amparado en el magisterio de sus quince años, Nicolás le iba diciendo al niño cómo eran las formas de la Corte y dónde estaban sus venturas y escarmientos.

—Vienes al centro del infierno, Pascual —le decía con mucha autoridad.

—¿Al infierno nos trae mi padre?

—No hay en el mundo otro lugar de mayor peligro. Y tendrás suerte si no ves aquí y oyes cosas que nunca has imaginado. Esta letrica cantan hoy en Madrid por fama de cuanto pasa: “Matan a diestro y siniestro, matan de noche y de día, matan al Ave María y matarán al Padrenuestro” —añadió.

Pascual abría los ojos y, en lugar de espantar el gesto y encogerse por el miedo, avivaba una larga fantasía de encontrar mil aventuras en las calles y en su casa, animado por el encanto del riesgo y las sorpresas.

Obelar daba otros avisos a Lezuza y le decía:

—Para ir mañana al Alcázar, a ver al Rey, yo te esperaré en la puerta de San Ginés. Conozco personalmente al Contador del Rey, que te hará mejor trato si vas conmigo.

Y en esto y en hablar de recuerdos y futuro llegó la noche. Mulleron Inesa y su marido un jergón de poca lana y lo tumbaron sobre las maderas de lo que parecía que había sido cama y allí se tumbó Pascual, cansado de las emociones.

—En esta ciudad y en esta casa estarás bien, Cucurucho, estarás bien —le dijo su padre.

Y con esto, se quedó dormido.

—Obelar irá conmigo mañana para que no ande yo perdido en el Alcázar el primer día —le anunció Lezuza a Inesa, que no dijo nada.

Al día siguiente, cuando despertó, Lezuza encontró los ojos abiertos de Inesa, mirándole severamente. Pudo ver, al fondo de sus pupilas, el interrogante que sus labios no expresaban y la certidumbre de que tales novedades no habrían de mudar la fortuna de la familia mientras no mudara el cielo. Muy nervioso, Juan Lezuza se ocupaba, en cambio, de qué ropa debía llevar a presencia del Rey ese día. Sólo estaba seguro de calzarse los zapatos de hebilla negros que pudo comprar unos años antes y que había usado apenas un par de veces, en ocasiones que merecían lucimiento. En cuanto al resto, todo eran dudas, porque quería causar la impresión de un hombre de fortuna que viste galas por costumbre.

—No puedo llevar una camisa cualquiera para ver al Rey —le decía a Inesa.

—Dile al Rey que te pague una nueva.

—Y capa. Tengo que llevar una capa para cubrir los roces que tiene el jubón negro, tan gastado. Pero una capa como ésta en verano causará risa.

—Dile al Rey que sufres las reúmas.

—¿No quieres ayudarme?

—Ponte zapatos de hebilla con las medias, jubón porque no tienes cotardía, capa y la camisa que yo te guardo para ir a la misa de Resurrección —le dijo ella—. Y ponte en manos del Señor, ya que tú nos has puesto en una esquina de Madrid —añadió.

Juan Lezuza se vistió como Inesa le dijo y puso mucho cuidado en tirar varias veces de las medias hacia arriba, porque nada era de peor gusto, pensaba el matemático, que llevarlas caídas y arrugadas. Se vistió como Inesa le dijo y se puso capa sobre el hombro y así salió de su casa, camino del Alcázar, vestido para día de invierno.

Caminaba sin volver la vista atrás y no advirtió que un hombre de muchas carnes, con la barriga bailando encima de una faja y zaragüelles de lienzo, que había estado esperándole cerca de su casa, seguía uno a uno todos sus pasos por las calles de Madrid. Pasó Lezuza dos veces la misma plaza, sin saber llegar al Alcázar por camino corto y la pasó con él dos veces el hombre que llevaba detrás.

Cerca del Alcázar, a las puertas de San Cines, esperaba Luis Obelar a Juan Lezuza y aprovechó el retraso de su amigo para dar repaso al misterio de la bolsa que guardaba en su casa. Las bolas eran claramente los planetas, según dedujo la noche anterior por los apuntes y dibujos que el cuaderno contenía, y todo cuanto había hallado escrito en aquellos papeles eran estudios de astronomía y comentarios sobre los cuerpos celestes y su naturaleza. Recordaba Obelar algunas frases relativas al movimiento de las esferas del cielo y quería poner importancia allí donde no la hallaba, porque estaba convencido de que aquellas anotaciones y las bolas de madera eran la causa por la que un hombre había muerto en un tejado de Madrid.

Llegó a la cita Juan Lezuza con el sudor de la mañana y la fatiga de sus prisas y llegó detrás el hombre que seguía sus pasos. Vestido para día de invierno, le asomaban a Lezuza los signos de un mareo que ponía en su cara una palidez que nunca tuvo. Cuando entraron en el Alcázar, vio Lezuza estancias desmedidas con aspecto abandonado, balcones cerrados con maderas y una fortaleza de mayor tamaño que la Corte que alojaba. Pero no vio, sin embargo, que el hombre que le había seguido se iba de allí muy de prisa, por una calle estrecha.

Estaban en el primer patio cuando Obelar dijo:

—Vamos a ver un sinfín de gente de servidumbre y vamos a hacer mucho saludo, así que píntate una sonrisa en esa boca y no la mudes, que es arte de mucho provecho en Madrid que todos te crean feliz.

—¿Da ventajas parecer feliz?

—Muchas. Las penas andan desterradas de todos los labios. Ya lo verás. Aquí no vale otra cosa que sonrisas y alegrías, aunque sean fingidas. Otra cosa debes saber —añadió Obelar—. Nada hay peor en Madrid que hablar sin disimulos y a las claras, que eso está muy desusado. Vale en Salamanca, donde no pasan modas y el hablar claro es costumbre muy mantenida. Pero no en Madrid. Y, además, te advierto que no hay aquí otro entretenimiento de más postín que hablar mal de otro a sus espaldas. A muchos se les pasa la vida en intentar que murmuren a su paso, porque ése es un indicio de prosperidad.

—Parecen consejas del diablo.

—El diablo entra y sale del infierno por Madrid. Olvida ya ese gesto salmantino de maestro de escuela y deja atrás cuanto tenías por costumbre en esa mala tierra de estudiantes. Todo es distinto aquí.

Sentados sobre la tabla de unas sillas, esperaron al secretario de cámara en una amplia habitación con ventanales.

—Se te nota en las maneras, en esos andares y esos gestos —decía Obelar—, que acabas de venir de algún lugar perdido en la geografía y que no estás hecho a los usos de la Corte. Guárdate de parecer forastero y apocado, que en eso te va el trato que recibas.

—Ya se me pone el pelo en punta de todo cuanto llevas dicho, que no he oído más que avisos, advertencias y cuidados y tengo la sensación de estar andando a los bordes de un pozo que será mi perdición.

—Andes por donde andes, sea pozo o no lo sea, cuídate mucho de llevar siempre la ropa que más convenga. Vienes hoy vestido para otro calendario.

Lezuza, que seguía sudando, se estiró las medias otra vez para evitarle arrugas a las piernas.

—Ahora te diré algunas cosas que debes saber cuanto antes para andar por estas salas. Hay aquí figuras principales que ordenan la vida de los reyes. El primero de ellos es el mayordomo mayor, que manda un poco más que el mismo Rey. Todo está sujeto a su autoridad. Firma los pagos que hayan de hacerse a criados y servidores, que vale tanto como decir que es quien con un trazo de su mano te dará de comer. Otro hombre de respeto infinito es el sumiller de Corps, que viste y desnuda al Rey, le prepara la toalla y le lleva y le retira el agua de sus lavatorios. El tercer hombre de valor aquí en palacio es el caballerizo mayor, que calza a espuela al Rey y le acompaña cuando sale a caballo o en coche.

—No me des tanta lección para beber de un solo trago, que ya mañana habré olvidado casi todo.

Entraron a la sala entonces, por una puerta alta que se abrió con ruido y eco, dos enanos vestidos de seda nueva y lujos de mucho adorno. Llevaba uno de ellos camisa cortada y cosida con holgura y un gorro chato trenzado a hilo de oro. En una bolsa de cuero de color muy olvidado, que colgaba a su hombro, el otro enano guardaba sin secreto dos hogazas y unas tripas rellenas de carne de capón. Asomaban al borde del saquillo unas plumas de faisán y en todo se notaba que había engordado el talego con algunas piezas de caza cobradas a la volatería. Los dos caminaban juntos, moviendo con exageración sus brazos, que llevaban muy separados del cuerpo para evitarse el estorbo de unas piernas curvas como bordes de pelota. Cruzaron la sala con andares de vaivén y Lezuza, que no apartaba de ellos la vista, encontró en sus caras gestos que eran mueca o casi máscara.

—No vayas a dejarte la boca abierta y los ojos sorprendidos de ver enanos por aquí —le dijo Obelar—, que hay en la Corte muchas criaturas de placer para entretenimiento de Su Majestad, la mayor parte anormales, que tienen cabezas grandes y deformidades de mucha risa en brazos y piernas, y otros tan atrasados que padecen deterioro del habla.

—¡Pobres! —lamentaba Lezuza.

—¿Pobres? Llevan una vida regalada, con sueldo de capitán, regalos y ración diaria. Todos tienen más paga de la que tú vas a tener sin más obligación que la de hacer gracia. Muchos de ellos son imbéciles y otros, con más seso, bufones. La mayoría los tiene el Rey heredados de su padre y hay uno o dos que encontraron sitio en palacio hace unos meses, por la caridad de personas de lustre que los metieron aquí en pago de favores.

Por la puerta de más altura y adorno entró el secretario de cámara. Se dirigió con paso lento hacia ellos y saludó a Obelar, que le presentó a Lezuza.

—El Consejo de Castilla ha considerado que Su Católica Majestad complete su formación con algunas lecciones de aritmética —dijo el secretario—. El Rey conoce desde niño el manejo de los números, pero conviene que aprenda álgebra y geometría.

—Ése fue el honroso encargo que recibí cuando estaba en la Universidad de Salamanca —dijo Lezuza—. Vengo, además, prevenido para enseñar dibujo y mecánica, dos conocimientos sin los cuales no puede aprenderse la astronomía.

—La astronomía y los escritos de Tolomeo son perfectamente conocidos por el Rey —le informó el secretario.

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