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Authors: Juan Carlos Arce

Tags: #Ciencia, Histórico

El matemático del rey (7 page)

BOOK: El matemático del rey
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Pasó en silencio el tiempo, en el que Su Majestad comió desarregladamente de seis o siete fuentes distintas, con apetito voraz, golosineando dulces entre guisos y salsas, sin orden y con rapidez, a muerde y sorbe, haciendo fama de tumbaollas. Cuando acabó de tragonear, con el bocado en la boca, decidió abandonar la mesa y salir del comedor. Todos los que le miraban hicieron reverencia cuando el Rey se levantó y salió de allí al lado del mayordomo mayor y del secretario de cámara. Volvió el Rey sobre sus pasos al umbral de la puerta y, mirando a Juan Lezuza, le dio la orden de acompañarle. Cruzó el maestro la estancia ante la mirada de todos, con paso decidido y detrás del monarca se dirigió a la antecámara real, lugar donde Lezuza y el Rey solían mantener lecciones en diálogo. Entraron ambos a la sala y allí se sentó Felipe Cuarto, señor de todos los mundos. Sobre la silla real, un almohadón de hilo de oro y a su frente un tapiz desgastado con escenas de la Biblia.

Aquel muchacho coronado, de dieciséis años, angulado de barbilla, tenía los labios cortos y muy abultados, la nariz de su familia y los ojos apagados. Era en todo claramente un niño mayor y en todo se veía sin embargo al hombre más poderoso del mundo, como si su figura delgada fuera enteramente la estrecha frontera inestable y débil entre los juegos de un chiquillo y las decisiones de un monarca. Lezuza, como cada día, no inició conversación alguna hasta que el Rey se dirigió a él.

—Antes de empezar con lo que ayer dejamos —dijo— Nos, el Rey, queremos que sepas que hemos pensado esta noche más que en los números y en el álgebra, en la filosofía de los números.

—En la filosofía de los números… —repitió Lezuza, esperando mayor explicación.

—En esas ecuaciones que hemos visto…, Lezuza, ¿qué es la equis, exactamente? —preguntó el Rey.

—Es la incógnita, el valor desconocido que se debe determinar.

—Por ejemplo, ¿cinco?, ¿o seis?, ¿o siete?

—Sí —contestó Lezuza.

—Y si es cinco o seis o siete, Lezuza, ¿por qué no se pone el número en vez de disfrazarlo con la equis, una letra tan aspada y simple?

—Porque equis puede ser en unos casos cinco, en otros seis, en otros cien. Equis es una variable que cambia.

—¿Y qué interés hay en saber lo que es equis ahora si cambia tan de continuo?

Lezuza no halló modo de dar respuesta a esa pregunta y, para cambiarle a la situación el signo, propuso:

—¿Dejamos ahora ese asunto y volvemos a los giros de la Tierra?

Felipe Cuarto se entusiasmó con la propuesta.

—Sigue hablándome, como otras veces, de esa teoría divertida, Lezuza. Pero hazlo en voz más baja porque, con ser el Rey, es seguro que en ocasiones escuchan lo que hablamos y, Nos, tenemos la prudencia de guardar en secreto esta complicidad con teoría tan secreta. ¿Dices, Lezuza, que el Sol es centro de las órbitas de todos los planetas y que es el mundo el que da vueltas?

—Eso es cosa segura que está demostrada por la observación, la geometría y las matemáticas. Es el centro de las trayectorias circulares de los planetas. Sólo una cosa se opone a esa evidencia.

—Los cometas —dijo el Rey, recordando lo que el maestro le había advertido otro día.

—En cosa de muy pocos meses, hace algunos años, vi tres cometas muy brillantes en el cielo, Majestad. Su movimiento no parecía circular en dos de ellos. Pero aprecié muy claramente en el tercer cometa, un gran cometa azul, a principios de 1619, que su trayectoria, definitivamente, no era circular. Y un movimiento en el cielo que no sea circular rompe esta teoría.

—Muchas más cosas la rompen, según hemos oído. La Biblia sobre todas las cosas se opone a ello. Y mucho más que las Escrituras se opone la Iglesia.

—La evidencia es matemática.

—No son católicas las matemáticas. Pero sigue, Lezuza, que con esa diversión se puede aprender ángulos y geometría.

—Como la Tierra gira alrededor del Sol, las vueltas que los planetas dan no pueden ser circunferencias, sino otra clase de curva.

A esto el Rey contestó con una carcajada. Y estuvo riéndose de ello un tiempo hasta que dijo:

—Tus números han puesto al mundo a bailar zarabandas y jerigonzas. ¡Buena fiesta tiene el cielo! Las matemáticas son, Lezuza, una ciencia muy disparatada —añadió, riéndose todavía.

En esto pasó la tarde hasta que el mayordomo mayor distrajo al Rey de estos asuntos con el anuncio de una recepción de embajadores. Lezuza salió aquel día del Alcázar con la seguridad de que su real alumno era muy inteligente y muy capaz y con la certidumbre de que el Rey no dedicaba a las lecciones más que recortes de tiempo, lo que era claramente un perjuicio para el aprendizaje.

Obelar y Nicolás llegaron a la casa de Lezuza a la hora en que el sol tocaba el horizonte. Encontraron a Inesa en medio de un juego de sonrisas que eran las primeras que tenía desde que llegaron a Madrid. Lezuza le explicaba a su mujer cómo se hacía la comida del Rey, el baile de servidores que venían con once platos desde la cocina y la seriedad de tantos hombres juntos. Lezuza, para contar cuanto había visto y oído ese día, se ayudaba de gestos y movimientos, imitaciones de voces y comentarios de burla. Pascual tenía los ojos muy abiertos y, cuando su padre contaba cómo vio comer al Rey y cómo un servidor llevaba una salva al pecho del soberano para evitar que el agua derramada cayera al suelo o al vestido pensó, satisfecho, que su padre era un hombre importante, con paso franco en el Alcázar y maestro del mismo Rey. Pascual tenía aprendido lo que corresponde a un hijo de maestro y, además, su madre le enseñaba poesías y le contaba las historias que a ella le contaron, remediando así con palabras y literatura lo que su padre le enseñaba con los números. Cuando Pascual vio que llegaban a la casa Obelar y Nicolás, se aseguró con éste los juegos de otras veces y corrieron y saltaron, fingiendo luchas a espada y echando a suertes quién era el moro. Obelar llegaba a casa de Lezuza con la secreta idea de que su amigo le ayudara en el estudio del cuaderno de Maldonado. Esperó, sin embargo, a que el maestro de Su Majestad despachara sus burlas de la Corte imitando reverencias y refiriendo con solemnidad de risa las advertencias que el secretario de cámara le había hecho antes de llegar al comedor real.

—No molestará, no se sentará vuestra merced, no estorbará a los servidores —decía Lezuza, repitiendo las palabras que le había dicho el secretario de cámara.

Inesa se reía de las burlas y Lezuza, tomando una silla para sentarse, dijo:

—Pero lo más divertido es el propio Rey, un muchacho que busca diversiones y le hablan, sin embargo, del enemigo holandés, un muchacho al que aburren con asuntos de gobierno y que sólo espera ver a su maestro de matemáticas para divertirse. Cada día, cuando empezamos la lección, me doy cuenta de que tiene estudiadas muchas cosas y que dedica mucho tiempo a lecturas y a aprender, pero sin orden, de suerte que lo tiene todo confundido y para que cada cosa ocupara el lugar que le corresponde habría que cogerle de los pies y colgarlo con la cabeza abajo, agitarlo un rato y confiar en que la suerte ayude a aclarar sus estudios. Mezcla la aritmética con un álgebra mal aprendida y cuando se llega a los teoremas, sin duda por tenerlos estudiados en libros extranjeros, sólo sabe repetirlos en francés, sin que pueda aplicarlos hablando en castellano. Los principios de geometría los sabe todos en latín, que es lengua que habla mejor que ninguna otra. Suma y resta con mucha velocidad, comprende bien las fórmulas de áreas y volúmenes y está muy interesado en la geometría y en la medición de ángulos, de suerte que es listo y muy capaz, pero hecho por mal sastre, porque lo que tiene de largo en esto lo tiene de corto en otras cosas, como si hubiera aprendido a trozos, haciendo paño de retales.

Después de estas sonrisas, mientras Nicolás y Pascual jugaban a esconder tesoros, Obelar y Lezuza se quedaron solos. Puso mucho cuidado Luis Obelar en empezar otra conversación con gesto de distinta índole, para señalar a su amigo la circunstancia y pedirle la mayor atención.

—¿Qué es esa importante cosa que quieres decirme? —preguntó Lezuza.

Obelar le contó entonces cuanto había pasado la noche en que Maldonado le entregó el cuaderno y le dijo, además, que las anotaciones del infortunado asesinado correspondían a estudios astronómicos de conclusiones prohibidas.

—Conclusiones que tú conoces muy bien —le indicaba Obelar—, porque viene a sostener las mismas cosas que tú dices de los giros de la Tierra y que tantos inconvenientes te han procurado en Salamanca.

Le habló luego de su visita nocturna a la casa del asesinado y de cómo, estando dentro, fueron a ponerle fuego y cómo salieron del incendio. Y añadió después que todo aquello estaba empezando a producirle mucha inquietud.

—Algo hay fuera de duda —dijo Lezuza—. Al menos dos asesinos quieren ese saco y es seguro que te buscan y que al encuentro que tuviste con ellos en un ático respondieron poniéndote fuego. Ten cuidado.

Lezuza se quedó callado un instante, como si hubiera dejado suspendidas sus palabras en el aire y, mirando fijamente a su amigo, añadió:

—Hay en toda esta tierra, desde Vizcaya a Granada, un interés muy fuerte por mantener secretas las verdades de la astronomía. Mira cómo he tenido que salir yo de Salamanca, tapado y sin despedidas, con olor a carne de hoguera.

—¿Quieres ver los papeles de Maldonado?

—Esta misma noche. El asunto es peligroso, pero es necesario revelar la verdad.

Un tiempo después, con un trozo de luna creciente en mitad del cielo y las estrellas en su sitio, salieron ambos a la calle. Nicolás les seguía a unos pasos de distancia y empezaba a tener miedo de las aficiones de su amo, todas nocturnas y dobladas en secreto dentro de su fama de caballero galante. Amigo de bandidos, ladrón de esposas, perseguido de asesinos y de rondas. Llegaron con aire clandestino a la casa de Obelar y estuvieron estudiando las hojas del cuaderno, como si estudiaran el misterio más profundo de sus vidas. Nicolás se retiró a dormir con la seguridad de que a la mañana siguiente los encontraría a ambos hablando de ángulos y líneas. Sin embargo, al despertar, vio que ninguno de los dos estaba allí. No vio tampoco el talego en el que Obelar guardaba el cuaderno y las bolas de madera, ni sabía dónde estaba tal saco escondido, lo que le pareció bien y muy de su gusto, porque empezaba a atribuir a ese paquete los extraños modos que su amo había tenido en los últimos días y los peligros por los que habían pasado.

Obelar y Lezuza habían salido de la casa un poco antes de que llegaran las primeras luces a Madrid. Dejaron atrás las últimas tapias de la ciudad y bajaron hasta la ribera del río, donde detuvieron sus pasos y dispusieron dos piedras planas como asientos. Allí levantaron los ojos al cielo y Obelar estuvo escuchando las palabras de Lezuza, que venían a decir que las notas del astrónomo asesinado eran coincidentes con lo que en muchas partes era tenido por cierto, que el Sol era una esfera fija y centro de las trayectorias circulares de los planetas, como la Tierra era centro de los giros de la Luna.

Obelar recordó entonces las palabras del secretario de cámara del Rey, cuando dijo que la astronomía era ciencia peligrosa, hizo un gesto en el aire con la mano para pedirle silencio a su amigo y, amparado en la prudencia, dijo:

—Lezuza, los dos enseñamos matemáticas. Pero enseñar significa, en todas las universidades, leer y comentar a Aristóteles:
De anima
, la
Física
, el
De generatione et corrupcione
, los
Meteorológicos
, el
De coelo et mundo
, con la ayuda del padre Suárez, del padre Toledo y, para la física, los comentarios del padre Pereira. Si tú o yo enseñáramos, en mitad de esta España enferma y vestida de fiesta, que Aristóteles no tiene razón… y que Tolomeo escribió barbaridades…

Calló, hizo una pausa y, luego, añadió:

—Faltaría tiempo para que nos cargaran de cadenas y nos sacaran la lengua. Créeme, Lezuza, nosotros sólo somos… maestricos, no griegos antiguos.

—Nunca podré agradecerte lo que has hecho por mí —le dijo Lezuza—. Por muchos años que viva, siempre tendré una deuda de gratitud contigo. Has conseguido traerme a Madrid en el momento en que más peligro corríamos mi familia y yo. Allí, en Salamanca, algunos miembros de la Compañía de Jesús se preparaban ya para denunciarme al Santo Oficio por enseñar que el mundo da vueltas.

—¿Has tenido miedo?

—Mucho miedo, Obelar.

—¿Conoce Inesa la verdadera causa de este viaje a Madrid? —preguntó Obelar.

—Todo el mundo en Salamanca sabía que, antes o después, acabaría procesado por enseñar a Copérnico y a Galileo. Inesa lo sabe todo, pero no me habla de ello.

Después de un silencio, Lezuza preguntó:

—¿Cómo lograste que un profesor de Salamanca como yo viniera a la Corte para dar lección al Rey?

—Lezuza, en Madrid no hay mayor ventaja que la de tener amigos. Si eres tonto y no distingues la suma de la resta, un amigo hará que puedas enseñar a todos aritmética; si has robado y te han visto y te llevan ante el juez con el botín en las manos, teniendo un amigo, te librarás de la justicia; en Madrid, Lezuza, todo es tener un amigo poderoso. Y cuanto más alto rango tenga, mejor provecho hace. Yo, por sacarte del apuro en que vivías, hablé con un amigo.

5. El equilibrio de las copas

La travesía de los dos frailes jesuitas sólo tuvo desde Génova hasta Sagunto un susto de mar, cuando las jarcias cedieron al empuje de los vientos, se destrabaron las hebillas del timón y quedó el barco orientado a su capricho hacia otras costas. Hubo luego, en noche de viernes, clareando ya el alba del sábado, una sombra de galeaza que parecía entre turca y veneciana y que surgió cerca de popa como si hubiera emergido por magia. Se previnieron con dos virajes forzados las bandas de la embarcación para evitar la acometida a los costados y el capitán mandó cargar los falconetes. No había noticia de pillajes ni de asaltos a barcos españoles en esa parte del mar ni el capitán tenía pericia acreditada de mando en combate alguno, porque había flotado siempre en naves de carga y en aguas muy seguras. Desde el castillo de popa, el piloto encaraba al enemigo para hurtarle a su alcance el flanco más desguarnecido y las sogas de la vela de aire corto se tensaban al golpe de las salpicaduras. La quilla de la galera iba apartando agua, a una y otra bandas, por ambos lados de su proa, mientras se acercaba al barco sorprendido. Entonces se oyeron, por encima de los ruidos del oleaje y la madera golpeada, algunas voces que mandaban detener el avance a los remeros. La goleta que había aparecido sin aviso se dejó empujar sólo por el viento y formó a sus bandas dos hileras de remos levantados. A muy poco, desde el puente, se hizo enseña de grímpolas y estandartes del Rey, que convirtieron el encuentro en signo de amistad y no de lucha.

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