Authors: Arthur Conan Doyle
Todo esto está transcrito de las apresuradas notas que tomé en el mismo momento, y que sólo dan una lejana noción del caos absoluto a que se había reducido para entonces la asamblea. El alboroto era tan terrorífico que varias señoras se habían batido en retirada a toda prisa. Serios y reverendos profesores parecían haberse dejado arrastrar por el espíritu que allí prevalecía, con la misma animosidad que los estudiantes, y vi cómo hombres de blancas barbas se levantaban y blandían los puños contra el obstinado profesor. Todo el colmado auditorio hervía y se agitaba como un caldero en ebullición. El profesor dio un paso adelante y levantó ambas manos. Había en aquel hombre tal emanación de grandeza, respeto y virilidad que el vocerío y el alboroto fueron cediendo gradualmente ante su gesto dominador y sus ojos imperiosos. Daba la impresión de que iba a pronunciar un mensaje definitivo. Todos se callaron para escucharle.
—No los retendré demasiado —dijo—. No vale la pena. La verdad es la verdad y el alboroto de unos cuantos jóvenes tontos (y, debo agregar, el que hacen sus profesores, tan tontos como ellos) no puede afectar al asunto. Yo sostengo que he abierto a la ciencia un nuevo campo. Ustedes lo impugnan. (Aplausos.) Entonces yo los colocaré ante la prueba. ¿Quieren autorizar a uno o a varios de entre ustedes mismos para que viajen como representantes suyos y comprueben mis afirmaciones en su nombre?
Se alzó de entre la concurrencia el señor Summerlee, veterano profesor de anatomía comparada. Era un hombre alto, delgado, agrio, con el aspecto mustio de un teólogo. Dijo que deseaba preguntar al profesor Challenger si los resultados a que había aludido en observaciones habían sido obtenidos durante una excursión a las fuentes del Amazonas hecha por él dos años antes.
El profesor Challenger respondió que sí.
El señor Summerlee deseaba saber también cómo era que el profesor Challenger proclamaba haber hecho descubrimientos en unas regiones que habían sido previamente exploradas por Wallace, Bates y otros viajeros de reconocida autoridad científica.
El profesor Challenger respondió que el señor Summerlee parecía confundir el Amazonas con el Támesis; que aquél era en realidad algo mayor; y que tal vez le interesase saber al señor Summerlee que junto con el Orinoco, que comunicaba con él, el Amazonas daba acceso a una comarca de alrededor de ciento cincuenta mil millas de extensión, y que no era imposible que en una extensión tan vasta alguna persona hallase lo que a otras les hubiese pasado inadvertido.
El señor Summerlee declaró, con ácida sonrisa, que estimaba en todo su valor la diferencia entre el Támesis y el Amazonas, la cual consistía en que cualquier afirmación sobre el primer río podía comprobarse, mientras no se podía respecto del segundo. Le agradecería al profesor Challenger si éste podía dar la latitud y la longitud del país en que podían hallarse esos animales prehistóricos.
El profesor Challenger replicó que él se reservaba esa información porque tenía buenas razones para ello, pero que estaba preparado para darla, con las apropiadas precauciones, a un comité elegido entre la audiencia. ¿Querría el señor Summerlee participar en dicho comité y comprobar personalmente el relato?
SEÑOR SUMMERLEE: Sí, estoy dispuesto. (Grandes aplausos.)
PROFESOR CHALLENGER: Pues entonces le garantizo que pondré en sus manos los materiales necesarios para que pueda hallar el camino. Sin embargo, puesto que el señor Summerlee va a comprobar mis afirmaciones, sería justo que yo, a mi vez, disponga de uno o más acompañantes que lo controlen a él. No quiero disimular ante ustedes que habrá dificultades y peligros allá. El señor Summerlee necesitará la compañía de un colega más joven. ¿Puedo pedir voluntarios?
Así es como surgen las grandes crisis en la vida del hombre. ¿Podía yo imaginar, cuando entré en aquella sala, que estaba a punto de empeñarme en una aventura mucho más descabellada de todo lo que podía haber soñado? Y Gladys... ¿no era ésta la auténtica oportunidad de que ella hablaba? Gladys me habría dicho que fuese. Me puse de pie de un salto. Ya estaba hablando, aunque no había preparado mis palabras. Tarp Henry tiraba de los faldones de mi chaqueta y le oí susurrar: «¡Siéntese, Malone! ¡No se porte públicamente como un asno!». Al mismo tiempo advertí que un hombre alto, delgado, de cabello rojizo oscuro, situado algunas filas por delante de mí, también se había puesto de pie. Se volvió a mirarme con ojos duros y coléricos, pero me negué a darle paso.
—Yo iré, señor presidente —repetí una y otra vez.
—¡Su nombre! ¡Su nombre! —clamaba la audiencia.
—Mi nombre es Edward Dunn Malone, soy informador de la
Daily Gazette
; afirmo que soy un testigo absolutamente libre de prejuicios.
—¿Y
usted
, señor, cómo se llama? —preguntó el presidente a mi rival, el hombre alto.
—Soy lord John Roxton. He recorrido ya el Amazonas, conozco toda la comarca y me encuentro especialmente calificado para esta investigación.
—La reputación de lord Roxton como deportista y viajero es mundialmente conocida, desde luego —dijo el presidente—; al mismo tiempo, sería ciertamente muy apropiado que un miembro de la prensa tomase parte en una expedición semejante.
—Pues entonces propongo —dijo el profesor Challengerque estos dos caballeros sean elegidos como representantes de esta asamblea para que acompañen al profesor Summerlee en su viaje para investigar e informar acerca de la verdad de mis declaraciones.
Así, entre aclamaciones y aplausos, quedó decidido nuestro destino, y yo me hallé a la deriva en medio de la corriente humana que se arremolinaba hacia la puerta, con mi mente medio aturdida por aquel nuevo y vasto proyecto que de manera tan repentina se alzaba ante mí. Cuando salí del salón, tuve la momentánea visión del tropel de estudiantes que corrían riendo por la acera, y de un brazo que enarbolaba un pesado paraguas, que se alzaba y caía sobre ellos. Entonces, entre una mezcla de gruñidos y aplausos, el coche eléctrico del profesor Challenger se deslizó desde el bordillo de la acera y me encontré caminando bajo las argentadas luces de Regent Street, rebosando de pensamientos sobre Gladys y sobre los enigmas que se abrían en mi futuro.
De pronto, sentí que me tocaban el codo. Me volví y mi mirada se encontró con los ojos jocosos y dominadores del hombre alto y delgado que se había ofrecido como voluntario para ser mi compañero en aquella extraña búsqueda.
—¿Es usted el señor Malone, verdad? —dijo—. Vamos a ser compañeros, ¿no? Mis habitaciones dan justo ala calle, en el Albany. Tal vez querría usted ser tan amable como para dedicarme media hora: ardo en deseos de decirle dos o tres cosas.
Lord John Roxton y yo doblamos juntos por Vigo Street y cruzamos los oscuros y deslucidos portales del famoso nido de aristócratas. Al final de un pasillo largo y parduzco, mi nuevo conocido abrió una puerta y giró un conmutador eléctrico. Una cantidad de lámparas que brillaban a través de pantallas coloreadas bañaron por entero el gran salón, que se iluminó ante nosotros con un resplandor sonrosado. De pie en el umbral y paseando la mirada a mi alrededor, tuve una impresión general de extraordinaria comodidad y elegancia, que se combinaba con una atmósfera de masculina virilidad. Por todas partes se mezclaba el lujo de un hombre rico y de buen gusto con el despreocupado desaliño del que vive soltero. Esparcidas por el suelo, había ricas pieles y extrañas esteras iridiscentes, halladas en algún bazar oriental. En apretada profusión, pendían de los muros cuadros y estampas que incluso mis ojos inexpertos reconocían como de gran precio y rareza. Bocetos de boxeadores, bailarinas de ballet y caballos de carreras alternaban con un sensual Fragonard, un marcial Girardet y un Turner de ensueño. Pero entre todos estos variados adornos, estaban desperdigados los trofeos, que trajeron con gran fuerza a mi memoria el hecho de que lord John Roxton era uno de los más grandes y completos deportistas de su época. Un remo de color azul oscuro cruzado con otro de color cereza sobre la repisa de la chimenea hablaba del antiguo remero de Oxford y Leander, en tanto los floretes y los guantes de boxeo que había encima y debajo eran las herramientas de un hombre que había ganado la supremacía en ambos deportes. Sobresaliendo como panoplias alrededor de la habitación había una línea de espléndidas cabezas, trofeos de caza mayor, las mejores de su clase halladas en cada rincón del mundo, con el raro rinoceronte blanco del enclave de Lado, destacando sobre todos con su morro altanero y colgante.
En el centro de la lujosa alfombra roja había una mesa Luis XV en negro y oro, una encantadora antigüedad, ahora profanada por sacrílegas manchas de vasos y cicatrices de colillas de cigarro. Encima de la mesa había una bandeja de plata con utensilios para fumar y un bruñido estante de licores, del que mi silencioso huésped, con ayuda de un sifón que había al lado, procedió a llenar dos altos vasos. Después de señalarme un sillón y de colocar mi bebida cerca del mismo, me alcanzó un habano largo y suave. Entonces se sentó frente a mí y me miró larga y fijamente con sus extraños ojos, brillantes e implacables; unos ojos de un frío color azul claro, el color de un lago de glaciar.
A través de la fina niebla de humo de un cigarro, distinguí los detalles de una cara que ya me era familiar por haberla visto en muchas fotografías: la nariz fuerte y corva; las mejillas hundidas y marchitas; el pelo rojizo oscuro que raleaba en lo alto de la cabeza; los crespos y viriles mostachos; el pequeño y agresivo penacho de pelo sobre su barbilla prominente. Tenía algo de Napoleón III y también algo de Don Quijote; pero había además ese algo que es la esencia del caballero terrateniente inglés, del agudo, alerta y franco amante de perros y caballos. El sol y el aire habían dado a su piel el vivo color rojo de la arcilla de los tiestos. Sus cejas eran tupidas y sobresalientes, lo cual daba a sus ojos naturalmente fríos una expresión más bien feroz, que se incrementaba con su entrecejo fuerte y fruncido. Era enjuto de cuerpo, pero de complexión sumamente vigorosa; en verdad, había demostrado a menudo que había pocos hombres en Inglaterra capaces de soportar esfuerzos tan prolongados. Su estatura era poco mayor de seis pies, pero daba la impresión de ser más bajo debido a la peculiar curvatura de sus hombros. Tal era el famoso lord John Roxton como lo veía sentado frente a mí, mordiendo con fuerza su cigarro y observándome fijamente, en medio de un largo y embarazoso silencio.
—Bueno —dijo por último—, la suerte está echada, mi joven–compañerito–camarada. (Pronunció esta curiosa frase como si fuese una sola palabra: «jovencompañeritocamarada».) Sí, usted y yo hemos dado el salto. Supongo que cuando entró usted en aquel salón no se le había pasado por la cabeza una cosa semejante... ¿eh?
—Ni por asomo.
—Tampoco a mí. Ni idea de ello. Y aquí estamos, metidos hasta el cuello en la sopera. Para esto, hace sólo tres semanas que he regresado de Uganda, arrendado un sitio en Escocia, firmado el contrato y todo lo demás. En buena me he metido, ¿eh? ¿Y a usted que impresión le causa?
—Bueno, todo encaja perfectamente en la línea central de mi oficio. Soy periodista en la
Gazette
.
—Cierto, ya lo dijo cuando se metió en el baile. A propósito, tengo un pequeño trabajo para usted, si quiere ayudarme.
—Con mucho gusto.
—¿No le importa correr un riesgo?
—¿Cuál es?
—Bueno, se trata de Ballinger.. Él es el riesgo. Habrá oído hablar de él, ¿no?
—No.
—Pero, compañerito, ¿
dónde
ha vivido usted? Sir John Ballinger es el mejor jinete del norte del país. Yo, cuando estoy en mi mejor forma, podría competir con él en terreno llano, pero con vallas él es mi maestro. Y bien: es un secreto a voces que cuando no está entrenándose bebe fuerte... O como él dice, mantiene un promedio. El delirio le empezó el martes pasado y desde entonces ha estado enloquecido como un demonio. Su habitación está encima de ésta. Los médicos dicen que el querido viejo está acabado a menos que se le pueda hacer tragar algún alimento, pero como está acostado en la cama con un revólver encima de la colcha y ha jurado que le meterá seis balas, de parte a parte, a cualquiera que se le acerque, hubo un conato de huelga entre su servidumbre. Es duro de pelar este Jack, y además tiene una puntería mortal. Pero no se puede dejar que el ganador de un Gran Premio Nacional muera de ese modo, ¿no?
—¿Y qué se propone hacer usted? —le pregunté.
—Bueno, pensé que usted y yo podríamos abalanzarnos sobre él. Quizá esté adormecido, y en el peor de los casos sólo podría dejar inutilizado a uno de nosotros, mientras el otro lo cogería. Si logramos envolverle los brazos con la funda de su almohada, llamaríamos por teléfono para que trajesen una bomba estomacal; y entonces daríamos al querido viejo la cena de su vida.
El asunto que surgía así, inopinadamente, en medio de un día de trabajo, resultaba bastante arriesgado. No creo ser un hombre particularmente valiente. Tengo una imaginación irlandesa, que me pinta lo desconocido y desacostumbrado con colores más terribles de los que realmente poseen. Por otro lado, crecí en medio del horror a la cobardía y aterrorizado ante la posibilidad de sufrir tal estigma. Me atrevo a decir que, como el huno de los libros de historia, sería capaz de arrojarme a un precipicio si se ponía en duda mi valor; pero serían entonces el orgullo y el miedo, más bien que el coraje, los inspiradores de mi acción. Por eso, y aunque cada nervio de mi cuerpo se me crispaba ante la figura de aquel hombre enloquecido por el whisky que yo me representaba en la habitación superior, alcancé a responder, con la voz más despreocupada que pude emitir, que estaba dispuesto a ello. Al hacer lord Roxton otra advertencia sobre el peligro, sólo consiguió irritarme.
—¡Vamos ya! —dije—. Con hablar no se consigue nada.
Me levanté de mi sillón y él del suyo. Entonces, con una risita confidencial me dio dos o tres golpecitos en el pecho y por último me hizo sentar otra vez en mi sillón.
—Muy bien, muchachito, camarada... Usted servirá —dijo. Alcé la mirada sorprendido.
—Ya me ocupé esta mañana de Jack Ballinger. Me hizo un agujero en el vuelo de mi quimono, bendito sea el temblor de su vieja mano, pero le pusimos una camisa de fuerza y de aquí a una semana estará perfectamente. Bueno, compañerito, espero que no le habrá importado... ¿Eh? Mire usted, entre nosotros, y en confianza, creo que este negocio de Sudamérica puede ser sumamente peligroso, y si debo llevar un camarada quiero que sea un hombre de quien pueda fiarme. Por eso le puse una prueba y me apresuro a decir que ha salido de ella muy bien. Piense que todo lo tendremos que hacer usted y yo, porque ese viejo Summerlee necesitará una niñera desde el principio. A propósito, ¿es usted por casualidad el Malone que jugará por Irlanda en la copa de rugby?