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Authors: Arthur Conan Doyle

El mundo perdido (31 page)

BOOK: El mundo perdido
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»—Muchos de los aquí presentes recordarán quizá —dijo el profesor Challenger— que escenas de similar estupidez y mala educación caracterizaron la última reunión en que pude dirigir la palabra. En aquella ocasión fue el profesor Summerlee el principal ofensor, y aunque ahora aparece castigado y contrito, el asunto no podía caer enteramente en el olvido. Esta noche he escuchado expresiones similares, pero aún más ofensivas, de parte de la persona que acaba de sentarse, y, aunque para colocarse en su mismo nivel mental es necesario hacer un esfuerzo consciente de anulación personal, trataré de lograrlo, para poder allanar cualquier razonable duda que pudiera existir en la mente de cualquiera. (Risas e interrupción.) No necesito recordar a este auditorio que, a pesar de que el profesor Summerlee, como jefe de la Comisión Investigadora, ha tenido que tomar la palabra esta noche, sigo siendo yo el verdadero e inicial promotor de este asunto y a mí se debe principalmente cualquier resultado venturoso. Yo he conducido sanos y salvos a estos tres caballeros al lugar mencionado, y soy yo, tal como ustedes lo han escuchado, quien los convenció de la exactitud de mi experiencia anterior. Esperábamos que no hallaríamos, a nuestro regreso, a ninguna persona tan estúpida como para contradecir nuestras conclusiones conjuntas. No obstante, prevenido por mi experiencia anterior, no he dejado de traer pruebas suficientes como para convencer a personas razonables. Como ha explicado el profesor Summerlee, cuando los monos–hombres registraron nuestro campamento metieron mano en nuestras cámaras arruinando la mayor parte de nuestros negativos. (Burlas, risas y un "cuéntanos otra" desde atrás.) Ya he mencionado a los monos–hombres, y no puedo dejar de decir que algunos de los sonidos que ahora llegan a mis oídos me retrotraen vívidamente en mi recuerdo a las experiencias con estos interesantes animales. (Risas.) A pesar de la destrucción de tantos negativos de valor incalculable, todavía queda en nuestra colección un cierto número de fotografías que corroboran las condiciones de vida en dicha meseta. ¿Nos acusan de haberlas falseado? (Una voz: "Sí", y considerables interrupciones que concluyen con la expulsión de varios hombres, que son sacados de la sala.) Los negativos estaban a disposición de expertos para que los examinasen. ¿Pero no había otras pruebas? En las condiciones en que se produjo su huida era naturalmente imposible acarrear un equipaje de gran volumen, pero se han rescatado las colecciones de mariposas y escarabajos del profesor Summerlee, que contienen muchas especies nuevas. ¿No era esto una prueba? (Algunas voces: "No".) ¿Quién ha dicho no?

»DOCTOR ILLINGWORTH (Levantándose): Nosotros sostenemos que una colección semejante puede haberse recogido en otros lugares y no en una meseta prehistórica.

»PROFESOR CHALLENGER: Sin duda, señor, debemos inclinarnos ante su autoridad científica, aunque debo admitir que su nombre no me resulta familiar. Pasemos, pues, de las fotografías y de las colecciones entomológicas para llegar a la variada y minuciosa información que hemos aportado con nosotros acerca de puntos que hasta ahora nunca se habían elucidado. Por ejemplo, acerca de las costumbres domésticas del pterodáctilo... (Una voz: "Tonterías", y griterío general...) Digo que podemos proyectar un haz de luz sobre las costumbres domésticas del pterodáctilo. Puedo mostrarles a ustedes un dibujo de mi álbum, tomado del natural, que los convencería de...

»DOCTOR ILLINGWORTH: Ningún dibujo va a convencernos de nada.

»PROFESOR CHALLENGER: ¿Necesitan ver la cosa en sí?

»DOCTOR ILLINGWORTH: Indudablemente.

»PROFESOR CHALLENGER: ¿Y entonces la aceptarían?

»DOCTOR ILLINGWORTH (Riendo): Sin la menor duda.

»En este punto surgió la sensación de la noche... una sensación tan dramática que no tuvo nunca paralelo en la historia de las reuniones científicas. El profesor Challenger alzó una mano, a modo de señal, y pudo observarse que nuestro colega, el señor E. D. Malone, se levantó al instante y se encaminó al fondo del estrado. Un momento después reapareció en compañía de un gigantesco negro. Entre ambos arrastraban una gran caja cuadrada de las usadas para embalaje. Era evidentemente muy pesada y fue arrastrada lentamente hasta colocarla delante de la silla del profesor. Se había hecho el silencio más absoluto entre la concurrencia y todos estaban absorbidos por el espectáculo que se desarrollaba ante ellos. El profesor Challenger abrió la tapa corrediza de la caja. Atisbó dentro y chasqueó los dedos varias veces; desde la fila de la prensa se le oyó decir: "Vamos, ven ahora, precioso, precioso", con voz insinuante. Un instante después, entre ruidos de arañazos y rechinamientos, surgió de adentro de la caja el ser más horrendo y repelente, que se encaramó sobre uno de los costados del cajón. Ni siquiera la caída inesperada del duque de Durham al patio de butacas, que ocurrió en ese momento, pudo distraer la atención de la enorme concurrencia, petrificada ante la visión. La faz de aquel ser era como la más descabellada gárgola que la imaginación de un constructor medieval enloquecido podría haber concebido. Era maliciosa, horrible, con dos pequeños ojos rojos que brillaban como carbones encendidos. Su boca alargada y feroz, medio abierta, estaba repleta de dientes en doble fila y parecidos a los de un tiburón. Tenía las espaldas cargadas y las rodeaba una especie de mantón de un gris desvaído. Era el diablo en persona, tal como lo imaginábamos en nuestra infancia. Estalló una barahúnda tremenda entre los espectadores... algunos gritaban, dos damas que se hallaban en primera fila se cayeron de sus sillas, desmayadas, y hubo un movimiento general en el estrado, como si fueran a seguir al presidente camino del patio de butacas. Hubo por un momento el peligro de que estallase un pánico generalizado. El profesor Challenger sacudió sus manos para calmar la conmoción, pero el movimiento alarmó al animal que se hallaba junto a él. Súbitamente desplegó su extraño mantón en toda su amplitud y revoloteó con su par de alas correosas. Su amo se aferró a sus patas, pero ya era demasiado tarde para retenerle. Había saltado de su percha y circulaba lentamente alrededor del recinto del Queens's Hall, con el aleteo seco y correoso de sus alas de diez pies, mientras un olor pútrido y solapado invadía toda la sala. Los gritos del público que estaba en las galerías, que se alarmó ante la proximidad de aquellos ojos incandescentes y aquel pico asesino, excitaron al animal hasta el frenesí. Volaba cada vez más rápido, chocando contra las paredes y las lámparas en su ciego frenesí de temor. "¡La ventana! ¡Por amor de Dios, cierren esa ventana!", rugía el profesor desde la tribuna, bailoteando y retorciéndose las manos en agónica aprensión. ¡Pero, ay, su advertencia fue tardía! En un instante, aquella bestia, dando golpes y topetazos en las paredes como una enorme polilla dentro de la pantalla de una lámpara de gas, llegó a la abertura, la atravesó comprimiendo su hedionda corpulencia y desapareció. El profesor Challenger se dejó caer en su silla con la cara oculta entre sus manos, mientras la concurrencia dejaba escapar un largo y profundo suspiro de alivio, al comprender que el incidente había terminado.

»Y entonces... ¡Oh!, pero ¿cómo se puede describir lo que sucedió entonces...? La total exuberancia de la mayoría y la reacción unánime de la minoría se unieron para engendrar una gran ola de entusiasmo, que se agitó desde el fondo de la sala, cobró volumen al avanzar, barrió el patio de butacas, sumergió el estrado y arrastró a los cuatro héroes sobre su cresta. (Bien por ti, Mac.) Si la concurrencia se había comportado antes con injusticia, ahora se corregía ampliamente. Todos se habían puesto de pie. Todos se movían, gritaban, gesticulaban. Una densa multitud de hombres que aplaudían rodeó a los cuatro viajeros. "¡Arriba con ellos! ¡Arriba con ellos!", gritaban cientos de voces. En un instante las cuatro figuras sobresalieron por encima de la muchedumbre. En vano se esforzaron por soltarse: los sostuvieron en sus elevados puestos de honor. En realidad hubiera sido difícil que los bajasen al suelo, aunque lo desearan, tan densa era la multitud que los rodeaba. "¡Por Regent Street! ¡Por Regent Street!", resonaban las voces. Hubo un remolino en la apiñada muchedumbre; luego una lenta corriente, sosteniendo a los cuatro sobre sus hombros, se abrió camino hacia la puerta. En la calle la escena era extraordinaria. Una reunión de no menos de cien mil personas estaba esperando. La compacta muchedumbre se extendía desde el otro lado del hotel Langham hasta Oxford Street. Un bramido de aclamaciones acogió a los cuatro aventureros cuando aparecieron, muy por encima de las cabezas de la gente, bajo el vívido fulgor de los focos eléctricos. "¡En manifestación! ¡En manifestación!", fue el grito unánime. En una cerrada falange, que bloqueaba las calles de acera a acera, la multitud avanzó rectamente, tomando la ruta de Regent Street, Pall Mall, St. James Street y Picadilly. Todo el tráfico del centro de Londres quedó interrumpido, y muchas colisiones se registraron entre los manifestantes por un lado y la policía y los conductores de
taxicabs
por otro. Por fin, no fue sino después de medianoche que los cuatro viajeros fueron dejados en libertad a la puerta de las habitaciones de lord John Roxton, en el Albany. La exuberante multitud, después de cantar
They are Jolly Good Fellows
a coro, concluyó su programa con el
Good Save the King
. Así concluyó una de las veladas más memorables que Londres haya contemplado desde hace mucho tiempo».

Hasta ahí llega mi amigo Macdona; su relato de los sucesos podría considerarse bastante cuidadoso, si bien algo florido. En cuanto al incidente mayúsculo, casi no hace falta que lo diga, fue una aturullarte sorpresa para el público, pero no para nosotros. El lector recordará cómo encontré a lord John Roxton en la precisa ocasión en que, dentro de su miriñaque protector, había ido a atrapar al «polluelo del Diablo», como llamaba a la cría de pterodáctilo, para dárselo al profesor Challenger. También he aludido a los problemas que nos ocasionó el equipaje del profesor cuando abandonamos la meseta, y si hubiera descrito nuestro viaje, habría hablado mucho de las molestias que tuvimos para aplacar con pescado podrido el apetito de nuestro sucio compañero. Si he hablado muy poco anteriormente acerca de ello fue, naturalmente, porque el profesor deseaba prudentemente que ningún rumor acerca del irrebatible argumento que transportábamos se difundiera hasta que llegase el momento de confundir a sus enemigos.

Una palabra acerca de la suerte corrida por el pterodáctilo de Londres. Nada puede confirmarse sobre este particular. Según el testimonio de dos aterrorizadas mujeres, estuvo posado sobre el tejado del Queen's Hall, donde permaneció durante algunas horas como una estatua diabólica. Al día siguiente los periódicos de la tarde publicaban la noticia de que el soldado Miles, de los Coldstream Guards, que estaba de servicio en el exterior de Marlborough House, había desertado de su puesto sin permiso, por lo cual había comparecido ante una corte marcial. El soldado Miles contó que había arrojado su fusil y huido a todo correr por el Mall abajo porque al mirar hacia arriba había visto de improviso al diablo, volando entre él y la luna; la corte marcial no aceptó este relato, y sin embargo podría ser que el mismo estuviera directamente relacionado con el asunto en litigio. La otra prueba, única que puedo aducir, procede del libro de bitácora del
S. S. Friesland
, un navío holandés–americano, donde se asegura que a las nueve de la mañana siguiente, teniendo en esos momentos a Start Point a diez millas y un cuarto de estribor, se les adelantó algo que parecía estar entre una cabra voladora y un murciélago monstruoso, volando a una prodigiosa velocidad hacia el sudoeste. Su instinto doméstico lo conducía en la dirección justa, por lo cual no cabe dudar que el último pterodáctilo europeo halló su fin en algún lugar perdido entre las soledades del Atlántico.

Y Gladys... ¡oh, Gladys mía!... Gladys, la del místico lago, que ahora será rebautizado como Lago Central, de ningún modo alcanzará la inmortalidad por mi intermedio. ¿Acaso no había advertido yo nunca que en su naturaleza había alguna fibra inflexible? ¿Acaso no percibía, incluso en los tiempos en que estaba orgulloso de obedecer sus mandatos, que era seguramente un amor muy pobre el que era capaz de enviar a su amado a la muerte o al peligro que conduce a la aniquilación? ¿Acaso, en mis pensamientos más verdaderos, que siempre se repetían y siempre echaba a un lado, no divisaba, más allá de la belleza del rostro, e inclinándome dentro del alma, las sombras gemelas del egoísmo y de la inconstancia destacándose oscuramente allá en el fondo? ¿Amaba ella lo heroico y lo espectacular por su misma nobleza o iba detrás de la gloria que pudiera reflejarse sobre ella misma sin esfuerzo ni sacrificio? ¿O bien estos pensamientos son el resultado de la vana sabiduría que sucede a los hechos? Fue el mayor golpe de mi vida. Por un momento esa conmoción me convirtió en un cínico. Pero ha pasado ya, mientras escribo, una semana. >Hemos celebrado nuestra trascendental entrevista con lord John y... bueno, quizá las cosas podrían haber sido peores.

Dejádmelo contar en pocas palabras. En Southampton no había carta ni telegramas para mí, de modo que llegué a la pequeña
villa
de Streatham hacia las diez de la noche, invadido por una alarma febril. ¿Estaría viva o muerta? ¿Dónde habían quedado todos mis sueños nocturnos de brazos abiertos, el rostro sonriente, las palabras de alabanza para su hombre, el que había arriesgado su vida para complacer un antojo suyo? Yo había caído ya de las altas cimas y estaba con los pies bien asentados sobre la tierra. Sin embargo, algunas buenas razones me habrían hecho volar de nuevo hacia las nubes. Atravesé presuroso el sendero del jardín, llamé a la puerta, oí dentro la voz de Gladys, hice a un lado a la atónita doncella e irrumpí en la sala. Ella estaba sentada en un taburete bajo la luz de una lámpara de pie con pantalla que estaba junto al piano. Crucé la habitación en tres pasos y cogí sus dos manos entre las mías.

—¡Gladys! —exclamé—. ¡Gladys!

Ella levantó la vista para mirarme con asombro. Algo había cambiado en ella de una manera sutil. La expresión de sus ojos, la mirada dura y levantada, los labios rígidos, todo era nuevo para mí. Retiró las manos.

—¿Qué significa esto? —dijo.

—¡Gladys! —exclamé—. ¿Qué sucede? Tú eres mi Gladys, ¿no eres... la pequeña Gladys Hungerton?

—No —dijo—. Yo soy Gladys Potts. Permíteme que te presente a mi marido.

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