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Authors: Arthur Conan Doyle

El mundo perdido (7 page)

BOOK: El mundo perdido
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Así, cuando apareció sobre la plataforma el viejo doctor Meldrum, con su bien conocido sombrero clac de ala retorcida, se oyó la pregunta unánime: «¿De dónde sacó esa teja?», ante la cual se apresuró a quitárselo, guardándolo furtivamente bajo su silla. Cuando el gotoso profesor Wadley cojeó hasta su asiento, de todas partes de la sala brotaron afectuosas preguntas sobre el estado exacto de su pobre dedo gordo, lo cual motivó su evidente desconcierto. La mayor conmoción de todas, sin embargo, fue la entrada de mi nueva amistad, el profesor Challenger, cuando pasó a ocupar su asiento en el extremo de la primera fila del estrado. En cuanto su barba negra se asomó por la esquina, estalló tal alarido de bienvenida que empecé a sospechar que Tarp Henry había acertado en sus conjeturas y que tales grupos no estaban allí simplemente por afición a la conferencia sino porque había cundido el rumor de que el famoso profesor iba a intervenir en el debate.

Hubo también algunas risas benévolas ante su entrada, que provenían de los bancos delanteros, ocupados por espectadores bien vestidos, como si la demostración de los estudiantes en la ocasión no les hubiese resultado inconveniente. La salutación, en realidad, se tradujo en una espantosa algarabía, semejante a los rugidos de los moradores de una jaula de fieras carnívoras cuando escuchan a distancia el paso del guardián que llega con el cubo de la comida. Quizá había algo ofensivo en todo aquello, pero a mí me impresionó, principalmente, como un simple vocerío bullicioso, la ruidosa recepción de un personaje que los divertía e interesaba a la vez, más que la proporcionada a alguien que les resultase antipático y despreciable. Challenger se sonreía con una expresión de menosprecio tolerante y aburrido, como haría un hombre bondadoso ante los ladridos de una camada de cachorros. Tomó asiento despacio, sacó pecho, se acarició su barba de arriba abajo y examinó con ojos entrecerrados y altaneros la colmada sala que tenía delante. Aún no se había apagado el alboroto provocado por su llegada cuando se abrieron camino hasta el proscenio el profesor Murray, el presidente, y el señor Waldron, el conferenciante, dando entonces comienzo el acto.

El profesor Murray me disculpará, seguramente, si digo que tenía el defecto, común a muchos ingleses, de ser inaudible. Uno de los extraños misterios de la vida moderna es que haya gente que tiene algo que decir y que merece ser oída pero no se toma el menor trabajo en aprender a hacerse escuchar. Sus métodos eran tan razonables como los de alguien que quisiera verter una materia preciosa desde la fuente al depósito a través de una tubería obstruida y que podría destaparse con un pequeño esfuerzo. El profesor Murray hizo algunas profundas observaciones a su corbata blanca y a la garrafa de agua que estaba sobre la mesa, con algunos apartes humorísticos y chispeantes al candelero de plata que tenía a su derecha. Luego se sentó y el señor Waldron, el famoso conferenciante, se puso de pie entre un generalizado murmullo de aplausos. Era un hombre torvo, enjuto, de áspera voz y maneras agresivas, pero que tenía el mérito de saber asimilar las ideas de los demás, haciéndolas circular de manera que resultasen inteligibles y hasta interesantes para el público profano, con la afortunada cualidad de resultar entretenido en los temas más inverosímiles; de tal modo, la precesión de los equinoccios o las etapas de la formación de un vertebrado se convertían, tratados por él, en un desarrollo expositivo del más elevado humorismo.

En esta oportunidad desplegó ante nosotros, en un lenguaje siempre claro y a veces pintoresco, una visión a vuelo de pájaro del proceso de la creación, tal como lo interpreta la ciencia. Nos habló del globo terráqueo, esa masa inmensa de gas inflamado, fulgurando a través de los cielos. Luego describió la solidificación, el enfriamiento y los plegamientos que formaron las montañas; el vapor convirtiéndose en agua, la lenta preparación del escenario en que había de representarse el inexplicable drama de la vida. Al tratar del origen de la vida misma, hizo gala de una discreta vaguedad. Era cabalmente cierto, declaró, que los gérmenes de la misma no podrían haber sobrevivido a la calcinación inicial. Por consiguiente, vinieron después. ¿Se habían formado a partir de los elementos inorgánicos y en estado de enfriamiento que existían en el globo? Era muy probable. ¿Habrían llegado los gérmenes desde el espacio exterior, transportados por meteoritos? Era difícilmente concebible. En general, demostraría ser el más sabio quien se mostrase menos dogmático acerca de este punto. No hemos podido —o al menos aún no se ha logrado hasta la fecha— fabricar materia orgánica en nuestros laboratorios a partir de materiales inorgánicos. Nuestra química no ha conseguido todavía tender un puente sobre el abismo que separa lo muerto de lo vivo. Pero hay una química aún más elevada y sutil, la que crea la Naturaleza, que, trabajando con fuerzas enormes durante prolongadas edades, podría muy bien producir resultados que son imposibles para nosotros. Ahí podríamos dejar la cuestión.

Esto llevó al conferenciante a la gran escala de la vida animal, comenzando por el tramo más bajo, los moluscos y los débiles seres marinos, para ir subiendo, paso a paso, por los reptiles y los peces, hasta que llegamos, al fin, al cangurorata, un animal que paría ya vivas a sus crías y que es el ancestro directo de todos los mamíferos y, presumiblemente, de todos los miembros de esta audiencia. («No, no», se oyó decir a un estudiante escéptico de la última fila.) Si el caballerito de la corbata colorada que gritó: «No, no» y que presumiblemente creía haber sido empollado dentro de un huevo tenía la bondad de acercarse a él después de la conferencia, tendría mucho gusto en examinar semejante curiosidad. (Risas.) Resultaba extraño pensar que el punto culminante de todo el secular proceso seguido por la Naturaleza hubiese sido la creación de este caballero de la corbata colorada. Pero ¿es que ese proceso se había detenido? ¿Podía tomarse a ese caballero como el tipo definitivo, el «no va más» del desarrollo? Confiaba en no lastimar los sentimientos del caballero de la corbata colorada si sostenía que, cualesquiera que fuesen las virtudes que tal caballero poseía en su vida privada, todos los vastos procesos del universo no quedaban plenamente justificados si sólo conducían a su creación. La evolución no era una fuerza extinguida, sino en plena acción, y que se reservaba realizaciones aún mayores.

Habiéndose burlado a su gusto del interruptor, entre las risas generales del público, el conferenciante retornó a su pintura del pasado: el desecamiento de los mares, la aparición de los bancos de arena, la vida viscosa y perezosa que se acumuló en sus márgenes, las superpobladas lagunas, la tendencia de las criaturas marinas a buscar refugio en los fondos barrosos, la abundancia de alimentos que allí les esperaba y su enorme desarrollo consiguiente. De aquí, damas y caballeros —añadió—, derivó aquella espantosa progenie de saurios que aún pone miedo en nuestros ojos cuando los vemos en los esquistos de Wealden o de Solenhofen, pero que, afortunadamente, se extinguieron mucho antes de que la humanidad hiciese su primera aparición sobre este planeta.

—¡Disiento! —bramó una voz desde el estrado.

El señor Waldron era un estricto hombre de orden, con un don para el humorismo ácido, como lo había demostrado cuando apabulló al caballero de la corbata colorada, por lo cual resultaba peligroso interrumpirle. Pero esta interjección imprevista le pareció tan absurda que no supo cómo reaccionar. Debió de sentirse como el shakespeariano cuando se ve confrontado con un rancio adepto de Bacon,
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o como el astrónomo que es atacado por un fanático creyente en que la tierra es plana. Hizo una breve pausa y luego, alzando la voz, repitió lentamente las palabras:

—Se extinguieron antes de la aparición del hombre.

—¡Disiento! —bramó de nuevo la voz.

Waldron, asombrado, paseó la vista por la fila de profesores que ocupaban el estrado, hasta que sus ojos se detuvieron sobre la figura de Challenger, que estaba arrellanado en su silla, con los ojos cerrados y una expresión divertida, como si se sonriera en sueños.

—¡Ah, ya veo! —dijo Waldron encogiéndose de hombros—. Es mi amigo el profesor Challenger.

Y reanudó su disertación, entre las risas del público, como si aquello fuese una explicación definitiva y no necesitase decir nada más.

Pero el incidente estaba lejos de haber tocado a su fin. Cualquier senda que el conferenciante tomaba para internarse en las frondosidades del pasado parecía conducirlo invariablemente a alguna afirmación acerca de la vida prehistórica ya extinguida, que instantáneamente provocaba el consabido mugido de toro del profesor. El auditorio empezó a preverlo y rugía con satisfacción cada vez que se repetía. Los compactos bancos de los estudiantes se unieron a los demás y cada vez que se abrían las barbas de Challenger, y antes que cualquier sonido surgiese de su boca, cien voces prorrumpían en un alarido de «¡disiento!» al que respondían gritos de «¡orden!» y «¡qué vergüenza!» provenientes de muchas otras. A pesar de que Waldron era un conferenciante empedernido y un hombre fuerte, quedó aturdido. Vaciló, tartamudeó, se enredó en un largo párrafo y por fin se volvió furiosamente contra la causa de sus tribulaciones.

—¡Esto es verdaderamente intolerable! —gritó, lanzando una mirada fulminante hacia el estrado—. Debo pedirle, profesor Challenger, que cese en sus interrupciones ignorantes y maleducadas.

Hubo un cuchicheo general en la sala y los estudiantes se quedaron quietos, llenos de placer, al ver cómo se querellaban entre sí los altos dioses del Olimpo. Challenger alzó lentamente de la silla su cuerpo voluminoso.

—Y yo, a mi vez, señor Waldron —dijo—, debo pedirle que deje de hacer afirmaciones que no concuerdan estrictamente con los hechos científicos.

Estas palabras desencadenaron una tempestad. «¡Qué vergüenza!», «¡qué vergüenza!», «¡déjenlo hablar!», «¡échenle fuera!», «¡arrójenle del escenario!», «¡juego limpio!» eran las sugerencias que se distinguían entre el bramido general de diversión o disgusto. El presidente se había puesto de pie, aleteando con las dos manos y balando excitado: «Profesor Challenger.. puntos de vista... personales... después»; esas frases emergían como sólidos picachos entre las nubes de su inaudible refunfuño. El interruptor hizo una reverencia, sonrió, se alisó la barba y volvió a repantigarse en su asiento. Waldron, muy acalorado y combativo, continuó con sus observaciones. Aquí y allá, al hacer una afirmación, lanzaba una mirada venenosa a su oponente, que parecía estar dormitando profundamente, con la misma sonrisa amplia y feliz impresa en su cara.

Por fin terminó la conferencia... Me inclino a pensar que fue un final prematuro, porque la perorata fue apresurada e inconexa. El hilo de la argumentación había sido cortado brutalmente y el auditorio estaba inquieto y expectante. Waldron se sentó y, tras algunos graznidos del presidente, el profesor Challenger se levantó y avanzó hasta el borde de la tribuna. Copié textualmente su discurso, en interés de mi periódico.

—Señoras y caballeros —comenzó, entre sostenidas interrupciones del fondo del salón—: perdón, señoras, caballeros y niños. Pido disculpas por haber omitido, inadvertidamente, a una parte considerable de esta concurrencia. (Hay un tumulto, durante el cual el profesor se mantiene con una mano levantada y mueve su enorme cabeza con asentimientos benévolos, como si estuviese impartiendo una bendición pontifical a la muchedumbre.) He sido elegido para promover un voto de agradecimiento al señor Waldron por la arenga, tan pintoresca e imaginativa, que acabamos de escuchar. Hubo puntos, en ella, con los cuales disiento, y ha sido mi deber señalarlos a medida que surgían; pero no es menos cierto que el señor Waldron ha cumplido bien con su objetivo, porque éste consistía en dar una sencilla e interesante relación de cómo él concibe que ha sido la historia de nuestro planeta. Las conferencias populares de divulgación cultural son las más fáciles de comprender, pero el señor Waldron —aquí lanzó un guiño resplandeciente de alegría al conferenciante— me disculpará si digo que son inevitablemente superficiales y engañosas, ya que es necesario graduarlas para que sean comprendidas por un auditorio ignorante. (Aplausos irónicos.) Las conferencias populares son parásitas por naturaleza. (Airados gestos de protesta del señor Waldron.) Explotan, por dinero o por fama, la obra que han realizado cofrades indigentes y desconocidos. El más pequeño descubrimiento obtenido en el laboratorio, un solo ladrillo añadido al templo de la ciencia, tienen un peso enormemente mayor que una exposición de segunda mano que permite pasar una hora de ocio, pero que no deja tras de sí ningún resultado positivo. Expongo estas reflexiones evidentes sin el menor deseo de rebajar al señor Waldron en particular, sino para que ustedes no pierdan el sentido de las proporciones y confundan al acólito con el sumo sacerdote. (En ese momento, el señor Waldron susurró algo al oído del presidente, que medio se levantó y dirigió severamente la palabra a su garrafa de agua.) ¡Pero basta ya de esto! (Fuertes y prolongados aplausos.) Permítanme pasar a un tema de más amplio interés. ¿Cuál ha sido el punto específico sobre el cual yo, como investigador original, he discutido la exactitud de nuestro conferenciante? Fue acerca de la permanencia de ciertos tipos de vida animal sobre la tierra. No hablo sobre esta materia como un aficionado ni tampoco, debo añadir, como un conferenciante popular; hablo como alguien cuya conciencia científica lo obliga a adherirse estrictamente a los hechos. Por eso digo que el señor Waldron está muy equivocado al suponer que, porque él nunca vio personalmente un así llamado animal prehistórico, puede dar por sentado que esos seres no existen. Ellos son, en verdad, nuestros ascendientes, como él ha dicho; pero son también, si se me permite la expresión, nuestros ascendientes contemporáneos, a los que aún podemos hallar, con todas sus espantosas y formidables características, si tenemos la energía y la audacia necesarias para buscar sus guaridas. Existen aún seres que supuestamente pertenecen a la edad jurásica, monstruos capaces de atrapar y devorar a los más grandes y feroces de nuestros mamíferos. (Gritos de «¡tonterías!», «¡demuéstrelo!», «¿cómo lo sabe usted?», «¡disiento!».) ¿Que cómo lo sé?, me preguntan ustedes. Lo sé porque he visitado sus secretas guaridas. Lo sé porque he visto algunos de ellos. (Aplausos, tumulto, y una voz que grita: «¡Mentiroso!».) Creo haber oído que alguien me ha llamado mentiroso. ¿Querría la persona que me ha llamado mentiroso tener la amabilidad de ponerse de pie para que yo lo conozca? (Una voz: «¡Aquí está, señor!», y de entre un grupo de estudiantes alzan en vilo a un hombrecito inofensivo, con gafas, que se debate violentamente.) ¿Es usted quien se ha atrevido a llamarme mentiroso? («¡No, señor, no!», vociferó el acusado, y desapareció como un muñeco de caja de sorpresas.) Si hay alguien que osa poner en duda mi veracidad, tendré mucho gusto en cambiar algunas palabras con él después de la conferencia. («¡Mentiroso!».) ¿Quién ha dicho eso? (Otra vez el inofensivo individuo, agitándose como un desesperado, emerge elevado muy en alto.) Si voy por ahí... (Responde un coro general de «ven, amor, ven», que interrumpió el acto durante unos momentos, mientras el presidente, puesto en pie y agitando sus dos brazos, parecía estar dirigiendo la música. El profesor, con el rostro sonrojado, las ventanas de la nariz dilatadas y la barba erizada, estaba ya de un humor temible.) Todos los grandes descubridores se enfrentaron con la misma incredulidad... el estigma infalible de una generación de idiotas. Cuando se les ponen delante los grandes hechos, carecen de la intuición y la imaginación que los ayudarían a comprenderlos. Sólo saben arrojar cieno a los hombres que han arriesgado sus vidas para abrir nuevos campos a la ciencia. ¡Persiguen ustedes a los profetas! Galileo, Darwin y... (Ovación prolongada y total interrupción.)

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