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Authors: Arthur Conan Doyle

El mundo perdido (2 page)

BOOK: El mundo perdido
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—No valía la pena alardear de ello.

—No lo sabía.

Ella me miró con mayor interés.

—Fue valeroso de tu parte.

—Tuve que hacerlo. Si uno quiere escribir un buen reportaje, tiene que estar donde las cosas suceden.

—¡Qué móvil tan prosaico! Eso parece quitarle todo romanticismo. Sin embargo, cualquiera que fuese el motivo, me alegro de que bajases a la mina.

Gladys me tendió la mano, pero con tanta gentileza y dignidad que no pude menos de inclinarme y besársela. Luego me dijo:

—Me atrevo a decir que no soy más que una mujer tonta con caprichos de muchacha. Pero es algo tan real para mí, algo que forma parte de mi ser de manera tan completa, que no tengo más remedio que seguir este impulso y obrar así. Si me caso, me casaré con un hombre famoso.

—¿Por qué no? —exclamé—. Son las mujeres como tú las que impulsan a los hombres. ¡Dame una oportunidad y verás si la aprovecho! Además, como tú has dicho, son los hombres quienes deben crear sus propias oportunidades sin esperar a que les sean dadas. Fíjate en Clive,
[4]
que no era más que un amanuense y conquistó la India. ¡Por Dios! ¡Aún tengo algo que hacer en el mundo!

Ella rió ante mi súbita efervescencia irlandesa.

—¿Por qué no? —dijo—. Posees todo lo que un hombre pueda desear: juventud, salud, vigor físico, instrucción, energía. Al principio sentí que hablases de ese modo. Pero ahora me alegro, me alegro mucho, de que con ello hayan despertado en ti esos sentimientos.

—¿Y si llego a...?

Su mano se posó como tibio terciopelo sobre mis labios.

—Ni una palabra más, señor. Ya hace media hora que deberías haber llegado a la redacción para tus tareas de la noche; pero no tuve valor para recordártelo. Algún día, quizá, cuando hayas ganado tu lugar en el mundo, hablaremos de todo esto otra vez.

Y así fue como aquella brumosa noche de noviembre me encontré persiguiendo el tranvía de Camberwell, con el corazón que parecía estallar en mi pecho y con la vehemente determinación de no dejar pasar ni un día más sin procurar alguna hazaña que fuese digna de mi dama. Pero nadie en este ancho mundo habría sido capaz de imaginar la envergadura increíble que iba a adquirir esta hazaña, ni los extraños pasos que habrían de llevarme a su concreción.

Después de todo, el lector podría pensar que este capítulo inicial no tiene nada que ver con mi narración; pero ésta no habría existido sin aquél, porque únicamente cuando el hombre se arroja al mundo pensando que el heroísmo lo rodea por todas partes, y con el deseo siempre vivo en su corazón de salir a conquistar el primero que pueda avizorar, es cuando rompe, como yo lo hice, con la vida acostumbrada y se aventura en el crepúsculo místico de la maravillosa tierra que encierra las grandes aventuras y las grandes recompensas. ¡Heme aquí, pues, en la redacción de la
Daily Gazette
, de cuyo personal era yo un insignificante número, con la firme determinación de hallar aquella misma noche, si era posible, una empresa digna de mi Gladys! ¿Era crueldad rigurosa de su parte, era egoísmo que ella me pidiese que arriesgara mi vida para su propia glorificación? Tales pensamientos pueden asaltar a un hombre de edad madura, pero nunca a un ardoroso joven de veintitrés años en la fiebre de su primer amor.

2. Pruebe fortuna con el profesor Challenger

Siempre me inspiró simpatía McArdle, el viejo gruñón, pelirrojo y cargado de espaldas, director de la sección informativa; y estaba casi seguro de que él también me estimaba. Claro está que Beaumont era el verdadero jefe; pero éste vivía en la atmósfera enrarecida de alguna cima olímpica, desde donde no podía distinguir ningún hecho de menor talla que una crisis internacional o un cisma en el Consejo de Ministros. A veces lo veíamos pasar majestuosamente solitario hacia el
sanctum
privado de su despacho, con sus ojos perdidos en el vacío y el pensamiento sobrevolando los Balcanes o el Golfo Pérsico. Estaba por encima y más allá de nosotros. Pero McArdle era su lugarteniente y nosotros tratábamos directamente con él. El viejo me saludó con una inclinación de cabeza cuando entré en la habitación y se subió los espejuelos de sus gafas bien arriba de su calva frente.

—Bueno, señor Malone; según todo lo que he oído, parece que lo está haciendo usted muy bien —dijo con su afectuoso acento escocés.

Le di las gracias.

—Lo de la mina de carbón estuvo excelente. Y también lo del incendio en Southwark. Tiene usted estilo para la descripción realista. ¿Y para qué quería verme ahora?

—Para pedirle un favor.

Esto pareció alarmarle y apartó sus ojos de los míos.

—¡Vaya, vaya! ¿Y de qué se trata?

—¿Cree usted, señor, que tendría alguna posibilidad de enviarme en alguna misión para el periódico?

Pondría lo mejor de mí mismo para llevarla a cabo con éxito y traerle buenos artículos.

—¿En qué clase de misión está pensando usted, señor Malone?

—Bueno, señor, cualquiera que contenga aventura y peligros. De verdad que pondría en ella lo mejor de mí mismo. Cuanto más difícil sea, mejor me sentiré en ella.

—Parece usted muy deseoso de perder su vida.

—De justificar mi vida, señor.

—Válgame Dios, señor Malone, esto resulta muy... muy enaltecedor. Pero me temo que ya han pasado los tiempos de tales proezas. Los gastos que cuesta el aparato de una «misión especial» rara vez justifican los resultados. En todo caso, como es natural, esa clase de misiones se encargan a hombres experimentados con un renombre que garantiza la confianza del público. Esos grandes espacios en blanco que llenaban los mapas están siendo ocupados rápidamente y ya no queda lugar en ninguna parte para las aventuras románticas. Sin embargo, ¡espere un poco! —añadió, mientras una repentina sonrisa aparecía en su rostro—. Eso que le decía de los espacios en blanco de los mapas me ha dado una idea. ¿Qué le parecería la idea de poner en descubierto a un farsante —una especie de moderno Münchhausen
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— y ponerle en ridículo? ¡Usted podría demostrar la clase de individuo que realmente es, un embustero! ¡Hombre, esto estaría muy bien! ¿Y bien, le atrae la idea?

—Me atrae cualquier cosa, y en cualquier lugar. Me da igual.

McArdle se sumió por algunos minutos en sus meditaciones.

—Espero que pueda usted entablar un contacto amistoso; o por lo menos dialogar con ese individuo —dijo por fin—. Posee usted, por lo que puedo apreciar, el don de entablar relaciones con la gente. Supongo que es cuestión de simpatía, de magnetismo animal, de vitalidad juvenil o de algo por el estilo. Yo mismo lo he sentido.

—Es usted muy amable, señor.

—Entonces, ¿por qué no prueba su suerte con el profesor Challenger, de Enmore Park?

Debo reconocer que esto debió producirme un leve sobresalto, porque exclamé:

—¿Challenger? ¡El profesor Challenger, el famoso zoólogo! ¿No fue ése el hombre que le rompió la crisma a Blundell, el cronista del
Telegraph?

El redactor jefe de noticias se sonrió ásperamente.

—Qué, ¿le afecta eso? ¿No me dijo que buscaba aventuras?

—En este oficio hay que hacer frente a todo, señor —le contesté.

—Exacto. Y presumo que no siempre estará en tal ánimo violento. Pienso que Blundell se encontró con él en un mal momento o lo encaró de manera equivocada. Puede que usted tenga mejor suerte o que se maneje con él con mayor tacto. Estoy seguro de que este asunto se ajusta a sus recursos, está en su línea de trabajo. Y a la
Gazette
le convendría explotarlo.

—La verdad es que no sé nada de ese hombre —dije. Sólo recuerdo su nombre porque lo relaciono con la vista de la causa ante el tribunal de policía, donde constaba que había golpeado a Blundell.

—Tengo aquí algunas pocas notas que le servirán de guía, señor Malone. Tengo en observación al profesor desde hace tiempo.

Sacó un papel del cajón de su mesa.

—Aquí hay un resumen de sus antecedentes. Voy a leérselo: «Challenger, George Edward. Nació: Largs, N. B., 1863. Estudios: Academia de Largs; Universidad de Edimburgo. Ayudante en el British Museum, 1892. Ayudante–conservador del Departamento de Antropología Comparada, 1893. Dimitió el mismo año después de intercambiar una mordaz correspondencia. Premiado con la Medalla de Crayston por investigaciones zoológicas. Miembro extranjero correspondiente de ...» (bueno, aquí una verdadera ristra de nombres, que ocupa cerca de dos pulgadas en tipografía menuda), Asociété Belge, American Academy of Sciences, La Plata, etc., etc. Expresidente de la Sociedad Paleontológica, Sección H, British Association (¡etc., etc.!). Publicaciones:
Algunas observaciones sobre una serie de cráneos de calmucos: esbozos de la evolución vertebrada
; y numerosos escritos, entre los cuales se incluye
La falacia básica del Weissmannismo
, que ocasionó una acalorada discusión en el Congreso Zoológico de Viena. Distracciones: caminatas, alpinismo. Dirección: Enmore Park, Kensington, W.». Aquí tiene. Llévese esto. No tengo nada más para usted esta noche.

Me metí la hoja de papel en el bolsillo.

—Un momento, señor —le dije, al ver que ya no tenía ante mí una faz rubicunda sino una calva rosada—. Todavía no tengo muy claro acerca de qué vamos a hablar en la entrevista con este caballero. ¿Qué es lo que ha hecho?

La cara apareció otra vez.

—Hace dos años fue a Sudamérica en una expedición solitaria. Regresó el año pasado. Indudablemente estuvo en Sudamérica, pero se negó a revelar el punto exacto. Comenzó a relatar sus aventuras de un modo vago, pero alguien comenzó a señalar contradicciones y entonces cerró la boca como una ostra. Algo extraordinario debió de ocurrirle, a menos que el hombre sea un campeón del embuste, lo cual sería la suposición más probable. Poseía algunas fotografías deterioradas, que fueron juzgadas como fraudulentas. Se tornó tan susceptible que agrede a cuantos le dirigen preguntas y arroja a los periodistas por las escaleras. En mi opinión, se trata simplemente de un megalómano homicida con inclinación por la ciencia. Éste es su hombre, señor Malone. Y ahora lárguese y vea lo que pueda hacer con él. Ya es usted lo bastante grandecito como para cuidar de sí mismo. De todos modos, todos ustedes están asegurados por la Ley de Responsabilidades de los Empresarios, como usted sabe.

Otra vez la sonriente cara rojiza se convirtió en óvalo rosado de calva ornada por una pelusa pelirroja. La entrevista había terminado.

Fui caminando hasta el Savage Club, pero en lugar de entrar me recosté en la barandilla de la Adelphi Terrace y contemplé durante un largo rato, pensativamente, la oscura y aceitosa superficie del río. Siempre pienso con más cordura y claridad al aire libre. Saqué la lista de las proezas del profesor Challenger y la releí a la luz de la bombilla eléctrica. Entonces tuve lo que sólo puedo juzgar como una ráfaga de inspiración. Por todo lo que se me había dicho, estaba seguro de que en calidad de periodista jamás lograría ponerme en contacto con el pendenciero profesor. Pero esas recriminaciones, por dos veces mencionadas en aquel esqueleto de biografía, sólo podían significar que se trataba de un fanático de la ciencia. ¿No era aquélla una brecha abierta, a través de la cual podía hacerse accesible? Lo probaría.

Entré en el club. Acababan de dar las once y ya el gran salón estaba bastante lleno, aunque todavía no había llegado a su máxima concurrencia. Advertí que junto a la chimenea, sentado en un sillón, estaba un hombre alto, enjuto y anguloso. Se volvió al acercar yo mi silla a donde él se hallaba. Entre todos los hombres que hubiera deseado encontrar, era precisamente aquél a quien habría elegido: Tarp Henry, del equipo de redacción de
Nature
; un ser delgado, seco, correoso, pero lleno de bondad para cuantos le conocían. Entré de inmediato en materia.

—¿Qué sabe usted del profesor Challenger?

—¿Challenger? —frunció el ceño con un gesto de científica desaprobación—. Challenger es ese hombre que vino de América del Sur contando algunas historias increíbles.

—¿Qué historias?

—Oh, una serie de desatinos sobre que había descubierto unos animales estrafalarios. Creo que después se ha retractado. O, en todo caso, ha suprimido todo comentario sobre ello. Concedió una entrevista a los de la agencia Reuter y se levantó tal clamor que el individuo comprendió que aquello no pasaba. Fue algo oprobioso. Hubo uno o dos que se inclinaron a creerle, pero él se encargó de disuadirlos enseguida.

—¿De qué modo?

—Bien, con su insoportable rudeza y con su conducta abusiva. El pobre Wadley, por ejemplo, del Zoological Institute; Wadley le había enviado el siguiente mensaje: «El presidente del Zoological Institute presenta sus respetos al profesor Challenger y recibiría como un favor personal que le hiciese el honor de asistir a la próxima sesión». La respuesta fue de las que no pueden imprimirse.

—¡Qué me dice!

—Bueno, una versión expurgada de la contestación podría ser como sigue: «El profesor Challenger presenta sus respetos al presidente del Zoological Institute y recibiría como un favor personal que se fuese al demonio».

—¡Santo Dios!

—Sí, creo que eso fue lo que dijo el viejo Wadley. Recuerdo su lamentación durante la reunión, que comenzaba: «En cincuenta años que llevo de experiencia en el intercambio científico...». El pobre viejo quedó destrozado.

—¿Sabe algo más sobre Challenger?

—Bien, usted sabe que yo soybacteriólogo. Vivo en un microscopio de novecientos diámetros. Apenas puedo dar testimonio fehaciente de lo que veo con mis ojos desnudos. Soy un guardián de las fronteras del límite extremo de lo cognoscible y me siento completamente fuera de lugar cuando salgo de mi laboratorio y me pongo en contacto con ustedes, seres de gran tamaño, rudos y pesados. Estoy demasiado apartado de las habladurías, pero con todo he oído algo acerca de Challenger durante conversaciones científicas, porque éste es uno de esos hombres a los que nadie puede ignorar. Es todo lo inteligente que se pueda ser... una batería de energía y vitalidad a plena carga. Pero es también un pendenciero, un chiflado enfermizo y además sin escrúpulos. En ese asunto de Sudamérica llegó hasta falsificar algunas fotografías.

—Dice usted que es un chiflado. ¿Cuál es su chifladura preferida?

—Tiene un millar, pero la más reciente es algo acerca de Weissmann y la evolución. Creo que en Viena armó una trifulca terrible al respecto.

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