El mundo perdido (3 page)

Read El mundo perdido Online

Authors: Arthur Conan Doyle

BOOK: El mundo perdido
13.2Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Podría explicarme de qué se trata?

—En este momento no, pero existe una traducción de las actas y la tenemos archivada en la oficina. Si no tiene inconveniente en venir...

—Es precisamente lo que me hace falta. Tengo que hacerle un reportaje a ese individuo y ando buscando algo que me guíe hasta él. Es verdaderamente formidable de su parte que me proporcione una pista. Voy con usted, si no es ya demasiado tarde.

Media hora más tarde me hallaba sentado en la redacción del periódico con un grueso volumen ante mí, abierto en el artículo «Weissmann versus Darwin», que llevaba como subtítulo «Vivas protestas en Viena. Bulliciosas sesiones». Como mi educación científica había sido algo descuidada, no fui capaz de seguir la argumentación en su totalidad, pero era evidente que el profesor inglés había tratado su tema de manera muy agresiva, fastidiando sobremanera a sus colegas continentales. «Protestas», «alboroto» y «llamamiento conjunto a la Presidencia» fueron tres de las primeras frases entrecomilladas que cautivaron mi atención. Pero la mayor parte del texto era para mí como escritura china y carecía de significado preciso para mi inteligencia.

—¿Podría pedirle que me tradujese esto al inglés? —rogué patéticamente a mi colaborador.

—Bueno, ya es una traducción al inglés.

—Entonces quizá sería mejor que probase suerte con el original.

—Sí, desde luego es demasiado profundo para un lego.

—Si pudiera hallar un solo párrafo, sencillo y sustancioso, que pudiese comunicar alguna clase de idea humana concreta, bastaría para mis propósitos. Ah, sí, ésta puede servir. Casi me parece comprenderla, aunque de manera difusa. La voy a copiar. Éste será mi enganche con el terrible profesor.

—¿Puedo hacer algo más por usted?

—Pues sí; me propongo escribirle. Si pudiera redactar la carta aquí y usar su dirección, le daría un aire más convincente.

—Y ese fulano irrumpirá aquí, para dar un escándalo y romper el mobiliario.

—No, no; ya leerá la carta. Le aseguro que no será irritante.

—Bien, aquí tiene mi sillón y mi mesa. Allí encontrará papel. Me gustaría censurar el contenido antes de que envíe la carta.

Me llevó bastante trabajo redactarla, pero me envanezco de que una vez terminada no resultaba nada mal. Se la leí en voz alta al bacteriólogo censor, con cierto orgullo ante mi labor.

«Querido profesor Challenger (decía la carta). Como humilde estudioso de la Naturaleza, siempre he tenido el más profundo interés en sus especulaciones sobre las diferencias entre Darwin y Weissmann. Recientemente he tenido ocasión de refrescar mis conocimientos al releer...»

—¡Infernal embustero! —murmuró Tarp Henry.

«... al releer su magistral alocución de Viena. Esta lúcida y admirable exposición parece constituir la última palabra en la materia. Hay un párrafo en la misma, no obstante, que dice: "Protesto enérgicamente contra la aseveración insoportable y completamente dogmática de que cada id aislado es un microcosmos que lleva en sí una arquitectura histórica elaborada lentamente a lo largo de la sucesión de las generaciones". ¿No desea usted, en vista de las investigaciones posteriores, modificar esta aserción? ¿No cree que está demasiado subrayada? Como tengo algunas opiniones muy firmes sobre el tema, me permito solicitar de usted el favor de una entrevista, porque tengo algunas sugerencias que proponerle que sólo podría elaborar a través de una conversación personal. Si usted lo permite, tendré el honor de visitarle pasado mañana (miércoles) a las once de la mañana.

»Asegurándole mi más profundo respeto, quedo de usted, muy atentamente, Edward D. Malone.»

—¿Qué tal? —pregunté triunfalmente.

—Bien, si su conciencia lo soporta...

—Hasta ahora nunca me ha fallado.

—Pero, ¿qué se propone hacer?

—Entrar. Una vez que me encuentre en su despacho, tal vez se presente alguna ocasión. Puedo hasta llegar a una confesión amplia. Si tiene alma de deportista, la cosa le hará cosquillas.

—¿Cosquillas, dice usted? Algo más que cosquillas le hará a usted. Una cota de mallas, o un equipo completo de futbolista americano es lo que va a necesitar. Bien, adiós. Si él se digna contestar, tendré la respuesta aquí el miércoles próximo por la mañana y usted podrá pasar a buscarla. Es un carácter violento, peligroso y pendenciero, odiado por todos los que se tropiezan con él; blanco de los estudiantes, hasta donde se atreven a tomarse libertades con él. Quizá sería mucho mejor para usted que no hubiese oído hablar jamás de ese fulano.

3. Es un hombre totalmente insoportable

El temor o el deseo de mi amigo no estaban destinados a cumplirse. Cuando el miércoles fui a su despacho, había allí una carta con el matasellos de West Kensington en el sobre y mi nombre garrapateado sobre él con una letra que se asemejaba a una cerca de alambre espinoso. El contenido era el siguiente:

«Enmore Park, W

Señor: he recibido puntualmente su carta, en la que pretende respaldar mis puntos de vista, aunque no sabía yo que necesiten del respaldo de usted ni de nadie. Se ha arriesgado usted a emplear la palabra «especulación» refiriéndose a mis declaraciones sobre el tema del darwinismo, y me permito llamar su atención acerca de lo altamente ofensiva que resulta esa palabra aplicada a ese contexto. Sin embargo, deduzco del mismo que usted ha pecado más bien por ignorancia y falta de tacto que por malicia, de modo que paso por alto el asunto. Cita usted un párrafo aislado de mi disertación y parece tener alguna dificultad para comprenderlo. Hubiese creído que sólo una inteligencia infrahumana podría ser incapaz de comprender ese punto, pero si realmente necesita una explicación, consentiré en recibirlo a la hora que me señala, a pesar de todo lo desagradable que me resultan las visitas y los visitantes, de cualquier clase que sean. En cuanto a su sugerencia sobre la posibilidad de que modifique mi opinión, quiero que sepa usted que no tengo por costumbre hacerlo después de haber expresado de manera deliberada mis meditadas opiniones. Tenga la amabilidad de mostrar el sobre de esta carta a mi hombre de confianza, Austin, cuando llegue aquí, ya que éste se ve obligado a tomar toda clase de precauciones para protegerme de esa gentuza entrometida que se autotitulan
periodistas
.

Atentamente,

George Edward Challenger».

Tal era la carta que leí en voz alta a Tarp Henry, que había llegado temprano para enterarse del resultado de mi aventura. Su único comentario fue: «Creo que hay una nueva sustancia,
cuticura
, o algo así, que es mejor que el árnica». Algunas personas tienen este peculiar sentido del humor.

Eran casi las diez y media cuando recibí el mensaje, pero un taxi-cab
[6]
me llevó al lugar de mi cita con puntualidad. Se detuvo frente a una casa de imponente pórtico y ventanas veladas por pesadas cortinas, que parecían corroborar que el formidable profesor era persona opulenta. Abrió la puerta un extraño individuo de edad incierta; moreno, extremadamente enjuto y vestido con una chaqueta oscura de piloto y polainas de cuero castaño. Más adelante supe que era el chófer, que ocupaba el puesto de mayordomo cuando éste quedaba vacante por las sucesivas huidas de sus servidores. Me miró de arriba abajo con inquisitivos ojos celestes.

—¿Lo esperan?—preguntó.

—Estoy citado.

—¿Ha traído su carta?

Exhibí el sobre.

—¡Está bien!

Parecía hombre de pocas palabras. Cuando lo seguía por el pasillo, me detuvo súbitamente una mujer pequeña que salió de una habitación que luego resultó ser el comedor. Era una dama despejada, vivaz, de ojos negros,.que por su tipo parecía más bien francesa que inglesa.

—Un momento —dijo—. Puede esperar, Austin. Pase aquí dentró, señor. ¿Puedo preguntarle si se ha encontrado antes de ahora con mi esposo?

—No, señora. No he tenido ese honor.

—Pues entonces le pido disculpas por adelantado. Debo decirle que es una persona totalmente insoportable... absolutamente insoportable. Estando usted advertido, le será más fácil hacerse cargo.

—Es usted sumamente atenta, señora.

—Si observa usted que se siente inclinado a la violencia, salga enseguida del cuarto y no se detenga a discutir con él. Ya son varias las personas que han resultado lesionadas por intentarlo. Luego viene el escándalo público y repercute en mí y en todos nosotros. Presumo que usted quería verlo a propósito de Sudamérica.

Yo no podía mentir a una dama.

—¡Dios mío! Precisamente es ése el tema más peligroso. Usted no creerá una sola palabra de cuanto él diga... y créame que no me extraña. Pero no se lo diga, porque eso le pone furioso. Finja que lo cree y así saldrá del paso sin problemas. Recuerde que él cree que eso es verdad. De esto puede estar seguro. No hubo nunca un hombre más honrado que él. No espere más porque eso podría hacerlo desconfiar. Si ve que se pone peligroso, realmente peligroso, toque el timbre y manténgale a distancia hasta que yo llegue. Yo suelo controlarlo hasta en sus peores momentos.

Tras estas frases tan estimulantes, la dama me puso en manos del taciturno Austin, que durante nuestra breve entrevista había estado esperando como la estatua de bronce de la discreción, y fui conducido hasta el final del pasillo. Un golpecito en la puerta, un mugido de toro en el interior, y me vi cara a cara con el profesor.

Estaba sentado en un sillón giratorio detrás de una ancha mesa cubierta de libros, mapas y diagramas. Cuando entré, hizo girar su asiento para quedar frente a mí. Su aspecto me dejó boquiabierto. Iba preparado para hallar algo extraño, pero no con una personalidad tan abrumadora como aquélla. Lo que dejaba a uno sin aliento era su tamaño... su tamaño y su imponente presencia. Su cabeza era enorme, la más grande que he visto sobre los hombros de ningún ser humano. Estoy seguro de que si me hubiese atrevido a probarme su sombrero de copa, se habría deslizado enteramente hasta descansar en mis propios hombros. Tenía una cara y una barba que yo podía asociar con un toro asirio; la primera de un rojo encarnado, y la segunda, tan negra que arriesgaba convertirse en azul, en forma de azada y cayendo deshilachada sobre su pecho. También su cabello era peculiar, pues tenía pegado sobre su frente maciza una especie de mechón ondulado y largo. Los ojos eran de un azul grisáceo bajo sus cejas tupidas y largas, y miraban en forma directa, rigurosa y dominadora. Unos hombros anchísimos y un pecho como un tonel eran las otras partes de su cuerpo que sobresalían de la mesa, además de unas manos enormes cubiertas de vello largo y negro. Todo esto y una voz retumbante, con ecos de bramido y rugido, constituyeron mis primeras impresiones acerca del renombrado profesor Challenger.

—Bien —dijo clavándome la mirada con la mayor insolencia—. ¿Y ahora qué?

Yo debía mantener mi impostura al menos durante un breve espacio de tiempo más, pues de lo contrario evidentemente allí habría terminado la entrevista.

—Tuvo usted la gentileza, señor, de concederme una cita —dije humildemente, sacando el sobre de su carta.

Buscó mi propia carta, que estaba sobre su escritorio y la extendió ante sí.

—Oh, usted es el joven que no puede entender lo que está escrito en inglés sencillo, ¿no es cierto? Según creo, usted se digna conceder su aprobación a mis conclusiones.

—¡Por completo, señor, por completo! —afirmé con énfasis.

—¡Dios mío! Eso refuerza mucho mi posición, ¿verdad? Su edad y su aspecto hacen su apoyo doblemente valioso. Bien, por lo menos es mejor que esa piara de cerdos de Viena, cuyo gregario gruñido, sin embargo, no resulta más ofensivo que el esfuerzo aislado del puerco británico.

Me miró fijamente, como si yo fuese un ejemplar representativo de dicha bestia.

—Por lo visto se han portado abominablemente —le dije. —Le aseguro que me basto solo para entablar mis propias batallas, y que no tengo necesidad de su simpatía, para nada. Déjeme solo, señor, entre la espada y la pared. G. E. C. nunca es tan feliz como en una situación semejante. Bien, señor, abreviemos todo lo posible esta visita, que difícilmente podrá resultar agradable a usted y que es indescriptiblemente fastidiosa para mí. Si no entendí mal, usted tenía algunos comentarios que hacer a la proposición que yo adelantaba en mi tesis.

Sus métodos dialécticos eran de una franqueza tan brutal que se hacía difícil eludirlos. Pero yo tenía que seguir el juego, en espera de una mejor baza. Visto desde lejos, parecía algo sencillo. Oh, ¿será posible que mi imaginación irlandesa no pueda ayudarme ahora, cuando la necesito con tanta urgencia? Me traspasó con sus ojos acerados y penetrantes.

—¡Vamos! ¡Vamos! —urgió con su voz retumbante.

—Yo, naturalmente, no soy más que un simple estudioso —dije con fatua sonrisa—, apenas algo más, quiero decir, que un investigador aplicado. Al mismo tiempo, me pareció que usted procedía algo severamente con Weissmann en este asunto. ¿Acaso las pruebas generales aportadas desde aquella fecha no revelan una tendencia, eso es, una tendencia a reforzar su posición?

—¿Qué pruebas?

Hablaba con una calma amenazadora.

—Bueno, claro, sé muy bien que no hay ninguna prueba que pueda llamarse
definitiva
. Aludía simplemente a las tendencias del pensamiento moderno y al punto de vista científico general, si me permite expresarlo de ese modo.

Se echó hacia adelante con gran seriedad.

—Supongo que usted sabrá —dijo, mientras contaba las preguntas con sus dedos— que el índice craneano es un factor constante.

—Naturalmente —dije yo.

—Y que la telefonía se halla aún
sub iudice
.

—Sin duda.

—Y que el plasma del germen es diferente del huevo partenogenético.

—¡Desde luego! —exclamé, deleitado ante mi propia audacia.

—Pero, ¿qué prueba todo esto? —preguntó con voz suave y persuasiva.

—Ahí está —murmuré—. ¿Qué prueba?

—¿Quiere que se lo diga? —dijo con voz arrulladora.

—Se lo ruego.

—¡Prueba —rugió con súbita explosión de furia— que es usted el más redomado impostor de Londres, un villano y rastrero periodista, que lleva dentro tan poca ciencia como decoro!

Se había puesto en pie de un salto, con sus ojos llenos de un loco furor. Incluso en aquel momento de tensión, tuve tiempo para asombrarme al descubrir que Challenger era un hombre más bien pequeño, y que su cabeza no sobrepasaba mis hombros; o sea, que era un Hércules desmedrado, cuya tremenda vitalidad se había concentrado totalmente en anchura, fondo y cerebro.

Other books

Icehenge by Kim Stanley Robinson
Constitución de la Nación Argentina by Asamblea Constituyente 1853
This Is All by Aidan Chambers
Simon Says Die by Lena Diaz
Another Little Piece by Kate Karyus Quinn
His Obsession by Sam Crescent
Entranced by Jessica Sorensen
Carolina Rain by Rick Murcer
The Minotaur by Stephen Coonts