El nacimiento de los Estados Unidos (1763-1816) (10 page)

BOOK: El nacimiento de los Estados Unidos (1763-1816)
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Algunos delegados que no eran «leales» y que estaban ardientemente a favor de los derechos americanos y de su autogobierno, sin embargo, pensaban que buscar la independencia efectiva era poco juicioso, que no era un objetivo práctico. El más destacado de ellos era Dickinson.

Pero una colonia tras otra fue ganada para una votación a favor de la Declaración. El voto de Carolina del Sur fue conseguido eliminando la referencia a la esclavitud. Dickinson y otro delegado de Pensilvania fueron persuadidos a que se abstuvieran, para que los delegados restantes pudiesen dar el voto de Pensilvania a favor. Había dos delegados de Delaware que estaban en posiciones opuestas en la cuestión, pero en el último minuto apareció un tercer delegado que se levantó de su lecho de enfermo, Caesar Rodney (nacido cerca de Dover, Delaware, en 1728), y dio su decisivo voto por la independencia. Sólo Nueva York no votó, pues sus delegados habían recibido instrucciones de no participar en el debate. Así, aunque la votación fue unánime, sólo fue de 12 a O, y la moción por la independencia fue aprobada el 2 de julio de 1776.

John Adams previo que en el futuro indefinido los americanos celebrarían el 2 de julio como el «Día de la Independencia». Tenía razón en esencia, pero se equivocó en cuanto a la fecha. Dos días más tarde, el 4 de julio de 1776, la Declaración de la Independencia fue firmada por John Hancock, presidente del Congreso Continental, y es este día el que hoy se conmemora.

La Declaración de la Independencia fue leída públicamente por primera vez en Filadelfia, el 8 de julio. El 9 de julio fue leída en Nueva York al general Washington y sus tropas, y la Legislatura de Nueva York, presumiblemente avergonzada de su intento de eludir el problema, votó la aceptación de la Declaración, con lo que se llegó a la totalidad de los 13 votos.

El 19 de julio el Congreso votó la redacción de la Declaración de la Independencia en una hermosa copia sobre pergamino (copia que aún existe como valioso le gado de la historia americana) que firmaron todos los delegados. En el curso del verano y el otoño de 1776, cincuenta y cinco firmas se añadieron a la de John Hancock. Esa acción de firmar estableció realmente la línea demarcatoria, pues todo el que ponía su firma en el documento dejaba una prueba escrita de que era un traidor (si los británicos ganaban). Consciente de esto, John Hancock firmó con letra clara y firme, «para que el rey Jorge pueda leerla sin sus gafas», lo que convirtió su nombre en un término del slang americano para «firma». Cuando Charles Carroll de Maryland (nacido en Annapolis el 19 de septiembre de 1737) puso su firma, alguien comentó que la mano le temblaba. Carroll, para demostrar que no era por temor, añadió el nombre de su finca, para que pudiese ser identificado más fácilmente.

Aparece como «Charles Carroll de Carrollton» en el documento. Entre los firmantes también estaban Samuel Adams, John Adams, Richard Henry Lee, Thomas Jefferson, Benjamin Rush y Benjamin Franklin.

Todos los firmantes son los «Padres Fundadores» de la nación, y por esta razón son semideifícados, aunque algunos de ellos son totalmente oscuros y sólo se los conoce por ese acto. El primero de ellos que murió fue Button Gwinnet de Georgia (nacido en Inglaterra en 1735). Murió en 1777, y su firma (valiosa porque era un firmante de la Declaración de la Independencia) es tan rara que su valor es muy elevado entre los coleccionistas de cosas semejantes.

De los cincuenta y seis firmantes, treinta y nueve era de ascendencia inglesa, y todos tenían al menos un progenitor que descendía de antepasados de algún lugar de las Islas Británicas. Treinta de ellos eran episcopalistas (Iglesia de Inglaterra) y doce eran congregacionalistas. Había tres unitarios (entre ellos Thomas Jefferson y John Adams). Benjamin Franklin, quien se negó a identificarse con ninguna secta, se llamó a sí mismo un «deísta». Charles Carroll de Carrollton fue el único católico romano que había entre los firmantes.

Howe contra Washington

La ayuda extranjera

El 4 de julio de 1776 es celebrado por los americanos como la fecha en que se estableció la independencia de los Estados Unidos, la fecha en la que comienza nuestra historia como nación; y, por esta razón, su aniversario es celebrado triunfalmente todos los años. Pero la verdad es que la Declaración de la Independencia no fundó, ni siquiera en teoría, una nación nueva e independiente. Fundó trece naciones separadas nuevas e independientes, naciones con fronteras inciertas y con mucha hostilidad entre ellas. Durante 1776, diversos Estados adoptaron constituciones escritas, que delineaban su forma de gobierno, eligieron «presidentes», etcétera. Algunos hasta lo hicieron antes de la Declaración de la Independencia, y el primero de ellos fue New Hampshire, el 5 de enero de 1776. La más importante de las constituciones de los Estados fue la de Virginia, adoptada el 29 de junio, cinco días antes de que Hancock firmase la Declaración de la Independencia. Incluía una declaración de derechos que el gobierno del Estado no podía violar, entre ellos la libertad de prensa y de religión, el derecho a un juicio por jurados, el derecho a no ser obligado a testimoniar en contra de sí mismo, etcétera. Este Proyecto de Declaración de Derechos, esbozado por George Mason, influyó en la elaboración por Jefferson de la Declaración de la Independencia y fue el modelo de documentos similares de otras constituciones, en los Estados Unidos y en Francia. La preocupación americana por las libertades civiles como derechos legales proviene de este documento.

Las diversas ex colonias, ahora afanosamente dedicadas a organizarse como naciones, eran celosas de su propia identidad y cada una tenía toda la intención de gobernarse a sí misma sin interferencia de ninguna de las otras ex colonias. Sólo el hecho de que estaban unidas en la guerra contra Gran Bretaña permitía alguna cooperación, aunque a regañadientes.

Y la cooperación era insuficiente. El Congreso Continental no tenía ningún poder para establecer impuestos, ningún poder para aprobar leyes. Sólo podía pedir, con la esperanza de que los Estados independientes optasen por dar.

Los Estados nunca daban bastante. El Ejército Continental estaba constantemente necesitado de alimentos, ropas y municiones, mientras que los británicos, por supuesto, siempre tenían bastante. De hecho, los granjeros americanos preferían vender a los británicos, que pagaban en dinero contante y sonante, y no a los harapientos continentales, que no tenían dinero sino trozos de papel que representaban promesas de un futuro pago en oro, si la rebelión tenía éxito. (En inglés americano aún se usa la expresión: «No vale un continental», con referencia al papel moneda que el Congreso Continental había empezado a emitir ya en junio de 1775.)

En estas condiciones, los americanos podían mantener una guerra de guerrillas por largo tiempo, pero no había esperanza de victoria mientras Gran Bretaña se mantuviera firme. Lo que se necesitaba imperiosamente era apoyo extranjero; suministros, dinero y ayuda naval, si era posible, para romper el bloqueo británico.

Sólo había una nación a la que los americanos podían recurrir, que era Francia. Era una decisión difícil, pues durante casi un siglo Francia había sido la enemiga. Apelar a ella ahora contra Gran Bretaña era sumamente desagradable, pero tenía que hacerse. Sólo Francia podía proporcionar ayuda, sólo Francia estaría dispuesta a ayudar y sólo Francia tenía fuerza suficiente para desafiar a Gran Bretaña.

Pero Francia no estaba ansiosa de ayudar. Quería ayudar, no por generosidad, sino por el deseo de debilitar a Gran Bretaña. Francia no había olvidado la pérdida de sus posesiones norteamericanas, menos de veinte años antes, y deseaba hacer algo para perjudicar el dominio inglés, ya que esto le brindaría, quizá, la oportunidad para recuperar lo que había perdido; o, al menos, impedir que Gran Bretaña se hiciese demasiado peligrosamente poderosa.

Por otro lado, el gobierno francés de Luis XVI (quien había subido al trono en 1774, a la muerte de su abuelo Luis XV) era un monarca absoluto que no sentía ninguna simpatía por el tipo de gobierno representativo al que los británicos y los americanos estaban acostumbrados. En verdad, el gobierno francés se enfrentaba con la bancarrota y la creciente oposición de su propio pueblo y, en vez de enredarse en aventuras extranjeras, habría debido, si hubiese tenido sensatez (que no tenía), efectuar reformas internas profundas y drásticas. También surgía la consideración de que una América independiente podía ser (si se hacía demasiado fuerte) tan peligrosa para los sueños imperiales de Francia como una Gran Bretaña fuerte, mientras que, si América perdía la guerra, una Gran Bretaña enfurecida podía volverse contra Francia.

Por consiguiente, Francia vacilaba.

Un factor que favorecía a los americanos era el hecho de que el ministro de Relaciones Exteriores de Francia, Charles Gravier de Vergennes, odiaba ardientemente a Gran Bretaña y siempre se hallaba dispuesto a arriesgarse un poco ayudando a los americanos en rebelión. Un autor francés de obras de teatro, Pierre Augustin Carón de Beaumarchais, famoso a la sazón por su obra El barbero de Sevilla, era un entusiasta defensor de los americanos
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e hizo todo lo posible para persuadir a Vergennes a que asumiese ese riesgo. El 10 de junio de 1776, aun antes de firmarse la Declaración de la Independencia, Beaumarchais había persuadido a Vergennes a que concediese un préstamo secreto a los americanos. España, también ansiosa de debilitar el dominio de Gran Bretaña sobre América del Norte, concedió un préstamo igual.

Naturalmente, los americanos querían cada vez más ayuda, una ayuda ilimitada, en verdad, de Francia. Para defender su causa, el Congreso, el 3 de marzo de 1776, cuatro meses antes de la Declaración de la Independencia, había enviado un representante a Francia. Este representante, el primer diplomático americano, era Silas Deane (nacido en Groton, Connecticut, el 24 de diciembre de 1737). Por desgracia, era un hombre incompetente. Su mejor amigo era un espía británico, y Deane nunca lo supo. De todo lo que hacía, pues, era inmediatamente informado el gobierno británico.

Pero pese a todos los apremios de Deane y los impulsos de Vergennes, Francia seguía corriendo los menores riesgos posibles. Se formó un círculo vicioso. Los franceses no ayudarían realmente hasta estar seguros de que los americanos ganarían. Los americanos, por otro lado, difícilmente podían ganar sin ayuda francesa.

Extrañamente, también los británicos necesitaban ayuda extranjera, pero en otro aspecto.

La guerra no era popular en Gran Bretaña. Jorge III se enfrentaba con una gran oposición dentro de la nación, y aunque era suficientemente poderoso para mantener en su cargo a los ministros que favorecía por mucho que careciesen de un fuerte apoyo nacional, no lo era para hacer popular la guerra. Los británicos no acudían en masa a alistarse para ser enviados a cinco mil kilómetros para matar a quienes muchos en Gran Bretaña aún consideraban como otros súbditos británicos. En verdad, había cierta sensación de que si Jorge III derrotaba a los americanos, establecería en América un género de absolutismo que podía ser usado como antecedente para imponerlo también en la isla metropolitana.

Por consiguiente, Jorge III se vio obligado a buscar mercenarios extranjeros para engrosar sus ejércitos. Comenzó a hacerlo inmediatamente después de la batalla de Bunker Hill, y los halló principalmente en los dos pequeños Estados alemanes de Hesse-Cassel y Hesse-Darmstadt. Los gobernantes de estos dos minúsculos países tenían poderes absolutos. Como se hallaban en dificultades financieras, sencillamente enviaron a miles de sus súbditos a prestar servicios con los británicos a cambio de generosos pagos que, claro está, iban a manos de los gobernantes, no de los soldados, aunque éstos recibían una paga regular de los británicos una vez incorporados.

En total, quizá unos 30.000 hessianos (como se los llamaba) prestaron servicios en los ejércitos británicos. Los americanos aprovecharon su presencia en las fuerzas británicas para despertar la indignación en su propio pueblo. Fue una de las quejas contra Jorge III mencionada en la Declaración de la Independencia, por ejemplo. Y, en verdad, aumentó el reclutamiento, pues los americanos se incorporaron para luchar, indignados contra los mercenarios extranjeros.

Debe decirse que los hessianos eran buenos soldados, y no cometieron particulares atrocidades; tampoco fueron maltradados cuando se los tomó prisioneros. En verdad, muchos de ellos permanecieron en el país, una vez terminada la guerra, y se convirtieron en ciudadanos americanos.

La lucha por Nueva York

El general Washington, en Nueva York, tenía poco tiempo para discutir cuestiones como la ayuda extranjera a la independencia. Esperaba al ejército británico que, estaba seguro, debía llegar.

Y llegó. Tres meses después de la evacuación de Boston, Howe llevó su ejército a las cercanías de Nueva York, donde podía esperar que hubiera un menor sentimiento antibritánico entre la población que en Boston.

El 2 de julio de 1776, mientras el Congreso aprobaba la Declaración de la Independencia, Howe desembarcó 10.000 hombres en Staten Island sin hallar oposición alguna. El hermano de Howe, el almirante Richard Howe, llegó diez días más tarde con un fuerte contingente de barcos. Además, el 1 de agosto llegaron refuerzos de Charleston (donde habían atacado la ciudad sin ningún éxito) bajo el mando de Henry Clinton y Charles Cornwallis.

En agosto, pues, Howe tenía bajo su mando a 32.000 soldados entrenados, entre ellos 9.000 hessianos. Washington sólo tenía 18.000 hombres, en su mayoría soldados mal preparados y por un período breve. (Los americanos, no acostumbrados a largas campañas y muy preocupados por sus granjas y familias, sólo se alistaban por unos pocos meses. Para el momento en que se les había enseñado los rudimentos del entrenamiento, su plazo ya expiraba. El cambio era terrorífico, y Washington nunca tuvo, en realidad, tantos hombres como parecía tener en el papel.)

Washington comprendió que Nueva York debía ser entregada si Howe se apoderaba de las alturas de Brooklyn, inmediatamente al otro lado del río East. Por ello, colocó un tercio de sus tropas del otro lado del río para tratar de rechazar a los británicos.

Entre el 22 y el 25 de agosto, Howe desembarcó 20.000 hombres en los estrechos de lo que hoy llamamos el barrio de Brooklyn. (La batalla que se libraría es llamada comúnmente la «batalla de Long Island», y hablando estrictamente se produjo en Long Island. Pero se libró en la parte más occidental de la isla, donde está ahora Brooklyn. Sería más claro para oídos modernos si la llamásemos la «batalla de Brooklyn.)

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