El nacimiento de los Estados Unidos (1763-1816) (5 page)

BOOK: El nacimiento de los Estados Unidos (1763-1816)
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Después de la promulgación de las Leyes de Townshend, Dickinson tomó la pluma y, a partir del 2 de diciembre, escribió las
Cartas de un Granjero
. En total, fueron catorce cartas, que aparecieron en muchos periódicos americanos en el invierno de 1767-1768, y luego fueron publicadas en forma de folleto.

En las
Cartas
, Dickinson protestaba de su lealtad a Gran Bretaña, reconocía el derecho de los británicos a regular el comercio americano, instaba a los americanos a no participar en demostraciones violentas y rechazaba la apelación a la doctrina de los «derechos humanos».

No obstante, Dickinson se manifestó vigorosamente contra las leyes de Townshend y contra la anulación de la asamblea de Nueva York, como un despojo a los americanos de sus derechos como ingleses. (No era de sus «derechos naturales» de lo que se les despojaba, en su opinión, sino de sus derechos específicos con respecto a la ley británica.) Lo que Dickinson deseaba, aparentemente, era una autonomía limitada para América, el tipo de relación que un Estado americano tiene con el gobierno central en la actualidad.

Un sistema como el que Dickinson imaginaba oscuramente y como el que posteriormente (pero sólo con grandes dificultades) funcionaría en los Estados Unidos era totalmente sin precedentes por la época. El Parlamento británico no podía concebirlo. Jorge III no quería ningún compromiso y la mayoría parlamentaria estaba firmemente a favor de una política de «mantenimiento de la ley y el orden». A los americanos se debía hacerles comprender quiénes eran los amos.

La primera sangre

El centro del sentimiento antibritánico radical era Boston. Allí Samuel Adams mantenía en ascenso la histeria. El 11 de febrero de 1768, él y James Otis persuadieron a la Asamblea de Massachusetts a que diera su aprobación a una circular a todas las colonias que ellos prepararon.

El lenguaje de la carta era bastante suave, pero llamaba a una acción común por parte de las colonias en defensa de sus libertades, y los británicos lo consideraron sedicioso. Cuando la Asamblea de Massachusetts se negó a desautorizarla, fue disuelta, el 1 de julio, por Hutchinson, cuya casa había sido incendiada durante los desórdenes de la Ley de Timbres, y que era ahora gobernador de la colonia.

Por entonces, también John Hancock (nacido en Braintree, Massachusetts, el 12 de enero de 1737) estuvo de actualidad. Había heredado una gran fortuna y un próspero negocio de un tío que había muerto en 1764 y era ahora uno de los hombres más ricos de América. Gran parte de la riqueza que había heredado provenía del contrabando, de modo que, naturalmente, estaba en un todo contra la regulación británica del comercio y proporcionaba gran parte del dinero que mantenía la acción de los Hijos de la Libertad.

Esto hacía de Hancock un hombre notorio para los funcionarios de aduanas, y el 10 de junio de 1768 se incautaron de uno de sus barcos con la acusación de que contenía artículos de contrabando. Probablemente era así, pero lo mismo era un acto poco juicioso, pues Hancock apeló a los Hijos de la Libertad y en Boston se montó el espectáculo de un disturbio grave. El barco fue rescatado y los funcionarios de aduanas lograron escapar por un pelo.

Gran Bretaña respondió ordenando que dos regimientos de tropas británicas fuesen de Halifax a Boston. Llegaron el 1 de octubre de 1768, y de inmediato comenzó una guerra fría entre los ciudadanos de Boston y los capotes rojos.

Pero aunque Boston era el sitio donde más intensamente se manifestaba el sentimiento antibritánico, ciertamente no era el único. El espíritu rebelde cundía por todas partes, y si bien los agitadores de Boston contribuían a estimularlo, no era creación suya.

En Virginia, la Casa de
Burgesses
adoptó resoluciones antibritánicas elaboradas por George Mason (nacido en el condado de Fairfax, Virginia, en 1725), un plantador que fue uno de los grandes pensadores liberales de la época. Las resoluciones fueron presentadas por el amigo y vecino de Mason, George Washington
[4]
, el más distinguido soldado americano, quien de este modo se colocó del lado antibritánico. La Casa de los
Burgesses
fue inmediatamente disuelta por el gobernador, pero se reunió de manera no oficial y organizó un boicot comercial contra Gran Bretaña.

Y en la ciudad de Nueva York las pasiones eran tan extremas como en Boston.

Era costumbre del sector más radical de la población elevar un «asta de la libertad» en algún lugar conspicuo de la ciudad. Allí los Hijos de la Libertad podían reunirse, perorar, beber y, en general, adquirir notoriedad. La política habitual de los británicos era hacer la vista gorda, y en verdad ésta era la política más juiciosa, ya que, al permitir desahogarse a los radicales, se disminuían las presiones revolucionarias.

Pero de tanto en tanto, algún oficial británico decidía que lo que necesitaba el populacho era una lección. Por ejemplo, soldados británicos habían echado abajo un asta de la libertad en Nueva York en 1766, durante el alboroto producido por la Ley de Acuartelamiento, y esto parecía haber dado algunos resultados. El 19 de enero de 1770, algún comandante local se sintió irritado por otra demostración de este género.

Un destacamento de soldados derribó el Asta de la Libertad de Nueva York, la cortó en pedazos y apiló éstos, frente a la sede de los Hijos de la Libertad, en una deliberada provocación.

Naturalmente, se produjo un alboroto y varios neoyorquinos fueron acuchillados por las bayonetas británicas. Inmediatamente, los heridos fueron convertidos en mártires y, mientras circulaban relatos sobre el derrame de sangre americana por los capotes rojos, los no comprometidos se transformaban en nuevos radicales.

Pero los peores incidentes de este período ocurrieron en Boston, donde el conflicto entre ciudadanos y soldados fue más agudo. Los Hijos de la Libertad hicieron todo lo posible para hostigar a los soldados directamente y, además, amenazar y poner en insegura posición a todo bostoniano que mostrase signos de fraternizar con los capotes rojos.

El resultado fue que los soldados británicos, quienes, a fin de cuentas, no estaban allí voluntariamente y, por cierto, no querían problemas, se hallaron en una posición insostenible. Tenían órdenes estrictas de no disparar sobre los ciudadanos, pero estos ciudadanos no tenían ningún remordimiento en arrojar piedras a los soldados.

El 5 de marzo de 1770, un grupo de ociosos decidió que sería divertido arrojar bolas de nieve a un soldado británico que estaba de centinela. El soldado hizo lo posible para esquivar las bolas de nieve y pidió ayuda. Un destacamento de veinte soldados acudió en su socorro, con las bayonetas caladas, mas para entonces los bostonianos sumaban cientos de personas.

Como los soldados tenían, claramente, orden de no responder, la multitud, en la que se destacaba un negro llamado Crispus Attucks, se hizo más audaz. Después de los insultos y las bolas de nieve, llegaron las piedras y los palos. Uno de los soldados, atormentado más allá de lo tolerable, finalmente disparó. Otros lo siguieron. La muchedumbre huyó rápidamente, dejando detrás tres muertos y dos heridos. Uno de los muertos era Attucks, que, por ello, es llamado a veces la primera baja de la revolución.

Samuel Adams estaba listo. El suceso fue llamado «La Matanza de Boston», y se difundieron relatos ficticios sobre él. Se describió a los soldados como habiendo disparado sin provocación a multitudes de ciudadanos pacíficos y respetables, y matado sin ningún remordimiento. La ira de los bostonianos ante esos coloridos cuentos se hizo tan intensa que el gobernador Hutchinson, para impedir un derramamiento de sangre mucho peor, tuvo que ordenar a los regimientos británicos que se retirasen de la ciudad y los colocó en islas, hasta que la situación se enfriase.

Que el incidente no fue realmente una matanza se demuestra por el hecho de que los soldados fuesen llevados a juicio y de que el mismo John Adams (contra cuya lealtad americana no había ninguna sombra de duda) optase por defenderlos. Los defendió tan bien y los hechos reales se hicieron tan evidentes que se absolvió a los soldados de la acusación de asesinato. Dos fueron acusados de homicidio involuntario y recibieron una pena leve, más como concesión a la multitud que a la verdad.

Pero no fueron los gritos y la violencia lo que más persuadió al Parlamento de que estaba fracasando. Fue el boicot. Nuevamente, como en la época de la Ley de Timbres, industriales y expedidores británicos fueron muy perjudicados cuando el comercio americano declinó en un 40 por 100 entre 1767 y 1769. La presión empezó a aumentar otra vez, y se pidió al Parlamento que abandonase su política fiscal.

Townshend no estaba allí para presenciar el fracaso de su política. Había muerto, repentinamente, el 4 de septiembre de 1767, antes de que sus leyes entrasen en vigor. Fue sucedido como
Chancellor
del
Exchequer
por Frederick, lord North, quien era y siguió siendo un favorito de Jorge III.

El 31 de enero de 1770, cuando el duque de Grafton renunció, lord North fue elegido como primer ministro por Jorge III y, por fin, el rey tuvo un primer ministro en el que confiaba y de quien podía estar seguro de que sería un fiel reflejo de las opiniones reales. Lord North permanecería en el cargo durante doce años y, entre su incapacidad y la testadurez regia, Gran Bretaña iba a perder Norteamérica.

Sin embargo, las primeras medidas de North fueron conciliatorias. Al mes de la matanza de Boston (y sin ninguna relación con ella), el nuevo gabinete decidió dejar que la Ley de Acuartelamiento expirase sin ser renovada y anuló los impuestos creados por Townshend, con una excepción.

Cautelosamente, lord North mantuvo el impuesto sobre el té. No lo hizo para recaudar rentas, en particular, sino simplemente como un modo de conservar el principio de que el Parlamento británico podía establecer impuestos en las colonias sin su consentimiento. Se esperaba que, desaparecidos la mayor parte de los impuestos, las colonias aceptarían la aparente victoria y olvidarían el principio. Luego, presumiblemente, en algún momento futuro menos agitado, Gran Bretaña podría poner impuestos mayores.

En cierta medida, el plan tuvo éxito. Los conservadores acomodados que había entre los americanos, para quienes era incómodo estar del mismo lado que los Hijos de la Libertad, aceptaron gustosos la acción de lord North como un gesto de paz y conciliación.

No hubo ningún júbilo extendido como después de la revocación de la Ley de Timbres. Esta había demostrado ser solamente el preludio para un segundo asalto, y aquélla podía ser el preludio para un tercero. Sin embargo, Sam Adam se halló súbitamente solo, a medida que las pasiones se apaciguaban entre sus compatriotas. Se puso fin al boicot, las colonias se calmaron y parecía que la crisis había pasado.

Sam Adams y el té

Sam Adams tuvo que esperar a que se produjesen nuevos incidentes, y por un momento pareció que tendría que esperar en vano. Transcurrieron dos años en una profunda calma y parecía que los americanos habían ganado victorias inmediatas y se habían avenido a una con fortable aquiesciencia a la política británica.

A principios de 1772, por ejemplo, se anunció que el gobernador de Massachusetts y los jueces de esta colonia sería pagados con fondos reales, haciéndolos de este modo independientes de la legislatura colonial, pero esto apenas causó un murmullo fuera de Massachusetts.

Pero luego se produjo un dramático incidente.

Los diversos puertos americanos eran patrullados por pequeñas naves británicas para impedir el contrabando.

Naturalmente, eran impopulares entre los contrabandistas y entre los que eran antibritánicos por cualquier razón. Una de esas naves, el
Gaspée
, era particularmente eficiente en su labor mientras patrullaba la bahía de Narragansett, en la colonia de Rhode Island, por lo que era particularmente detestada por la población de las ciudades costeras de la región.

Luego, en la noche del 9 de junio de 1772, el
Gaspée
, mientras perseguía a un contrabandista, encalló desafortunadamente en un banco de arena, sin poder salir de allí.

La noticia se difundió, y muchos habitantes de Rhode Island quedaron pasmados de este golpe de suerte y emprendieron una acción inmediata. Antes de que terminase la noche, se reunió una muchedumbre que abordó el barco, maltrató a los hombres de a bordo, los envió a la costa y luego incendió la nave.

Cuando las noticias llegaron a Gran Bretaña, el gobierno se enfureció. La flota británica protegía a la metrópoli y sus vastos intereses en el exterior, y no se podía permitir ningún atropello contra ningún barco que formase parte de su armada, aunque sólo fuese un pequeño guardacostas.

Se ofreció una recompensa de 500 libras (una suma enorme para aquellos días) para quien identificase a cual quiera de los que habían cometido el atropello, y se anunció que quien fuese capturado sería sometido a juicio en Gran Bretaña.

Los británicos, por supuesto, tenían buenas razones para sospechar que nadie que cometiese un acto en defensa del derecho a contrabandear sería condenado en un tribunal colonial, pero fue un serio error anunciar que a tales malhechores se los juzgaría en Gran Bretaña.

En primer lugar, no sirvió de nada, pues pese a la recompensa ofrecida no se presentó ni una sola persona.

En cambio, la amenaza de un juicio por traición en Gran Bretaña fue execrada en todas partes. Para cualquier habitante de las colonias, era fácil creer que ningún americano acusado de traición podía recibir un juicio justo en Gran Bretaña. El acusado estaría lejos de su país y estaría rodeado por hombres extraños a él y llenos de prejuicios antiamericanos.

¿Quién podía sentirse seguro? Muchos americanos que eran completamente leales a Gran Bretaña habían, sin embargo, hecho afirmaciones apresuradas en lo peor de la colérica reacción contra la Ley de Timbres y las Leyes de Townshend. Si eran llamados a dar cuenta de ello y enviados a Gran Bretaña para ser juzgados, ¿qué ocurriría? Y a la luz de esto, el pago de los jueces de Massachusetts por las arcas reales empezó a parecer un intento de hacer de los jueces coloniales criaturas del gobierno británico.

El grito contra la «tiranía» británica empezó a tener connotaciones de terror personal.

Sam Adams, desde luego, no se durmió. Halló un espíritu afín a él en un brillante y elocuente médico, Joseph Warren (nacido en Roxbury, Massachusetts, el 30 de mayo de 1741), quien había llamado la atención de los radicales por un encendido y eficaz discurso pronunciado en ocasión del segundo aniversario de la Matanza de Boston.

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