Read El nacimiento de los Estados Unidos (1763-1816) Online
Authors: Isaac Asimov
El más explícito y elocuente de los que creían en este «derecho natural» de la sociedad era un autor suizo francés llamado Jean Jacques Rousseau, que ejerció una extraordinaria influencia en su época sobre los intelectuales de Europa y América. En 1762, publico su libro
El contrato social
, en el que sostenía que los gobiernos se instituían con el consentimiento de los gobernados para alcanzar ciertos fines deseables más eficientemente que lo que sería posible sin gobierno. Cuando un gobierno se mostraba por alguna razón incapaz de lograr esos fines deseables o no deseaba hacerlo, rompía el contrato. Entonces, era derecho de los gobernados reorganizar o reemplazar el gobierno.
Era este tipo de ideas lo que tenían en la mente hombres como Otis y Henry, pero el rey británico y su Parlamento, totalmente ajenos a las ideas de Rousseau, siguieron su camino.
La Ley de Timbres (The Stamp Act)
Como para hacer frente a las crecientes muestras de cólera en las colonias, el gobierno británico apostó soldados británicos permanentemente en las colonias.
Antes de la Guerra contra Franceses e Indios, cuando las colonias eran amenazadas por indios, neerlandeses, españoles y franceses, los soldados británicos habían estado en otras partes. Pero ahora que todo peligro había pasado, el Parlamento votó, después del Tratado de París, la instalación permanente de una fuerza de 10.000 soldados regulares británicos en las colonias.
Eso era claramente más de lo necesario; y más de lo que los generales británicos de América pedían. Además, los soldados británicos no fueron ubicados en puestos fronterizos, donde, podía argüirse, se los necesitaba contra los levantamientos indios o las incursiones españolas. ¡En absoluto! Se los apostó en las ciudades más grande y confortables.
Los americanos podían argüir, y lo hicieron, con considerable justificación, que los soldados eran apostados en América para dar empleo a aquellos oficiales del ejército que, de lo contrario, tenían que retirarse con la mitad de la paga al terminar la guerra; y que se los ubicaba allí para ser usados contra los americanos descontentos, y no contra otros enemigos de Gran Bretaña.
El gobierno británico fue sordo a esas quejas. Tenía problemas que, para él, eran mucho más importantes, problemas financieros.
En abril de 1763, George Grenville fue nombrado primer ministro y se halló frente a un problema insoluble. La deuda nacional británica ascendía a 136 millones de libras, como resultado de la guerra contra Francia. Era una cifra enorme para esos tiempos, y los gastos cotidianos del gobierno también habían aumentado.
Era absolutamente necesario poner nuevos impuestos, medida que nunca es popular. Los esfuerzos de Grenville para establecer uno u otro impuesto fueron anulados por un Parlamento hostil (respaldado por un público británico igualmente hostil).
Finalmente, se le ocurrió al desesperado Grenville que, en cambio, se podían crear impuestos en las colonias. Después de todo, la deuda nacional había sido originada por una guerra librada, en gran medida, en interés de las colonias; había sido de su umbral de donde había sido eliminada la amenaza francesa. Y los americanos habían florecido y prosperado durante la guerra, en gran parte gracias al contrabando, que les había brindado beneficios a expensas de los británicos.
¿Por qué, pues, los americanos no habrían de sufragar ahora una parte justa del coste de la guerra? En 1764, Grenville hizo que el Parlamento aprobase una «Ley del Azúcar», que elevaba los aranceles aduaneros sobre el azúcar, el vino, el café y los textiles. Eran «impuestos indirectos» pagados por los importadores, que luego pasaban el gasto al consumidor. Pero pese a todo lo que pudieran hacer los británicos, esos impuestos indirectos se recaudaron con dificultad, y el contrabando siguió creando un abismo grande entre el dinero que se debía recibir y el que realmente se recibía.
Grenville también aprobó leyes prohibiendo a las colonias emitir papel moneda. El papel moneda valía menos, en general, que su valor nominal en oro. Por ello, era conveniente para los deudores pagar sus deudas en papel moneda. Puesto que los americanos eran en gran medida deudores de los británicos, el papel moneda redundaba en ventaja para las colonias y en desventaja para los comerciantes británicos.
Pero lo que se necesitaba realmente era algo más: un «impuesto directo». Tenía que hacerse pagar al consumidor individual alguna suma en ocasiones específicas y en condiciones tales que el pago fuese inevitable.
Surgió la excitante idea de hacer ilegales todos los papeles oficiales que no llevasen un timbre especial y luego cobrar dinero por este timbre; así, ese dinero iría a manos del gobierno británico. Los timbres podían ser emitidos con diversos valores, desde medio penique hasta diez libras, y toda transacción oficial exigiría un timbre a un precio proporcionado al caso.
Todo el que acudiera a los tribunales tendría que llenar innumerables papeles y en cada uno poner un timbre de valor de tres chelines. Todo el que obtuviese un diploma tendría que pagar dos libras para colocarlo en él o de lo contrario no obtendría el diploma. Diversas licencias necesitarían timbres, como las notas de venta, los periódicos, los anuncios, los juegos de cartas, los almanaques y los dados.
Debía ser un impuesto lucrativo, pues no habría manera de evitarlo, ya que las transacciones serían simplemente ilegales sin un timbre. Si además de eso se imponían severas multas por las violaciones, se calculaba que el impuesto podía rendir 150.000 libras al año.
El Parlamento pareció satisfecho con la idea. La «Ley de Timbres» [«Stamp Act»] fue aprobada el 22 de marzo de 1765 e iba a entrar en vigor el 1 de noviembre de ese año. Luego, el 15 de mayo de 1765, el Parlamento aprobó la «Ley de Acuartelamiento». Esta ley establecía que los soldados británicos podían ser alojados en casas privadas, si era necesario.
La excusa para esto era que no había suficientes cuarteles en las colonias para alojar adecuadamente a los soldados. Pero era muy obvio que los soldados alojados en una casa contra la voluntad de los dueños de casa podían ser huéspedes incómodos, y que si se seleccionaban cuidadosamente a las casas de familia, la obligación de alojar soldados podía ser usada como un modo de castigar a los individuos que incurrían en el disgusto del gobierno. Aunque no tenía ninguna relación con la Ley de Timbres, los americanos tenían la certeza de que la Ley de Acuartelamiento había sido aprobada como un modo de sofocar las protestas contra los timbres colocando soldados en casa de los protestadores más eminentes.
Si la Ley de Acuartelamiento pretendía mantener en calma a los americanos en lo concerniente a la Ley de Timbres, no tuvo tal efecto. De hecho, es difícil imaginar que se pudiese concebir un impuesto más odioso para los americanos.
En primer lugar, la Ley de Timbres era el primer impuesto directo que establecía en las colonias el gobierno británico. Era la primera vez que los americanos tenían que extraer de su bolsillo personal un dinero que iba directamente a manos del rey británico. El hecho de que el impuesto afectase a su bolsillo ya era bastante malo; y que fuese una novedad era mucho peor.
Además, afectaba de manera específica a grupos que eran particularmente articulados e influyentes: abogados que ahora tenían que poner timbres en todos los papeles legales y editores de periódicos que también necesitaban timbres para sus productos. (Por entonces había veinticinco periódicos en las colonias, que eran muy leídos.)
Más aún, la Ley de Timbres era universal pues afectaba a todas las colonias por igual, con lo que los británicos no podían beneficiarse poniendo a un sector contra otro. Y llegaba en un período postbélico de depresión económica. Todo se sumaba para hacer la Ley de Timbres completamente inaceptable para los americanos.
En primer lugar, los americanos no admitían la justicia del impuesto. Los británicos habían tenido enormes gastos en una guerra (sostenían) que se había librado principalmente al servicio de los intereses británicos en Europa y Asia. En la parte de la guerra que se libró en el continente americano, los americanos habían contribuido con hombres y dinero de manera totalmente desproporcionada con respecto a su población.
Además, aunque el impuesto fuese justo, no era aceptable en principio porque se había establecido sin su consentimiento, y esto iba contra el «derecho natural» y los derechos de los americanos como súbditos libres de la corona.
James Otis halló una frase afortunada que tuvo gran difusión en las colonias y fue un grito de combate para todos los que, de manera creciente, se resistieron contra el gobierno británico en la década siguiente. Decía Otis: «El impuesto sin representación es tiranía».
En otras palabras, un Parlamento americano podía promulgar una ley como la de Timbres y dar los ingresos a Gran Bretaña; ésta sería una acción legal. O delegados americanos podían sentarse en el Parlamento británico y oponerse a la Ley de Timbres, la cual podía ser aprobada pese a su oposición, y ésta también sería una acción legal. Pero aprobar tal ley sin dar a ningún americano ni siquiera la posibilidad de discutirla o tratar de volver al Parlamento contra ella, no era legal, sino el ejercicio de la tiranía.
Los británicos no eran de esta opinión. Por aquel entonces, sólo la gente que poseía cierta cantidad de propiedad podía votar representantes al Parlamento. La mayoría de la población británica no tenía voto y no estaba representada, pese a lo cual el Parlamento podía ponerle impuestos, y de hecho lo hacía.
Para los americanos, ésta era una falsa analogía. El individuo sin propiedad en Gran Bretaña, aunque careciese de voto, podía fácilmente hacer sentir su presencia. Podía gritar, hacer demostraciones y motines, y si una ley era impopular, la agitación a que daba lugar podía hacer reflexionar al Parlamento sobre todo después dela experiencia, en el siglo anterior, con el rey Carlos I, que fue ejecutado, y el rey Jacobo II, que fue exiliado.
En cambio, ¿quién, en el Parlamento, se preocuparía en lo más mínimo por protestas y motines que tuviese; lugar en tierras situadas a cinco mil kilómetros de distancia, del otro lado de un océano?
Y, en verdad, cuando el Parlamento aprobó la Ley de Timbres, no vio ningún motivo para preocuparse por una agitación tan lejana. Correspondía a los americanos hallar maneras de obligarlo a preocuparse.
¡Resistencia!
La cólera popular en las colonias aumentó constantemente en los meses siguientes a la aprobación de la Ley de Timbres.
En Virginia, Patrick Henry, que acababa de ser elegido miembro de la Casa de
Burgesses
(principalmente por la fáma que había obtenido en el caso Parson), se levantó el 29 de mayo de 1765 para oponerse a la Ley de Timbres y apoyar ciertas resoluciones en defensa del derecho de Virginia a elaborar leyes para ella.
Henry no vaciló en señalar lo que les había sucedido a los gobernantes del pasado que habían pasado por alto los derechos del pueblo y habían encontrado la muerte a manos de quienes no habían hallado reparación legal.
Dijo solemnemente: «César tuvo su Bruto, Carlos I su Cromwell y Jorge III…»
Sonaba como si estuviera amenazando al rey con asesinarlo o ejecutarlo, y algunos de los
burgesses
conmocionados y horrorizados gritaron: «¡Traición! ¡Traición!»
Pero Henry terminó su frase de manera muy diferente, diciendo: «…puede beneficiarse con su ejemplo».
Dicho de otro modo, de las lecciones de la historia Jorge III podía aprender a no ser un tirano, en cuyo caso podía gobernar con el amor de su pueblo. Henry terminó irónicamente: «Si esto es traición, sacad el mayor provecho de ello», y salió de la sala.
La Casa de los Burgesses no aprobó las resoluciones, pero se publicaron en los periódicos para que todos las viesen.
Ya antes de que la Ley de Timbres entrara en vigencia, los discursos fueron traducidos a la acción. Hubo tumultos en las grandes ciudades; los funcionarios del gobierno fueron colgados en efigie; y todo el que pareciese dispuesto a asumir la tarea de agente de timbres fue amenazado, y en algunos casos recibió una paliza. Antes de que llegase la ocasión de usar legalmente los timbres, todos los agentes americanos renunciaron aterrorizados y se destruyeron grandes cantidades de timbres.
En el otoño de 1765, casi mil comerciantes de Boston, Nueva York y Filadelfia se unieron y organizaron el boicot de productos británicos para castigar aún más a los británicos, hasta reduciendo los derechos de aduana. Los tribunales anunciaron planes para cerrar antes que usar los timbres en documentos legales. Se convirtió en una cuestión de patriotismo el consumir bebidas alcohólicas domésticas, vestidos domésticos y objetos manufacturados domésticos de todo género, aunque no fuesen tan buenos como los que se podía importar.
El furor de América no dejó de tener efecto sobre el Parlamento. Ya desde el comienzo, un quinto de los representantes habían votado contra la Ley de Timbres. Muchos se oponían sinceramente a la política de poner impuestos en las colonias sin su consentimiento y otros hablaban a favor de los americanos como una manera de dejar sentada su oposición al rey.
William Pitt, hostigado por la gota, ya que, en general, tenía mala salud, apoyó vigorosamente la causa americana. Lo mismo Edmund Burke, que iba a convertirse en un parlamentario particularmente renombrado.
Isaac Barré adquirió notoriedad a este respecto, al menos en las colonias americanas. Había nacido en Dublín, Irlanda, y era de ascendencia francesa, pero había luchado lealmente del lado británico contra Francia y había sido herido en la campaña de Quebec.
Al defender a los americanos en el Parlamento, se refirió a ellos, emotivamente, como «hijos de la libertad», y los americanos no lo olvidaron. Una ciudad del noreste de Pensilvania, fundada en 1769, fue llamada Wilkes Barre en su honor y en el de John Wilkes, otro parlamentario opositor a Jorge III. Barre, de Vermont, que fue fundada justamente por aquel entonces, también fue así llamada en su honor.
La furiosa oposición a la Ley de Timbres alentó la aparición de puntos de vista aún más radicales entre los americanos. En Massachusetts, dos hombres, Samuel Adams y John Adams (eran primos segundos), se destacaron.
John Adams, el más joven de los dos (nacido en Quincy, Massachusetts, el 30 de octubre de 1735), era un brillante abogado, de características poco amables y sin ninguna capacidad para hacerse popular. Aunque era un hombre de estricta integridad y rara inteligencia, su vanidad era su rasgo más notable. Escribió eruditos y eficaces artículos contra la Ley de Timbres, pero Sam Adams siguió otro camino.