Read El nacimiento de los Estados Unidos (1763-1816) Online
Authors: Isaac Asimov
La vida de Samuel Adams (nacido en Boston el 27 de septiembre de 1722) había sido un fracaso. Fracasó en la abogacía, en los negocios y en todo lo que intentó, hasta que halló la labor de su vida el año de la Ley de Timbres. Descubrió a la sazón que era un agitador, y muy eficiente como tal. Entró en la política e hizo de ella toda su vida, colocándose siempre del lado de la acción radical. Fue el primer americano que se declaró abiertamente por la independencia. No deseaba que Gran Bretaña enmendase sus actitudes; quería que se marchase totalmente, y a este fin dirigió sus esfuerzos.
Sam Adams no solamente organizó tumultos contra la Ley de Timbres, sino que también fundó la organización llamada «Hijos de la Libertad», nombre que se inspiraba en la frase de Barré.
Los Hijos de la Libertad han sido idealizados en la leyenda americana, pero en realidad su conducta estaba muy cerca de la que hoy llamaríamos propia de tropas de asalto. Amenazaron a todo el que comprase timbres o comerciase con Inglaterra, y a veces cumplieron sus amenazas hasta el punto de destrozar negocios y untar con alquitrán y pegar plumas a algunas personas. Hostigaron a los coleccionistas de sellos y a funcionarios públicos, hasta el punto de que ni siquiera el gobernador estaba seguro. La casa del principal magistrado de la colonia fue saqueada, mientras que la de Thomas Hutchinson, un miembro del consejo del gobernador, fue incendiada porque se creía (erróneamente) que había aprobado la Ley de Timbres.
Tampoco James Otis permaneció ocioso. Pensó que era un caso apropiado para la cooperación colonial. El 8 de junio envió cartas a todas las colonias proponiendo efectuar una reunión en Nueva York para emprender una acción común contra la Ley de Timbres.
La respuesta fue entusiasta, y del 7 al 25 de octubre de 1765 se reunión en la ciudad de Nueva York el «Congreso de la Ley de Timbres». Nueve colonias estuvieron representadas por delegados, y las cuatro restantes estuvieron ausentes por falta de oportunidad para designar delegado, no por falta de simpatía. Una figura destacada entre los delegados fue John Dickinson de Pensilvania (nacido en Talbot, Maryland, el 8 de noviembre de 1732). Fue él quien redactó una declaración, aprobada por el Congreso, para ser presentada al rey y al Parlamento, negando el derecho a establecer ningún impuesto sin el consentimiento de las legislaturas coloniales.
Cuando llegó el 1 de noviembre y entró en vigencia la Ley de Timbres, ya estaba claro que éste era un completo fracaso. Tampoco en los meses siguientes hubo una mejora. Los inútiles esfuerzos dirigidos a poner en práctica la ley costaron mucho más dinero que el recaudado, de modo que el resultado fueron gastos, no ingresos.
Además, también los comerciantes británicos estaban empezando a padecer el hosco boicot americano, y en enero de 1766, ellos mismos pidieron al Parlamento la anulación de la Ley de Timbres. Los opositores parlamentarios eran cada vez más firmes en su oposición, y Pitt, en particular, pronunciaba discursos tremendamente efectivos contra ella y en apoyo del punto de vista americano.
El ministerio de Grenville había terminado en el desorden, en octubre de 1765, y el nuevo primer ministro, Charles Watson-Wentworth, segundo marqués de Rockingham, estaba más dispuesto a apoyar la revocación de la ley.
Benjamin Franklin
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estaba en Londres a la sazón. Había llegado a Gran Bretaña en diciembre de 1764, con la esperanza de persuadir al gobierno británico de que arrancara Pensilvania de la garra reaccionaria de la familia Penn, que por entonces la poseía como una especie de patrimonio de familia, y a que la convirtiese en una colonia de la corona, sometida al gobierno británico. Llegó a tiempo para hablar contra la Ley de Timbres, pero, cuando fue aprobada por el Parlamento, pensó que era la ley, por injusta que fuese, y por ende debía ser obedecida.
Por un tiempo, esto lo hizo sumamente impopular en las colonias. Fue prácticamente la única vez en su vida que estimó erróneamente el sentimiento popular de América, quizá porque estaba a cinco mil kilómetros de distancia. Cambiando rápidamente de posición, empezó a presionar para que se revocase la Ley de Timbres.
El 13 de febrero de 1766, fue interrogado sobre el tema por una comisión parlamentaria y habló elocuentemente a favor de la revocación, justamente por la época en que llegaba la declaración del Congreso de la Ley de Timbres. Detalló las grandes contribuciones hechas por los americanos en la guerra reciente y advirtió del peligro de una rebelión abierta si el Parlamento persistía en su actitud. Cuando las acciones de Franklin fueron conocidas en las colonias, recuperó el favor de los americanos.
El Parlamento se inclinó ante lo inevitable y revocó la Ley de Timbres. Jorge III firmó la revocación el 18 de marzo de 1766.
Cuando la noticia llegó a América, hubo una explosión de alegría y se dieron todas las expresiones posibles de lealtad y gratitud al gobierno británico. Dos meses más tarde, se celebró delirantemente el cumpleaños de Jorge III y se le erigieron estatuas.
Podía parecer que todo estaba bien nuevamente, pero lo que pocos americanos observaron fue que, si bien el Parlamento había revocado la Ley de Timbres, no había renunciado al derecho de establecer impuestos en las colonias sin el consentimiento de éstas. De hecho, el mismo día en que se aprobó la revocación mantuvo específicamente ese derecho.
Todo lo que el Parlamento había hecho era admitir que la Ley de Timbres era una manera equivocada de actuar. Ahora buscaría otros modos.
El segundo asalto
En julio de 1766, Rockingham, bajo cuyo gobierno fue revocada la Ley de Timbres, fue destituido por Jorge, por razones que no tenían nada que ver con las colonias. Desde entonces, Rockingham y sus seguidores continuaron siendo favorables a la causa americana, pero también permanecieron fuera del poder.
Jorge III, que se había visto obligado a retroceder ensayó la formación de un ministerio que representase una amplia variedad de concepciones, y eligió para que lo encabezase nada menos que a William Pitt. Si éste hubiera sido un hombre más joven o de mejor salud podía haber habido alguna posibilidad de conciliación pero los azares de la historia dieron otro dictamen.
Nunca realmente sano, Pitt, aunque sólo se hallaba a fines de su cincuentena, era un hombre quebrantado. Aceptó un
earldom
[título nobiliario típicamente ingles de rango similar al de un conde; n. del t.] y se convirtió en el primer
Earl
de Chatham. Esto lo apartó de la Cámará de los Comunes y lo colocó en la atmósfera más cómoda de la Cámara de los Lores. Se retiró cada vez más de la conducción activa y durante algunos años ni siquiera apareció en el Parlamento. El duque de Grafton, que le sucedió, no tenía ninguna capacidad, y el ministerio que encabezó, por tanto, estuvo realmente dirigido por el hombre más fuerte que había en él. Este era Charles Townshend, hombre agudo y que podía hablar con elocuencia, particularmente cuando estaba ligeramente bajo los efectos del alcohol. Pero de lo que carecía era de juicio.
Townshend era
Chancellor of the Exchequer
(cargo similar al norteamericano actual de secretario del Tesoro o al de ministro de Hacienda de otros países), y su deber era hallar el dinero necesario para sustentar al gobierno. Se trataba de una tarea ingrata, sobre todo en ese momento, cuando las colonias tenían plena conciencia de su éxito al haber forzado la revocación de la Ley de Timbres. A Townshend, ni a ningún miembro del gobierno, no se le ocurrió explorar la posibilidad de que las mismas asambleas coloniales pusiesen impuestos a los americanos. Esto habría sido considerado como una intolerable admisión de derrota y habría sentado un precedente que hubiese conducido de modo inevitable a la total pérdida por Gran Bretaña del control sobre las colonias. No, los líderes parlamentarios opinaban que era la misma Gran Bretaña la que debía establecer impuestos en las colonias.
Pero, ¿cómo?
El 8 de mayo de 1767, Townshend se bebió una gran cantidad de champán, y luego, lleno de exaltación, pronunció el que más tarde fue llamado «discurso del champán». En él, burbujeó con tanta efervescencia como el champán y ridiculizó a sus opositores, en particular, a Grenville, que estaba abrumado todavía por la vergüenza de haber aprobado la desdichada Ley de Timbres.
Acuciado a responder, Grenville vociferó que las palabras de Townshend eran muy valientes pero no se atrevía a poner impuestos a los americanos.
Acalorado, Townshend rechazó la acusación y juró que pondría impuestos a los americanos, y procedió hacerlo.
Eludió el impuesto directo y volvió al impuesto indirecto sobre las importaciones americanas. Los americanos nunca habían objetado oficialmente el derecho británico a controlar el comercio y pagaban los aranceles regularmente… cuando eran atrapados, cosa que no sucedía a menudo. Townshend pensó, entonces, que solo era cuestión de poner nuevos aranceles sobre nuevas mercancías, elevar los aranceles ya existentes y mejorar la recaudación.
El 29 de junio, hizo aprobar por el Parlamento leyes que ponían aranceles sobre el té, el vidrio, el papel tintes, que entrarían en vigencia el 20 de noviembre de 1767. Se iban a emitir mandatos de asistencia y se darían amplios poderes a los funcionarios de aduanas para que pusiesen fin al contrabando. De este modo, se esperaba recaudar 40.000 libras por año, que podían ser usadas, en parte, para pagar a los gobernadores y jueces de las colonias. Esto tendría el efecto de poner los ejecutivos y las magistraturas coloniales bajo control parlamentario, ya que sería el Parlamento el que les pagaría y ya no las legislaturas coloniales.
Las llamadas «Leyes de Townshend» eran un milagro de torpeza. Su aprobación sin consultar a las colonias, la manera proyectada de recaudación y el propósito anunciado, todo se sumó para exasperar a los americanos Dado el humor reinante en las colonias, esas leyes eran meras incitaciones a nuevos desórdenes y el avispero se agitó nuevamente.
En verdad, el avispero no había dejado de agitarse y no necesitaba de la adicional irritación de los impuestos para que provocaran problemas. La Ley de Timbres había sido anulada, pero la Ley de Acuartelamiento no, y cualquier americano en cualquier momento podía ser obligado a convertirse en anfitrión involuntario de uno o de varios soldados, si el comandante en jefe de las tropas británicas en América juzgaba conveniente ubicarlos allí. El comandante en jefe era Thomas Gage, que no se caracterizaba por su tacto o su capacidad. Había llegado a América en 1755 con Braddock, había conducido la vanguardia en la derrota de Fort Duquesne (véase
La Formación de América del Norte
) y había conseguido sobrevivir. Prestó servicios, en el curso posterior de la guerra, sin distinguirse particularmente y, en 1763, con el rango de general de división se convirtió en comandante en jefe de todas las fuerzas británicas en América. Fue él quien pidió al Parlamento que aprobase la Ley de Acuartelamiento, que no aumentó su popularidad entre los americanos. El cuartel general de Gage estaba en Nueva York y le irritaba que las autoridades coloniales interfiriesen continuamente en sus esfuerzos para ubicar a sus oficiales y soldados en lugares confortables. Enfurecido, exigió que la Asamblea de Nueva York ordenase la aplicación de la Ley de Acuartelamiento. La Asamblea se negó resuelta mente a hacerlo, y Gage presionó al gobernador de Nueva York para que disolviese el organismo.
Esto se hizo el 1 de diciembre de 1766, y posteriormente el Parlamento confirmó la decisión. Se eligió entonces una asamblea nueva y más conservadora, que permitió el acuartelamiento. Logrado esto, en Nueva York y en otras partes, aumentó el odio popular hacia los soldados. El término «capote rojo» [«redcoat»] se convirtió en una expresión de insulto y cólera entre los americanos.
Las noticias de las Leyes de Townshend y de los problemas con la Asamblea de Nueva York se difundieron por las colonias. Era claro que, no sólo el gobierno británico no tenía intenciones de actuar mediante las asambleas coloniales, sino que no permitiría más que las asambleas que fuesen de gusto del Parlamento. A ese paso, pronto los americanos no tendrían ninguna autonomía y estarían sujetos a un puro despotismo parlamentario.
La situación venía como anillo al dedo a Samuel Adams, quien inmediatamente empezó a batir tambores para lograr una renovación del boicot que tanto había contribuido a la revocación de la Ley de Timbres. En septiembre de 1767, aún antes de que las Leyes de Townshend entrasen en vigor, se realizaron en Boston reuniones públicas en las que se acordó suspender las importaciones. Adams escribió también a líderes radicales de otras colonias para difundir la consigna; los Hijos de la Libertad empezaron en todas partes a hostigar a los funcionarios de aduanas.
Adams era un brillante agitador y sabía aprovechar al máximo las oportunidades, pero no hubiera podido hacer nada sin la colaboración de la locura británica. Tan extremista era Adams en sus opiniones que la mayoría de los líderes americanos seguramente se habrían vuelto contra él, si hubiesen tenido posibilidad de hacerlo. Los líderes americanos de la época eran tan aristocráticos en sus inclinaciones como los británicos, tan aferrados como éstos a la creencia de que el gobierno debía estar en manos de los hombres de las mejores familias que también tuviesen propiedades, igualmente temerosos de lo que llamamos «democracia» y que ellos habrían considerado como «el gobierno del populacho».
Si los británicos hubiesen aceptado a los líderes americanos como sus iguales, es muy probable que aún habría hoy una relación política entre los Estados Unidos y Gran Bretaña (como entre Canadá y Gran Bretaña). Fue porque Gran Bretaña no se avino a ello y persistió en una línea dura por lo que muchos conservadores americanos se vieron obligados a echarse en brazos de radicales como Adams, Otis y Henry.
Un ejemplo de esto fue John Dickinson, que había tenido una actuación destacada en el Congreso de la Ley de Timbres. Pertenecía a una familia acomodada, era un gran terrateniente, había estudiado derecho en Filadelfia y en Inglaterra y era un hombre conservador totalmente probritánico en sus sentimientos. Sin embargo, no podía estar de acuerdo en que los británicos tenían el derecho de hacer leyes para los americanos sin ninguna consideración por lo que los americanos pudieran decir en la materia.