»Hace un año, el Servicio de Inteligencia del Vaticano dio con unas pistas; pistas auténticas, prometedoras. El problema radicaba en que apuntaban en más de una dirección; algunas hacia los países europeos y otras hacia Oriente Próximo. Varias conducían a Egipto. Por la razón que fuese, éstas eran las mejores, las más coherentes, de manera que se decidió enviar a alguien a El Cairo para tratar de atar todos los cabos. Y la persona elegida fue su hermano. Nos pareció que las pistas tenían un componente religioso y Paul era una de las personas más cualificadas para seguir una trama semejante. Su hermano era un hombre de recursos. Era más que un sacerdote, más que un erudito. Nunca llegaba uno a conocerle a fondo. Tenía contactos que parecerían inverosímiles a pesar de su conocimiento de los servicios de inteligencia. Iba a todas partes, hablaba con todo el mundo y… —el sacerdote hizo una pausa para aclararse la garganta—. Su hermano localizó… a un hombre. Un hombre y una causa. El hombre en cuestión se llama al-Qurtubi, Abu Abd Allah Muhammad al-Qurtubi.
La estancia se había quedado helada. Ya no se oían disparos en el exterior. Las sombras velaban el cielo.
—Pero ése no es su verdadero nombre —prosiguió Verhaeren—. Es su nombre musulmán, el que adoptó al convertirse al islam hace treinta años. Antes se llamaba Alarcón y Mendoza. Padre Leopoldo Alarcón y Mendoza, un sacerdote español.
El sacerdote parecía nervioso. No dejaba de mirar en derredor, a las vacías estanterías, a las sombras de los estantes.
—Se convirtió al islam hacia 1969 —continuó—, hace treinta años. No sé mucho acerca de ello, ni las causas ni los motivos. No se habló al respecto. Con franqueza, por entonces el hecho resultaba demasiado escandaloso. Era impensable que un cristiano pudiera convertirse al islam. ¡Imagínese si encima era sacerdote! Las murmuraciones estaban a la orden del día, por supuesto, pero la jerarquía española no tardó en acallarlas. La mayoría quería que se echase tierra al asunto. Se abrió un expediente, pero se mantuvo en secreto. O, por lo menos, eso se creía. Nunca volvimos a saber de él. Algunos creían que había ido al Magreb, a Marruecos o a Argelia, y que había ingresado en una orden sufí. Se rumoreó que estaba en Arabia Saudi, estudiando con teólogos en Medina, pero también que estaba aquí, en El Cairo, en la Universidad de al-Azhar. No sé. Quizá ninguno de estos rumores era cierto. O acaso lo fuesen todos, en uno u otro momento. Su hermano comprobó que a finales de los setenta vivía en Egipto. Y no sólo eso, sino que se había labrado fama de santo. Algunos lo consideraban un santo viviente. No me sorprende. Debió de comportarse con el mismo fanatismo, mostrar una devoción por su nueva fe tan intensa como la que mostraba por la anterior. No es infrecuente. Los conversos sienten en su interior un ardor que nosotros seríamos incapaces de sentir. Se labró su reputación en una orden mística, la Idrisiyya, pero no tardó en abandonarla. Entonces se integró en la Hermandad Musulmana, la Ijwan al-Muslimun. Pero su inquietud iba más allá. La Hermandad le parecía demasiado blanda. Quería más ardor, quería despertar su mismo ardor en todo aquel que le rodeaba. Al final cayó en el círculo de los más extremistas, el Yam'at islamiyya. Por entonces ya hablaba y escribía el árabe con fluidez. Devoraba los libros. Conoció a ideólogos del nuevo islam, a los radicales, a hombres como Shukri Mustafa y Karam Zuhdi. Finalmente, en 1981, fundó su propio grupo, al que llamó Ahl al-Samt.
—¿Ahí al-Samt? —exclamó Michael—. ¿Los Silenciosos?
Verhaeren asintió.
—Nunca he oído hablar de ellos.
—No, claro —dijo el sacerdote—. Lo sorprendente sería que hubiese oído hablar. No creo que haya más de diez personas ajenas al grupo que sepan de su existencia. Por eso eligió el nombre al-Qurtubi. Debía ser una organización secreta dentro de una organización secreta. Originariamente, su objetivo era trabajar en el extranjero, ganar adeptos al islam en Occidente, sobre todo entre los jóvenes católicos. Al-Qurtubi les proporcionó unas técnicas a las que jamás hubiesen podido acceder sin él. Conocía los argumentos, el mejor método para abordar a las personas.
—¿Y les funcionó? ¿Lograron conversiones?
—Sí. Más de las que pueda imaginar. Pero eso no fue todo. También establecieron contactos con desarraigados, descontentos, con los más crispados. A la larga, esto equivalía a radicales, terroristas. A al-Qurtubi le daba igual que fuesen de derecha o de izquierdas, nacionalistas o integristas. Para él todos eran igualmente útiles. A principios de los noventa había formado una auténtica red.
—¿Y toda la red la formaban conversos?
—Básicamente, sí. Los musulmanes oriundos de Oriente Próximo eran los objetivos principales para sus servicios de seguridad; pero también los europeos, por su libertad de movimientos. Siguiendo instrucciones de al-Qurtubi, se mantenían alejados de las mezquitas y sólo se relacionaban entre sí. Iban a Egipto y a otros países musulmanes para formarse, trabajando como profesores, ingenieros, médicos. Un poco a la manera de ustedes, la verdad.
—Pero, sabiendo quiénes son, se puede desarticular la organización.
Verhaeren meneó lentamente la cabeza.
—No —dijo—. Sabemos que Ahl al-Samt existe, que al-Qurtubi es su líder y que están detrás de los atentados terroristas que se producen en Europa. Pero eso es casi todo. No sabemos dónde tienen su base, cuál es su estructura de dirección, dónde están situadas sus células. Si tratásemos de actuar ahora, lo único que haríamos es ponerlos sobre aviso. Y los resultados podrían ser catastróficos, especialmente…
El sacerdote se interrumpió.
—¿Sí? —dijo Michael inclinándose hacia delante.
—Creemos que al-Qurtubi trama algo de gran envergadura —prosiguió Verhaeren—. Uno de sus ex seguidores ha hablado. No sabía mucho, pero había oído rumores de algo que haría temblar a todos los Gobiernos occidentales, algo que compensaría al islam de siglos de opresión: una venganza definitiva.
El sacerdote se quedó en silencio. Miró hacia la ventana, hacia la noche. Aquella oscuridad, aquella poderosa oscuridad, aquel silencio, aquel ominoso poder. No podía mirar a Michael Hunt, no podía armarse del valor suficiente para decirle más de lo que ya le había dicho.
En la oscuridad, Los Silenciosos soñaban con el amanecer.
Jerusalén
Miércoles, 29 de diciembre
S
alieron de la mezquita de Aqsa a pleno sol. El holandés entornó los párpados. Sus ojos de nórdico no acababan de adaptarse a la intensa luz del Mediterráneo. Miró su reloj. Era poco más de mediodía y pronto tendrían que volver a cruzar el Jordán por el puente Allenby. Un avión militar los estaría aguardando en Ammán. Los llevaría de regreso a El Cairo para el último acto de su gran misión. Estaban seguros de poder salir de Israel con tanta facilidad como habían entrado. Su documentación estaba en regla. A los israelíes les preocupaba poco quién saliera del país.
Nadie sabía que el hombre que iba con él era Abu Abd Allah al-Qurtubi. Y aunque el Shin Bet hubiese sabido el nombre, dudaba que supiera que era el hombre más buscado de todas sus listas. No tenían por qué preocuparse. Al-Qurtubi no había ido allí a matar a nadie o a iniciar una oleada de terror. Estaba allí para oír por sí mismo la sorprendente información que acababan de obtener. No había medio de sacarla de Israel y al-Qurtubi insistió en oír de primera mano lo que él tuviera que decirle. Sólo entonces decidiría qué medidas adoptar.
—Escucha —dijo al-Qurtubi volviéndose hacia su compañero.
Al finalizar la oración de mediodía, en una iglesia cercana empezaron a sonar las campanas. Luego en otra, y en otra más. Los tañidos zigzagueaban por las callejas de la vieja ciudad como un dragón de papel en China, al compás de una antigua danza.
El español miró a su alrededor: las cúpulas y las torres, los soldados israelíes que montaban guardia.
—¿Recuerdas?
—Sí, por supuesto —contestó el holandés.
El tañido de las campanas había despertado en ellos los más vivos recuerdos.
—¿Te has arrepentido alguna vez? —preguntó.
—¿Arrepentirme? En absoluto.
El holandés estaba convencido de que así era. No tenía dudas.
—En realidad, a veces sí. Especialmente por Navidad. Cuando era niño me entusiasmaba el Belén: los camellos, las ovejas, los burritos, el Niño en su pequeño pesebre de madera. Y el dulce olor del incienso en la iglesia en la misa de medianoche. Tanta riqueza…
—¿No es por eso precisamente por lo que lo dejamos, por la riqueza? Porque se mezcla a Dios con aromas y texturas y con el sabor del vino. No irás a echar todo eso de menos, ¿verdad?
—El niño que hay en mí sí lo echa de menos —contestó al-Qurtubi sin mirar al holandés—. He tenido que ahogar muchas cosas. No puedes ni imaginarlo. Ni tú ni nadie.
El tañido de las campanas fue extinguiéndose gradualmente, hasta que no se oyó más que un aislado campanilleo que parecía proceder de las alturas.
Luego también se extinguió y no quedó más que silencio y una metálica vibración, como si el sonido de las campanas hubiese impregnado la textura de la piedra, como si el campanilleo se ocultase en el corazón de la misma.
—No lo comprendo —dijo el holandés—. Tú siempre has sido mucho más fuerte que yo. Más duro. Nunca me pareció que lo lamentases.
—Yo sólo me refiero al niño que hay en mí. El hombre es tan constante como siempre. Nada me hará vacilar.
—Nunca lo he dudado.
—Sí —dijo al-Qurtubi volviendo a mirar a su compañero—. Lo acabas de dudar ahora. Sabes que podría hacer que te matasen por ofenderme doblemente: por dudar de mí y por creer que te miento.
El holandés agachó la cabeza. Sólo le temía a un hombre: al que tenía al lado.
—Perdona —dijo, sabedor de que al-Qurtubi nunca amenazaba en vano.
El espacio entre la mezquita y la Cúpula de la Roca estaba casi vacío. A través de él veían la ciudad: una maraña de calles empinadas y recodos coronada por torres, cúpulas y tejados planos, una urdimbre de sombras y luz del sol, de fe y de incredulidad, de verdad y de falsedad.
—Creo que deberíamos marcharnos ya —dijo al-Qurtubi.
El holandés no replicó. Caminaron juntos ante los soldados, desde el Monte del Templo hasta la Ciudad Antigua. Fueron en dirección norte, cruzando la Vía Dolorosa hacia el barrio musulmán. Las calles estaban llenas de sacerdotes y soldados, de monjas y tenderos, de beduinos y turistas, en abigarrada confusión. Jerusalén era un burdel y sus putas llevaban uniformes de todas clases. Hacía mucho tiempo que Dios hizo las maletas y se largó de allí.
Las calles se estrechaban y se oscurecían hasta convertirse en callejones entre altos muros de ladrillo en los que, de trecho en trecho, se abrían puertas tachonadas. El silencio era opresivo. El aire estaba impregnado de un olor rancio, una mezcla de desesperación y de pobreza, de odio y de impotentes lamentaciones. Durante años, al-Qurtubi había ido allí, respirado el agravio, la injusticia y la perplejidad, tragado saliva para digerirlo, lo que le dejaba un amargo sabor de boca que nunca había logrado que desapareciese. No podía haber nada agradable en Jerusalén mientras permaneciese en manos de los infieles.
Al llegar a una puerta baja se detuvieron. El holandés llamó enérgicamente con los nudillos, produciendo un eco que resonó en el callejón sin salida donde se encontraban. Al cabo de unos momentos la puerta se abrió y les hicieron entrar por un estrecho pasadizo, sin más luz que la de una desnuda bombilla. Les recibió una mujer vestida de negro. Estaba demasiado oscuro para ver si era joven o vieja.
—¿Nos esperan? —preguntó el holandés.
—Le tienen esperándoles abajo —dijo la mujer.
—¿Se le ha preparado tal como pedimos?
Ella asintió. La luz iluminó entonces la mitad de su rostro. Era una mujer joven, de huidiza belleza impregnada de crispación. Sus ojos miraban hacia dentro, rehuyendo la luz.
—¿Tienes miedo? —le preguntó al-Qurtubi en un tono de voz sorprendentemente amable.
Ella le miró con perplejidad, como si la pregunta no estuviese clara.
—No entiendo…
—Que si tienes miedo de lo que quizá tengas que hacer dentro de dos días.
—¿Miedo de eso? —exclamó ella, respirando con alivio—. No. Es mi deber. ¿Por qué habría de tener miedo?
Él la miró con fijeza, sosteniéndole la mirada durante un largo instante.
—Cumplimos con nuestro deber gracias a nuestra fuerza de voluntad —dijo él como si citara uno de sus sermones—. Eso es lo que le da valor. No eres una muñeca. Ninguno de nosotros somos muñecos. No estaría de más tener un poco de miedo.
El pasadizo comunicaba con un pequeño recibidor. Al-Qurtubi se adelantó y cruzó una entrada que se abría a la izquierda. Un tramo de escalones conducía a una antigua bodega. El holandés le siguió mientras la mujer se quedaba en lo alto de la escalera.
La bodega databa como mínimo del tiempo de las Cruzadas. Había sido construida con bloques de piedra procedentes de canteras cercanas y burdamente cortados a golpes de pico, y utilizada, en principio, para almacenar vino. Era un lugar malsano y húmedo, nunca caldeado. Ni siquiera en pleno verano se le habría ocurrido a nadie bajar allí en busca de un poco de fresco, porque desprendía tan gélida humedad que calaba los huesos.
Lo notaron nada más poner los pies en la bodega, incluso antes de ver lo que había allí. Era un olor a putrefacción, un mareante olor a sudor y a vómito. Al-Qurtubi encendió una luz. Ya había estado allí antes y conocía el camino. La bodega se iluminó con una luz amarillenta y fría.
Un hombre estaba en cuclillas en un rincón, semiinconsciente. A pesar del frío y la humedad, estaba completamente desnudo. Tenía la piel llena de mugre y de llagas. Las costras de sangre le cubrían como rojizos harapos. Sus piernas tenían una extraña forma. Se las habían roto sistemáticamente, cada una en doce trozos por lo menos. A pesar de su aspecto, la mayoría de sus heridas eran internas y mortales. Ni el mejor de los cirujanos hubiese podido salvarlo.
Abrió los ojos desmayadamente, mirando sin especial atención a los dos hombres que acababan de llegar. Ya había dejado atrás todo temor. Saber que pronto moriría, que pronto estaría fuera del alcance de sus torturadores, lo hacía más fácil. Todo lo que quería ahora era hablar, decirles cuanto quisiesen saber para terminar de una vez por todas.