El nombre de la bestia (32 page)

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Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

BOOK: El nombre de la bestia
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—Bien, Michael —dijo el sacerdote, mirándole—. ¿Es preciso que le diga su nombre? ¿El nombre de la Bestia?

—Qurtubi —musitó Michael—. ¿No es así? Usted cree que al-Qurtubi es el Anticristo.

El padre Gregory meneó la cabeza. Parecía más anciano que nunca; un hombre muy cansado que había vivido demasiado y visto demasiadas cosas.

—No, Michael. No lo creemos. Lo sabemos. Su hermano lo identificó. Por eso le mataron.

El anciano tosió y se estremeció. Miró a su alrededor. Las densas sombras luchaban por abrirse paso. Detrás, la figura de la Bestia parecía moverse. El padre Gregory volvió a mirar a Michael, la larga sombra que cruzaba su rostro.

—Es hora de marcharnos —dijo—. Hemos visto lo que hemos venido a ver. Ahora hay que buscarlo en carne y hueso.

Capítulo
XL

L
as cenizas del almacén seguían humeando. Había prendido muy fácilmente y ardido durante dos horas. Todo lo que quedaba era un montón de madera carbonizada. El fuerte olor a salazones y a pintura había sido sustituido por el olor a quemado. Las cenizas humeaban. De vez en cuando, una ennegrecida viga se agrietaba y caía, proyectando una lluvia de pavesas rojas y anaranjadas hacia el denso aire de la noche.

El holandés estaba a unos cien metros. Sus hombres habían despejado la calle, dispersando a la multitud y al enjambre de chiquillos y ociosos que se acercaron a curiosear. A lo lejos oía los disparos; el tiroteo que continuaba.

Algo se movió entre las sombras y apareció una silueta cojeando ligeramente.

—¿Y bien? —preguntó el holandés.

El recién llegado meneó la cabeza.

—Nada —dijo—. Lo hemos registrado todo. Hay un hombre muerto en la parte de atrás. Abu Samir dice que es uno de los suyos.

—¿Y el pintor? Bustani.

—En la parte de delante.

—¿Estás seguro de que es él?

—Abu Samir jura que ahí es donde estaba cuando lo mataron. Y el cuerpo lo confirma, señor.

—¿Qué lo confirma?

El subalterno del holandés vaciló.

—Es que… Parece que lo descuartizaron, señor.

El holandés guardó silencio unos instantes.

—Comprendo. ¿Y los otros dos? ¿Estás seguro de que escaparon?

—Completamente. Abu Samir no nos mentiría.

—¿No? Me la ha jugado bien. Tenemos que encontrarla. Pegadle un tiro a Abu Samir. Ya ha dejado de sernos útil.

—Sí, señor —repuso el subalterno—. ¿Y qué hacemos respecto a la mujer?

—¿Hacer? Mantendremos la vigilancia. Aparecerá. No tiene alternativa. No tiene dónde ocultarse.

—¿Y Hunt?

—No te preocupes por Hunt. Ya me encargaré yo de él.

—¿Dónde crees que está? ¿Tienes idea?

—Han debido de llevarlo ante el anciano —dijo el holandés encogiéndose de hombros—. Después, ya no sé. Tratará de ponerse en contacto con Inglaterra. Entonces le atraparemos.

—¿Y si no aparece?

—Aparecerá, créeme. Tampoco él tiene alternativa.

Capítulo
XLI

I
ncluso allí, en el oscuro interior de la iglesia, pudieron oír los disparos: tres rápidas detonaciones seguidas de los ladridos de los perros. Luego otras dos. Michael y el padre Gregory estaban sentados, juntos, casi al fondo de la nave. Después de haber visto lo que había debajo, Michael sintió más que nunca el inmenso e inquietante poder de aquel lugar; la fuerza de su oscuridad, la fragilidad, las pequeñas y trémulas llamas de los cirios que luchaban por negar el absoluto dominio de las tinieblas.

Se estremeció al oír más disparos.

Al extinguirse el clamor y hacerse de nuevo el silencio, el padre Gregory se volvió hacia Michael. Su voz cubrió el silencio como una mano.

—¿Sabe lo que está sucediendo esta noche? —le preguntó.

Michael negó con la cabeza.

—Están matando a los cristianos a tiros —dijo el anciano con voz firme pero pausada—. Han empezado esta noche. Alguien difundió el rumor de que los coptos son portadores de la epidemia. Los consideran extranjeros, agentes de los norteamericanos y los británicos, aliados de los sionistas, inveterados enemigos del islam… Unos cuantos coptos tratan de luchar. Se habla de campos de concentración, de pogroms.

Michael guardó silencio. Volvieron a oírse disparos y su tenue eco en la serena y sorprendida noche. El inocente río entreverado de sangre.

—Antes dijo usted algo acerca de mi padre —le recordó Michael—. Dijo que él tenía… la pesadilla de que me habló.

—Fue hace mucho tiempo —explicó el sacerdote—. Vino aquí antes de que usted naciera.

—¿Aquí? —exclamó Michael mirando al sacerdote con expresión de perplejidad—. ¿A esta iglesia?

—Sí, a esta iglesia. Y me buscó.

—No lo entiendo. ¿Por qué iba mi padre a buscarle?

El padre Gregory se tomó unos instantes para contestar. La llama de la lámpara se avivó fugazmente.

—Tenía pesadillas —dijo—. Como usted.

—¿La misma pesadilla? ¿La de la pirámide?

—Sí —contestó el sacerdote—. Fue uno de los primeros. Durante la Segunda Guerra Mundial, poco antes de la batalla de El-Alamein, cuando creíamos que los alemanes proseguirían su avance por el este. Su padre vino aquí con dos amigos, católicos también, para visitar el lugar donde estuvo la Sagrada Familia. Llegaron muy cansados. Acababan de regresar de una incursión en las posiciones alemanas. Pensó… Me contó que se quedaron dormidos. Sentados en la penumbra, allí, a la luz de un par de velas, dormitaron. Poco después empezó un duro combate. A uno de los amigos de su padre lo mataron. Su padre regresó con el otro a El Cairo. Unos días más tarde el amigo de su padre se suicidó. Entonces fue cuando su padre decidió buscar a alguien que le ayudase.

—¿Que le ayudase?

—Todos habían soñado lo mismo, los tres. Al regresar a El Cairo, el amigo de su padre empezó a tener el mismo sueño todas las noches. Le afectó muchísimo. Por la noche temía dormir. Durante el día no podía soportar ver sombras moverse en una estancia iluminada por el sol. Al final, se pegó un tiro en la boca. Su padre temía que pudiera ocurrirle lo mismo.

—¿Y recurrió a usted?

El padre Gregory asintió con la cabeza. Se oyó un rumor entre las sombras. La llama de un cirio tembló levemente.

—Pero, por aquel entonces, usted estaba en Dair Baramus, uno de los monasterios de Uadi Natrum, ¿cómo podía mi padre saber de su existencia?

—Su padre era católico, un hombre religioso a su manera. Le habló de la pesadilla al capellán castrense de su regimiento, inglés también. El capellán conocía a mi familia, que le había hablado un poco de mí. Le dijeron, entre otras cosas, que me interesaban los sueños. Su padre no era una persona complicada, Michael, y no podía soportar la complejidad de sus pesadillas, el horror que le inspiraban. Intuyó en qué podían degenerar tales pesadillas, que, al final, terminaría soñando aquello que más temía. Pensó que podía enloquecer o sentir pánico de las sombras, llegar a suicidarse igual que su amigo.

—¿Y lo soñó? ¿Soñó lo que temía?

—No lo sé —respondió el padre Gregory—. Nunca quiso hablarme de sus temores. Pero creo que no llegó a soñarlos.

Michael recordó entonces con espantosa nitidez que, en dos o tres ocasiones, siendo niños, él y Paul se habían despertado en plena noche oyendo gritos procedentes del dormitorio de sus padres. Su madre les había tranquilizado diciéndoles que no pasaba nada, que su padre había tenido una pesadilla, y habían vuelto a la cama despreocupados.

Pero ahora podía oír claramente la voz de su padre, aterrorizada; el ininteligible farfullar de un hombre sencillo, atrapado por cosas que no podía nombrar.

—La pesadilla de su padre difería en varios aspectos de las que tuvieron otros posteriormente —continuó el padre Gregory—. El interior de su pirámide estaba grabado con jeroglíficos en los que se apreciaban formas muy semejantes a esvásticas. Y veía a hombres y mujeres desnudos que eran conducidos a grandes cámaras de las que salían muertos. Luego, terminada ya la guerra, al proyectarse documentales sobre las atrocidades nazis, me contó que lo que él había soñado eran las cámaras de gas de Auschwitz. Había tenido la pesadilla meses después de que se produjeran las primeras víctimas en las cámaras de gas de Chelmno. Pero al final de la guerra empezaron a desaparecer de su pesadilla.

El padre Gregory hizo una pausa y miró en derredor, hacia las temblorosas sombras.

—La pesadilla cambia, Michael —musitó el sacerdote—. Varía de una persona a otra, de una época a otra. Y, sobre todo, cambia según lo que más teme cada persona concreta.

El sacerdote se inclinó hacia Michael y posó suavemente su huesuda mano en su brazo.

—Creemos que se trata de un sueño muy antiguo, que no somos los primeros en haberlo tenido. Pero pensamos que está llegando a su conclusión.

—Y usted cree que Abu Abd Allah al-Qurtubi es la Bestia, la figura con cabeza de macho cabrío —dijo Michael mirando al padre Gregory a los ojos.

¿Habría hablado su hermano de todo esto con su padre? ¿Lo habría sabido desde siempre? Michael se sentía excluido y se preguntaba qué quería realmente de él aquel anciano.

Se oyó un ruido cerca y Verhaeren surgió de entre las sombras.

—Creo que ya es hora de marcharse —dijo—. Podríamos tener dificultades para regresar a la nunciatura. Tengo órdenes estrictas de asegurarme de que regresan sanos y salvos.

El padre Gregory parecía reacio a marcharse. Paseó la mirada detenidamente por la iglesia, sabedor de que aquélla podía ser la última vez que estuviese allí. Asintió con la cabeza.

—Sí —musitó—. Ya es hora.

Capítulo
XLII

E
>ra más de medianoche. El padre Gregory se despidió y fue a acostarse, agotado tras un trayecto de regreso a la nunciatura de auténtica pesadilla. Michael no acababa de creerse que hubiesen llegado vivos.

Se hallaba sentado con Verhaeren en una pequeña estancia de la planta baja cuyas paredes estaban recubiertas de estanterías vacías. La habitación parecía una planta de embalaje. Monjas y sacerdotes iban y venían por los pasillos portando archivadores. Michael se fijó en un sacerdote que llevaba una caja de botellas de vino. Se palpaba la tensión en todo el edificio.

Verhaeren sirvió dos whiskies largos sin hielo, porque no había.

—No creo que podamos quedarnos aquí mucho tiempo más —dijo el cura—. Es sólo cuestión de días que nos ordenen marcharnos. O que nos metan en un campo de concentración del desierto. No nos pillaría por sorpresa.

—Pero todos ustedes son diplomáticos. Tienen inmunidad.

—¿Inmunidad? —exclamó Verhaeren riendo con acritud—. La misma que tenemos frente a la epidemia. No reconocen la inmunidad diplomática. Los iraníes sentaron el precedente. El arte de la diplomacia es una argucia occidental, un medio para burlar la ley y los derechos de la población de los países donde se actúa.

—¿Quién es usted? —le preguntó Michael tras tomar un sorbo de whisky.

Verhaeren desvió la mirada, como si la pregunta le resultase embarazosa.

—Soy el jefe del Servicio de Inteligencia del Vaticano en El Cairo —respondió volviendo a mirar a Michael—. El padre Laermans es mi adjunto. Su hermano era nuestro superior inmediato.

—Sí —musitó Michael—. Lo suponía. Eso o algo parecido.

—Al padre Paul le nombró Su Santidad personalmente —prosiguió Verhaeren—. Algo muy poco corriente. Le enviaron aquí con un objetivo concreto: identificar, localizar y, a ser posible, eliminar al hombre que conocemos con el nombre de Abu Abd Allah al-Qurtubi.

El sacerdote hizo una pausa. A lo lejos se había oído un disparo, una detonación apenas perceptible.

—Después de la Guerra del Golfo, en 1991 —prosiguió Verhaeren como si no hubiese oído nada—, las relaciones interraciales en Europa llegaron a su máximo deterioro. En todas partes aprobaron legislaciones contra la inmigración. Europa se estaba convirtiendo en una fortaleza, en cuyo interior la animosidad contra las minorías era cada vez mayor: paquistaníes y bangladeshíes en Gran Bretaña; magrebíes en Francia; turcos en Alemania. Los partidos derechistas empezaron a conseguir los votos suficientes para acceder al poder en algunas regiones, donde siguen gobernando. Los Gobiernos europeos llevaban años reduciendo el estado del bienestar, a causa del desempleo, creando así una nueva clase de desheredados, presa fácil de la propaganda política de la extrema derecha. Ahora, en lugar de los judíos, el enemigo era cualquiera con la piel más o menos oscura y una religión distinta. Sobre todo los musulmanes. En 1991 fue cuando Le Pen, el líder del Frente Nacional francés, pidió que se prohibiera la construcción de nuevas mezquitas y que se aprobaran leyes para controlar la enseñanza del islam en Francia. Árabes, iraníes y turcos pasaron a ser considerados terroristas potenciales. O terroristas, sin más. Muchas personas llegaron a la histeria imaginándolos a todos, hombres, mujeres y niños, poniendo bombas. Atacaban a los musulmanes en las calles porque llevaban barba o extrañas vestiduras. Incendiaron mezquitas. Y todo esto exacerbó los ánimos. Se produjeron más atentados con bombas y más asesinatos. Y llamadas a la
jihad
, por parte de los extremistas musulmanes.

—Todo eso lo sé —dijo Michael—. ¿Por qué me lo cuenta?

—Para que comprenda —repuso pacientemente el sacerdote, con las manos apoyadas en el regazo y el torso erguido, sin mover más que los labios—. Por entonces yo trabajaba con el secretario de Estado del Vaticano. Empezamos a recibir informes de los servicios de inteligencia sobre la situación. Informes alarmantes, informes que nos causaron gran preocupación. Pensamos que las cosas podían degenerar en una crisis irreversible. Todo hacía temer un segundo holocausto. Nuestro deber era predicar la reconciliación pero muchos sacerdotes propugnaban desde los púlpitos una nueva cruzada. Como usted sabe, hace cuatro años se desató una nueva oleada de violencia que pilló a todo el mundo por sorpresa. No sólo a los políticos, que se sorprenden de todo, sino a nosotros también; incluso a los servicios de seguridad e inteligencia. Hacía varios años que las agencias de seguridad europeas venían realizando grandes progresos en la lucha contra el terrorismo. Destacados activistas habían sido aislados en Francia, Italia, Alemania, Inglaterra y Holanda; en todas partes. Decenas de terroristas fueron encarcelados y los demás habían regresado a Oriente Próximo o estaban en el cementerio. Las células habían sido desarticuladas; las medidas de seguridad en puertos y aeropuertos eran muy estrictas. Gracias al control del tráfico de armas se habían decomisado montones de armas y explosivos. Y, entonces, los atentados con bombas y armas de fuego empezaron de nuevo. Recuerdo que en aquel momento alguien me dijo que se sentía estafado. Alguien había tomado el relevo de Abu Nidal y de Abu Abbas. Alguien había creado una red terrorista que resultaba invisible salvo por sus atentados. Se borraban las pistas. Todas las investigaciones conducían a callejones sin salida. En Interior y en Seguridad se tiraban de los pelos y se producían disputas internas, dimisiones, traslados.

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