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Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El nombre de la bestia (48 page)

BOOK: El nombre de la bestia
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El asintió con la cabeza y se alejó.

No oía a sus vecinos. Muchos debían de haber muerto. Subió de puntillas por la escalera que conducía al piso. Oía repiquetear la lluvia en la azotea. Un bebé lloraba en el apartamento de la izquierda, pero se calló a los pocos instantes.

Michael introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta. Daba directamente a la sala de estar. Entró y cerró con llave antes de encender la luz. Había una persona sentada en la única silla de la estancia, parpadeando ante el súbito resplandor.

—Hola, Michael —dijo—. Empezaba a preocuparme.

—¿Usted? Creí que habría salido del país. Supuse que se habría ido con Verhaeren.

—No —repuso suspirando el padre Gregory—. Le dije que quería quedarme —añadió al tiempo que se levantaba y cruzaba la estancia—. Sabía que podían seguir necesitándome aquí. Me dio su dirección y una llave.

—Luego me lo explicará —dijo Michael—. Primero necesito que me ayude. Tengo un coche fuera con una niña y un hombre que precisan asistencia médica. La pequeña morirá si no la ponemos en manos de un médico en seguida.

—Entiendo —dijo el padre Gregory respirando hondo—. ¿Hay alguien más con usted?

—Aisha. Aisha Manfaluti. Ya le conté…

—¿La ha encontrado? —exclamó el padre Gregory enarcando las cejas—. Me alegro. Debe de estar contento.

—Mire, padre…, es que la niña…

—Sí, sí, por supuesto. Voy con usted. ¿Cabe otro en el coche?

—Habrá que apretarse. Pero ¿adonde…?

—Déjese de preguntas. Ya lo verá.

El coche dio un bandazo y patinó al tomar una curva, pero en seguida se estabilizó. Michael se esforzaba por ver a través de la cortina de agua. No había farolas encendidas y, en la oscuridad, todas las calles parecían iguales.

El padre Gregory iba sentado detrás en silencio, rezando para sus adentros. Habían instalado a Fadwa sobre su regazo y el de Aisha. La niña temblaba y seguía perdiendo sangre. El sacerdote miraba a través de la ventanilla hacia la oscuridad. Nunca había tenido tanto miedo. Se había quedado para asistir al definitivo desenlacé, al último acto de los tiempos, pero ahora todo se concretaba en una criatura empapada y temblorosa que se desangraba en su regazo.

De vez en cuando, el padre Gregory se inclinaba ligeramente hacia delante y le daba una palmadita en el hombro a Michael, diciéndole que girase, indicándole el camino.

Se detuvieron frente a una desvencijada iglesia copta. Habían arrancado la cruz y otros elementos ornamentales.

—Es la iglesia de Amir Tadrus —dijo el sacerdote—. Es una de las muchas que se construyeron durante la presidencia de Sadat. Este barrio era copto —añadió mirando a su alrededor—. Ahora está casi desierto.

—¿Por qué nos ha traído aquí? —preguntó Michael.

—Ya lo verá —repuso el padre Gregory volviéndose hacia Aisha—. Coja a la niña. Yo ayudaré a Michael con Butrus. Vaya a la puerta lateral.

La iglesia se hallaba sumida en el silencio y parecía desierta. No se veía luz en las ventanas. Las puertas estaban cerradas con llave, pero, al llegar a la puerta lateral, el sacerdote llamó enérgicamente con los nudillos. Nadie salió a abrir. Volvió a llamar más fuerte, dando tres golpes y luego otras dos tandas de tres.

—La Trinidad —dijo.

Se oyeron pasos en el interior. Sonaban a hueco. Al cabo de unos instantes se abrió la puerta. Un hombre alto y delgado apareció en la entrada sosteniendo una lámpara de aceite por encima de su cabeza.

—Soy el padre Gregory —dijo el sacerdote—. Dígale a Anha Yuannis que estoy aquí. Vengo con dos personas heridas. Una es una niña.

El extraño de la puerta les alumbró a los cuatro con la lámpara, uno a uno. La llama tembló débilmente ante el rostro de Fadwa. Parecía recubierto de una película de sangre.

—Entren —dijo—. Anha Yuannis está abajo.

Al adentrarse en la oscura iglesia, Michael recordó la noche que entró en San Salvador y encontró a su hermano crucificado. No sabía qué se proponía el sacerdote al conducirles allí. «Necesitan un médico, no un sacerdote». El aire estaba impregnado de olor a incienso, pero olía a algo más: a líquido antiparásitos, como si hubiesen desinfectado todo el edificio.

El portero les condujo hacia una pequeña puerta que se abría en la pared norte de la iglesia, justo debajo de una bóveda llena de imágenes. Al cruzar el umbral, la luz de la lámpara iluminó numerosos huecos anteriormente ocupados por iconos y ahora vacíos.

Al otro lado de la puerta empezaba un tramo de escaleras. Allí ya no necesitaron la lámpara de aceite, porque la escalera estaba iluminada por varias bombillas. Michael se quedó perplejo, pero en seguida oyó un zumbido regular que adivinó procedía de un pequeño generador.

Aisha pasó delante, llevando a Fadwa en brazos. Al pie de la escalera un joven con un subfusil ametrallador le indicó que se detuviera. Las miró a ella y a la niña. Luego asintió con la cabeza y se hizo a un lado.

La escalera conducía a un corto pasillo con un pronunciado recodo que daba a un arco y a una estancia en penumbra de dimensiones difíciles de precisar con tan poca luz. Aisha se quedó en la entrada, llorosa, desesperada, sin saber qué hacer. Entonces surgió de entre las sombras un joven con tejanos y camiseta.

—Me llamo Anha Yuannis —musitó mirando a Fadwa.

Luego se volvió y dijo algo dirigiéndose a la oscuridad. Entonces apareció otro joven con bata blanca e instantes después una enfermera a su lado.

Aisha notó que le cogían a la niña. Acercaron una camilla con ruedas. Había un nutrido grupo de hombres y mujeres con bata blanca; luces que parpadeaban en una estancia contigua; voces quedas. Alguien evitó que Butrus se desplomase. Un brazo rodeó los hombros de Aisha. Una preocupada voz susurró algo acerca de un baño y ropa limpia. Y las luces giraban. Y se oía el eco de muchas voces. La estancia se movía, giraba, quedaba a oscuras, y unas manos la sujetaban mientras ella caía, sumiéndose en el vacío.

Capítulo
LXIV

E
staban en una oscura estancia, Michael y el viejo sacerdote, arrimados uno a otro como pajarillos tras la tormenta. Una única bombilla, de baja potencia, proyectaba un tenue resplandor en las desnudas paredes y en los brazos de una cruz copta que había sobre el marco de la puerta. A Michael le dieron ropa para cambiarse y una taza de
mahlab
caliente. Un médico le reconoció mientras una enfermera le vendaba las heridas. Tenía numerosos cortes y hematomas, y la frente llena de rasguños de tanto golpearse la cabeza al cruzar el estrecho túnel de las alcantarillas. Acostaron a Aisha en una habitación contigua y le dijeron a Michael que también tenían cama para él.

—¿Cómo lo han hecho? —preguntó éste—. Han convertido la iglesia en un hospital. Incluso tienen sala de operaciones. Nunca había visto nada semejante.

El padre Gregory asintió con la cabeza. Se sentía exultante, como el aprendiz de mago que acaba de sacar un conejo del sombrero.

—Fue idea del padre Yuannis. Ha organizado muchos refugios como éste. En cuanto empezó a rumorearse que el régimen tenía a médicos y enfermeros en el punto de mira, se percató de las consecuencias que ello podía acarrear. Estudió medicina antes de consagrarse al sacerdocio. Tiene muchos amigos médicos que ejercían en el hospital copto y en el Kirchener Memorial de Shubra. Empezó con médicos coptos, personas de su confianza, pero no tardó en formar un grupo al que se sumaron musulmanes y cristianos de otros ritos. Creo que su amigo el doctor Ibrahiniam era uno de ellos. Elaboraron un plan de emergencia para el caso de que se prohibiese por decreto el ejercicio de la profesión. Acapararon todo tipo de equipo médico de las tiendas de la ciudad. Muchas iglesias y otros edificios de los barrios no musulmanes fueron elegidos para convertirlos en dispensarios.

»Sabían desde el principio que era muy poco lo que podrían hacer, pero por lo menos quisieron intentarlo. Fue más que nada un desafío; una manera de decirle al régimen que no se saldría con la suya en todo. El plan era rescatar a los enfermos más graves que tuviesen probabilidades de sanar. Tuvieron que tomar decisiones muy duras, dejar al margen a los enfermos de pronóstico reservado, que necesitaban equipo o fármacos muy específicos. Los que no corrían un riesgo inminente eran enviados a sus casas. Los médicos musulmanes fueron los que mostraron mayor entusiasmo. Se sentían más traicionados que nadie por el régimen. Algunos trataron de hacer valer la tesis de que la medicina occidental era de tradición islámica. Señalaron que cuidar de los enfermos es un mandamiento de la ley islámica tan importante como la oración o el ayuno, pero les desoyeron a les amenazaron con detenerles.

Llamaron a la puerta y Michael abrió. Anha Yuannis se quedó en la entrada.

—¿Les importa que pase? ¿O prefieren que vuelva a media mañana? Deben de estar ustedes muy cansados.

—No, pase —repuso Michael—. Estábamos charlando.

El joven sacerdote entró y cerró la puerta. Saludó al padre Gregory y se sentó a los pies de la cama de Michael. Al verle con mayor claridad, Michael reparó en que Yuannis parecía más cansado que él. Tenía unas marcadas ojeras y el semblante demacrado y estaba tan rígido como si temiese ser atacado de un momento a otro.

—¿Cómo se encuentra ahora, Hunt? —le preguntó.

—Mejor —repuso Michael—, gracias. Este lugar es una especie de milagro.

—¿Milagro? —exclamó el sacerdote meneando la cabeza con expresión de pesar—. Aquí no hay milagros que valgan, Hunt. Ojalá quisiera Dios que los hubiese. Todo Egipto necesita un milagro, pero, como de costumbre, Dios parece tener otras cosas que hacer —añadió mirando al padre Gregory—. Perdone, padre. Espero no haberle ofendido.

—No es usted el primero en decirlo o en pensarlo —repuso el anciano sacerdote—. Me he dicho lo mismo muchas veces. Pero Hunt tiene razón: han hecho ustedes un milagro. Puede que Dios no esté tan ocupado con otras cosas, después de todo.

El copto agachó la cabeza. El dios en el que una vez creyó le había abandonado. Confiaba en que en algún rincón de su inmenso dolor pudiese encontrar una divinidad menos presuntuosa. Alzó la vista y miró a Michael.

—¿Podría usted decirme, Hunt, cómo hirieron a su amigo? Es sumamente importante. Debemos tener el máximo cuidado para no ser descubiertos por las autoridades. Muchas vidas dependen de que no nos descubran.

Michael se lo explicó lo mejor que pudo. El rostro del sacerdote se ensombreció al oírlo. Yuannis permaneció unos instantes en silencio. Luego, su voz delató la tensión a que estaba sometido.

—Dejaré que Butrus se quede aquí unos días hasta que le duela menos el hombro; luego tendrá que marcharse. No puedo arriesgarme a que atraiga a los
mubtasibin
. Usted y Manfaluti deberán marcharse mañana en cuanto oscurezca. Lo siento, pero no tengo más remedio. Además del riesgo que supone, no podríamos alimentarles. Ya estamos racionando la comida.

—No se preocupe —dijo Michael—, lo comprendo. Han salvado ustedes dos vidas. Tenemos mucho que agradecerles.

—No estoy muy seguro de que la niña sobreviva —dijo Yuannis en tono vacilante y quedo—. No afirme todavía que los hemos salvado. Rezo para que así sea, pero aún es pronto para asegurarlo.

—¿Está muy grave?

—La verdad es que sí. El cocodrilo le arrancó mucha carne y aquí no disponemos del equipo adecuado para injertarle piel. Tiene cuatro costillas rotas. Por suerte, parece que ninguno de sus órganos internos ha resultado afectado, pero hasta que no le hagamos radiografías no podemos estar seguros. Le hemos hecho una transfusión y la hemos sedado. De momento su estado es estable, pero con los escasos medios de que disponemos tiene tantas probabilidades de morir como de sanar. Lo siento, pero no quiero darles falsas esperanzas.

—Gracias de todos modos por intentarlo. Gracias.

—No es a mí a quien deben dar las gracias; ustedes han puesto mucho de su parte. Con un poco de suerte la niña vivirá, estoy seguro. Bueno, debo irme ya. ¿Viene usted, padre?

—Aún tenemos que hablar de algunas cosas Michael y yo —respondió el padre Gregory—. A no ser que esté usted demasiado cansado, Michael.

Michael negó con la cabeza.

—Les dejo —se despidió el joven sacerdote.

En el momento en que hacía girar el pomo de la puerta, la luz iluminó su espalda. Tenía manchas de sangre en la camiseta. Michael se inclinó hacia delante.

—Padre…

El padre Gregory sujetó a Michael por el brazo, frunciendo el entrecejo y negando con la cabeza. Yuannis ladeó el cuerpo.

—Nada, nada, padre —dijo Michael—. Sólo quería darle las gracias de nuevo.

—Si la niña sobrevive —dijo Yuannis—, ¿qué va a ser de ella?

—No lo sé —repuso Michael frunciendo los labios—. Toda su familia ha muerto. No tiene a nadie.

—¿Son coptos o musulmanes?

—Me parece que musulmanes. ¿Cambia eso las cosas?

—No —contestó desmayadamente Yuannis—, ya no.

Cuando el joven sacerdote hubo salido, Michael se volvió hacia el padre Gregory.

—No lo entiendo, padre; esa sangre…

—Hace dos semanas estuvo detenido y le dieron una paliza que le causó más heridas de las que ha visto usted. Prefiere que no se lo recuerden.

Michael cogió la taza de
mahlab
. Se había enfriado. Lo dejó a un lado. Oyó una tos hueca que procedía de alguna estancia cercana. Pasos amortiguados sobre un suelo recubierto de linóleo. La tos fue remitiendo. El silencio envolvía el improvisado hospital.

—Michael —balbució el padre Gregory inclinándose hacia delante—, debo preguntarle una cosa.

—Dígame.

—Ahora que ha encontrado a esa mujer, ¿qué se propone hacer?

—Nada en concreto —contestó Michael tras reflexionar unos instantes—. No he tenido tiempo de pensarlo.

—¿Quiere marcharse? ¿Alejarla de todo esto? ¿Y también a la niña, si sobrevive?

—Supongo que sí. Marcharme de Egipto, claro. Eso por supuesto. Si puedo…

Michael le habló entonces al padre Gregory de Holly, le comentó que existía la posibilidad de marcharse con él.

—Y usted también, padre. Podríamos sacarle del país. Si se queda aquí terminarán por detenerle y matarle. O será víctima de la peste. No hay muchas alternativas.

El sacerdote respiró hondo. Oía latir su pequeño corazón. Si cerraba los ojos, veía la pirámide de su pesadilla, las esfinges alineadas como coches fúnebres en el interminable desierto.

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