—Quizás esté dentro —dijo Shukri tocándola en el hombro—. Pasaré yo primero.
La librería tenía una puerta lateral, una tosca puerta necesitada de una buena mano de pintura. Habían pegado un trozo de papel: «Privado. No pasar». Las letras estaban descoloridas. El papel, ya amarillento, tenía los bordes curvados. Shukri hizo girar el pomo y abrió.
De momento no vio más que montones de libros, algunos casi hasta el techo. Entonces reparó en que había luz al fondo. Se adentró con cautela esquivando los libros. Olía a papel y a piel, pero también a otra cosa menos agradable.
Rifat se había parapetado tras las desgarradas entrañas de su librería. Estaba sentado en el suelo, sin más luz que el casi consumido cabo de una vela. Tenía sobre el regazo un libro grande cuyas páginas iba rasgando en silencio. Alrededor había montones de hojas cubiertas de cera. El papel estaba moteado de rojos lunares de sangre. Alguien herido o muy enfermo debía de haber estado allí. El librero alzó la vista al acercársele Shukri. Su expresión era cadavérica.
No pareció reconocerle de pronto. Tenía la mirada perdida, aunque no reflejaba temor. Se había hecho inmune al miedo; o quizá tenía tanto que ya no había lugar para más. Tenía los ojos hundidos e inyectados en sangre. Estaba demacrado, sin afeitar, lívido. Unos mechones apelmazados por el sudor le caían sobre la frente. Una purpúrea mancha rojiza iba desde su mentón al esternón.
Al fin reconoció a Shukri y, al hacerlo, le dio un acceso de tos. Los tres se quedaron mirándolo, impotentes, viéndolo debatirse presa de un fuerte ataque que casi le ahogaba. Tardó un buen rato en calmarse. Luego se inclinó hacia un lado apoyándose en su tembloroso brazo y escupió sangre mezclada con saliva. Permaneció sentado tratando de recobrar el aliento, mirando a sus visitantes como si se sintiese atrapado y buscara una salida.
—¿Cuánto tiempo llevas así, Qasim? —le preguntó Shukri inclinándose sobre él.
El librero alzó la vista. Tenía el mentón empapado de sangre y los ojos en blanco. De nuevo parecía no reconocer a quien le hablaba.
—¿Así? —dijo—. Siempre. Toda mi vida he estado así —añadió con visible esfuerzo.
—¿Cuánto tiempo llevas enfermo?
—Enfermo no… Sólo cansado. Necesito… dormir. Pero me aterran… las pesadillas. Y los libros… Hay que esconder tantos libros… No deben encontrarlos aquí.
En un acto casi puramente reflejo sus manos volvieron al libro que tenía en el regazo y empezó a arrancar hojas. Shukri reparó en que era un ejemplar del
Diwan
, de al-Mutanabbi. Muchos poemas estaban manchados de sangre y esputos. Shukri miró a Rifat más detenidamente. No era médico, pero tuvo la impresión de que al librero no le quedaba mucho tiempo de vida. Si había contraído la peste bubónica, podía contagiarlos fácilmente. Cada vez que tosía, impregnaba de bacilos el aire de la estancia.
—Llamaré a un médico —dijo Shukri—. Aún hay medios para conseguir alguno. Puede que no sea demasiado tarde.
—Demasiado tarde —repitió Rifat.
El librero cerró de pronto los ojos y su boca se contrajo en un rictus de dolor. Shukri alargó la mano y le tocó la mejilla. A pesar de su palidez, el rostro le ardía y lo tenía reseco. No debía de llevar en aquel grave estado más de veinticuatro horas. Por lo que él había oído, el período de incubación duraba unos seis días. Después, quienes contraían la enfermedad se agravaban rápidamente. Al parecer, el virus atacaba por varias vías simultáneamente y la infección bubónica degeneraba rápidamente en neumonía. Shukri se dijo que a Rifat le quedarían a lo sumo dos días de vida. Al pensarlo, recordó el temor del librero a morir de sida.
—Buscamos a Michael Hunt, Qasim —dijo Shukri—. ¿Ha estado aquí? ¿Ha tratado de utilizar la radio?
Rifat le dirigió una vidriosa mirada. Cogió un volumen de poesía moderna —
Awraq al-zaytun&mdash
;, de Mahmud Darwish, lo abrió por la mitad, lo rasgó en dos y tiró ambas mitades. Shukri se agachó a coger las páginas que habían quedado en su regazo y las dejó caer al suelo.
—Necesitamos saberlo, Qasim. Tenemos que encontrar a Michael. ¿Me entiendes?
Rifat pareció percatarse de nuevo de la presencia de Shukri. Se le llenaron los ojos de lágrimas que rodaron por sus mejillas.
—Michael… —farfulló—. Michael estuvo aquí.
—¿Cuándo? ¿Cuándo estuvo aquí? —le instó Aisha sin poder contener su impaciencia.
Su tío le indicó que se callara y Rifat la ignoró, sin apartar los ojos de Shukri, que le tiró de la manga para acercarlo a él. Despedía un hedor insoportable.
—Esta tarde —dijo el librero—. O quizá fuese ayer. No… No sé… No lo recuerdo… Yo… —añadió aterrado al percatarse de que estaba perdiendo la noción del tiempo.
—Es igual —musitó Shukri en un tono de voz tranquilizador—. No te preocupes, ya te acordarás. Trata de recordar qué hizo al venir. ¿Utilizó la radio? Eso puede ayudarte a recordar cuándo estuvo aquí.
—¿La radio? —dijo Rifat angustiado, descompuesto por el pánico que sentía—. No, nada de radio. No hay radio.
—Qasim, no tienes nada que temer de mí. Soy Ahmad Shukri, tu amigo. Sé lo de la radio. Fui yo quien te envió a Michael. ¿No lo recuerdas?
Rifat miró a su alrededor: las tambaleantes torres de Babel, el cabo de vela que amenazaba con extinguirse de un momento a otro.
—No, no lo recuerdo —dijo—. No recuerdo nada.
Shukri estaba perdiendo la paciencia. Sabía que no debían permanecer allí mucho tiempo. Quería conseguir la información y marcharse en seguida.
—Por favor, Qasim, haz un esfuerzo. ¿Utilizó Michael la radio para comunicar con Londres cuando estuvo aquí?
—No… No sé. Quizá… Sí, creo que sí. Arriba, arriba.
Lo que Rifat pretendía decir es que la radio estaba en el piso de arriba.
—¿Te dio su dirección? ¿Te dijo dónde vive?
El recelo afloró al rostro del librero, una expresión huidiza. Algo acababa de resucitar viejos temores.
—Michael se ha marchado —repuso, no obstante—. Ha vuelto a Inglaterra.
Aisha se sintió como si le hubiesen dado una patada en la boca del estómago. ¿Sería cierto? ¿De verdad se habría marchado Michael sin ella? Se acercó de nuevo a Rifat y se arrodilló ante él. Shukri no se interpuso.
—Por favor —dijo—. Míreme, por favor.
Le había cogido la cabeza entre las manos, obligándolo a ladearla para que la mirase. Las mejillas de Rifat ardían y su tacto era desagradable. Tenía muy inflamados los ganglios del cuello.
—No la conozco —musitó él—. A usted no la conozco…
—Me llamo Aisha. Aisha Manfaluti. Quizá Michael le hablase de mí.
Rifat la miró entristecido, moviendo la cabeza de uno a otro lado.
—Tengo que saberlo —insistió ella—. Tengo que saber la verdad.
Él volvió a mirarla y al cabo de un instante le dio otro ataque de tos. Ella retiró las manos de su cara, sumida en sus propios temores, en una creciente aprensión. Más sangre. Se le hizo un nudo en el estómago de pura repulsión. Y también de pánico, al saberse sola, verdaderamente sola.
—Volverá —dijo Rifat al remitirle la tos—. A medianoche. Vendrá a buscar la respuesta —añadió, al tiempo que introducía una mano en el interior de la camisa y sacaba un sobre sucio y arrugado—. La tengo aquí, para dársela esta noche.
Lo dijo con inequívoca lucidez. Aisha sintió un profundo alivio. Miró a su alrededor y vio que Butrus los observaba atentamente. ¿Qué pensaba?, se preguntó. Había en sus ojos algo que no acababa de captar. ¿Celos? ¿Pesar? ¿Frío cálculo?
Se oyó un estrépito procedente de la estancia contigua. Alguien había derribado la puerta, estampando la hoja contra la pared. Se oyeron pasos, primero ruidosos y luego amortiguados por la alfombra de prosa y poesía. Alguien dio una orden.
Shukri reaccionó en seguida. En cierto modo, esperaba algo así. Se volvió, agarró a Aisha del brazo y la empujó. Al advertirlo, Rifat le tendió el sobre a la joven.
—¡Localícelo! —le dijo—. ¡Déselo!
—¡Rápido! —gritó Ahmad, tirando de Aisha hacia una puerta que había a su izquierda—. Por ahí. Arriba, a la habitación de la derecha. Desde allí puedes llegar a la terraza. Trataré de entretenerlos aquí —añadió mientras sacaba una pistola del bolsillo.
—Pero tú…
—Corre. Y tú también —dijo Shukri volviéndose hacia Butrus—. ¡Por el amor de Dios, daos prisa!
Mientras Butrus iba hacia la puerta, Shukri se inclinó y apagó el cabo de vela de un soplo. Justo en aquel instante se abrió la puerta. Pero no se oyó nada más, como si nada fuese a suceder. Todo era oscuridad, un silencio opresivo, unos angustiosos instantes. Y entonces alguien empezó a gritar.
M
ichael miró el reloj. Había llegado el momento. Rifat insistió en que fuese a medianoche, en la ingenua confianza de que la oscuridad les protegería. Michael trató de disuadirle, pero el librero se mostró más obstinado que de costumbre. Estaba enfermo, gravemente enfermo, y Michael le prometió proporcionarle medicamentos. El médico de la nunciatura le había dado por la mañana varios frascos de estreptomicina y tetraciclina, después de inyectarle una pequeña dosis. Había suficiente para reservarle a Michael otra media docena de dosis; las necesitaría más que el médico.
La alarma sonó en la nunciatura antes de lo esperado. El Vaticano había sido informado de la matanza de cristianos en Egipto y, durante la misa de la mañana, el Papa condenó duramente la violencia. Ciertamente, no acusó al Gobierno egipcio de responsabilidad directa ni de expresa complicidad con el pogrom, pero no se mordió la lengua al decir que se había hecho la vista gorda.
El régimen reaccionó ordenando al nuncio y a sus «fomentadores de la discordia» que hiciesen las maletas de inmediato y regresasen a su país en un vuelo especial, en un aparato de las Fuerzas Aéreas Egipcias. La nunciatura, aquel «centro de cruzados y evangelizadores de Egipto», fue convertida en sede de un Dar al-Dawa consagrado a la expansión de las misiones islámicas en el extranjero.
Para entonces, Michael se encontraba a salvo en un apartamento amueblado del barrio al-Husayniyya, al norte de las viejas murallas de la ciudad. Verhaeren le había conducido hasta allí la noche anterior, después de su conversación. Aún no había visto a ninguno de sus vecinos, pese a haberlos oído a menudo: pasos, llamadas a medianoche, la rotura del cristal de una ventana, un niño que rompía a llorar al despertarse en la oscuridad.
Tenía otros vecinos menos ruidosos. Una mugrienta ventana de su apartamento daba al cementerio de Bab al-Nasr. Viejas tumbas, viejas esperanzas; el sosiego del descanso, viejo también. A veces oía los agudos lamentos de las plañideras entre las lápidas, como gorjeos de extrañas aves.
Michael se despertó exhausto sobre las once y fue derecho a casa de Rifat, desde donde transmitió su mensaje para Tom Holly. Atendió al librero lo mejor que pudo, regresó al apartamento y pasó el resto de la jornada leyendo detenidamente los numerosos documentos que Verhaeren le había dado, el exhaustivo informe de la nunciatura sobre al-Qurtubi y el Ahi al-Samt, casi todo ello compilado por su hermano Paul.
Trató de no pensar en Paul, ni en Verhaeren, ni en al-Qurtubi. Aquella noche tenía que pensar en otra cosa. Debía averiguar si seguía teniendo un camino expedito a través de la costa; para él y, aunque pareciese una absurda esperanza, también para Aisha.
La calle estaba silenciosa. Tanta quietud parecía congelar la noche, tanta quietud y tanta inquietud. Tras cerrar el portal, se detuvo palpándose los bolsillos como si hubiese olvidado algo. Miró de reojo, atento al menor movimiento que delatase a quien pudiera estar al acecho y disponiéndose a seguirlo. O a matarlo. Respiró hondo. Todo estaba en calma.
Se subió el cuello de su pobre abrigo y se adentró en la noche.
Shukri asió a Rifat del brazo y tiró de él en la oscuridad, parapetándose tras unas cajas llenas de libros. Antes de apagar la vela había calculado la distancia. El librero no podía articular palabra de puro pánico. Shukri notaba su temblor. Se preguntaba quién habría gritado. Tampoco él estaba precisamente muy tranquilo y respiraba con dificultad.
En la estancia contigua alguien profería una retahíla de imprecaciones.
Luego se oyó a una mujer gritar de dolor. Rifat intentó ponerse en pie.
—¡Mi madre! —exclamó—. ¡Le están pegando!
Shukri tiró de él hacia atrás, palpándole la cara para taparle la boca. Percibía su hedor. Notaba su fiebre y su pánico.
—¡Calla! —le susurró al oído—. ¡O nos matarán a los dos!
¿Por qué habrían ido? ¿Qué querían? Shukri trataba de ver la puerta, pero sus ojos aún no se habían adaptado a la oscuridad. Rifat seguía forcejeando para ponerse en pie.
—Pierdes el tiempo, Ahmad —dijo una voz susurrante que surgió de las tinieblas—. El edificio está rodeado. Estáis en franca inferioridad numérica. Sois cuatro contra todo un destacamento. A ti te corresponde sacar la obvia conclusión.
Súbitamente, Rifat logró desasirse.
—¡Madre! —gritó a pleno pulmón poniéndose en pie—. ¡No permitiré que te hagan daño!
El librero llegó hasta la puerta. Shukri oyó el golpe y el gemido de Rifat al ser abatido. Sólo acertó a ver un resquicio de luz donde debía de estar la puerta y lo que parecía la silueta de un hombre bloqueando el paso. Alzó la pistola y apuntó. El disparo retumbó en la estancia como un trueno. Se oyó un grito.
Shukri retrocedió, parapetándose tras el patético muro de cajas de cartón. Una ráfaga de metralleta hizo saltar trozos de yeso de las paredes y pasó por encima de su cabeza. Cayeron pedacitos de papel triturado, como una lluvia de confeti.
—Te daré otra oportunidad, Ahmad. Sólo una, en honor a los viejos tiempos. Si no por ti, por tu sobrina. Suelta la pistola y entrégate. Te prometo que nadie sufrirá daño alguno.
Shukri asomó tras la barricada y disparó dos veces. Hacía tiempo que no entraba en acción directa, mucho tiempo. Sonó otra ráfaga de metralleta que provocó chispas en la oscuridad. Fue una ráfaga más larga que la anterior. Al cesar, se oyó gritar a la mujer de la estancia contigua; unos gritos espantosos.
—Tengo a la madre de Rifat. Cada vez que dispares agravarás su sufrimiento. Tú eres quien decide.
Los gritos se tornaron sollozos. Shukri vaciló y, al final, optó por soltar la pistola. Eso era lo malo de la vida, se dijo, que se decidiesen tantas cosas a punta de pistola.