Les hizo pasar sin salir de su mutismo, como si hubiera perdido la facultad del habla. Aisha recordaba el antiguo apartamento, al que iba a menudo de niña hasta que, años después, el taciturno talante de su tío y su persistente sentimiento de culpabilidad la fue alejando. Su padre le dijo en una ocasión que su hermano se acusaba sin razón de la muerte de su esposa y que, aunque la herida hubiese cicatrizado por fuera, le sangraba por dentro. A partir de entonces, justa o injustamente, Aisha relacionó siempre a su tío con la sangre. Y esta sensación se recrudeció al ver que el nuevo apartamento era casi idéntico al anterior.
—¡Cuánto tiempo, Aisha! —exclamó Shukri con la mirada perdida, como inmerso en una ensoñación.
—Sí —repuso ella—, mucho tiempo.
Once años. Le había visto por última vez justo al terminar sus estudios en la facultad.
—¿Qué hice para que no hayas venido a verme en todo este tiempo?
—Nada —contestó Aisha—. No hiciste nada.
—Tu padre me ha comentado que no vas a verlos muy a menudo, ¿es verdad?
—Les visito de vez en cuando. Es suficiente. No soporto su desdén por mi vida actual. Me educaron para que fuese independiente, para que pensase por mí misma, y ahora… Ahora no hacen más que repetirme que si el Corán dice esto, que si el Corán dice lo otro…
—Deberías intentar llevarte mejor con ellos.
—¿Ahora me sales con ésas? ¿No será que tú piensas igual que ellos?
—Ya sabes cómo pienso yo —replicó él meneando la cabeza—. Pero lamento que estéis así. Lo lamento por ti y por ellos —añadió—. Traté de ponerme en contacto contigo, al desaparecer tu esposo, pero me dije… Pensé que podía ser una torpeza, que a lo mejor pensabas que estaba implicado, e interpretabas mi condolencia como sentimiento de culpabilidad.
—¿Y lo estabas? ¿Estabas implicado?
—Por supuesto que no.
—¿Y no sabes quién fue?
—No. Seguimos sin saberlo, pero no me sorprendería que fueran quienes fuesen, estén ahora en el poder…
—Rashid está muerto.
—¿Muerto? ¿Cómo lo sabes?
Aisha se lo contó, tal como de niña le contaba sus pequeños problemas. Y él la miraba como entonces, sin ironía alguna, escuchándola con la mayor seriedad. Aisha se preguntaba qué clase de hombre era alguien tan cariñoso y sanguinario a la vez.
Cuando ella hubo terminado de hablar, Shukri permaneció en silencio, sentado en el sillón, pensativo, dándose nerviosos golpecitos con la uña en los dientes.
—No puedo ayudarte —dijo al fin—. No puedes hacer nada contra los que mataron a Rashid, créeme. Es mejor que lo olvides. A todos nos conviene olvidarlo.
—No he venido aquí por eso —replicó Aisha—. No busco venganza, ni siquiera justicia. Estamos aquí porque Michael me habló de ti. Me dijo que podía confiar en ti, que tú eras su principal fuente en el Servicio de Inteligencia egipcio.
—Pero ¿de qué estás hablando, Aisha? ¿Quién te ha dicho eso?
—Michael —contestó ella—. Michael Hunt.
—Perdona, pero creo que te equivocas —dijo él—. No conozco a nadie que se llame así.
Aisha no había creído en la posibilidad de que él le mintiese; a ella no.
Oírlo tan vil e inútilmente, expresándose con tal convicción, hizo que se le revolviese el estómago.
—¿Por qué me mientes, tío? Mi vida depende de tu honestidad. Noté tu reacción al mencionarte antes el nombre de Michael. Es absurdo que mientas. Michael me lo contó todo sobre ti: quién eres, y tu colaboración con él.
—¿Y por qué habría de decirte algo sobre mí el tal Michael Hunt?
—Pero ¿es que no lo entiendes? Mi vida… Mi vida depende de que consiga ponerme en contacto con Michael, pero ya no puedo hacerlo directamente. Vigilan su apartamento. Fue a Alejandría hace un mes, pero cuando llamé a su hotel ya se había marchado. Tengo que encontrarle. Puede ayudarnos a salir de Egipto.
—Eres tú quien no lo entiende, Aisha. Ni tú ni tu amigo aquí presente. Creo que ninguno de los dos entendéis nada. Lo poco que creéis saber es un hilo de la madeja y lo retorcéis de tal modo que acabaréis por convertirlo en una soga que puede ahorcaros. De manera que haced el favor de creerme: os estáis metiendo en asuntos que lo único que harán es agravar el peligro que corréis.
—Pero ¿es que no lo sabes? —exclamó Aisha—. ¿Es que no sabes lo de Michael conmigo?
Por primera vez Shukri pareció realmente perplejo. Perplejo y asustado.
—¿Lo tuyo con Michael?
—Que somos amantes. Estoy segura de que vuestro común amigo Ronnie Perrone tuvo que decírtelo.
Aisha se percató en seguida de que su tío no lo sabía y de que el hecho de haberlo ignorado le alarmaba.
Shukri se levantó y fue hacia la ventana. Se apoyó en el marco, mirando hacia la oscuridad. No sabían nada, se dijo, nada. El país se encontraba al borde de la guerra. El ayuntamiento estaba llenando en secreto los sótanos de víctimas de la epidemia. Y los extremistas amenazaban con desvirtuar la revolución y llevarla al paroxismo.
Se volvió y miró a Aisha y al condolido joven que estaba junto a ella.
—Debías habérmelo contado desde el principio —dijo—, porque eso lo cambia todo.
—¿Puedes encontrarle? —preguntó ella implorante—. ¿Puedes ayudarnos?
—Sí, os ayudaré. Te llevaré con él esta noche.
Q
asim Rifat regentaba una pequeña librería en Shari al-Sabtiy— ya, en el sector noreste de Bulaq, conocido popularmente como Qulali. La librería, cercana a la estación del ferrocarril, se llamaba Dar al-Adab y estaba especializada en literatura y filosofía árabes. Al igual que muchas pequeñas librerías de la ciudad era también editorial y, durante años, Rifat publicó poesía y traducciones de prestigiosos autores.
Era ya bastante tarde cuando salieron. Les obligaron a detenerse en el puesto de control que los
muhtasibin
tenían en al-Sadd al-Barrani. Conducía Shukri. Butrus iba a su lado y Aisha en el asiento de atrás. En la oscuridad, varios individuos de inquietante expresión rodearon el coche empuñando sus metralletas. Unos metros más adelante habían obligado a una pareja a bajar del automóvil y ambos estaban allí de pie, en silencio, soportando el frío. Shukri bajó el cristal de la ventanilla y sacó del bolsillo una tarjeta verde metalizada. El efecto fue instantáneo. El
muhtasib
que estaba al mando del grupo asintió con la cabeza y le indicó con la mano que podía continuar. Al arrancar de nuevo, la mujer a la que habían obligado a bajar del otro coche les miró e hizo un ademán que no era ni de esperanza ni de desesperación.
Al llegar a Bur Said se produjo un corte de energía eléctrica, el tercero del día. No se veían más luces que las de los coches y autobuses que se abrían paso a través de la oscuridad.
Mientras cruzaban la plaza Ahmad Mahir, vieron una larga procesión de hombres que se dirigía hacia el sur. Portaban cirios largos y gruesos como lanzas que goteaban cera. Iban vestidos de negro, con largas túnicas que les llegaban a los pies, y llevaban anchas bandas blancas en la frente con lemas escritos con tinta roja.
Aisha supuso adonde se dirigían.
—¿Por qué no lo dejan ya? —exclamó—. Toda esa destrucción… Es completamente absurdo.
—Para ellos no —replicó su tío—. Abaten las pirámides para construir una muralla. En Gizeh ya han terminado. Éstos van a concluir el trabajo en Dahshur y Saqqara.
—Ya les he visto trabajar, pero sigo sin entenderlo —dijo Aisha—. Dicen que lo hacen para mantener alejados a los enemigos del islam. Pero no pueden aislarse del mundo con un muro.
—No es del mundo de lo que quieren aislarse —replicó Shukri meneando la cabeza—. Es del viento que trae la epidemia a Egipto. Si levantan un muro suficientemente alto estarán a salvo.
—O sea, que se han vuelto todos locos, ¿no?
Shukri no contestó.
Apretó los labios y siguió conduciendo en silencio, mirando a través del parabrisas los haces luminosos que los faros proyectaban en la oscuridad.
Se detuvieron a dos manzanas de distancia de la librería de Rifat. Shukri cerró el contacto, pero no se apeó.
Permaneció sentado un largo rato mirando a través del parabrisas, hacia la noche.
—Hay una persona que te está buscando —dijo Shukri—. Un hombre llamado al-Hulandi, un holandés que se convirtió al islam y vino a Egipto hace varios años. No creo que le conozcas.
Aisha se limitó a negar con la cabeza.
—Pero él sí te conoce. Estuvo en mi despacho hace unas tres semanas preguntando por ti. Quería saber dónde encontrarte y con quién estabas. Sabe que eres mi sobrina, por supuesto. Todo el mundo lo sabe.
—¿Y tú qué le dijiste?
—Nada. Que hacía años que no te veía. Y le ordené que se marchara —respondió Shukri mirándola con fijeza—. Entonces cogí el teléfono y envié a unos hombres a tu apartamento.
—¿Y por qué lo hiciste? —preguntó Aisha, que notó el nerviosismo de su tío por el tono de su voz, un titubeo que hacía sospechar que le estaba ocultando algo—. Por favor, tío, ¿por qué lo hiciste?
Él miró en derredor con la sensación de que todos los años transcurridos se alejaban de él. Aisha recordaba haberse sentado en sus rodillas durante el Id al-Kabir, un año de persistente sequía. Llevaba en la cabeza un pañuelo de seda de color verde hierba y acababa de tener su primer período.
A diferencia de varias de sus amigas, a ella le ahorraron el espanto de la ablación del clítoris. Aún recordaba los aterrados rostros de sus amigas. Y sin embargo, por absurdo que pareciese, recordaba haber sentido envidia. «Una mujer no es una mujer —le decían—, hasta que no se lo hacen». Y durante meses estuvo soñando sangre.
—Porque es peligroso —repuso Ahmad—. Se trata de un asesino, un hombre frío pero inquieto, siempre al acecho por las calles. Podría partirte en dos con sus propias manos. Yo quería… protegerte.
—¿No podías haberle detenido? Podías haber ordenado detener a ese holandés si sabías que él…
—No lo entiendes, Aisha.
—¿Qué es lo que no entiendo?
—No puedo ponerle la mano encima. Es intocable. Es un individuo con amigos en las altas esferas, en las más altas. Su verdadero nombre es Jan Van der Veen. Es natural de Leiden, donde estudió árabe en la universidad. Hace quince años vino a El Cairo a estudiar jurisprudencia islámica en la Universidad de al-Azhar. Dicen que es el más brillante pensador de la especialidad desde Ibn Taymiyya.
—¿Y por qué habría de importarle yo?
—Tiene contactos con organizaciones extremistas.
—¿Y eso le hace… respetable? —preguntó Aisha encogiéndose de hombros.
—Sólo en apariencia —repuso Shukri—. Él es algo así como un triunfo, una conquista. Un cristiano que no sólo se ha convertido, sino que ha llegado a ser todo un especialista en jurisprudencia islámica. No faltan quienes no lo ven con buenos ojos precisamente por esto, pero otros lo consideran un bofetón para Occidente. No podemos competir con ellos en su terreno, ni con nuestros aviones, ni con nuestros tanques; ni con nuestro armamento en general. Pero podemos arrebatarles almas, una a una, lentamente al principio, y luego de un modo tan abrumador, que les empiece a escocer. De manera que al-Hulandi tiene su valía, aunque también su precio. Está vinculado a personas a quienes hemos tratado de localizar durante años, a grupos que hacen que la Jihad islámica parezca un juego de niños. Los
muhtasibin
están tan interesados en ellos como nosotros.
—Todo esto sigue sin explicar qué quiere de mí.
—No creo que seas tú quien le interesa. Constituyes una amenaza para algunos, pero no hasta el extremo de preocupar a alguien como él. Creo que van tras Michael y lo que quieren de ti es que les conduzcas hasta él. He querido contártelo para que comprendas.
—Para que comprenda, ¿qué?
—Que si te reúnes con Michael, ambos correréis un gravísimo peligro —contestó él abriendo la portezuela y bajando del coche.
L
a librería de Rifat estaba cerrada. La persiana metálica del escaparate estaba bajada y la puerta cerrada con candado. No parecía haber nadie. Enfrente, se veía luz en las ventanas del segundo y del tercer piso, pero las de las viviendas que quedaban encima de Dar al-Adab permanecían oscuras.
—Vive arriba —dijo Shukri.
Parecía nervioso. Aisha se percató de que miraba constantemente en derredor, y no por deformación profesional, sino por miedo.
—Vive con su madre y sus libros —añadió—. Ella hace la compra y cocina; y él se queda en casa, trabajando en sus catálogos.
—Yo diría que no hay nadie —dijo Butrus.
—Puede —dijo Shukri pensativo.
Seguía paseando la mirada arriba y abajo de la calle, desmayadamente. No muy lejos, se oía a las plañideras de alquiler elevar sus lamentos hacia el tenso ambiente de la noche. Un perro aulló. Shukri se llevó la mano al bolsillo y sacó un manojo de llaves. Las palpó a oscuras hasta dar con una con la que intentó abrir. Pero no era aquélla. Probó con otra.
—Estad atentos por si se acerca alguien —musitó—. Los
muhtasibin
tienen órdenes de disparar a los ladrones.
—Dudo que a nadie se le ocurra robar en una librería —dijo Butrus.
—¿Quién sabe? —susurró Shukri probando con una tercera llave—. Es lo único que queda. Puede que a alguien le apetezca robar un poco de sabiduría antes de morir.
La tercera llave abrió suavemente la cerradura del candado y Shukri lo retiró con cuidado. La puerta se abrió silenciosamente hacia un interior oscuro cual boca de lobo. Aisha llevaba una linterna. Una vez que los tres estuvieron dentro y la puerta cerrada, encendió la linterna.
No veían a su alrededor más que estanterías vacías, sombras, los espectros de los libros. El haz de la linterna describió un amplio arco sin iluminar más que desnudos estantes. Sólo en uno de ellos, en lo alto, se veía un volumen. Las doradas letras del lomo lanzaron breves destellos antes de que el haz se retirase. Aisha enfocó entonces al suelo. Había verdaderas montañas de papeles por todas partes, un blanco paisaje entre las desnudas paredes. Páginas y páginas arrancadas de los libros, rasgadas y amontonadas. Tapas despojadas de sus entrañas yacían como cadáveres descarnados por los carroñeros.
La joven se agachó y cogió una hoja al azar. Era una página de
Tawq al-Hamama
, de Ibn Hazm, del siglo XI. Se fijó en un párrafo: «He perdido la alegría de vivir y no hago más que estar con la cabeza gacha, profundamente abatido, desde que conocí la amargura de verme separado de los seres que amo. Es una angustia que no me abandona, una dolorosa congoja que no deja de abrumarme ni un momento.»Aisha dejó caer la hoja al suelo, sumida de nuevo en la oscuridad. A veces pensaba que era así como moriría, sin volver a ver a Michael, sin volver a tocarle ni siquiera una vez, sin despedirse de él con la mano desde lejos. Moriría recluida en una estancia oscura y miserable, sumida en insoportables tinieblas; un día cualquiera, casi inadvertida, sin amor; con sus recuerdos dispersos como escombros, como páginas en blanco, como blancas y rasgadas páginas sobre un sucio suelo.