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Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El nombre de la bestia (37 page)

BOOK: El nombre de la bestia
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—Y los demás también —dijo la voz—. Diles que suelten también sus pistolas.

—No hay nadie más —gritó Shukri.

Ahmad notó que quien se había dirigido a él vacilaba. Luego alguien dio una orden y la estancia se iluminó. Entraron cautelosamente, metralleta en mano. Eran dos, vestidos de
muhtasib
. Indumentaria antigua y armas modernas. Qué bien armonizaban, se dijo Shukri, de pie tras las cajas con las manos por encima de la cabeza, unas cansadas manos jugando a un viejo juego. Le ignoraron hasta que hubieron registrado la estancia a fondo. Luego, uno de ellos le agarró bruscamente del brazo y le condujo hasta lo que fuera la librería. Abu Musa estaba sentado en la única silla que había. También iba vestido de
muhtasib
. «Siempre un paso por delante de los demás», pensó Shukri.

Una docena de
muhtasibin
llenaban la pequeña estancia. Todos llevaban barba y tenían la misma expresión adusta. Cómo detestaba aquello. Su agrio carácter era lo que más le irritaba. Reparó, con una leve mueca de satisfacción, en que ellos no se iban a ir de rositas: había un hombre tendido en el suelo, quejándose y sujetándose el muslo herido.

En un rincón, con la cara oculta por las sombras, un hombre alto se hallaba de pie, observando. Shukri le miró tratando de reconocer sus facciones, pero el otro retrocedió al notar su interés. Le recordaba a alguien, pero eran tantos los pensamientos que cruzaban en aquellos momentos por su mente que no acertaba a precisar de quién se trataba.

Una anciana estaba en cuclillas atendiendo a Rifat. El librero había vuelto en sí y tosía. Habría sido mejor que le hubiesen pegado un tiro a aquel pobre hombre, se dijo Shukri. Sentía deseos de pegárselo él.

Abu Musa entró en la estancia dando instrucciones a sus subordinados.

—Ve con seis hombres a cubrir la fachada del edificio. Bajo mi entera responsabilidad. Y los demás que vayan a la parte trasera. La chica no ha podido llegar muy lejos. Quiero que recorráis palmo a palmo los callejones y las azoteas hasta que les encontréis —añadió, despidiendo a sus hombres con un ademán.

Al salir el
muhtasib
con cuatro hombres, Abu Musa ladeó la cabeza y miró a Shukri con aplomo.

—¡Ahmad! ¡Qué sorpresa encontrarte en tan extraña compañía! Descubrir en qué mundo vives…

Se lo dijo casi sonriendo. Era la expresión más alegre que Shukri le había visto nunca. Le miró como si lo viese por primera vez. Delgado, inteligente, bien parecido, repugnante. ¿Qué edad tendría ya? ¿Cuarenta y cinco? ¿Cuarenta y seis? Pero no aparentaba más de treinta y cinco. Uno de esos individuos a quienes la disipación rejuvenece.

Shukri conocía su vida y milagros, le conocía mejor que a sí mismo. Le detestaba y le temía. De no haber sido tan buen profesional, tan apuesto y tan simpático, de no haber estado tan familiarizado con los miedos y los anhelos de los hombres, haría muchos años que Shukri le hubiese expulsado de la
mujabarat
. Ahora lamentaba su decisión y se le hizo un nudo en la garganta de puro pánico.

—Ya veo que has cambiado de uniforme. Te sienta bien —le dijo Shukri confiando en que su voz no delatase el temor que sentía.

Abu Musa le miró con frialdad. Había algo en su actitud que parecía postizo, un nerviosismo y una timidez que no encajaban con él.

—Y tú eres el mismo pretencioso de mierda de siempre —replicó Abu Musa—. Qué pena —añadió, paralizando a Shukri con la mirada, jugando con él como con un pez que acabase de morder el anzuelo—. Ahmad, deja que te lo explique bien. He recibido instrucciones de Abd al-Karim Tawfiq para organizar un departamento de seguridad nacional en el seno de la Policía Religiosa. A su debido tiempo, se convertirá en un órgano independiente del Estado islámico. Antes de un mes nos haremos cargo de las funciones de la
mujabarat amn aldawla
. Ya controlamos las brigadas antidisturbios y la policía regular; pero, mientras tanto, tengo viejas cuentas que saldar. Las cuentas pendientes se ajustan mejor en las nuevas circunstancias. No sabes la suerte que he tenido. Como miembro de la
mujabarat
me encontraba con las manos atadas. Tenía sospechas, pero ¿con quién iba a compartirlas? Eras tú el niño bonito y no yo. Tú, el todopoderoso. Aunque siempre me dije que ambos sabíamos que un día caerías en mis manos. De manera que me mordí la lengua y esperé. Y entonces…

Un esbozo de sonrisa afloró a los finos labios de Abu Musa. Pero sus ojos no sonreían. Y el nerviosismo no le abandonaba. Shukri se percató de que se debía a la presencia del otro hombre, del extraño cuyo rostro seguía oculto por las sombras. Abu Musa le miraba de reojo de vez en cuando, como para asegurarse de que seguía allí. Shukri miró hacia el rincón, pero seguía sin reconocer las facciones del otro individuo.

—Hace sólo tres semanas, mi suerte cambió —continuó Abu Musa—. Estaban vigilando a tu sobrina, la encantadora señorita Manfaluti. En realidad, empezamos a vigilarla cuando su esposo desapareció. Aunque todo eso tú ya lo sabes. Y puede que también sepas que desde hace unos meses es amante de un ex agente del Servicio de Inteligencia Británico, un hombre llamado Michael Hunt. ¡Ah, ese brillo en los ojos te delata! Te resulta familiar el nombre, claro. Un triángulo perfecto: un alto oficial de la Seguridad Nacional, su preciosa sobrina y un agente extranjero.

—Todo eso que dices es un despropósito.

—No —replicó Abu Musa meneando la cabeza con convicción—. Nada de despropósitos. Hace unas semanas, Michael Hunt fue a Alejandría y allí se esfumó. Luego, curiosamente, una comprobación rutinaria reveló que también tu sobrina había desaparecido.

La fría mirada de Abu Musa seguía clavada en Shukri. Era una mirada de implacable dureza, pero a la vez dejaba traslucir que Abu Musa estaba exultante, como si remontara el vuelo hacia alturas jamás alcanzadas. Lástima que, al mirar de reojo, siguiese notando la vigilante presencia.

—Hasta esta tarde —prosiguió Abu Musa—. Esta tarde, tu sobrina y un hombre que responde a la descripción de Michael Hunt han sido vistos recogiéndote de camino a tu casa a la salida del despacho. Os siguieron hasta Helwan y luego de nuevo de vuelta a la ciudad esta noche. ¿Adonde ibais a ir sino aquí, a la librería del operador de radio de Michael Hunt?

Abu Musa se volvió. Rifat había recobrado el conocimiento por completo y estaba tendido en el suelo. Le atendía su madre, una mujer muy mayor con un descolorido pañuelo en la cabeza y un holgado vestido largo; la clase de mujer que se ve continuamente por las calles de El Cairo: arrugada, triste, insignificante. Shukri se preguntaba a qué le temería ella más, a la peste que podía contagiarle el aliento de su hijo o a Abu Musa. Seguramente a él.

—¡Levántale! —ordenó Abu Musa.

Uno de los
muhtasibin
que estaba junto a Rifat lo agarró del pelo y lo levantó, haciéndole gritar. Su madre seguía asida a él y sollozaba.

Shukri reparó en que la mujer sangraba por varias partes del cuerpo. Tenía la cara llena de hematomas.

—Nuestro centro de comunicaciones de al-Amiriyya —dijo Abu Musa— ha interceptado hoy dos comunicaciones por radio entre Londres y El Cairo. La primera ha partido de aquí y la segunda de Vauxhall House, en Londres. Creo que Michael Hunt ha estado aquí hoy y ha enviado un mensaje al jefe de su sección. Tanto su mensaje como la respuesta están codificados en una antigua clave que no podemos descifrar, pero comprenderás que es vital para la seguridad nacional que lo hagamos.

Abu Musa se quedó en silencio y asintió con la cabeza mirando a Shukri. Eso fue todo lo que necesitó hacer. Dos
muhtasibin
se acercaron a Shukri y le sujetaron firmemente por los brazos.

Al oler el queroseno, Ahmad se preguntó por qué no había reconocido antes el olor. ¿Acaso porque estaba demasiado asustado? Debería haberlo adivinado en el mismo instante en que vio a Abu Musa. Era su marca de la casa, y se le hizo un nudo en el estómago.

—Te conozco demasiado bien, Ahmad, para creer que voy a hacerte hablar tan rápido como me gustaría; pero no puedo perder tiempo. Necesito solucionarlo en seguida, de manera que tú tendrás que servirme de ejemplo —dijo dirigiéndole una forzada sonrisa. Luego desvió la mirada hacia Rifat—. No hará falta mucho teniendo en cuenta su estado, ¿verdad? Está asustado, pero lo que no sabe es hasta qué punto puede llegar a estarlo. Tú sí que lo sabes, ¿verdad, Ahmad? Lo sabes muy bien. Quizá no se asuste tanto por él mismo, considerando su gravedad, pero su madre… Sentirá pánico por ella en cuanto vea lo que puedo hacerle.

Shukri notó el fuerte olor a queroseno que impregnaba el aire de la noche, un olor penetrante y desagradable, y empezó a sudar a pesar del frío. Cerró los ojos, como para alejar el dolor y la indignación. Notaba en sus párpados el peso de unos recuerdos que no eran del todo recuerdos, de unos sueños que no eran del todo sueños. Recordaba a su esposa. No realmente tal como la había conocido, sino tal como se le aparecía en sueños. Había soñado con ella todas las noches, año tras año, desgarrándose por dentro; hasta hacía poco. Desde hacía algún tiempo lo que soñaba era una pirámide en el desierto. Al abrir los ojos volvió a ver la vacía estancia, aquella librería sin libros.

Abu Musa hizo chasquear los dedos y apareció un hombre de rostro enjuto sosteniendo en las manos un largo tubo, un fino tubo de goma, suave y flexible. Shukri notó que le agarraban de los brazos con más fuerza. Se preguntaba por qué no le ataban.

—Lo que haces es impropio de tu rango —dijo.

—¿Y lo que haces tú no es impropio del tuyo? —replicó Abu Musa.

—Lo tuyo es peor —dijo Ahmad, pensando que ya nada importaba.

El
muhtasib
le apretó el tubo contra los labios.

—Relájate —le dijo—. Relájate y traga, que así será más fácil.

Shukri se debatió para impedir que le metiesen el tubo, pero el
muhtasib
consiguió introducirlo a la fuerza. Era evidente que tenía práctica. Se atragantó, pero el tubo siguió entrando por su garganta. Era como una violación. Después, el
muhtasib
cogió un embudo de boca ancha y lo ajustó al tubo. Shukri trató de gritar, pero no pudo. Sólo lograba proferir gemidos. Rifat le miraba, obligado por uno de los hombres de Abu Musa. Shukri podía ver el terror en sus ojos. ¿Qué era peor, la peste o el hombre?

El librero empezó a llorar al ver que echaban queroseno en el embudo. Shukri lo notó correr por el tubo, como si le llenasen el estómago de muerte. Cuando le hubieran echado bastante, retiraron el tubo. Shukri tosió, se atragantó e intentó vomitar. Le dolían las entrañas. El
muhtasib
sacó del bolsillo un rollo de venda, un rollo pequeño y prieto.

—Trágate esto —le dijo.

Ahmad cerró la boca, apretando los labios con fuerza. Ya era demasiado. No iba a darles tantas facilidades. Abu Musa asintió con la cabeza y el
muhtasib
le dio a Shukri un golpe con la culata de la pistola, obligándole a abrirla. Entonces le metió el rollo por la fuerza hasta la garganta, sujetando firmemente un extremo. Ahmad no pudo evitar tragarlo. Lo habían empapado de queroseno. Notaba su sabor.

Rifat dejó de llorar. Shukri le miró a los ojos. Miedo. Resignación. Nada en toda la poesía y filosofía que había leído le había preparado para aquello. Shukri cerró los ojos. Vio una larga hilera de esfinges, una pirámide negra que se elevaba hacia un cielo lleno de pájaros. Se hizo un silencio, un silencio aterrador. Luego se oyó el sonido de un fósforo al ser frotado contra el rascador de la caja y el siseo de la llama. Abrió los ojos.

Justo en aquel instante, el holandés salió de entre las sombras y le sonrió.

Capítulo
XLVIII

A
isha se estremeció de frío y de miedo. Si Michael trataba de ponerse en contacto con Qasim Rifat aquella noche caería en una trampa. No tenía ni idea de quién había ordenado irrumpir en la librería, pero todo el barrio estaba lleno de
muhtasibin
.

Ella y Butrus estaban ocultos en las sombras de un callejón que daba a la calle de atrás de la librería. Ya habían visto pasar dos Jeeps con dotaciones de la Policía Religiosa y su símbolo bien visible: un semicírculo verde formado por las palabras
la ilaha illa'llab
, «no hay más dios que Alá». El silencio de las calles era opresivo. No se oían pasos, ni toses, ni ladrar de perros. Ni siquiera se oía sollozar a los niños al despertarse asustados.

Vieron que una furgoneta de la policía se detenía en la bocacalle y que descendía un grupo de hombres armados. Oyeron, aunque sin verlo, a un oficial impartiendo órdenes: «Acordonen la zona. No dejen a nadie entrar ni salir. Recuerden lo que les he dicho: ni a la chica ni a su acompañante deben dispararles, a menos que sean ellos quienes abran fuego y se vean obligados a repelerlo. El holandés los quiere vivos.»Oyeron pasos y luego el motor de la furgoneta, que se alejaba.

—Ya hemos visto bastante —musitó Butrus al oído de Aisha—. Acordonarán todo al-Qulali y empezarán a batir el barrio palmo a palmo.

Butrus alzó la vista. En la azotea de la finca de enfrente vio una oscura silueta recortada en el cielo. Las estrellas luchaban por dejarse ver en una estrecha franja.

—Están por todas partes —dijo Butrus—. Tenemos que salir de aquí en seguida e ir al barrio de Ramsis. Si logramos llegar al hospital copto, conozco allí a personas que nos cobijarán.

—Y Michael ¿qué?

—¿Michael? ¿Qué quieres que hagamos? No sabes dónde está ni por dónde va a venir…, si es que viene. Tenemos que pensar en nosotros. Si tú no piensas en ti misma, tendré que hacerlo yo.

—No me trates como a una niña —replicó ella.

—Sólo trato de hacerte ver que me importas, que quiero que estés a salvo…

—¿A salvo? —le espetó Aisha—. ¿Quién puede estar a salvo, Butrus? ¿El patético hombrecillo a quien hemos visto hace media hora rompiendo libros? ¿Tus amigos coptos? ¿Mi tío? Nadie está a salvo ahora. Tengo que quedarme aquí. Debo encontrar a Michael. Vete tú si quieres.

—Sin ti, no.

—¡Sin ti, no! —repitió ella en tono burlón—. ¿Qué significa eso? No eres mi marido, ni mi amante, ni mi hermano. Hago esto porque tengo mis propias razones. Tus razones son otras, si es que las tienes —añadió dándole la espalda, temblando.

Butrus no replicó, pero ella notó en su silencio que se sentía herido. ¿Acaso no se daba cuenta de que pertenecían a mundos muy distintos? ¿Tanto podía cegar el amor?

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