El nombre de la bestia (38 page)

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Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

BOOK: El nombre de la bestia
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—No lo entiendes, Aisha. No me hago ilusiones contigo. Si quieres encontrar a Michael, adelante. Pero no puedes hacerlo sola. Piénsalo. Estamos rodeados por la Policía Religiosa. Aunque lograses verle antes que ellos, no podrías acercarte a él.

Aisha se volvió de nuevo hacia Butrus. La oscuridad les impedía ver sus rostros. De pronto se percató de que su propio rostro había estado siempre velado por la oscuridad.

—¿Qué propones entonces?

—Que vayamos hacia ellos —respondió él tras un instante de vacilación.

—¿Qué quieres decir?

—Ayúdame a subir allí —dijo Butrus señalando a la pared de enfrente del callejón.

A unos tres metros del suelo había una ventana cegada con tablas.

Aisha dudó un instante. Luego arrimó la espalda a la pared y entrecruzó los dedos de las manos. El apoyó un pie y aprovechó el impulso que ella le dio para alcanzar la ventana. Habían puesto alambre de púas además de las tablas. Estaba oxidado y algo flojo, pero las púas eran afiladas. Lentamente, procurando no pincharse, desprendió el extremo de uno de los alambres. Aisha no pudo seguir sosteniendo su peso y Butrus cayó al suelo.

—Perdona —le dijo—. Es que no podía más. ¿Qué pretendes hacer?

—Ya lo verás. Aguardaremos unos minutos y luego te auparé yo. Todo lo que tienes que hacer es soltar el otro extremo.

—¿Por qué…?

Aisha se interrumpió al oír un motor en la calle adyacente. Se arrimaron cuanto pudieron a la pared. Vieron cruzar un Jeep por la bocacalle, alumbrando el callejón con un faro giratorio colocado en el techo del vehículo. Contuvieron el aliento. El Jeep siguió adelante. El ruido del motor se fue extinguiendo en la noche hasta desaparecer.

Butrus se disponía a auparla a la ventana cuando un grito estremecedor rompió de nuevo el silencio. Apenas duró unos segundos, pero nadie que lo hubiese oído podría olvidarlo jamás. Era imposible precisar si había sido un grito humano o el de un animal aterrorizado. No cesó en seco, sino en un audible estertor.

El eco permaneció en el aire mucho después.

Aisha se estremeció y rodeó a Butrus con sus brazos. Él la abrazó con suavidad, desgarrado por el terror que le producía lo que acababa de oír y el amargo y atenazado deseo que sentía por ella.

—¿No será…?

—¿Rifat? ¿O tu tío?

—No. Yo… —balbuceó ella.

No estaba pensando en su tío en absoluto. Sólo temía por Michael.

—¿Crees que ha sido Michael?

—Ya es casi la hora. Si han obligado a hablar a Rifat…

Él le acarició la cabeza. Aisha se sentía tan frágil que hubiese podido perfectamente abandonarse al discreto abrazo de Butrus. Si había sido Michael Hunt… Butrus sintió un estremecimiento al recordar el grito, pensando en lo horroroso que sería que su felicidad dependiese de aquello, de otra muerte. Y sin embargo, experimentaba cierto regocijo interior. Si había sido Michael Hunt…

—¿Crees que habrá sido Rifat? ¿Qué han podido hacerle? ¿O mi tío?

—No lo sé —contestó Butrus—. ¿Cómo voy a saberlo?

Aisha asintió con la cabeza. Hacer conjeturas era atormentarse inútilmente. Butrus entrelazó las manos para auparla. Ella respiró hondo y apoyó un pie. Butrus la levantó sin esfuerzo hasta la ventana. En menos de un minuto, Aisha partió el oxidado alambre. Al bajarla él de nuevo, le dio el alambre en silencio.

Butrus aplastó las púas de ambos extremos pisándolas. No le resultó fácil, ya que no tenía la menor práctica en tales cosas.

En la calle adyacente al callejón donde ellos se encontraban había un
muhtasib
, a unos veinte metros. Su blanca túnica le hacía inconfundible. Al final, su amor a la pureza les traicionaría, como siempre.

—Tendrás que ayudarme —dijo Butrus—. No puedo hacerlo solo.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó Aisha, que empezaba a hacerse una idea de lo que Butrus se proponía.

—Háblale. Atrae su atención. Dile que tienes un niño enfermo. Pídele ayuda. Si puedes, hazle venir hasta aquí, hasta el callejón.

—¿Por qué va a querer ayudarme? —repuso ella—. Lo que tendría que decirle es que he encontrado al hombre que buscan. ¿Dónde estarás tú?

—Al acecho. No te preocupes de eso.

Butrus confiaba en que la escasa instrucción en guerra de guerrillas que había recibido en la Liga de Defensa Copta bastase para sus propósitos. En el fondo, se preguntaba por qué se le habría ocurrido una cosa semejante.

Aisha fue con paso vivo calle adelante. El
muhtasib
la oyó cuando estaba a mitad de camino. Se volvió y la apuntó con la metralleta. Por un instante ella creyó que iba a disparar.

—Necesito ayuda —dijo—. Hay un hombre herido en el callejón, enfrente de mi casa. Venga, por favor.

Se lo dijo con acento de campesina, como si acabase de llegar del pueblo, fingiendo un torpe azoramiento.

—Fuera de aquí —le ordenó él con brusquedad, sin hacerle el menor caso.

—Está sangrando —insistió ella—. Dice que le persiguen. Vaya a buscar ayuda.

Él vaciló. Aisha notó que había mordido el anzuelo.

—¿Dónde está?

Ella señaló hacia el callejón donde aguardaba Butrus.

—Vaya usted delante —ordenó el
muhtasib
.

Desconfiaba y estaba nervioso. Era más joven de lo que a Aisha le había parecido en un primer momento. Debía de tener dieciocho o diecinueve años, no más. Un muchacho rodeado por las tinieblas de los adultos.

Aisha echó a andar con cautela, notando la presencia del joven detrás y de la metralleta que podía acribillarla. Cada paso se le hacía eterno. Se oyó un grito a lo lejos que fue extinguiéndose en el silencio de la agonizante ciudad. Contuvo el aliento. Seguía notando la presencia del joven como una sombra asesina.

—Un momento —dijo él deteniéndose—. ¿Cómo se llama usted?

—Dunia —contestó ella dándole el nombre de su madre.

Aisha sabía que la buscaban, aunque no si sabían su nombre.

—Dese la vuelta —le espetó el
muhtasib
—. Quiero verle la cara.

Ella obedeció, aunque retrocediendo ligeramente para que su rostro quedase velado por las sombras.

—¿Qué hace usted en la calle tan tarde? ¿Por qué no ha pedido ayuda a los vecinos?

—Tienen miedo. No quieren salir. Por la peste.

—No hay peste en El Cairo —replicó él, repitiendo la cantinela oficial—. Acérquese. Acérquese más —añadió, dispuesto a enfocarla con la linterna que llevaba en la mano izquierda.

No se tragaría que era una campesina en cuanto la viese bien. Aisha se abalanzó de pronto sobre él. Fue tal la sorpresa del joven que no acertó a protegerse con las manos y cayó pesadamente al suelo. En circunstancias normales, el menudo cuerpo de Aisha nada hubiese podido contra el robusto muchacho, pero la furia, el dolor y la desesperación le hicieron sacar fuerzas de flaqueza. El
muhtasib
, tendido debajo de ella, estaba desconcertado y gritaba. Desesperada al ver que se debatía y reaccionaba tras la sorpresa inicial, ella le tapó la boca con la mano. No sabía cuánto tiempo lograría tenerle sujeto. Notaba que las fuerzas empezaban a fallarle. Él empezó a darle puñetazos en la espalda y en la cabeza.

Pareció transcurrir una eternidad hasta que apareció Butrus, que, sin decir palabra, se agachó y rodeó el cuello del
muhtasib
con el alambre de espino. Luego tiró de ambos extremos con todas sus fuerzas, clavando las púas del alambre en el cuello de su víctima.

El muchacho logró quitarse a Aisha de encima y luchó frenéticamente para levantarse. Butrus se lo impidió sujetándole los hombros con las rodillas. Las púas se habían clavado ya profundamente en el cuello del
muhtasib
, que empezaba a sangrar. Intentaba gritar, pero de su garganta sólo salían inarticulados sonidos. Aisha veía horrorizada cómo el muchacho luchaba por su vida, pataleando y haciendo muecas de dolor. Lo más espantoso era ver sus ojos. No era una mirada implorante, no suplicaba piedad; no había en ella más que un furor impotente, una ira ahogada. Aisha tuvo que ladear la cabeza, sin decir palabra. Al volverse de nuevo, el rostro del muchacho ya no estaba crispado. Los desesperados movimientos de los brazos y las piernas cesaron. Después, un estertor y la definitiva quietud.

Supo que pasaba algo mucho antes de llegar a Fajjala. El inquietante silencio, las calles desiertas, los ecos de voces lejanas súbitamente ahogados. Todo ello le alertó del peligro. En circunstancias normales hubiese dado media vuelta, pero no era el caso.

Avanzó con suma cautela durante todo el camino hasta al-Sabtiyya, imaginando enemigos que acechaban en las sombras. Sólo algunas farolas estaban encendidas, por lo que largos trechos de la avenida se hallaban sumidos en una total oscuridad. Tenía que pisar con cuidado para no caer en alguna zanja de las eternas obras. Oyó un tenue ruido, algo que pasaba junto a él casi rozándole y desaparecía en las sombras. Una enorme rata.

Avistaba ya la librería. Había luz en una de las ventanas de arriba y también en las de los edificios de enfrente. Se sintió extrañamente tranquilizado. Pero ¿por qué no había nadie en las calles? ¿Habrían vuelto a imponer el toque de queda? También en aquel instante sintió la tentación de dar media vuelta, pero necesitaba tener la respuesta aquella misma noche y no podía dejar de llevarle los medicamentos a Rifat. Si con ello le salvaba la vida al librero, no haría sino recompensarle por todos los riesgos que había corrido por él durante tantos años.

La puerta estaba abierta. Michael vaciló, preguntándose qué encontraría dentro. No pensaba volver allí jamás, pasara lo que pasase.

Oyó pasos detrás. Se volvió y vio surgir de las sombras dos siluetas que se dirigían hacia él.
Muhtasibin
. Reconoció las túnicas. Llevaban metralletas y avanzaban con paso arrogante hacia él. Michael miró la calle. ¿Tenía algún sentido echar a correr? ¿De qué demonios iba a servirle un último gesto heroico? Veía la calle prolongándose en ambas direcciones, hacia la muerte.

Capítulo
XLIX

H
asta el último momento pensó que todo podía ser un error. Que se trataría de otro hombre, de un extraño, de alguien irrelevante para ella. O, lo que era aún peor, que podía tratarse de alguien que fuese tras ella, de alguien que la reconociese bajo el blanco disfraz que llevaba y diese la alarma. Entonces él ladeó la cara y un fino haz de luz iluminó su rostro. El corazón le dio un vuelco y el temor que sentía se disipó al instante, temerosa sólo de lo que pudiera sucederle a él.

—Michael —le susurró—. No temas, soy yo, Aisha. Sigue tranquilo y haz como si no me hubieses reconocido.

Él la miró, sobresaltado, sin poder dar crédito a lo que oía y veía. Creía que no volvería a verla nunca más.

—¡Aisha! ¡Increíble…! ¿Eres tú?

—Sí, mi amor.

Reconoció su voz, aunque sonaba quebrada, y la dolorida mirada de sus ojos. Siguiendo un impulso, hizo ademán de estrecharla entre sus brazos, pero ella se apartó.

—Por el amor de Dios, no me toques y actúa como si no me conocieras. Esto está lleno de
muhtasibin
. Tenemos que alejarnos de aquí cuanto antes. Butrus y yo vamos a detenerte. Caminaremos juntos unos cincuenta metros en esa dirección y luego nos meteremos en aquel callejón. Una vez allí, echaremos a correr…

—¿Cómo…?

—Vamos —dijo Butrus tirándole del brazo.

Aisha le asió del otro brazo, pensando en cuánto tiempo hacía que no se tocaban, en aquel grotesco reencuentro. Era lo más duro que había tenido que soportar jamás, ir cogida a él sin exteriorizar afecto, tirar de él por una oscura y fría calle, fingiendo, temiendo que de un momento a otro alguien diese un grito de alarma que les separase para siempre. Estaba segura de que les vigilaban, de que alguien se les plantaría delante, los descubriría y los acribillaría. Respirar le producía un dolor físico, cada paso se le hacía eterno.

Repuesto de la sorpresa, Michael representó su papel a la perfección. Forcejeó con sus captores, fingiendo que trataba de desasirse. Butrus le propinó lo que pareció un fuerte golpe en la boca del estómago con la culata del subfusil ametrallador. Michael hizo como si trastabillase y dejó caer todo el peso de su cuerpo en los brazos que le sujetaban.

Diez metros.

El silencio se podía cortar. Avivaron el paso, conteniendo el impulso de echar a correr.

Veinte metros.

La librería quedaba ya bastante atrás. El silencio se tornaba denso, les envolvía; se hundían en él como si sus pasos fueran pesadas piedras. Nada se movía. No se oía nada. La oscuridad acechaba. A cada paso, el silencio se hacía más y más denso.

Treinta metros.

Aisha veía ya la bocacalle a su derecha. El silencio seguía tensándose como la cuerda de un violín forzada hasta el punto de partirse.

Oyó muy cerca un walkie-talkie y, al instante, se produjo un estrépito y una luz cegadora inundó la oscuridad. Atronó una voz a través de un megáfono. Los poderosos focos que se habían encendido frente a ellos no les dejaban ver nada.

—¡Soltad las armas! —ordenó la voz—. Estáis rodeados. No tenéis salida. No podéis escapar a Dios.

Michael no lo dudó un instante. Le arrebató el subfusil a Aisha, apuntó a los focos y disparó. Se oyó un estrépito de vidrios rotos. Alguien gritó. Y de nuevo se hizo la oscuridad.

—¡Corred! —dijo Michael—. ¡Corred!

Salieron de estampida. A ciegas, dejándose guiar por la memoria y el puro instinto, deslumbrados aún por los focos destrozados, con la atronadora voz resonando todavía en sus tímpanos. Se oyó una ráfaga y luego otra. Las balas se estrellaban contra el suelo a escasos palmos de sus pies. Otra ráfaga desconchó la pared por la que acababan de pasar.

—¡Por aquí! —gritó Butrus.

La entrada del callejón quedaba a su derecha, apenas visible en la oscuridad. Doblaron la esquina conscientes de que el ruido de sus febriles pasos les delataba. Pero la velocidad era esencial si querían alejarse del grueso de la dotación de
muhtasibin
que ocupaba las inmediaciones de la librería.

Les dieron el alto:
«Qifu! Qifu
!», gritaban.

Una blanca silueta salió de entre las sombras, como un espectro que se sumase a los fantasmas que veían por todas partes. Siguieron corriendo y se oyó un disparo. Butrus gritó y cayó de espaldas. Michael le disparó a la silueta. El
muhtasib
gritó y se desplomó. Quedó tendido en el suelo, inmóvil.

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