El nombre de la bestia (5 page)

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Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

BOOK: El nombre de la bestia
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—¿Y pasó?

Perrone asintió con la cabeza.

—No gran cosa, pero lo suficiente. Se celebraron varias reuniones en Alejandría y en El Cairo, con participación de alemanes en unos casos, de franceses en otros, y algunas veces también de irlandeses. Y en todas las ocasiones se trataba de grupos fundamentalistas distintos. No parecía haber un nexo común hasta que salió a relucir un nombre: Abu Abd Allah al-Qurtubi. ¿Has oído hablar de él?

Michael negó con la cabeza.

—No —dijo—. ¿Tenía que haber oído hablar de él?

—No forzosamente. Tampoco yo sé muy bien quién es. Parece ser el inspirador de un grupo de radicales religiosos cuyo nombre ignoro. Sin embargo, hay algo…

Perrone vaciló, con el entrecejo fruncido. La mujer del rincón seguía leyendo su novela. El viejo saboreaba su cerveza. Un grupo de gente subía por la escalera a la planta superior, donde al parecer celebraban algún acto.

—Hay algo extraño acerca de al-Qurtubi —prosiguió Ronnie—. Mi principal fuente, el
mujabarat
, se calló como un muerto al mencionarle ese nombre. Dijo no haberlo oído nunca, pero mentía. Comencé a hacer averiguaciones y entonces empezaron a producirse los asesinatos.

—Tiene contactos aquí, Michael —terció Holly de nuevo—. Creo que tiene un amigo en Vauxhall, y puede que también en otros lugares. No me preguntes cómo ni por qué, pero necesito averiguarlo. Te necesito, Michael. Te necesito en Egipto.

Michael apuró la copa. Le temblaba ligeramente la mano. Eran demasiados recuerdos. No quería volver al servicio; nunca había lamentado su decisión de abandonarlo.

—Lo siento, pero no puedo volver a implicarme. Ya sabéis por qué lo dejé. No quiero volver a pasar por lo mismo.

—Y no te lo pido. Sólo…

—Es lo mismo. Lo siento de verdad, pero no puedo aceptar.

Tom no replicó. Miró a Ronnie, que seguía con su gintónic. Parecía muy pensativo. Al levantar la vista su expresión había cambiado.

—Están intentando que los fundamentalistas accedan al poder, Michael. Eso es lo que pretenden, y sabes lo que significa tan bien como yo. Es justo lo que llevamos años tratando de evitar. Si llega a ocurrir… Por favor, Michael, piénsalo. Hazlo por mí.

Michael no acababa de entender aquel solemne tono de súplica. Era como si, de pronto, el engreído Ronnie se volviese todo humildad. Tal vez se equivocara, pero pensó que lo que le ocurría es que estaba aterrado. Aunque, ¿por qué?

—He de marcharme ya —dijo. Luego pareció vacilar y se volvió hacia Perrone—. Lo pensaré, Ronnie. No quiero dejaros en la estacada, pero tengo que pensar en mí. Lo entendéis, ¿no?

—Sí. Lo entiendo, Michael. Pero piénsalo un poco.

Tom Holly posó una mano en el hombro de Michael.

—¿Hay alguna posibilidad de que nos veamos de nuevo aquí mañana por la noche? —le preguntó.

—Si es para hablar de lo mismo, me temo que no. Quiero digerir el entierro y el funeral antes de pensar en nada seriamente.

—Tómate el tiempo que necesites, Michael —dijo Holly moviendo la cabeza—. Piénsalo cuanto quieras, pero me gustaría verte mañana a no ser que te resulte imposible. Es muy importante. Y para un asunto distinto. Quiero presentarte a alguien.

—No te prometo nada, Tom. ¿No puedes esperar hasta el domingo?

—Me temo que no. Mañana por la noche es la última oportunidad. De no haber dado la casualidad de que estás aquí, no se me habría ocurrido. Hay una recepción en la Escuela de Estudios Orientales y Africanos. Es en la biblioteca, a las siete. Por favor, Michael, trata de ir.

—Lo intentaré, Tom, de verdad; pero no te lo prometo.

Se levantaron los tres. Tom firmó la cuenta de las copas y se marcharon. Seguía lloviendo. En el bar, después de que ellos hubieran salido, la mujer de mediana edad y traje sastre apuró la copa y dejó la novela a un lado. Abrió el bolso, se pintó los labios y se empolvó. Después de cerrar el espejito de mano sacó un teléfono portátil y marcó un número de Vauxhall Cross.

Capítulo
IV

E
l día del entierro no paró de lloviznar. En el cementerio, los árboles estaban ya casi sin hojas y las gotas de lluvia pendían de las ramas como minúsculos brotes que quisieran superponer la primavera al otoño. Una grisácea luz impregnaba el granito y el mármol, la superficie de las urnas funerarias y las alas rotas de los ángeles. La lluvia repiqueteaba en las doradas letras de los nombres de los muertos y crepitaba entre los pálidos pétalos de secas y marchitas flores. Los senderos de gravilla estaban llenos de maleza y de pequeños e irregulares charcos. Michael caminaba hacia la tumba como un peregrino que, al final de su peregrinación, sigue haciéndose las mismas preguntas de siempre.

Había llegado a Oxford la noche anterior. Salir de Londres fue una pesadilla. Se encontró con atascos y con una interminable caravana en la M40. Había olvidado ya lo que era conducir en Inglaterra. Antes de acostarse estuvo un rato con su madre, que permaneció serena y le habló en árabe, pausadamente, complaciéndose en palabras y frases de su pasado, inundando a Michael de recuerdos de un tiempo tan muerto como el hombre con quien estuvo casada. Los ingleses expresan el sufrimiento de un modo muy distinto al nuestro, le dijo, y se quedó sin palabras, sin lágrimas, hundida. Ningún miembro de su familia egipcia asistiría al funeral, aunque habían llamado por teléfono y le habían enviado telegramas; algunos, de personas a quienes prácticamente había olvidado. Era una extraña en tierra extraña y nunca como ahora la afectó tanto el exilio, de una manera tan implacable.

Tal como Tom Holly anticipó, asistieron muy pocas personas al entierro. Ronald Hunt no era una persona muy querida. Las flores que enviaron apenas bastaban para cubrir el féretro mientras era trasladado en el coche fúnebre. Al pie del ataúd había una corona: rosas y claveles blancos trenzados formando la insignia del regimiento. Pero sólo algunos antiguos compañeros de armas asistieron al entierro. También acudieron al cementerio algunos amigos y parientes. Y Carol, por supuesto.

No era de esperar que Carol desperdiciase semejante oportunidad, pensó Michael. Aunque, ¿oportunidad para qué? No tenía ni idea. Supuso que para crear problemas de uno u otro modo, para perturbar su dolor con su supuesto sufrimiento, para mostrar su desdén por todo lo que él creyese haber logrado desde que la dejó.

Carol tenía buen aspecto. No se había dejado derrumbar desde la separación. Era algo que no iba con ella, desde luego. Llevaba su preciosa melena rubia recogida y cubierta con un pañuelo negro de seda. Se había puesto un sobrio chaquetón oscuro, de cachemira, y unos zapatos italianos que seguían inmaculados tras recorrer a pie el breve trecho hasta la tumba. Había llegado a casa sola. Y sola seguía viviendo, según ella, claro, nada amiga de frivolidades a la descarada. Era una incondicional de la doble vida.

Durante su largo matrimonio, Michael nunca sospechó sus numerosas infidelidades ni la desenvoltura con la que compaginaba su duplicidad. Ella y Michael fueron al entierro en el mismo coche. Paul se ocupó de ello.

Paul ofició el funeral de acuerdo con lo previsto. Alto y de facciones angulosas, con una negra casaca plateada por la lluvia, se mantuvo erguido junto a la abierta tumba de su padre, como junto a la de cualquier otro difunto, con un talante más sacerdotal que filial. Su voz, perfectamente modulada, sonaba firme entre las lápidas. Sólo se quebró al pronunciar el nombre de su padre. No había muestras de aflicción en su rostro ni hizo aspaviento alguno. Y sin embargo, a Michael le constaba que Paul era quien más afectado se sentía por la muerte de su padre, más desolado y solo.

El y Michael apenas tuvieron oportunidad de hablar la noche anterior. Hacía ya casi un año que Paul vivía también en El Cairo y los dos hermanos se veían de vez en cuando. Aunque no tuviesen gran intimidad, no había enemistad entre ellos. Mantenían las distancias de una manera que ambos lamentaban, pero que ni el uno ni el otro sabían cómo acortar. Llegaron en el mismo vuelo a Heathrow, pero Paul fue directamente a Oxford mientras que Michael se quedó en Londres para acudir a su entrevista con Tom Holly. Al mencionar el nombre de Tom en el avión, Paul no hizo ningún comentario, pero Michael notó que le desagradaba. Y notó algo más, algo parecido al temor o la aprensión.

A lo largo del oficio religioso en el cementerio, Michael tuvo a su madre cogida del brazo. Era una mujer ya mayor y frágil, y Michael pensó que no tardaría en seguir a su padre. Sin él, ¿qué le quedaba en aquel frío e inhóspito país, en aquella Inglaterra que no era la Inglaterra en la que vivió tantos años? Por un instante, Michael pensó en sugerirle regresar con Paul y con él a El Cairo. Ella seguía teniendo allí familia y podría vivir apaciblemente los años que le quedasen, pero en seguida se percató de que sería inútil. Decidió cortar por lo sano hacía años, olvidarse de un país que, en realidad, nunca la quiso. Y si Tom Holly tenía razón y en Egipto instauraban un régimen fundamentalista, el país resultaría aún menos acogedor para el retiro de una cristiana. Seguiría en Inglaterra, con su hija Anna y su marido. Ya lo habían dispuesto así.

Volvieron juntos hacia los coches, Michael y Paul flanqueando a su madre, cogida del brazo. Parecía más menudita entre ellos; sus finos cabellos grises se alborotaban con el viento bajo el sombrero. Carol iba detrás, con Anna, a una cierta distancia muy calculada. Mientras se alejaban, se oía caer la lluvia sobre la tapa de madera del féretro.

—A vuestro padre nunca le gustó la lluvia —dijo su madre—. Solía decir que deberíamos volver a vivir en Egipto. Ahora ya no podremos hacerlo.

—De todas maneras, nunca hubiese vuelto, madre —dijo Michael—. Ya sabes lo que opinaba del país.

—Se sentía solo —susurró ella asintiendo con la cabeza—. Muy solo. Nunca lo visitaba nadie. Casi nadie.

El trayecto de regreso transcurrió en silencio. Carol, de manifiesto mal humor, miraba a través de la ventanilla. Si se volvía hacia Michael, él miraba para otro lado. Sabía que ella quería que se sintiese culpable por haberla dejado, por no haber vuelto, por negarse a pasar por alto sus infidelidades. El coche, grande y negro, regresaba solemne a la casita de Headington. Hay muchas clases de muerte; los entierros son muy distintos unos de otros.

Una vez en el interior de la casa, Paul se llevó a Michael aparte.

—Por favor, Michael, es muy embarazoso que persistas en ignorar a Carol. Ha hecho un esfuerzo para estar hoy aquí. Por lo menos piensa en mamá.

—No es tan fácil, Paul. Ni tan sencillo. Lo sabes muy bien.

—Lo único que sé es que tenéis que resolver un problema y que no parecéis esforzaros mucho en encontrar una solución.

—Para ti es muy fácil decirlo. No sabes nada del matrimonio.

Paul enrojeció y bajó la vista. Por detrás de él se oían voces tensas que procedían del salón. Todos hacían un denodado esfuerzo por ser corteses, por dar una buena representación, dejando de lado cuestiones que estaban en la mente de todos.

—No tienes que recordármelo, Michael. Los sacerdotes tratamos de mantenernos al margen de ese asunto. Pero, aunque yo sea sacerdote, tú eres mi hermano y debo intentarlo. Tú amaste a Carol; lo sé mejor que nadie. No te cansabas de hablarme de ella, de lo maravillosa que era. Vivisteis como marido y mujer durante quince años, el tiempo suficiente como para que un matrimonio aprenda a transigir con los defectos del otro. Sé que Carol tiene un carácter difícil, pero seguro que…

—Dejé de amarla el primer año, Paul —le atajó Michael—. Y cuando rompimos, llevaba tanto tiempo odiándola que ni siquiera recordaba lo que significaba haberla amado. De haber encontrado a otra persona, bien sabe Dios que hubiese dejado a Carol mucho antes.

—Ya sabes que sobre eso no puedo hacer comentarios, Michael —repuso Paul con una mueca de contrariedad.

No es fácil hablar acerca del amor con un hermano sacerdote. A Michael siempre le resultó difícil acostumbrarse a llamar «padre» a su hermano menor, como si se hubiesen conocido ya mayores, a pensar en él de otro modo que como el pequeño con quien se crió. El tiempo pasa. Dios va creando intersticios entre las vidas que nos son familiares, o quizá los introducimos nosotros mismos por puro aburrimiento, albergando vagas esperanzas o impulsos suicidas. Michael se estremeció.

—¿No puedes hacer comentarios en calidad de sacerdote o en calidad de hermano?

—Por favor, Michael, no empieces otra vez. Ya sabes que no nos lleva a ninguna parte.

—Pues entonces me dirijo a ti como hermano. No te pido tu bendición, sino tu comprensión.

Paul enarcó las cejas. Se parecía más a su padre que Michael y, aunque fuese el menor, aparentaba más edad que éste. Tenía el pelo de un castaño muy claro, casi rubio. Su mirada era fría, sin la intensidad de la de Michael, y ya tenía patas de gallo que se estriaban hacia la frente y las mejillas. No eran esas arrugas propias de quienes se ríen mucho, sino surcos fruto de años de estudio y rezos. Las huellas del intelecto y de la fe habían dejado marcas en su piel, marcas que ocultaban cicatrices más profundas. Paul Hunt era en primer lugar un jesuita y en segundo un hombre.

—¿Mi comprensión? —dijo Paul—. ¿Te refieres a mi cariño?

Michael se quedó mirando a su hermano en silencio.

—Sí —respondió, asintiendo levemente con la cabeza—, supongo que sí. Supongo que me refiero a tu cariño.

Paul pareció haber tomado una decisión. Dio un paso adelante y abrazó a Michael. Luego, sorprendentemente, se echó a llorar. Michael tuvo que consolarle como si, inexplicablemente, su hermano menor se hubiese transformado en un hombre torpe vestido de negro; como si en mitad de un juego de prendas y disfraces, su falsa solemnidad se hubiese tornado en auténticas lágrimas y en una aflicción infinita.

Lentamente, el llanto de Paul fue remitiendo hasta convertirse en quedos sollozos. Se echó hacia atrás sin mirar a Michael, como si le incomodase haberse mostrado vulnerable. A veces, pensó Michael, su hermano llevaba el hábito como una armadura; como algunos médicos la bata blanca y algunos soldados las insignias. Paul era jesuita, un sacerdote del intelecto, con una gran formación y muy respetado. Antes de ser destinado a El Cairo, pasó varios años en el Vaticano, trabajando en la Secretaría de Estado. Fueran cuales fuesen sus debilidades, hacía mucho tiempo que había logrado ocultarlas.

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