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Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El nombre de la bestia (8 page)

BOOK: El nombre de la bestia
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Se lo soltaría de un momento a otro: «Venga a tomar una copa una noche y le presentaré a mi esposo y a mis hijos».

Pero no.

—¿Tiene papel? —le preguntó.

Michael encontró un sobre arrugado en uno de sus bolsillos. Ella escribió al dorso unas señas y un número de teléfono de al-Abakiyya.

—Llámeme cuando regrese. Es decir, si quiere…

—Sí —dijo él—, me gustaría muchísimo. Ella le estrechó la mano, se despidió de Tom Holly y se marchó. Michael la siguió con la mirada hasta que cruzó la puerta. Al mirar luego hacia Tom, reparó en que sólo quedaban ellos dos en el salón. Parecía enorme, vacío como estaba, con copas dejadas a la mitad y restos de canapés que, por lo visto, no habían conquistado el paladar de los asistentes. Michael cerró los ojos pensando en que su padre estaba ahora en un lugar donde no se oía ni se veía nada.

Capítulo
VII

A
que es encantadora?

Caminaban frente al Museo Británico, buscando un lugar donde comer. La idea fue de Tom, porque Michael no tenía apetito.

—¿Quién?

—Vamos, Michael, no te hagas el tonto. Lo sabes muy bien. Aisha Manfaluti.

—Supongo que sí.

—¡Supongo que sí! ¡Pero si no le quitabas los ojos de encima!

—¿Por qué nos has presentado, Tom? —preguntó Michael, deteniéndose y obligando a Tom a hacer lo propio.

—¿Que por qué? Tú me tomas el pelo, Michael. Por lo menos eso sí te lo habrá dicho.

—No me ha dicho nada, Tom.

—Por el amor de Dios, ¿de qué habéis hablado entonces? ¿De su última excavación?

—Hablamos un poco de ello, sí.

—Pero, por lo menos, sabrás quién es.

—¿Ella? Sé que es la doctora Aisha Manfaluti. Que debe de tener…, ¿cuántos? ¿Treinta y cuatro? Que trabaja en el Museo Egipcio y que su especialidad es la arquitectura funeraria de la XIX dinastía. Su padre era abogado del Estado. Es hija única y…

—Nada de todo eso nos interesa, Michael. Me refiero a su esposo y todo eso.

Michael tardó en reaccionar ante la confirmación de que estaba casada.

Aunque ya lo hubiese deducido, le sentó como un tiro.

—¿A su esposo? No me ha hablado de su esposo para nada.

—¿Que no…? ¡Hostia, Michael, si no hubieses estado tan pendiente de sus encantos te habrías enterado en seguida! ¿Me vas a decir que de verdad no sabes quién es Aisha Manfaluti?

Michael sintió un escalofrío. Empezaba a intuir que aquello no había sido una presentación corriente, que era algo muy importante para Tom Holly. Ya había supuesto que algún interés tendría, pero empezaba a temer que tal interés fuese excesivo. Siguió sin contestar a la pregunta de Tom. Detrás de ellos, la pétrea mole gris del museo se recortaba en la noche.

Tom respiró hondo.

—El marido de Aisha Manfaluti es Rashid Manfaluti, líder del partido al-Hurriya. ¿Sabes ahora de qué te hablo?

Todo eran sombras en derredor, el eco de sus pasos, el clamor de la noche. Michael estaba aterido.

—No entiendo. ¿No fue a Manfaluti a quien… secuestraron?

—Hace cinco años —dijo Tom asintiendo con la cabeza—, poco después de pronunciar un discurso en El Cairo condenando el derecho religioso. Acababa de aprobar una ley prohibiendo el matrimonio entre coptos y musulmanes. Nadie conoce la identidad de los secuestradores, aunque se han aventurado fundadas hipótesis. No se le ha vuelto a ver desde el día del secuestro. Ni fotografías, ni vídeos; ni una carta siquiera. Algunos creen que ha muerto, pero la mayoría opina que le mantienen con vida para utilizarle como objeto de negociación en caso de que el Gobierno les apriete las clavijas. Los viejos reaccionarios recuerdan los campos de internamiento que organizó Sadat para los miembros de al-Ikhwan en los sesenta. No quieren que las cosas lleguen de nuevo a esos extremos.

—¿Y de qué puede servirles Manfaluti?

—De mucho. Su apellido todavía aglutina a los liberales del país. Tenía fama de incorruptible. Mucha gente le votaría en unas elecciones. Está contra los extremismos, pero siempre ha mostrado una mentalidad muy abierta en cuestiones religiosas. Es esa clase de musulmán en quien un copto puede confiar. Si alguien puede evitar que los fundamentalistas lleguen al poder, ése es Rashid Manfaluti.

—Si sigue vivo. Pero, si es como dices, ¿no sería más lógico que sus secuestradores le hubiesen matado?

—Tal vez —dijo Tom encogiéndose de hombros—, pero no lo creo. Si se descubriese que fueron ellos los responsables, sufrirían un serio revés. A la larga, sería peor que tenérselas que ver con él.

—¿Y qué pinta su esposa en todo esto?

Tom siguió caminando. Michael fue tras él por la estrecha acera de Museum Street, pasando frente a los iluminados escaparates de las librerías.

—El partido trata de convencer a la señora Manfaluti para que se presente como candidata al Parlamento en las próximas elecciones, en enero. Apoyándose en el apellido de su esposo y en su propio talento, tiene muchas posibilidades de ser elegida; y en tal caso podría hacerles mucho daño a los fundamentalistas. Se atraería un elevado porcentaje del voto femenino. Sólo hay una pega.

—¿Cuál?

—Que ella no quiere presentarse. Le apasiona la política, pero no tiene el menor interés en dedicarse a ella. Es más, siente auténtica aversión ante la sola idea.

Entonces recordó Michael cómo torció ella el gesto ante su torpe sugerencia de que interviniese en política.

—¿Y por qué no me contaste antes todo esto?

—Lo siento. Supuse… Pensé que te lo comentaría ella, si es que no lo sabías ya; pero, por lo visto, he metido la pata.

—¿Y qué interés tienes tú en ella?

—¿Más claro lo quieres?

—Mira, Tom, llevo más de cuatro años completamente desconectado. Seguro que han cambiado muchas cosas. Ni siquiera estoy seguro de saber cuál es exactamente nuestra política oficial en Egipto en la actualidad.

—Evitar que los fundamentalistas lleguen al poder. Con Gobiernos islámicos en Irán, Irak, Argelia y Sudán, además de otros países que están en la cuerda floja, no podemos permitirnos que Egipto se desmande. Si un régimen extremista ejerciese el control sobre la Universidad de Azhar, su influencia sería enorme en todo el mundo islámico. La Universidad de Azhar es prácticamente la única institución que la mayoría de los musulmanes sigue respetando. Sería un serio paso atrás para toda la región.

—¿Y a nosotros qué? Eso no nos impidió apoyar a Saddam Hussein cuando Irán era el enemigo. O a Irán cuando decidimos que Saddam era aún peor.

—Yo no decido la política, Michael —dijo Tom encogiéndose de hombros—. No hace falta ni que te lo diga.

—¿Y en cuanto a Aisha Manfaluti?

—Me gustaría que la vigilases, Michael. Eso es todo. No creo que te resulte muy difícil. Incluso tengo la impresión de que te será agradable. Procura que nadie se interese por ella de manera inconveniente. Hazte amigo de ella. Procura que no se meta en líos.

—¿Qué clase de líos? ¿Que la secuestren? ¿Es eso lo que temes?

—Más o menos, sí. Es una posibilidad.

—En tal caso, debería tener escolta las veinticuatro horas del día.

—Ya se le ha dicho, pero no hace caso; además, eso equivaldría a reconocer que se le asigna un papel importante. Ella opina que está más segura sin protección, porque eso da a entender que no se la considera tan valiosa como para protegerla. Las personalidades tienen guardaespaldas, y es a ellos a quienes secuestran. Y, por supuesto, a quienes tienen guardaespaldas se les trata como si fuesen importantes, y eso es justamente lo que ella desea evitar.

—Puede que tenga razón en eso de que es a quienes tienen guardaespaldas a quienes secuestran.

—Quizá —admitió Tom asintiendo con la cabeza—, pero no podemos permitirnos el lujo de correr el riesgo, ni de que lo corra ella. Llegado el caso, quizá la necesitemos, aunque sólo sea como símbolo. A diferencia de su esposo, a nosotros no nos sirve de nada ni muerta ni como rehén. Lo único que quiero es que trabes con ella la amistad suficiente para poder vigilarla de cerca, Michael; eso es todo. No dispongo de ninguna otra persona con preparación suficiente para pedirle una cosa así.

—Ella te conoce, Tom —dijo Michael deteniéndose de nuevo—. Sabe quién eres y lo que eres.

—Por supuesto que lo sabe, amigo mío. Es muy perspicaz y se mueve.

—Sabe que eres tú quien nos ha presentado. No creo que tarde mucho tiempo en sospechar que hay algo más que un puro interés intelectual.

—Claro. Pero da igual. A ella no le gusta que los occidentales se inmiscuyan en la política de Egipto, pero es lo bastante realista para saber que no tenemos más remedio que entendernos. Tú tienes legítimas razones para querer conocerla y eso es lo único que te pido.

—¿Y quieres también que me acueste con ella?

—Por favor, Michael, creo que me conoces lo bastante para no pensar eso. Nunca ha sido mi estilo. El grado de amistad a que llegues con ella es cosa tuya.

—Y también quieres que busque a su esposo, ¿no es así?

—Yo no lo he dicho.

—Pero te gustaría.

—Sí, naturalmente. Si dieses con alguna pista, ¿por qué no? —Tom hizo una pausa y se quedó mirándole—. Por cierto, Michael, sobre el otro asunto necesito una respuesta pronto. ¿Cuándo podremos hablar?

Michael suspiró. Al llegar a New Oxford Street se cruzaron con un grupo de gamberros que caminaban empujando a patadas unas latas de cerveza y profiriendo gritos ininteligibles.

—No es necesario, Tom. Ya he tenido tiempo suficiente. Querría coger un vuelo de regreso a El Cairo el miércoles, de manera que, antes de marcharme, necesitaré instrucciones detalladas.

Capítulo
VIII

E
l lunes por la mañana se dio lectura al testamento del coronel Ronald Hunt en el despacho de sus abogados, Ephraim, Rainbow y Gillespie. El bufete se encontraba en St. Giles, al otro lado de Pudsey House, en un edificio que parecía un puro remiendo.

Eran un grupo pequeño y nada ruidoso: Michael, su madre, Paul, que iba con chaqueta y un polo, Anna, su esposo Andrew y sus hijos, ambos adolescentes. Michael temió que Carol se presentara. Y, lo que era aun peor, que aprovechara la oportunidad para hacerle una escena. La lectura de un testamento puede dar rienda suelta al resentimiento cortésmente sofocado durante años, y Michael sabía muy bien que a Carol le bastaba el menor pretexto para desahogarse.

Benjamín Ephraim era un hombre que le había dado una dimensión dickensiana a su tediosa existencia de abogado de provincias. Es decir, le faltaba poco para conseguirlo. Su despacho hubiese podido servir de decorado para una producción de la BBC inspirada en
Casa desolada
, con las paredes forradas de libros, poca luz y atestado de sillas y sillones de piel cubiertos con antimacasares. Despedía un olor a castañas y pudín, a viejas pipas de arcilla y jerez dulce en vetustas botellas rojas. El propio Ephraim daba la impresión de pertenecer al círculo de los adeptos a la excentricidad, que se complacen en aparecer en público vestidos al estilo Victoriano, con toda la pinta de «extras» en busca de trabajo en alguna película sobre Sherlock Holmes o Nicholas Nickleby.

Leyó el testamento con voz lúgubre, cláusula a cláusula. No era un testamento largo ni contenía sorpresa alguna. No había esqueletos ocultos en la estrecha alacena que fue la vida de Ronald Hunt; y, de haberlos, los hubiese envuelto y atado perfectamente para que no hiciesen ruido y sobresaltasen a los niños. La mayor parte del dinero —lo poco que había— lo legaba a su esposa de por vida. A sus nietos les dejaba pequeños regalos. El testamento no iba a cambiar la vida de nadie. Había sido una muerte insignificante, sin más consecuencias que las normales. Los tres hijos le estrecharon la mano a Ephraim y abandonaron el bufete con su cuenta corriente apenas acrecentada y tan tristes como al entrar.

Almorzaron juntos en el Randolph, como una familia que había dejado de serlo. La conversación derivó hacia el tema del amor. Hablaron sobre la cuestión por turnos, como algo que había que buscar, conquistar o esforzarse por conseguir; algo que se podía conservar o perder como si de una posesión se tratase, como una recompensa a la bondad, la fe o la tenacidad. Michael apenas abrió la boca. Se limitó a escuchar las conjeturas de los demás. Sabía que, si hablaba, lo que dijese podía ser tan embarazoso para ellos como para sí mismo.

Porque ahora sabía que el amor no se parecía en nada a lo que ellos aventuraban, que no era algo que se pudiese comprar, que no era negociable ni podía alcanzarse mediante el esfuerzo, que no llegaba como resultado de pacientes plegarias o un persistente anhelo. Aparecía de una manera sencilla e imprecisa, como si descendiera desde una gran altura; y te quemaba, te consumía. Era algo incontrolado, incontrolable y extraño. Y una vez estaba ahí, en ti, nada podías hacer para ahuyentarlo; nunca.

—¿Te encuentras bien, cariño? —le preguntó su madre, mirándole con ansiedad desde el otro lado de la mesa.

Ya habían llegado al postre y Michael se percató de que apenas había probado bocado.

—Sí, estoy bien, madre. Sólo un poco… pensativo.

—Te he visto todo el día muy preocupado.

—Lo siento. Quizá, sin darme cuenta, he estado demasiado ensimismado.

—¿Por qué no te quedas un poco más en casa, cariño? Necesitas descansar. No creo que necesiten que vuelvas en seguida. Seguro que alguien puede sustituirte.

—Claro, Mike —dijo Anna, siempre presta a apoyar a su madre en las pequeñas cosas y la única que le llamaba Mike—. Quédate. Apenas te vemos. Los chicos tienen muy pocas ocasiones de pasar un poco de tiempo con su tío, ¿verdad, niños?

Los pequeños asintieron complacientemente con la cabeza y volvieron a atacar su pudín de arroz. Michael les había traído unas pequeñas dagas de plata de El Cairo, pero ellos sólo mostraron un educado agradecimiento. No estaban interesados por los objetos bellos. Toda su atención la absorbían los videojuegos y los ordenadores.

—Lo siento —dijo Michael negando con la cabeza—. Es absolutamente imposible. Le he prometido a una persona estar de vuelta el miércoles. Un amigo. Tiene un trabajo importante para mí.

Paul alzó la vista y se quedó mirándolo con cara de preocupación.

—No se tratará de Tom Holly, ¿verdad, Michael?

—Por favor, Paul. Durante el almuerzo no.

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