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Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El nombre de la bestia (4 page)

BOOK: El nombre de la bestia
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Tom meneó la cabeza y le echó un poco de ginger al whisky.

—No es exactamente del dominio público, Michael. Creí que me habías comprendido. Cuando dos viejos enemigos del campo del fundamentalismo entierran el hacha, no es aventurado suponer que algo de envergadura les une. Corren rumores de que se ha formado una coalición capaz de derribar al gobierno el año que viene.

—¿Y por qué me cuentas todo esto, Tom? Supongo que es información reservada.

Holly se encogió de hombros.

—Ocurre algo, ¿verdad? —preguntó Michael—. Y quieres meterme en el ajo, ¿no es eso? —añadió, dejando el vaso al tiempo que se levantaba—. Sea lo que fuere, Tom, no cuentes conmigo. Te lo digo en serio. Hace cinco años que dejé el MI6 y es una de las decisiones de mi vida que nunca he lamentado. Nunca. Si necesitas ayuda, si precisas información, tendrás que pensar en otro.

—Para el carro, Michael —dijo Tom llevándose el índice a los labios—. Ronnie Perrone acaba de entrar. Querrá hablar contigo de lo de tu padre.

Capítulo
III

P
errone pidió una Aqua Libra con un poco de hielo. Al volver a la mesa se dio unas palmaditas en el estómago.

—Hay que cuidar la línea —dijo en tono de lamentación—. A estas alturas hay que empezar a moderarse; el barrigón se apodera de ti cuando te descuidas, engorda por su cuenta.

Un buen observador lo hubiese adivinado. Ronnie Perrone tenía treinta y siete años, pero no aparentaba más de veinticuatro y estaba en plena forma, como un atleta en su mejor momento. Rara vez hacía ejercicio; no tenía necesidad. Su metabolismo velaba por él; su metabolismo y ocasionales estancias en el dique seco, aunque nunca más de unas cuantas semanas.

La bebida era su único vicio, según decía él, aunque en determinados ambientes no le importaba reconocer que, en realidad, tenía dos: la bebida y los jovencitos. Pero nunca ambas cosas juntas. Demasiado peligroso.

—Se me hace difícil no verte beber cerveza, Ronnie. Le explicaba a Michael cómo nos parece que se presentan las cosas por allá.

Perrone fue nombrado jefe de la sección de El Cairo tras la dimisión de Michael. Su expresión era taciturna. Alzó la mirada hacia la mujer del rincón y luego les miró a ellos.

—Dios mío, prefiero no pensarlo —dijo estremeciéndose—. Es como estar exiliado en Jeddah o Teherán, pero con el recuerdo de mejores tiempos asomando por todas las esquinas. Voy a tener que andarme con cuidado con mis hombres también. Estas cosas no les hacen mucha gracia; esos barbudos…

—Ya me iba, Ronnie —se excusó Michael, levantándose.

—Pero, Michael…

—El padre de Michael ha muerto —dijo Holly en un tono impersonal, sin inflexión ninguna, como si la muerte de un padre fuese algo tan cotidiano como irrelevante.

—Dios mío —exclamó Ronnie, perplejo—. Cuánto lo siento, Michael. Y yo aquí como un elefante en una cacharrería. No tenía ni idea.

—No, claro; no podías saberlo, Ronnie. Murió anteayer, de repente. Un ataque al corazón. Ni siquiera sabíamos que estaba enfermo. Mi madre sí, claro, pero no dijo nada para que no nos preocupáramos. Ya sabes cómo es.

—Ha debido de ser un golpe terrible para vosotros.

—Sí. Mi madre está muy afectada, aunque ya lo supiese. Eso me ha dicho Paul.

—¿Vais para allá?

—Sí. El entierro es mañana. Salgo esta noche para Oxford. He alquilado un coche.

—Bueno, pues quédate un rato. No tienes por qué correr. Hace meses que no te veo. Y Tom imagino que debe de hacer años, ¿no?

—No, Ronnie, años no.

—Venga, hecho. Voy a abandonar el dique seco y nos tomaremos unas copas a la salud de un ser tan querido. Al viejo buitre le hubiese gustado.

—Le viste en un par de ocasiones, ¿no, Ronnie?

—¡Pues claro! ¿No habrás olvidado aquella horrible cena a la que nos invitasteis Carol y tú cuando vivíais en aquel destartalado apartamento de al-Azbakiyya. Claro que entonces aún estabas en la vieja empresa.

Ronnie estaba por entonces a las órdenes de Michael. Pero no se veían mucho; sólo en la medida en que suelen hacerlo antiguos compañeros que viven en la misma ciudad, y asisten a las mismas fiestas, recepciones y seminarios organizados por la Universidad Americana, donde Michael enseñaba Ciencias Políticas. Ronnie Perrone le caía bien pese a sus horribles modales y a que lo asociaba con tiempos y personas de ingrato recuerdo.

—Tu padre era un hombre de una rectitud a prueba de bomba —dijo Ronnie haciéndole una seña al barman—. No creo que tuviese muy buena opinión de mí.

—No, supongo que no. Mi padre llevaba el Ejército en la sangre. No se fiaba un pelo de quienes trabajaban para el Servicio Secreto. Nunca me perdonó que dejase el Ejército.

Michael estuvo destinado dos años, ya con el grado de capitán, en el Cuartel General del Servicio de Información del Ejército en Ashford, hasta que a alguien se le ocurrió que, con su aspecto y dominio del árabe egipcio, podía ser de mucha más utilidad trabajando para el Servicio Secreto. Para su padre aquello fue como una deserción. El cuerpo de información militar no era precisamente lo que más le gustaba («pensamientos dormidos en sus laureles», llamaba a los del Cuerpo, aludiendo al florilegio de la insignia), pero colaborar con civiles en lo que para él eran malas artes desbordaba su capacidad de comprensión.

—Me parece que tenía otras razones para no caerle bien —dijo Ronnie—. ¿Sabe qué? —añadió dirigiéndose al barman—. He cambiado de opinión. Llévese este pipí de gato y tráigame un gintónic bien cargado.

—¿Con hielo, señor?

—Échele lo que quiera, mientras no me ponga el dedo de ginebra horizontal.

El barman sonrió, retiró el Aqua Libra como si fuese algo vagamente obsceno y se alejó.

—La verdad es que no creo que mi padre tuviese la menor idea de que eres gay.

—Pues menuda desilusión. ¡Si parezco una «loca»!

—Sabes que eso no es verdad, Ronnie. Creo que tendrías que ser de verdad una «loca» para que mi padre lo hubiese notado. Era de una ingenuidad increíble. Y así le iba. Veía el mundo en blanco y negro, sin lugar para ambigüedades morales.

—O sea, ¿que me llamas ambigüedad moral?

—No, pero a mi padre sí se lo hubieses parecido, de haberlo sabido. Si quieres que te diga la verdad, creo que hasta hace unos años no llegó a creer que de verdad existiesen los homosexuales. Creía que los gays no eran más que una fantasía creada para alertar a los subalternos sobre lo que él llamaba «comportamiento afeminado». Para él fue un verdadero trauma cuando empezasteis a salir a la luz del día.

—Pobre hombre, debió de ser muy duro para él —dijo Ronnie con un leve dejo de ironía.

—En cierto modo, sí —repuso Michael en tono pausado, mirando a su viejo amigo—. A veces olvidamos lo que su generación tuvo que soportar. Se criaron creyendo en un mundo de ensueño que luego les arrebataron.

El barman dejó el gintónic en la mesa. Ronnie tomó un sorbo y asintió con la cabeza. Ya más relajado, levantó el vaso. La mujer del rincón les miró; leía un libro, una novela de Anita Brookner. No parecía prestarles atención.

—A la salud de tu padre, Michael —musitó Ronnie—. Para que la eternidad le colme de pureza… en un paraíso heterosexual.

—Sin egipcios, ni judíos, ni mujeres engreídas —añadió Michael alzando su vaso.

—¿No os parece que sois algo duros? —dijo Tom mirándoles.

—Lo siento, Tom. Es que aún no lo hemos digerido. Perdona si antes he estado un poco brusco.

—No tienes por qué excusarte. Y, si quieres que te diga la verdad, en parte tenías razón. No quería verte sólo para darte el pésame. Siento que tu padre haya muerto, pero mi intención era aprovechar la oportunidad. Por eso llamé a Ronnie. Ha venido en el vuelo que llegaba justo después del tuyo.

—Sí. Ya imaginaba que debía de haber hecho algo así. Era demasiada coincidencia que estuviese en Londres —dijo Michael recostándose en la silla—. Lo que me gustaría saber es de qué puedo servirte yo. No tengo acceso a ninguna información que no puedas obtener de mil maneras mucho más sencillas y fiables. No hablo con nadie importante. Tienes a Ronnie, a tus agentes, tus fuentes; un ejército de funcionarios. No me necesitas a mí.

—¿Por qué no se lo dices tú, Ronnie? —dijo Tom mirando a Perrone.

Ronnie dejó el gintónic sobre la mesa. Sacó la rodaja de limón, se la llevó a los labios y la succionó con tanta fuerza que la dejó sin pulpa. Era una vieja costumbre que hacía que a Michael le rechinasen los dientes.

—No tenemos agentes —dijo Ronnie dejando la corteza en el posavasos—. No hay red.

—¿Que no hay red? ¿Qué demonios quieres decir? Te la serví en bandeja. Por el amor de Dios, ¡era la mejor de Oriente Próximo!

—Hace unas dos semanas —prosiguió Perrone ignorando las palabras de Michael—, alguien empezó a desactivarla.

—¿A desactivarla?

—Todos están muertos o en la cárcel. No ha sucedido de la noche a la mañana, claro, pero a finales de la semana pasada no quedaba más que un operador de radio y un topo en Seguridad del Estado. Y, o mucho me equivoco, o tampoco estarán ya cuando yo regrese.

—¿Y cómo ha podido suceder algo semejante? —preguntó Michael mirándoles.

—¿Crees que estaríamos hablando contigo si lo supiéramos? —dijo Tom inclinándose hacia delante—. Nuestro sistema de seguridad era bueno, el mejor. Utilizábamos el mismo que tú implantaste cuando eras funcionario, sin apenas cambios. Aunque se hubieran producido un par de filtraciones, en ningún caso podían conducir a más de dos agentes. Ronnie no tenía listas. Toda la red estaba en su cabeza o en el ordenador central de Vauxhall. ¿Comprendes?

—¿Quieres decir que, o bien a Ronnie le ha dado por vender su propia red, o bien lo ha hecho alguien de Vauxhall?

—Eso es lo que parece.

—¿Y la CIA y el Mosad? ¿Les habéis pedido ayuda?

—¿Crees que voy a plantarme en Grosvenor Square para estrecharle la mano a Bob Grossman y decir: «Eh, Bob, alguien de Vauxhall nos ha reventado toda la operación de Egipto, ¿qué tal si nos echaseis una mano?». —dijo Tom frunciendo el entrecejo—. Imagino su reacción. Que si no confían en nosotros. Que si los del Mosad prácticamente han dejado de comunicarse con nosotros… Llevas demasiado tiempo fuera del servicio, Michael. Tú sí que puedes echarme una mano.

—¿Y no tienes idea de quién puede ser?

Tom negó con la cabeza, aunque le había estado dando vueltas al asunto.

—No —repuso—. Por lo menos… En fin, tiene que ser un jefe de sección o quizás alguien de más rango, porque sólo alguien de muy arriba tiene acceso a los archivos.

—¿Estás seguro?

—No, claro que no. Pero el sistema de seguridad ha funcionado bien durante años. Percy Haviland ordenó revisarlo por completo cuando lo nombraron director general.

—¿Y los otros servicios de inteligencia del Estado? El del Ministerio de Defensa, por ejemplo…

—¿Bromeas, Michael? ¿Qué motivo podrían tener para hacer una cosa así?

—¿Y qué motivos podrían tener otros?

—¿Qué piensas tú, Ronnie? —dijo Tom.

Perrone se encogió de hombros.

—¿Ha sucedido en algún otro lugar? —preguntó Michael.

—No, que sepamos —contestó Holly.

—¿Has hecho indagaciones?

—Discretamente, Michael. Muy discretamente. Por el amor de Dios, ¡no voy a ir aireándolo por ahí!

—O sea, que todavía no se lo has dicho a nadie, ¿no es eso?

Tom se limitó a dirigirle una hosca mirada y a negar con la cabeza.

—Por todos los santos, Tom, tienes que decírselo a alguien.

—Ronnie ha estado elaborando informes falsos. Bueno, no exactamente. Más bien ha hecho pasar por actual información desfasada.

—Pero no podrás seguir haciéndolo indefinidamente, ¿no crees, Ronnie?

Ronnie torció el gesto y Michael les miró con expresión inquisitiva.

—No veo cómo puedo ayudaros —dijo—. No tengo contactos en Vauxhall; nadie con quien hablar. ¿Por qué no te diriges directamente a Percy y le pides que realice una investigación?

—Lo haré como último recurso, Michael; si es inevitable. Pero necesito pruebas muy concluyentes. Ronnie cree que podrá averiguar lo que sucede, pero necesita a alguien que le apoye. Alguien que sepa lo que se trae entre manos. Un profesional.

—Yo soy un ex profesional.

—Eres mejor que la mayoría de nuestros agentes en activo, Michael. No tenemos tiempo para preparar a otro.

—Lo dejé, Tom, y tuve mis razones para hacerlo. Lo sabes mejor que nadie. No creo necesario explicártelas de nuevo.

—Sí, Michael. Sé cuáles son tus razones y las respeto. Nunca me he interpuesto en tu camino, lo sabes muy bien; pero ahora te necesito. Está pasando algo gordo. Estoy seguro.

—¿Algo gordo?

—Me parece que será mejor que se lo cuentes, Ronnie.

Perrone bebió un largo sorbo de gintónic. Un hombre bastante mayor se acercó en aquellos momentos a la barra y pidió una cerveza. A través del apacible St. James Park se oían las apremiantes sirenas. Ronnie rebulló en la silla.

—Tenía un contacto en Alejandría —empezó a decir—, un contacto llamado Barnabas. Era un
mujabarat
de segunda, un simple funcionario administrativo, no un oficial del Servicio de Inteligencia; pero sabía cómo conseguir buen material: cosas sueltas, retazos, pero todo del máximo interés. Hace cosa de un mes, me pasó una información mucho más interesante de lo habitual. Un
mujabarat
de rango superior, responsable de la vigilancia de grupos funda— mentalistas, tenía pruebas de una conexión entre una célula del Yama'at y una organización terrorista alemana. Lo curioso es que se celebró una reunión entre representantes de ambos grupos, pero no en Alemania, sino aquí, en Londres.

—Ronnie me pasó por fax una copia del informe inmediatamente —terció Holly—. Comprobé en los archivos todas las reuniones celebradas en la fecha en cuestión e intercambiamos la información con la sección de Alemania. Nada. Me resultaba difícil de creer. Si los egipcios estaban al corriente de la reunión, los alemanes y nosotros teníamos que habernos enterado. Hice discretas averiguaciones en el entorno de la Bundesamt für Verfassungsschutz y allí lo sabían, por supuesto. Y estaban convencidos de que también nosotros teníamos el informe. Entonces empecé a recelar.

Ronnie miró a Michael con expresión de ansiedad.

—Tom y yo comentamos el asunto —dijo— y decidimos mantenerlo en silencio, de momento. Podía tratarse simplemente de un error; y, en caso contrario, no queríamos alertar a nadie. Puse a mi gente al corriente y aguardé a ver si pasaba algo.

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