Cumplió la rutina de comer, bañarse y vestirse sin percatarse de lo que estaba haciendo. Sólo recobró el dominio de si mismo cuando Kasa le sentó en la banqueta, ante el tocador, y rompió el sello de un nuevo frasco de kohol. El familiar chasquido de la cera devolvió a Khaemuast el sentido común. «Esta situación no se puede aceptar», se dijo, enojado, mientras su servidor hundía un pincel en el polvo oscuro y se inclinaba hacia su cara. Cerró los ojos y sintió el pincel húmedo cruzarle gratamente los párpados.
—Kasa —dijo rápidamente, antes de que la nube de malos presentimientos se concretara en un nuevo día de cobardes postergaciones—, quiero que vayas a la casa de las concubinas y ordenes al guardián de la puerta abrir y preparar las habitaciones más grandes para otra ocupante. Voy a casarme otra vez.
El pincel tembló en sus sienes antes de reanudar su lenta marcha. Kasa se enderezó, y sumergió el instrumento en el cuenco de agua, sin mirar a su amo.
—Es una buena noticia —dijo, con discreción—. Te ofrezco mis deseos de larga vida, salud y prosperidad, Alteza. No hables, por favor. Ahora debo pintarte la boca.
Su amo guardó silencio hasta que la alheña, fresca y húmeda, comenzó a secarse en sus labios.
—Que mi arquitecto venga esta noche a mi despacho —dijo—. Quiero diseñar un nuevo conjunto de habitaciones para la segunda esposa, Tbubui, que se añadirán a la casa.
—Muy bien, Alteza. ¿Esa noticia es ya conocida?
Khaemuast rió entre dientes ante el extremo tacto de su servidor personal.
—Sí —respondió.
No habló más hasta que Kasa recogió el pectoral de oro y lapislázuli y los brazaletes de oro para completar el atuendo del príncipe.
—Si se me necesita, estaré en las habitaciones de la princesa —indicó al hombre, antes de salir.
Había echado los dados. Ya no tenía m~s remedio que informar a Nubnofret. Amek e Ib abandonaron sus puestos ante la puerta y le siguieron por los anchos corredores de su casa, en la que se había efectuado ya la limpieza matutina. Khaemuast avanzó entre las reverencias de los criados y las motas de polvo que danzaban y brillaban en los rayos de sol que atravesaban frecuentemente los pasillos.
Ordenó a su escolta que esperara, saludó a Wernuro ante la puerta de su esposa y se hizo anunciar. Nubnofret le recibió con una sonrisa. Lucía una amplia túnica amanha, bordada con hilos de oro, que dejaba al descubierto sus gruesos brazos y su cuello de estatua. Se había trenzado la cabellera con cintas de hebras doradas y una diadema de oro que sostenía una imagen de Mut, la diosa buitre, cruzaba su frente morena. Todavía estaba descalza. Khaemuast tuvo tiempo de observar, con una punzada de dolor, la voluptuosidad que le prestaban los zarcillos de cabello húmedo que escapaban a la gruesa trenza y el contorno de sus grandes pechos, tentadoramente visibles bajo la fina tela.
—Te has levantado temprano, querido hermano —comenté alegremente, ofreciéndole la cara para recibir su beso—. ¿Qué has planeado para hoy? ¡Espero que incluya una o dos horas de frivolidades en mi compañía!
«Ha cambiado desde que Sheritra no está", pensó él, rozando con los labios su piel perfumada. "Está menos seria, menos consumida por la correcta administración de la casa. Quizá Sheritra le hace pensar en sus fracasos o en los años que pasan, más deprisa para las mujeres que para los hombres. Pobre Nubnofret.»
—Quiero hablar contigo en privado —dijo—. Salgamos a la terraza.
Ella le siguió a través del cuarto y bajaron los tres peldaños que descendían, entre columnas, a la terraza cubierta, refrescada por las corrientes de aire. Un par de escalones más los adentraban ya a pleno sol, al fulgor de una mañana ya rancia de calor. Unos densos arbustos protegían la entrada del jardín trasero. Khaemuast señaló una silla, pero ella negó con la cabeza. Con el gesto, el ojo de obsidiana de Mut clavó en Khaemuast una mirada triste.
—Llevo una hora sentada, mientras me arreglaban la cara y el pelo —explicó—. ¿Qué pasa, Khaemuast? ¿Voy a saber por fin lo que te preocupa?
Él suspiré para sus adentros.
—No sé cómo decir esto con suavidad —dijo—, de modo que no voy a intentarlo. Desde hace algún tiempo me siento cada vez más atraído por otra mujer, Nubnofret. Este interés me molestaba, pues soy un hombre de hábitos fijos, que gusta de una vida familiar ordenada, pero ha ido creciendo pese a mis esfuerzos por evitarlo. Ahora estoy enamorado de ella y he decidido desposarla.
Nubnofret emitió una suave exclamación, pero Khaemuast, que se atrevió a lanzarle una mirada, no observó en ella horror, ni siquiera sorpresa. Más bien parecía irritada.
—Continúa —indicó ella, con voz serena. Se mantenía perfectamente inmóvil, con los enjoyados brazos junto al cuerpo y la vista fija en él. Su esposo aún no podía mirarla de frente.
—No hay mucho más que decir —admitió—. Se instalará en la casa de las concubinas hasta que yo pueda diseñar y hacer construir para ella unas habitaciones adecuadas dentro de la casa. Naturalmente, será sólo segunda esposa. Tú seguirás siendo el ama de la casa en todos los sentidos.
—Naturalmente —repitió ella, siempre con aquella voz extraña e inexpresiva—. Es prerrogativa tuya tomar tantas esposas como desees, Khaemuast, y lo único que me sorprende es que no lo hayas hecho antes. —Todavía no mostraba sorpresa. Hablaba con una total indiferencia. Él nunca la había visto tan compuesta—. ¿Cuándo se redactará el contrato?
Por fin Khaemuast se obligó a mirarla a los ojos, enormes e inexpresivos.
—Ya está redactado. Ella lo ha firmado y yo también.
—Eso significa que ya habías pensado todo esto y que llevas algún tiempo planeándolo cuidadosamente. —Una leve sonrisa atravesé su boca rosada—. ¿Es posible que tuvieras miedo de decírmelo, querido hermano? Lamento desilusionarte, pero hace varias semanas que sospechaba algo así. ¿Quién es esa afortunadísima mujer? Una princesa, sin duda, pues Ramsés te permitiría tomar a una plebeya por concubina, pero no por esposa real.
Khaemuast tuvo la inquietante sensación de que ella ya lo sabía. Le miraba con aparente ecuanimidad y su pecho se movía lenta y profundamente al respirar.
—No es princesa —se vio forzado a admitir—, pero sí de sangre noble. Es Tbubui, Nubnofret. Tbubui. ¡La quiero desde el principio!
Sus últimas palabras brotaron en un desesperado esfuerzo de arrancar su aplomo, pero ella se limitó a enarcar una ceja.
—Tbubui. Esa mujer me intrigaba, Khaemuast. El día en que estuvo a punto de caer al agua y se asusté tanto, tú hiciste ademán de correr hacia ella aun antes de que perdiera el equilibrio. Bueno, creo que no me disgusta. Tenemos cierta amistad superficial, pero no está socialmente a mi altura y no tengo intenciones de tratarla como a una igual. Y mucho menos ahora, pues sospecho que buscó mi compañía mientras maniobraba secretamente para incorporarse a esta casa. Considero semejante actitud una traición personal. Lo comprenderás.
—Sí, por supuesto.
—Estoy segura de que estaba ansiosa por sellar ese contrato —prosiguió Nubnofret—. Después de todo, no eres un príncipe cualquiera, relegado a algún rincón de Egipto. ¿Y qué pasará con su hijo? ¿Vivirá también aquí? ¿Quieres que organice una gran fiesta? Y, en ese caso, ¿cuándo va a ser? ¿Qué ha dicho tu padre sobre este enlace?
Sus preguntas eran responsables y adecuadas, pero Khaemuast percibió, por fin, la terrible ira que había confundido con indiferencia. Una ira tan grande que la había dejado petrificada.
—El contrato sólo será válido cuando Penbuy regrese de Coptos y verifique su linaje aristocrático —aseguró él, apresuradamente—. Partió hace pocos días y aún no me ha enviado noticias de su llegada.
—Nadie me lo dijo. —Durante un momento Nubnofret pareció desconcertada, pero luego enrojeció y se inclinó hacia delante—. ¡Nadie me lo dijo! ¡Todo esto a mis espaldas, príncipe, como si estuvieras avergonzado, como si me tuvieras miedo! ¡Es un insulto! ¿Qué opinión tienes de mí, Khaemuast, que no puedes venir a decirme algo como esto? ¿Desde cuándo, desde cuándo?
—Lo siento, Nubnofret —confesó él—. Lo siento de verdad. Ojalá pudiera hacértelo entender. —Abrió las manos—. Si hubiera tomado otra esposa por razones dinásticas, porque mi padre lo considerara necesario, incluso por gozar de cierta variedad, habría venido a consultarlo contigo. Pero esto… —apoyó las manos sobre sus rígidos hombros—. Me consume el deseo que siento por ella, Nubnofret. No puedo descansar. No me concentro en nada. Y eso me hace sentir delante de ti como un jovenzuelo tonto, como un niño encaprichado. Por eso me resistía a someterme a tu risa y a tu condescendencia.
—¡Por todos los dioses! —ella se desprendió de sus vacilantes manos—. Es una cualquiera venida del sur, Khaemuast. Si la deseas, tómala. Métela con las otras concubinas hasta que te canses de ella o hazle el amor en su propia casa. ¡No importa! ¡Pero no te cases con ella, no!
El profundo desprecio de su voz provocó una dolorida mueca en Khaemuast.
—No se trata de un deseo vulgar —explicó—. Sé que continuaré deseándola dentro de cinco años, de diez, de quince, y quiero estar seguro de que ningún otro puede hacerla suya. Voy a casarme con ella. ¡Estoy en mi derecho!
—¡Tu derecho! —exclamó ella, con desdén, temblando de los pies a la cabeza. Los brazaletes de sus brazos repiqueteaban con sus estremecimientos y hasta el dobladillo del vestido temblaba—. Sí, es tu derecho, ¡pero con ella no, Khaemuast! ¡Has perdido el tino! ¡Tu padre jamás lo permitirá!
—Creo que sí —dijo Khaemuast, intentando suavizar su voz para calmarla—. Tbubui es una mujer de sangre noble y de carácter irreprochable. Penbuy me traerá la confirmación que Ramsés ha de requerir.
—Bueno, eso es algo, por lo menos —replicó ella, más sosegada. Le miró a los ojos escrutadoramente y empezó a jugar con sus brazaletes, subiéndoselos por los brazos y dejándolos caer, pero sin apartar la vista de él—. Dime, ¿me amas?
—¡Oh, Nubnofret! —exclamó él, extendiéndole los brazos. Ella le esquivó con destreza y el gesto murió—. Te amo mucho. Te amaré siempre.
—Pero no tanto, al parecer, como a una advenediza de Coptos —murmuró ella—. Muy bien. Exijo ver las condiciones del contrato. Ese es mi derecho. Debo protegerme y proteger a mis hijos. Por lo demás, me conduciré como corresponde a mi condición de esposa y princesa principal. —Se irguió en toda su estatura—. ¿Se lo has dicho a Hori y a Sheritra?
—Todavía no, y te ruego que dejes eso en mis manos. Quiero hacerlo a mi modo.
Nubnofret sonrió con aspereza.
—¿Por qué? ¿Te avergúenzas, oh, esposo mío?
Quedaron en silencio, mirándose fijamente. Entre ellos crecía la incomodidad y, con ella, el enojo de Khaemuast.
—Eso es todo, Nubnofret —dijo finalmente—. Puedes retirarte.
Ella se inclinó con una exagerada reverencia y pasó por su lado para volver a su alcoba.
—Esa mujer no es digna de ti —le oyó decir—. Penbuy va a traerte malas noticias, Khaemuast, ya sea que me obligues a cumplir con mi obligación o no. Por favor, no entres en casa por mis habitaciones. Me duele la cabeza.
Khaemuast giró sobre sus talones con un gruñido de exasperación y bajó al luminoso jardín. Debía buscar un nuevo médico para el harén del faraón. Respondería con prontitud a los mensajes del Delta. Nubnofret superaría su desdén y su ira y acabaría aceptando a Tbubui y todo sería como era debido.
«Tendría que sentirme aliviado", se dijo, cuando sus pies abandonaron la hierba para caminar sobre el caliente pavimento del sendero que rodeaba la casa. "Ahora, ya está todo descubierto. A Hori y a Sheritra no les molestará. No se sentirán muy afectados. Incluso es posible que Sheritra se alegre, pues Harmin será para ella casi como un hermano. ¿Quiero celebrar este segundo casamiento con una gran fiesta, con una feria en la ciudad, después de tantos años?» Analizó la cuestión con una mezcla de felicidad y nerviosismo, arrugando la frente, obligando a su mente a llenarse de pensamientos febriles para no verse forzado a analizar el desdén y la ira de Nubnofret, su sufrimiento.
Pocos días después, Sisenet visitó la casa para examinar el rollo. Ib recibió en el vasto salón de recepciones, aún fresco y repleto de los adornos extranjeros adquiridos por Nubnofret, y le sirvió vino y pasteles. Khaemuast no tardó en reunirse con él, sentándose a su lado.
Los días habían transcurrido con tensión, pero sin novedades. Nubnofret, encerrada en una rígida cortesía, atendía sus necesidades con su habitual eficiencia y le hablaba con suavidad, pero en ella había desaparecido aquel embrión de frágil actitud juvenil. En cuanto a Hori, apenas le había visto. Hablar con él era una prueba difícil a la que se resistía a someterse. A Sheritra podía decírselo cuando visitara nuevamente a Tbubui para coger el contrato firmado, pero Hori se estaba convirtiendo en un preocupante misterio.
Khaemuast apartó todo ello de su mente con un supremo esfuerzo de su voluntad y se sentó junto a Sisenet, comentando con él el intenso calor de la canícula y la altura de las aguas en el Nilo. Cuando intercambiaron las cortesías de rigor, Khaemuast se levantó y le condujo a su despacho. La habitación los envolvió en su atmósfera de reposo. El príncipe señaló la silla que había tras el escritorio y Sisenet la aceptó con una reverencia y la acercó a la mesa, sobre la que Khaemuast había ya esparcido sus notas. El rollo estaba a un lado, oscilando levemente por una invisible corriente de aire.
El dueño de la casa se sentó en una banqueta. En realidad, no esperaba ninguna ayuda de aquel hombre flaco y silencioso, que extendía la mano hacia el suave cilindro con una rápida sonrisa. Khaemuast conocía bien su propia posición en la comunidad académica de Egipto y se le ocurrió que quizá sólo se sometía a aquella comedia para complacer a Tbubui. Quiso preguntar a Sisenet si tenía ya todo lo necesario: estilos, paleta, algo para beber… Pero el hombre había bajado la cabeza hacia la reluciente superficie del escritorio y no quiso interrumpir su dedicación a la tarea.
El príncipe concentró su atención en los papeles esparcidos bajo los bronceados y nervudos dedos de Sisenet. Su visitante lucía varios anillos gruesos de oro y turquesa, cuyo diseño Nubnofret habría tildado desdeñosamente de tosco y grosero. A Khaemuast, en cambio, le gustaban. Contempló el leve movimiento de las joyas mientras Sisenet leía.
Finalmente, el hombre se acercó las notas de Khaemuast y las ojeó con cierto ligero desdén, pero el príncipe se dijo que se estaba dejando llevar por su imaginación, como en todo lo que se relacionaba con aquel rollo. Su inquietud empezó a aumentar.