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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Intriga, #Histórico

El papiro de Saqqara (61 page)

BOOK: El papiro de Saqqara
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—¿Estás seguro de que todas las fincas están ocupadas por sus propietarios?

—Si. Aquí el desierto lo cubre todo muy pronto, príncipe, y los sitios habitados están muy próximos entre si, todos a lo largo del río. Sólo hay una finca desocupada, pero lo está desde hace muchos hentis. De la casa no queda ya más que el contorno derruido de los muros sobre la arena y, exceptuando algunas piedras que alguna vez fueron una fuente, el jardín no es sino desierto. Creo que la familia se extinguió y la propiedad volvió a poder del faraón. Supongo que no tiene interés personal en ella y no se decide a conceder propiedad tan pobre a un ministro digno. —Sonrió y Hori descubrió que el hombre le resultaba simpático—. ¡No se puede decir que Coptos sea precisamente un paraíso!

—Aun así, parece posible hallar aquí la paz espiritual —observó Hori, lentamente—. Me gustaría inspeccionar esa finca en ruinas. ¿Dónde está?

—Al norte, pasado el último canal de irrigación —informó el alcalde—. Pero sugiero humildemente, Alteza, que esperes el frescor del atardecer para inspeccionaría.

Hori se levantó y la familia entera le imitó, saludándole con una reverencia.

—Así lo haré —dijo el príncipe, con aire grave—. Ahora, debo descansar.

Él y Antef escaparon a sus habitaciones; Hori ocupó su diván y Antef, una esterilla sobre el suelo de la pequeña habitación, en la que no tardó en quedarse dormido. Su amigo permaneció despierto, atento al sonido de aquel intrigante silencio que le parecía familiar. Oyó pasos en el jardín y luego voces. Reconoció la voz de la hija de la casa.

—Es muy gallardo y nada arrogante —decía la muchacha a alguna amiga desconocida—. Claro que no se le puede tocar, porque es el nieto del faraón, pero cómo desearía hacerlo…

Hori se volvió en su lecho con una sonrisa y se quedó dormido. Varias horas después, cuando Ré era ya un semicírculo rojo reverberando en el horizonte, él y Antef se encontraron ante lo que en otros tiempos había sido un embarcadero, mirando desde el río hacia el desierto del este. Entre ellos y la planicie amarillenta, que terminaba en un cielo purpúreo, se levantaba los restos de algo que un noble había tenido una vez por hogar.

De la casa, originariamente construida con ladrillos de barro, sólo quedaba un vago contorno en la arena. Los peldaños del embarcadero eran fragmentos irregulares de piedra amarillenta, torcidos y con forma de dientes mellados. Los dos jóvenes tuvieron que caminar con cautela por ellos.

Desde arriba de la escalera presintieron, casi sin verlo, el breve sendero enterrado que conducía a lo que debía de haber sido el vestíbulo. Avanzando a tientas, tropezaron de repente con piedra firme y Antef se arrodilló para apartar la arena, debajo había una pulida piedra caliza. Se acercó a Hori, que se había detenido.

—El vestíbulo, un pasillo trasero y dos alcobas, al menos —señaló el príncipe—. El recinto de servicio, con los depósitos, las cocinas y las habitaciones de los sirvientes, ha sido totalmente invadido por el desierto. ¿Dónde está la fuente de la que hablaba el alcalde?

Avanzaron tímidamente, evitando los surcos que delineaban los restos de los antaño sólidos muros, probablemente pintados de un deslumbrante blanco. Ahora, formaban un intrincado diseño de pequeñas sombras, a medida que el sol se hundía más y más bajo el río.

No lejos, hacia el norte, encontraron lo que buscaban. La fuente yacía rota en cuatro pedazos grises, con el cuenco quebrado y lleno de arena. El grifo, antes una agradable representación de Hapi, el dios del Nilo, el de los múltiples pechos, estaba roto y sepultado en el suelo. Cinco o seis sicomoros achaparrados luchaban por sorber la existencia del suelo, en los limites de lo que debía haber sido un jardín, y unas pocas palmeras patéticas elevaban sus brazos herrumbosos un poco más allá. Antef se estremeció.

—¡Qué lugar tan triste y desolado! —exclamó—. Esta finca no ha sido purgada de sus fantasmas, Alteza, ¡Yo no me atrevería a intentar construir aquí!

Hori le acalló con un ademán y se concentró en el silencio, con todos sus sentidos alerta. Tenía la sensación de haber estado antes allí, aun sabiendo que era imposible. La distribución de los antiguos cuartos, que ahora eran simples bultos en la tierra; la localización del jardín, con aquellos sicomoros que en otros tiempos debieron mostrar un glorioso verdor, el palmar, más allá…

«Pero no", pensó, dejándose penetrar por la melancolía de la hora. "Esta sensación de familiaridad no es algo físico. Es la atmósfera de las ruinas, desafiante, pero sosegada; sin sueños, pero existiendo algo… algo… »

De pronto lo supo. La casa que Tbubui habitaba en Menfis, algo aislada, tenía aquella misma cualidac~de insondable silencio y vigilante invitación. «Oh, Thot, ten piedad", pensó. "¿Es ésta? ¿Ésta es, o era, su casa?» La cara desfigurada de Hapi le sonreía idiotamente a sus pies desde la arena revuelta; los sicomoros retorcidos arrojaban unas sombras que se contorsionaban y serpenteaban hacia él, mientras Ré, estremecido y palpitante, se deslizaba tras el horizonte del oeste en su viaje al mundo inferior.

—¡AnteflJ —llamó, con un temblor de histeria en la voz—. Ya he visto suficiente. Vamos.

Regresaron caminando con cuidado a los quebrados peldaños del embarcadero. Hori cogió él mismo los remos para impulsar frenéticamente el esquife del alcalde lejos de aquel lugar triste y lúgubre, casi antes de que Antef hubiera podido sentarse.

—No podemos dejarlo, Alteza —dijo el joven—. Debemos explorar más.

—De eso vas a encargarte tú —replicó Hori—. Quiero que visites a todas las familias nobles de Coptos y averigues la historia de cada una. Yo estaré en la biblioteca.

Pero en el fondo sabía que era así, que aquel lugar solitario había pertenecido a Tbubui y a nadie más. Volvieron a casa del alcalde y pasaron unas horas agradables en la cena. El alcalde estaba orgulloso de su cargo y encontraba placer en relatar la historia de la ciudad, desde los tiempos en que la gran reina Hatshepsut había redescubierto las antiguas rutas comerciales con Punt, revitalizando así la ciudad, hasta los tiempos presentes en que las rutas de caravanas eran algo asentado y de gran extensión.

—¿Qué familia ostenta el monopolio de los impuestos que se cobran a las caravanas? —preguntó Hori—. ¿O pertenecen a toda la ciudad?

El alcalde sonrió, complacido de encontrar un oyente interesado.

—En los tiempos de la gran reina, cuando se reabrió la ruta, la concesión se otorgó a un tal Nenefer-ka-Ptah, por algún servicio perdido en los tiempos antiguos. La poderosa reina, admirando su emprendedor espíritu, le nombró príncipe y bajo su dirección prosperaron las caravanas, por lo cual la reina estaba muy complacida. Se dice que amasó una gran fortuna y se convirtió en un famoso mago, además de astuto comerciante, pero eso no puedo asegurarlo. Su linaje no perduró. El monopolio del comercio con Punt volvió al Trono de Horus y así ha permanecido hasta la actualidad.

Sorbió su vino con deleite. Su esposa y su hija le observaban, sonriendo, obviamente acostumbradas a su afición.

—El faraón, tu abuelo, concede siempre a la ciudad una generosa reducción de impuestos —prosiguió él—, y naturalmente, alimentamos la esperanza de que el monopolio no caiga al final en manos de una sola familia. En su situación actual, Coptos es una ciudad apacible y próspera.

—¿Por qué se perdió el linaje de Nenefer-ka-Ptah? —preguntó Hori—. ¿Acaso la progenie del príncipe perdió el favor del Divino?

—¡Oh, no! —le aseguró el alcalde—. La familia pereció, sencillamente. Nenefer-ka-Ptah y su esposa murieron ahogados, según creo, y lo mismo Merhu, su único hijo. —Se encogió de hombros—. Así es la voluntad de los dioses. «El esposo de Tbubui murió ahogado», pensó Hori. Pero desechó compulsivamente el pensamiento.

—Esa mala suerte podría ser considerada castigo de los dioses —comentó—. La voluntad divina contra una familia que hubiera transgredido las leyes de Maát.

El alcalde volvió a encogerse de hombros.

—¿Quién sabe? Eso ocurrió hace muchos hentis y guarda poca relación con el motivo que te trae a Coptos, Alteza. Ojalá pudiera ayudarte más.

—Tu hospitalidad me basta —le tranquilizó Hori—. Mañana iniciaré mis investigaciones en la Casa de la Vida. No te impondré mi presencia mucho tiempo, noble señor.

Finalmente Hori se retiró, entre mutuas protestas de respeto. Él y Antef conversaron durante un rato en su habitación mientras la noche se hacía más densa, pero el príncipe no podía concentrarse en el diálogo, que murió lentamente. Antef se tendió en su esterilla y cayó pronto en la profunda respiración del sueño.

Hori cogió el bolsillo de cuero que había tomado la costumbre de llevar atado al cinturón y sacó de él el pendiente hallado en el túnel de la tumba. «A ella le encantó", se dijo, tristemente. "Se lo puso, rió, lo balanceó contra su largo cuello. ¿Qué estará haciendo ahora? ¿Estará agazapada en la oscuridad, sujetando con las manos unos crueles alfileres, concentrada en el encantamiento destinado a destruirme? ¿Qué objeto de mi propiedad habrá robado? Tbubui, Tbubui, yo te habría alimentado, te habría protegido, sin importarme quién fueras.» No quería llorar, pero las lágrimas se deslizaron silenciosamente por su mejillas. Se sintió muy joven e indefenso.

Al día siguiente, muy temprano, Antef se dispuso a visitar e interrogar cortésmente a las principales familias de Coptos con un rollo de presentación que lucía el sello de Hori. El príncipe fue a la Casa de la Vida, contigua al templo de Amón. La biblioteca resultó ser un agradable conjunto de cuatro habitaciones, comunicadas entre si, con la pared más alejada reemplazada por columnas, de modo que la atravesaba directamente la brisa. Cada habitación era un panal de pequeños cubículos atestados de rollos, de todo tipo y tamaño. Antes de empezar su trabajo, Hori recorrió el edifico acompañado por el sacerdote-bibliotecario.

—Yo estaba de turno aquí cuando murió el escriba de tu padre, Alteza, en los peldaño de la escalera —comentó el hombre, sentándose con Hori en una pequeña habitación—. Nos había visitado regularmente en los cuatro días anteriores y esa misma mañana me dijo que iba a dictar sus descubrimientos a su ayudante.

—¿Qué aspecto tenía? —preguntó Hori.

El bibliotecario frunció el ceño.

—Parecía asustado. La palabra puede resultar curiosa, pero ésa fue la impresión que me dio. Estaba obviamente enfermo, pero además del malestar físico parecía tener un grave problema en la mente. Era un buen erudito.

—Si, en efecto —asintió el príncipe, atacado también por una oleada de miedo, como en solidaridad con el difunto Penbuy—. Me gustaría que me trajeras todos los rollos que examinó. Pero antes cuéntame algo sobre el hombre a quien la reina Hatshepsut concedió el monopolio de las caravanas.

La cara del bibliotecario se iluminó.

—¡Ah, Alteza! ¡Qué placer es hablar con alguien que conoce el nombre de esa Osiris! Aquí tenemos su sello, nada menos. Está en esta biblioteca, aplicado a un documento en el que otorga personalmente el monopolio al hombre que has mencionado. El Osiris Penbuy también quiso verlo.

—¿De veras? —comentó Hori, pensativo—. ¿Y qué se sabe del linaje de ese hombre? ¿Dónde viven sus descendientes?

El bibliotecario negó con la cabeza.

—No hubo descendientes. Los habitantes de Coptos creían que ese hombre estaba maldito, pero no sé por qué. Recuerda, Alteza, que se trata de hechos acaecidos hace muchos hentis. Pero él, su esposa y su hijo murieron ahogados: el príncipe y su esposa, en Menfis; el hijo, aquí en Coptos, pocos días después. Figura en los registros. Merhu, el hijo, fue sepultado aquí.

—¿Y los padres? —Hori sintió que se le tensaban los músculos. «No quiero oír esto", pensó, temeroso. "El alcalde sabía algo, pero este hombre lo sabe todo. ¡No quiero saberlo todo, Amón!»

—Habitan una tumba en la planicie de Saqqara, en Menfis —informó alegremente el bibliotecario—. Los restos de su finca están al norte de Coptos, completamente en ruinas. En esta ciudad nadie quiere ir allí, dicen que el sitio está embrujado.

Hori tuvo la sensación de que alguien le estaba ajustando un vendaje al pecho.

—Ayer estuve allí —logró decir—. ¿Cómo se llamaban?

—El príncipe, Nenefer-ka-Ptah; la princesa, Ahura. Y su hijo, Merhu.

El bibliotecario, al ver la expresión de Hori, se apresuró a servirle agua. Hori se obligó a beberla.

—¿Qué ocurre, Alteza? —preguntó el hombre.

—He estado en la tumba —susurró Hori—. La princesa Ahura. Es la única identificación que perdura allí. Mi padre excavó la sepultura.

—El poderoso Khaemuast ha hecho una gran labor restaurando monumentos antiguos —comentó el bibliotecario—. Pero ¡qué interesante! ¡La mismísima tumba! ¿Y fue por casualidad?

«¿Por casualidad?", pensó Hori, estremeciéndose. "¿Quién sabe? Oh, dioses, quién sabe.»

—Sí —respondió—. Pero antes de que lo preguntes, amigo mío, no hallamos nada que ampliara nuestros conocimientos sobre la época. ¿Dónde está sepultado el hijo?

—En la necrópolis de Coptos —replicó inmediatamente el bibliotecario—. La tumba fue asaltada hace hentis y no dejaron nada de valor en ella, pero el cadáver sigue allí. Al menos, allí estaba la última vez que realicé una inspección de las nobles tumbas, en nombre del Poderoso Toro. La tapa había sido arrancada del ataúd y estaba contra un muro, pero el cuerpo del joven, correctamente momificado, yacía en su interior.

—¿El joven? —Hori tuvo que intentar varias veces repetir sus palabras.

—Sí. Merhu tenía sólo dieciocho años cuando se ahogó. —El sacerdote agregó, preocupado—: ¿Estás seguro de que te sientes bien, Alteza?

Hori apenas oyó la pregunta.

—Me gustaría visitar su tumba —dijo—. Es imprescindible que vea el cuerpo.

El bibliotecario le miró con curiosidad.

—Tu excelsa posición te libera de solicitar el permiso necesario, Alteza —dijo.

—La tumba está sellada y la entrada, llena de escombros, pero la despejaremos con un día de excavaciones.

—¿Pidió Penbuy que abrieran la tumba?

—Sí —afirmó el hombre, de mala gana—. En la mañana de su muerte. No te ofendas por mi pregunta, Alteza, pero ¿qué es lo que buscas?

«Busco la verdad y estoy hallando algo más horrible de lo que hubiera podido imaginar», pensó Hori.

—No me ofendo, pero no puedo decírtelo. Piensa bien. ¿No hubo progenie? ¿No quedaron descendientes?

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