El papiro de Saqqara (42 page)

Read El papiro de Saqqara Online

Authors: Pauline Gedge

Tags: #Intriga, #Histórico

BOOK: El papiro de Saqqara
12.63Mb size Format: txt, pdf, ePub

«No descubras nada", suplicó en silencio a su visitante. "Dime que la tarea es demasiado grande y que tu erudición es insuficiente. Así podré liberarme de esta obsesión con la conciencia tranquila.»

Sisenet carraspeó cortésmente y una leve sonrisa movió sus ascéticos labios. Luego alzó la vista, se acercó la paleta del escriba y tomó un estilo. Desenrolló nuevamente el pergamino con unos movimientos casi rituales, aunque no apartaba de Khaemuast su mirada serena.

—Es una forma difícil de escritura egipcia muy antigua —explicó—. No me sorprende que te haya confundido, príncipe. De esta época han sobrevivido muy pocos rollos, pero yo tuve el privilegio de examinar uno o dos en Coptos, donde la vida transcurre sin cambios de una generación a otra, sin que la alteren los fervores y las fiebres del norte.

Khaemuast no encontró motivos para sonreír ante aquel lenguaje algo extraño. Le llamó fuertemente la atención el curioso acento de Sisenet, que se había intensificado. Aún no lograba identificarlo. Estaba tan habituado a oírlo en boca de Tbubui que había dejado de reparar en él, pero con Sisenet hablaba poco y ahora el acento resonaba en sus oídos con una agradable cadencia cortesana.

—¿Significa eso que puedes, de verdad, traducir ese… eso? —Señaló con un dedo impaciente el suave papiro amarillento que las serenas manos de Sisenet sostenían abierto. Éste enarcó las cejas.

—Claro que sí, Alteza —dijo—. En un momento más lo tendrás escrito.

El príncipe observó con incredulidad cómo apoyaba la paleta en el manuscrito para que no se enroscara y empezaba a escribir. Su estilo rascaba de un modo audible, sin vacilaciones, el impoluto papel que el escriba había preparado. Khaemuast no podía casi respirar. El miedo y el entusiasmo se habían apoderado de él. Se inclinó hacia delante, tenso, apretando las manos entre las rodillas, hipnotizado por las columnas de jeroglíficos que iban tomando forma bajo aquella brillante cabeza negra. Pasaron los segundos.

«¿Cómo puede mantenerse tan sereno, tan distante?", se preguntó Khaemuast, con apasionamiento. "Quizá lo que está escribiendo no tenga importancia. Quizá sea un poema de amor, un acontecimiento familiar gozosamente recordado, incluso alguna lista…» Pero entonces recordó la curiosa y familiar cadencia de las frases, y el contacto seco y leve de la mano vendada de la que había descosido el pergamino. Su mente retrocedió al silencio.

Tras un tiempo que pareció muy largo, Sisenet se enderezó, dejó el estilo en la ranura de la paleta y entregó el papiro a Khaemuast, sin decir una palabra. El príncipe no pudo dominar el estremecimiento que sacudió su brazo al cogerlo. El cuarto se esta ba caldeando progresivamente, el fugaz frescor de la mañana cedía el paso a un aire inmóvil y sofocante. El rollo ya no oscilaba, pues las corrientes de aire habían cesado.

Sisenet esperaba, con las manos cruzadas sobre el escritorio, a su lado. Khaemuast había empezado a sudar. Consciente de que Sisenet le observaba, se obligó a iniciar la lectura del papiro, maldiciéndose por revelar de aquel modo su agitación. Al principio su mente no recogió lo que la vista le presentaba. Tuvo que volver al comienzo y repasar las líneas otra vez, pero ojo y mente se armonizaron de pronto y el impacto recorrió a Khaemuast como una droga electrizante.

—¡Oh, dioses! He pronunciado estas palabras sin comprenderlas —graznó, lleno de horror y júbilo. Aunque intentó sentir alegría, su horror aumentaba—. ¡Dioses, dioses! ¿Qué he hecho?

—Fue imprudente hacerlo tras notar, como yo he notado, que las palabras tienen la cadencia de un hechizo —observó Sisenet—. Pero en este caso se trata de un error sin importancia. ¿Te sientes mal, Alteza?

Khaemuast vio que empezaba a levantarse y le detuvo con un gesto.

—¡No! Me encuentro bien.

—Seguramente no das crédito a esto, ¿verdad, príncipe? —pronunció Sisenet, con lentitud—. Te pido disculpas, pues al parecer te he dado un susto. El Pergamino de Thot es sólo mito y leyenda. La historia de su existencia, un simple deseo humano de dominar tanto la vida como la muerte. Solamente los dioses tienen ese poder. Esto —añadió, dando un desdeñoso empujón al rollo con una larga uña—, esto es un juego. Alguien fabricó un Pergamino de Thot por pura necesidad, por puro deseo de tener el supremo poder; quizá sólo por angustia. La muerte de un ser amado, el terror al Juicio tras una vida dedicada al mal… —Sisenet se encogió de hombros—. Quién sabe… El Pergamino de Thot no existe. Nunca existió. Y si analizas el asunto por un momento, Alteza, admitirás que, simplemente, no podía existir.

Khaemuast luchaba por dominarse, apretando el papiro entre las manos.

—Soy mago —respondió, con la voz todavía ahogada por el miedo—. Conozco muchos encantamientos de gran poder. Sé que otros magos han buscado este Pergamino durante incontables hentis y han realizado sus búsquedas con la absoluta certeza de su existencia y de su poder para manejar a voluntad a los vivos y a los muertos.

—Y yo te digo, príncipe, que, aunque la magia puede controlar muchas partes de la vida, porque el mago puede obligar a los dioses a hacer lo solicitado, no podemos utilizarla para resucitar a los muertos ni para comunicarnos con pájaros y animales, como supuestamente puede hacerlo el legítimo propietario del Pergamino. Eso, pese a lo ferviente de nuestro deseo. Este rollo tiene gran valor, pero como objeto histórico, no como mito hecho realidad. ¿No crees que si el rollo tuviera algún poder real, la tumba estaría vacía?

Khaemuast apretó los dientes. Sabia que estaba pálido y temblaba, pues lo consumía la sensación de estar durmiendo en su diván, en una siesta sofocante, apresado en una horrible pesadilla. Mientras Sisenet hablaba con aquel enloquecedor acento, imposible de identificar, con la cara llena de preocupación, escepticismo y algo más, que podía ser una leve diversión, él sólo podía recordar la noche en que había pronunciado aquellas palabras extrañas y luego se había precipitado a negar el poder que había sentido brotar a su alrededor.

Se levantó.

—Ven —dijo. Y, sin esperar respuesta, avanzó tambaleándose hacia las puertas, gritando—: ¡Ib! ¡Pide tres literas y ordena que Hori vaya a buscarme inmediatamente detrás de la casa!

Sentía las piernas flojas, pero consiguió caminar. Cruzó la casa y salió al jardín, sintiendo, casi sin oírlos, los pasos sigilosos de Sisenet a su espalda. Aguardaron juntos en silencio hasta que aparecieron las literas y doce portadores. Hori se reunió con ellos, desaliñado y sorprendido. Saludó a Sisenet con bastante cordialidad, pero Khaemuast, pese a su nerviosismo, reconoció en su hermoso rostro las señales de una noche de embriaguez. «Ahora no», pensó, ceñudo. Se introdujo en el interior de una litera y los demás le imitaron.

—¿De qué se trata, padre? —preguntó el muchacho.

Pero Khaemuast no respondió. Impartió secas instrucciones a los portadores para que los llevaran deprisa a la tumba. Luego cerró las cortinas y se dejó caer sobre las almohadas, tratando de calmar el confuso torbellino de urgencia y lucha que sentía. Nunca se le había hecho tan largo el trayecto por la ciudad hasta Saqqara.

No volvió a abrir la litera hasta que los portadores la dejaron en el suelo. Entonces bajó y pisó la arena, que quemaba a través de las sandalias. Sisenet y Hori habían descendido ya y caminaban hacia él, con los ojos entornados por la ferocidad del sol. Khaemuast les dirigió un brusco ademán con la cabeza y descendió apresuradamente los escalones de la tumba. Pero se detuvo a la entrada, donde los dos guardias, aburridos y adormilados, saltaron como un resorte para saludarle. Cruzar aquella entrada, que le inspiraba una resistencia casi física, le exigía un elevado acto de valor.

El húmedo frescor del interior le alivió, como de costumbre, pero el placer del aire quieto contra la piel sólo fue temporal. Sisenet y Hori se detuvieron tras él, intrigados. Khaemuast caminó por el breve pasillo y volvió a detenerse, recorrido por un escalofrío. Las pinturas coloridas e intrincadas, las dos estatuas, las hileras de shawabtis y, sobretodo, los sarcófagos, parecían exudar una gozosa malevolencia que se precipitaba sobre él. «Tú lo robaste", gritaba la cámara en silencio. "Has pecado, arrogantee insensato profanador, y pagarás por eso.» Una desesperada ira le impulsó súbitamente hacia delante, hacia el ataúd que contenía al hombre misterioso. Se inclinó sobre la silueta amortajada y hundió su puño en el frágil cadáver. El quebradizo costillar se desmoronó en una lluvia de sofocante polvo y diminutas astillas de hueso, y la momia se estremeció. Khaemuast apartó el brazo.

—Este hombre no es nadie —dijo—. Es alguien completamente insignificante. Probablemente era un sirviente de la casa, un jardinero o el basurero. El rollo fue fijado a su mano para que algún tonto como yo lo leyera y, sin saberlo, les devolviera la vida ¡a ellos!

Señaló con el brazo cubierto de polvo sobre el muro falso que los obreros de Hori habían reconstruido con tanto cuidado. Estaba cubierto de un sudor frío.

—Por eso el manuscrito fue cosido a la mano de un ser insignificante. Por eso los sarcófagos de la cámara interior no tienen tapas. Por eso el túnel. El pendiente, Hori. El pendiente! Una mujer difunta lo perdió cuando salía arrastrándose. ¿Dónde están ahora? ¿Qué han hecho?

Hablaba incoherentemente. Hori se volvió hacia Sisenet.

—¿Qué ocurre aquí? —susurró—. ¿Qué es lo que balbucea mi padre? Sus palabras llegaron sin dificultad a Khaemuast en aquel espacio cerrado y le hicieron reír histéricamente.

—Yo lo robé y lo usé —gritó—. Sólo el propietario puede hacer eso legítimamente. ¡Me he condenado!

—Está convencido de que el rollo que vosotros dos encontrasteis es el fabuloso Pergamino de Thot —explicó Sisenet, apresuradamente, al desconcertado muchacho.

Lo cierto es que ha sido traducido y consiste en dos torpes hechizos para la reanimación y para comprender el lenguaje de todo ser viviente, pero eso no es posible. —Se volvió hacia Khaemuast—. Los muertos vuelven a vivir, si —dijo, razonablemente—, pero no en esta tierra, príncipe. No se sabe de nadie que haya retornado de la tumba. El Pergamino de Thot es una leyenda grandiosa y triste, no puedes creer literalmente en ella.

Como Khaemuast le miraba intensamente, se adelantó.

—Dámelo, Alteza. Me lo llevaré para quemarlo —se ofreció.

Pero el príncipe, recuperado, sacudió violentamente la cabeza.

—No —ladró—. Hoy mismo volveré a ponerlo en su sitio. Vete a casa, Sisenet.

El hombre vaciló y abrió la boca como para decir algo, pero volvió a cerrarla y salió haciendo reverencias. Khaemuast vio cómo su sombra se alargaba a la luz del sol, contra el pasillo de la tumba, se encogió luego a sus pies y desaparecía.

Hori se acercó rápidamente y puso una mano sobre el brazo de su padre.

—No sé si comprendo lo que ha ocurrido aquí —dijo, con preocupación—, pero estás muy afligido, padre. Vamos a casa para que descanses. Luego traeremos el rollo y cerraremos la tumba.

Por una vez, Khaemuast se rindió a la reconfortante presión de su hijo, dejándose llevar fuera. La litera de Sisenet desaparecía ya rumbo al distrito norte de la ciudad.

—Si, a casa —murmuró el príncipe—. Pero no podré descansar mientras no haya hecho lo que debo. Démonos prisa, Hori. No quiero estar aquí cuando las sombras empiecen a extenderse.

Volvieron a la casa. Mientras Hori le esperaba, Khaemuast fue a su despacho y recogió el manuscrito, evitando reaccionar a su contacto, sin permitir que su mente retrocediera a lo ocurrido. Pidió a Kasa una aguja de cobre y un poco de hilo, y con ellos en la mano volvió al lugar donde su hijo le esperaba con ansiedad.

—Acompáñame —rogó.

Hori asintió con la cabeza y juntos desanduvieron el trayecto en las literas. La impaciencia de Khaemuast se había convertido en algo desesperado e indefenso.

Khaemuast bajó tropezando a la entrada de la tumba y, llamando con un grito a Hori, corrió escaleras abajo para entrar. El cuerpo que él había mutilado yacía tal como lo había dejado, con el pecho abierto y seco.

—Levántale la mano —ordenó, bruscamente.

El joven obedeció y alzó el brazo ligero y tieso de la momia, girándolo para que Khaemuast pudiera efectuar su trabajo.

Con la aguja enhebrada y el rollo torpemente apretado contra los vendajes de hilo, el príncipe empezó a coser. El papiro era resistente y la mano, tan rígida como si rollo y miembro inerme conspiraran para impedirle cumplir su desagradable tarea. «Es demasiado tarde", susurraba la cámara con cruel satisfacción. "Has pecado y estás maldito, maldito, maldito… »

La aguja se movió y Khaemuast lanzó un juramento. Dos grandes gotas de sangre cayeron sobre el dedo muerto que él retenía con fuerza y se expandieron por la sedienta tela. Una manchó el pergamino. El príncipe ya no pudo seguir resistiendo el terror que le atenazaba. Jadeando, dio la última puntada, sacó bruscamente la aguja e hizo una señal a Hori para que dejara el brazo en el mohoso ataúd.

—La tapa —ordenó, ronco—. Llama a los guardias y a los portadores de litera para que ayuden.

Hori parecía haberse contagiado de la urgencia de su padre. Corrió al exterior y no tardó en volver con diez hombres, que entraron con cautela. Khaemuast señaló la tapa, aún apoyada contra la pared. Aunque se resistía a tocarla, se situó entre los sirvientes y su hijo para ayudarles a arrastrar la sólida losa de granito hasta el pedestal. Finalmente, con un gruñido, la montaron en el sarcófago, sobre el que se asentó con un golpe seco y un chirrido.

Khaemuast observó pensativamente el segundo ataúd e hizo una brusca señal con la cabeza.

—Ese también —dijo.

Ahora permaneció a un lado hasta que la tapa cayó en su sitio, dejando caer un diminuto fragmento de piedra, que rodó hacia él hasta quedar junto a su sandalia izquierda. Lo apartó de un puntapié.

—Haz cerrar de inmediato este maldito lugar, Hori —ordenó—. No me importa que los artistas hayan terminado o no. Llena el pozo de la escalera con piedras y escombros y haz poner encima la roca más grande que se pueda hallar. Y que sea ahora, antes de la noche, antes de la noche, ¿me oyes?

Advirtió que su voz se había convertido en un chillido incontrolable y que los sirvientes le miraban con extrañeza. Cerró la boca y, volviéndose de espaldas a lo que durante tantos meses le había llenado de terror y embeleso, se esforzó por salir con lentitud. Hori le siguió.

Other books

The Rise of Henry Morcar by Phyllis Bentley
End of the Century by Chris Roberson
The Bang-Bang Club by Greg Marinovich
SG1-17 Sunrise by Crane, J. F.