—Aquí no necesito los abanicos —comentó a Bakmut—. Encárgate de que pongan mis sábanas en el diván y envíame al escriba en cuanto los soldados hayan elaborado un horario. ¿Crees que tardaremos mucho en comer, Bakmut? Tengo mucho apetito.
—Puedo preguntarlo, Alteza —dijo la muchacha.
Y salió. Sheritra permaneció sentada, alerta al silencio, con los ojos fijos en los dos altos parches de luz blanca que formaban unos cuadrados en la pared opuesta, arrojados por las ventanas abiertas debajo del techo. Sólo pensar que Harmin estaba cerca le provocaba un escalofrío de entusiasmo. «Voy a disfrutar esto a fondo», se dijo, olvidando por el momento sus malos presentimientos.
La comida fue sencilla y exquisita. La princesa comió en el salón, con las piernas cruzadas sobre los almohadones, ante una mesa baja de cedro y metal dorado. Su propio camarero probaba cada uno de los platos antes de servirle. Khaemuast tenía sus propios catadores, pero rara vez se les veía, pues se comprobaba que la comida no ofrecía peligro antes de que llegara al comedor. Ahora, la entusiasmó ejecutar aquella cortesía en su presencia, como recordatorio a todos de su excelencia.
Muchos nobles empleaban catadores, especialmente los más cercanos al faraón, que tenían motivos para temer la ambición de sus subordinados, pero era obvio que Sisenet no se preocupaba por eso. Él, su hermana y su sobrino comían con delicado apetito, conversando con gracia y desenvoltura, hasta que Sheritra se sintió como en su propia casa.
Al terminar la comida, todos desaparecieron para dormir un rato durante las horas más calurosas de la tarde. Sheritra, recién lavada, se deslizó con satisfacción entre sus sábanas, en la alcoba de Tbubui. Bakmut había tendido su esterilla tras la puerta y contra el muro, pero cuando su ama la despidió continuó rondando en torno al diván, obviamente preocupada.
—¿Qué ocurre, Bakmut? —preguntó Sheritra.
La muchacha cruzó las manos y bajó los ojos.
—Perdona, Alteza, pero este lugar no me gusta.
Sheritra se incorporó.
—¿Qué quieres decir?
Bakmut se mordió los labios.
—No estoy del todo segura —explicó, vacilando—, pero los sirvientes de la casa…
no hablan.
—¿Quieres decir que no te dirigen la palabra? ¿Son groseros?
La joven negó con la cabeza.
—No, Alteza. Es que no pronuncian una sola palabra. No son sordos, pues reaccionan cuando se les llama. Tampoco creo que sean mudos, pues he visto a una lamerse los labios. Pero no les he oído decir una sola palabra.
—Tal vez los ha enseñado así su ama —sugirió Sheritra—. Sabes que cada casa es diferente, Bakmut, y el comportamiento de los servidores varía según el modo de vida de sus amos. —Sorprendida y temerosa, descubrió que le costaba contener la estridencia de su voz. Habría querido reprender a Bakmut por aquel intento de unir sus propios y vagos miedos—. Esta familia necesita más silencio que nosotros. Probablemente sus sirvientes tienen órdenes de no hablar sino cuando no comprenden bien sus instrucciones. No es nada. Olvídate del asunto.
Bakmut dudaba aún.
—Pero el silencio no es grato, Alteza. Me oprime.
—Es que no estás acostumbrada —atajó Sheritra, con decisión.
Volvió a tenderse y acomodó el cabezal de marfil contra su cuello, combatiendo el impulso de ordenar a su compañera que siguiera informándola de sus sentimientos e impresiones. Cerró los ojos. Los pasos de Bakmut se alejaron hasta la esterilla puesta junto a la puerta y sus leves suspiros al acomodarse allí dieron una sensación de seguridad a la princesa.
«Mi guardia está fuera, en el pasillo", pensó. "Mi personal ha invadido esta casa. Harmin está al alcance de mi voz. Y me he embarcado en una pequeña aventura por mi propio deseo. ¿A qué viene este desasosiego, que linda con el miedo? A mi tampoco me gusta el silencio. No es serenidad, no es un aura satisfecha en la que todos podemos movernos. Es como un velo invisible, con una oscura finalidad, que nos aísla, nos separa de los acontecimientos que están fuera de su poder.»
Siempre con los ojos cerrados, sonrió ante aquel fantasioso pensamiento. «¡Y yo, convencida de que nuestra casa era tranquila!", se dijo. "Aún eres una criatura tímida, Sheritra. ¡Crece de una vez!»
Sintió la fuerza implacable del calor, chamuscando los gruesos muros de barro que la albergaban. Bakmut gimió levemente en sus sueños. Las sábanas se deslizaron, sedosas, sobre la delicada piel de Sheritra. Y se quedó dormida.
Del malhechor el muelle escapa.
Es arrastrado por su tierra inundada.
Khaemuast, sentado tras su escritorio, con la cabeza dándole vueltas por la falta de aire de su despacho, clavó la vista en los papeles que llenaban sus manos. Era el comienzo de Phamenoth. Sheritra se había ido tres días antes y él la echaba de menos, sorprendido por el espacio tan vacío que dejaba. Sólo ahora caía en la cuenta de cómo encontraba natural encontrarla: verla, al doblar una esquina, sirviendo leche a las serpientes de la casa; levantar la vista de su plato con la seguridad de que estaría acurrucada allí, con una rodilla en alto, los lienzos torcidos y las cejas fruncidas por encima de la comida, mientras la marea de la conversación familiar giraba a su alrededor, al parecer desapercibida. El jardín marchito, luchando bajo el sol cada vez más intenso, parecía triste y desolado sin su presencia. A fuerza de estar habituado a las ásperasreprimendas de Nubnofret y a sus automáticas intervenciones en defensa de su hija, Khaemuast apenas era consciente de ellas. Ahora, cuando se sentaba en el comedor con su esposa y Hori, dejando transcurrir las horas del anochecer, algo parecía estar mal y, al buscarlo, descubría la ausencia de una costumbre familiar. Hori se mostraba desacostumbradamente preocupado y poco comunicativo. Quizá él también la echara de menos. Desaparecía desde el alba hasta la hora de la cena y no buscaba ya a su padre para rendirle ansiosamente cuenta de la jornada. Suponía que continuaba supervisando las obras en la tumba y, en su tiempo libre, vagaba por la ciudad con Antef. Por eso le preocupó, en varias ocasiones, ver a Antef paseando por los senderos de la finca, solo y mohíno.
Había quitado la sutura de la rodilla de Hori, que ya no cojeaba, y aunque la heridahabía cicatrizado bien, iba a dejar una fea cicatriz. El príncipe habría querido preguntar a su hijo qué había hecho con el pendiente y cuál era la causa de su malestar, pero descubrió que no podía. Entre ellos se había alzado una muralla, todavía inconsistente, pero cada vez más fuerte. Hori se mostraba reservado y Khaemuast no encontraba voluntad para atravesar aquella coraza casi hosca. Tenía sus propios tormentos.
Dos días después de la partida de Sheritra, llamó a Penbuy y, envuelto en una atmósfera de completa irrealidad, ordenó a su jefe de escribas que redactara un contrato matrimonial entre él y Tbubui. Penbuy, con sus impecables modales y la reserva que exigía la buena crianza, miró brevemente a su amo. Su piel olivácea palideció un poco y se dejó caer en el suelo, cruzando las piernas y disponiendo su paleta en la postura consagrada por generaciones enteras de escribas.
—¿Qué título ha de recibir la señora? —preguntó remilgadamente, con el estilo dispuesto.
—Naturalmente, se convertirá en princesa en cuanto firme el documento —respondió Khaemuast, sin apenas reconocer su propia voz—, pero su puesto oficial en esta casa será el de segunda esposa. Deja establecido en el contrato que Nubnofret sigue siendo esposa principal y princesa superior.
Penbuy lo anotó.
—¿Conoces su patrimonio, príncipe? —preguntó, después—. ¿Quieres incluir una cláusula que te otorgue el derecho de disponer de todos sus bienes o alguno de ellos en especial?
—No. —Aquel diálogo estaba resultando más difícil de lo que Khaemuast hubiera podido imaginar. El miedo y la culpa le hacían irritable, pero llevaba tanto tiempo conviviendo con aquellas dos emociones negativas que había aprendido a no hacer caso de ellas. Le asaltaba una fuerte sensación de que todo lo que hacia era una quebradiza ilusión—. No sé nada de sus bienes, salvo que posee algún patrimonio propio. La finca de su difunto esposo ha pasado a manos de Harmin y no tengo deseo alguno de entrometerme en sus negocios.
—Muy bien. —Penbuy volvió a bajar la cabeza—. ¿Y en cuanto a su hijo? —interrogó—. ¿Participará en la herencia que dejas a Hori y a tu hija en el caso de tu muerte?
—No. —La respuesta fue tajante, y Khaemuast tuvo la certeza de que su escriba se había relajado, como con alivio—. Harmin no necesita nada de mí. Tampoco recibirá ningún título principesco, a menos que se case con Sheritra. Él no debe saberlo, Penbuy.
—Naturalmente —musitó Penbuy, escribiendo laboriosamente—. Pero ¿si hubiera algún vástago de este matrimonio, príncipe?
A Khaemuast se le revolvieron las entrañas.
—Si Tbubui me da hijos, compartirán mi fortuna con Hori y Sheritra, por partes iguales. Incluye las cláusulas habituales, Penbuy. A mi me corresponde mantener a Tbubui, tratarla con respeto y amabilidad, y cumplir con los deberes a los que está obligado todo esposo. Y antes de que preguntes, su hermano no será mencionado en este contrato. No tiene nada que ver con estas negociaciones.
El escriba depositó cuidadosamente el estilo en la paleta y, por primera vez, miró a su amo.
—Sin duda recuerdas, príncipe, que por ser miembro de la familia real debes someter cualquier elección de esposa a la aprobación del faraón —señaló a Khaemuast, ahuecando los labios con una mirada inexpresiva—. Si la dama resulta ser de sangre demasiado vulgar y tú prosigues esto, te arriesgas a que se te elimine de la línea de sucesión al trono.
Era deber de Penbuy hacer aquellas advertencias, pero, aun sabiéndolo, Khaemuast se enojó. «No me importa", pensó salvajemente. "Será mía pese a cualquier oposición, incluida la de mi padre.»
—Merenptah seria feliz si mi nombre se borrara de esa lista —dijo, esforzándose por reír—. En cuanto al linaje de la dama, quiero que vayas a Coptos a comprobar sus aseveraciones. Agrega al contrato una última cláusula, estableciendo que, aunque ella puede firmarlo, sólo tendrá validez si se confirma su condición de noble. Eso me libera de cualquier presión legal en el caso de que me haya mentido o de que mi padre rehúse su autorización. «Pero no significa nada", agregó para sus adentros. "Todo esto no significa nada. Es sólo un cebo para tentaría a venir aquí, donde esté bajo mis manos y mis ojos para siempre.»
Penbuy sonrió vagamente.
—A Coptos —dijo, con resignación—. ¿A Coptos, en verano?
Khaemuast se levantó.
—Desagradable misión, lo sé —reconoció—, pero en nadie confio tanto como en ti para esa tarea, viejo amigo. Ese documento debe estar preparado para la firma mañana mismo. Otra cosa, Penbuy… —El escriba le miró interrogativamente. Hubo una pequeña pausa, mientras el príncipe, exteriormente sereno, se esforzaba por dar forma a sus palabras—. Nubnofret no está enterada de esto, ni tampoco Hori ni Sheritra. Guarda reserva sobre ello. Partirás hacia Coptos mañana por la tarde.
Penbuy asintió y se retiró con una reverencia, dejando a Khaemuast con una extraña sensación de suciedad. «No me importa lo que mi sirviente piense de mis actos", se dijo, con firmeza. "Al fin y al cabo, ¿qué es él, sino un instrumento a mi disposición?» Sin embargo, Penbuy era su consejero desde hacia muchos años y Khaemuast había tenido que contenerse para no pedirle una opinión que no deseaba escuchar.
Y ahora, encorvado por el calor, contemplaba el papiro que tenía ante si, cubierto por la pulcra e intachable escritura de Penbuy. Lo había leído y sellado, sólo faltaba la aprobación de Tbubui.
Junto a aquél había otro rollo, cuya mera presencia llenaba a Khaemuast de disgusto. Le recordaba aquella noche de pánico que le había llevado a buscar apresuradamente un hechizo de protección, sólo para anularlo a continuación. «Ahora no puedo ocuparme de él", pensó, tamborileando nerviosamente con los dedos sobre las notas que había tomado aquella noche. "Penbuy se ha ido a Coptos y, mientras dure su ausencia, tengo que hablar con Nubnofret. Pero ¿qué sentido tiene molestarla antes de que vuelva mi escriba con los resultados de su investigación?", objetaba él mismo. "La última cláusula me libera de compromiso, en caso necesario. Puedo llevar el documento a Tbubui, conseguir que lo firme y esperar a ver qué descubre Penbuy antes de hablar con Nubnofret. No hay prisa. Trabaja en ese misterioso pedazo de historia que has estado esquivando, Khaemuast. Recurre a Sisenet y luego apártalo de tu mente, olvídalo. Cuando Nubnofret haya aceptado la situación con Tbubui, el futuro será más rico, más gozoso, más satisfactorio de lo que jamás has podido imaginar. Antes que nada, deja descansar ese rollo. Sobreponte a tu cobardía y comienza ahora mismo a trabajar.» Entorpecido por su renuencia, enrolló el contrato y lo apartó a un lado, sustituyéndolo por la antigua escritura y sus notas. Luego llamó al sirviente que permanecía en el rincón, impertérrito, para pedir cerveza. Al reconocer su propia táctica dilatoria, hizo una penosa mueca y empezó a trabajar.
«Mañana haré una visita a Sheritra", decidió. "Así podré entregar a Tbubui el contrato para que lo estudie e invitar a Sisenet para que me ayude. Es hora de volver a la realidad.» Pero la firmeza de su decisión no logró despejar la nube de inconsistencia que seguía sus pasos desde hacia meses. Era como si se hubiera desprendido de si mismo, como si su ser y su tiempo se hubieran bifurcado, como si su otro yo, más cargado de sangre y vida, de cordura y sustancia, estuviera en aquel mismo instante viviendo su correcta realidad, mientras aquel otro yo, el sombrío, se veía empujado a un sendero por el que podía o no, al final, reencontrarse con el resto de si mismo. La idea le produjo un leve mareo, del que se recuperó. Con un gemido inconsciente, se inclinó hacia el acertijo que constituía el tesoro de aquel hombre muerto.
Pasó la mañana siguiente muy impaciente, escuchando el informe de su administrador sobre el progreso de los sembrados y la salud de sus animales. La cosecha iba a iniciarse dentro de dos meses y todos rezaban porque madurara sin enfermedades ni añublo. El ganado de Khaemuast estaba gordo y sano, y sus plantas, maduras, altas y verdes.
Tras dar secamente las gracias a sus administradores, leyó un mensaje que le enviaron del palacio. Su madre estaba muy enferma y el jefe de los camareros se había tomado el atrevimiento de preguntar a KJiaemuast si podía viajar hasta el Delta para atenderla. Aquella solicitud sutil y cortés le puso frenético. «Ella sabe que se muere", pensó, furioso. "Sabe que no puedo hacer nada más por ella. Son sus servidores, esos criados estúpidos, quienes aún me creen capaz de devolverle la salud por arte de magia. Ella tiene a su esposo para que la consuele. Cualesquiera que sean las faltas del gran faraón, la ama y nunca deja de visitarla. Sin duda alguna, querrá estar al morir junto a su esposo, no junto a un hijo al que casi nunca ve.»