El joven escriba se acercó un poco más.
—Príncipe —dijo—, probablemente arriesgo mi carrera con un acto que, a tus ojos, puede parecer una traición, pero estoy confuso y dolido y no sé qué hacer.
Hori se irguió en su asiento. Sus ojos claros y centelleantes se llenaron a la vez de cautela y curiosidad. Parpadeó varias veces y Ptah-Seankh pensó, fugazmente, que cualquier muchacha envidiaría aquellas largas y negras pestañas.
—Tienes un problema en el cumplimiento de tus obligaciones —dedujo el príncipe, lentamente—. Antes de hablar, Ptah-Seankh, asegúrate de que te conviene hacerlo. Eres sirviente de mi padre, no mio.
—Soy perfectamente consciente de ello, Alteza —asintió el escriba—. Pero tu padre me ha encomendado una tarea que, con toda honradez, no puedo cumplir sin tu ayuda. Amo a tu padre —prosiguió, con franqueza—. Ha sido el benefactor de mi familia durante muchos años y no estoy traicionando su confianza con ligereza.
Hori había entornado los ojos, más interesado. El vino permanecía en la mesa, olvidado, aunque acariciaba con los dedos el pie de la copa.
—Habla —ordenó.
Ptah-Seankh tragó saliva y le tendió el rollo.
—Este es el testamento del príncipe Khaemuast. Esta mañana me ha ordenado cambiarlo. Tú y tu hermana, la princesa Sheritra, estáis eliminados de él como herederos y sois sustituidos por el niño que va a tener la señora Tbubui.
Los dedos del joven se inmovilizaron súbitamente y sus ojos cobraron la dureza de las ágatas.
—¿Está embarazada Tbubui? —susurró—. ¿Estás seguro?
—Así me lo ha dicho tu padre —explico Ptah-Seankh— y lo confirman los cambios que ha ordenado efectuar en su testamento. ¡Oh, perdóname, príncipe Hori, perdóname! ¡No podía guardar silencio! ¡Has sido desheredado! ¡No sé qué hacer!
Hori no dijo nada. Luego se desperezó lentamente, cruzó los tobillos y agachó la espalda. Su mano buscó la copa para acariciarla otra vez con sensualidad, de arriba abajo, una y otra vez, hasta que Ptah-Seankh quedó hipnotizado por aquel movimiento compulsivo.
—Desheredado —musitó—. Debí imaginarlo. Mi padre está completamente absorbido por ella. Se ha vuelto ciego, sordo y demente. —Rió con aspereza y Ptah-Seankh percibió en el sonido algo más que el dolor por la traición—. En cuanto a ti, escriba —prosiguió Hori—, si estuvieras a mi servicio te despediría en el acto. No tienes principios y eres indigno de confianza.
—Alteza —comenzó Ptah-Seankh, pese a que tenía la garganta casi cerrada y le resultaba difícil hablar— si sólo se tratara del testamento de mi amo, me habría reservado mis opiniones y hubiera hecho lo que se me ordenaba. Pero hay algo más. —Tragó saliva y se encontró de rodillas—. He cometido un horrible pecado.
Entonces Hori se inclinó hacia él, con una auténtica preocupación reflejada en el rostro. Le alargó la copa de vino e hizo beber al escriba. El recipiente repiqueteó contra los dientes de Ptah-Seankh, pero el líquido violáceo le hizo cobrar un poco de valor.
—Seria mejor que me lo contaras todo —aconsejó el príncipe.
Y Ptah-Seankh lo hizo. Fue como pinchar un forúnculo.
—El día antes de que yo partiera hacia Coptos —dijo—, la señora Tbubui acudió a mí y me dictó una carta para tu padre. Contenía todo lo que yo debía descubrir sobre su linaje durante mi investigación, la misma investigación sobre la que mi padre trabajaba cuando murió. ¡Todo eran mentiras, príncipe! ¡Todo mentiras! Protesté, pero ella me amenazó con desacreditarme y hacerme despedir, si no cumplía sus órdenes. —Por fin osó levantar los ojos hacia Hori, que le miraba intensamente—. Mi padre había trabajado para el príncipe durante muchos años —prosiguió—. Sus palabras habrían sido creídas o, al menos, tenidas en cuenta. Pero yo soy un escriba nuevo, que aún no ha demostrado su valía. Hice lo que ella deseaba.
El príncipe acercó la cara a él y Ptah-Seankh, con una punzada de temor, vio que apretaba rápidamente los labios, en un rictus de extrema emoción. Su mirada era casi inhumana.
—¿Quieres decir —preguntó, con voz estrangulada— que Tbubui te dictó los resultados de tu investigación? ¿Que te indicó qué informe debías entregar a mi padre cuando volvieras de Coptos?
Ptah-Seankh asintió miserablemente.
—¿No hiciste nada en absoluto en las bibliotecas de Coptos? ¿Te limitaste a esperar el tiempo necesario para volver a casa?
—Si. Estoy muy avergonzado, Alteza, pero tenía mucho miedo. Albergaba la esperanza de que no tuviera importancia. Tu padre está muy apegado a esa señora…
Hori le acalló con un salvaje ademán. No se movía. Su cara estaba tan cerca de la de Ptah-Seankh que su aliento rozaba la boca del escriba con un calor rápido y rítmico. Lentamente, el salvajismo animal de su expresión se relajó y se convirtió en una tensa mezcla de dolor y especulación.
—¿Por qué? —susurró—. ¿Por qué, por qué, por qué? Si no es una mujer de origen noble y antiguo linaje, ¿quién es? Ni una campesina, ni una vulgar ramera, ni siquiera una bailarina podrían poseer la educación y la gracia social que ella posee. ¿Qué oculta?
De pronto se echó hacia atrás y bebió el vino de un trago. Luego se levantó.
—Ven, Ptah-Seankh —dijo—. Vamos a hablar con mi padre.
Arrebató el rollo de las manos del escriba, que se levantó entre vehementes protestas.
—¡No, Alteza, por favor! Me he presentado a ti de un modo confidencial, para descargar mi culpa y pedirte consejo. El príncipe me expulsará inmediatamente cuando sepa lo que he hecho.
—Tendrás que arriesgarte —replicó Hori, sombríamente—. Ahora le repetirás a él tu declaración y te entregarás a su misericordia. No voy a permanecer callado mientras me privan de lo que me corresponde por derecho, y a Sheritra de su dote. Además —agregó—, ¿no te sentirás mejor si dices la verdad?
Marchó a grandes pasos hacia la puerta, seguido por Ptah-Seankh que sentía el corazón oprimido.
Hori alcanzó a Khaemuast en el momento en que se dirigía a almorzar al salón de recepciones, con Tbubui cogida de su brazo. El príncipe saludó a su hijo afablemente, pero sus ojos se dirigieron velozmente hacia el escriba y el rollo que Hori sujetaba. Entonces perdió la sonrisa.
—¿Qué ocurre? —espetó a su hijo.
—Necesito hablar inmediatamente contigo —dijo Hori—. Ven al jardín.
—¿No podemos esperar hasta después de comer? —objetivó Khaemuast—. Tbubui tiene petito.
—Tbubui puede ir a comer —aclaró el joven, en voz alta—. Este asunto no puede esperar.
Vio que cruzaban una mirada rápida y preocupada. Después, su padre besó a la mujer y ella se apartó de él.
—Pide a Nubnofret que retrase un poco la comida —dijo, mientras ella desaparecía entre las columnas de la entrada.
Khaemuast se adelantó bruscamente, seguido por Hori, con Ptah-Seankh atrás, y se dirigieron a un lugar retirado, junto a los densos arbustos que ocultaban el camino del embarcadero. Allí Khaemuast se detuvo y se volvió a su hijo, ladrando:
—Bueno, ¿qué pasa?
Hori le respondió colocándole el papiro bajo la barbilla.
—¿Reconoces esto? —preguntó, con voz trémula de ira—. ¡Explicame cómo puedes destruir mi vida y el futuro de Sheritra sin perder el apetito!
Su padre se volvió lentamente hacia el escriba.
—Eres indigno de mi confianza —dijo, friamente—. Estás despedido.
Ptah-Seankh palideció. Hizo una reverencia, mudo, y comenzó a retroceder, pero Hori le asió bruscamente del brazo.
—No tan rápido —dijo—. Tal vez cambies de idea, padre, cuando escuches todo lo que tu escriba tiene que decir. No es Ptah-Seankh el indigno de tu confianza, sino tu preciosa Tbubui. ¡Cuéntale todo, Ptah-Seankh!
El escriba cayó de rodillas, avergonzado. Entre interrupciones y rápidas miradas al rostro furioso de Hori y a la expresión del príncipe, que pasaba del enojo a la incredulidad, contó la historia de su caída. Pero cuando hubo terminado, el príncipe ya no le empalaba con su mirada, estaba observando a su hijo.
Ptah-Seankh guardó silencio mientras Khaemuast continuaba mirando fijamente a Hori. Luego, empezó a abrir y cerrar los puños y los músculos de sus antebrazos empezaron a anudarse también.
—Ésta es la historia más cruel e imaginaria que he oído jamás —dijo, pesadamente—. Pero me gustaría oírla otra vez, en presencia de Tbubui. ¡Tú! —gritó por encima de los arbustos al guardia que estaba apostado en el camino—. ¡Trae a la señora Tbubui! Está en el salón, comiendo —se dirigió otra vez a los dos jóvenes—. Sabía que la detestabas —dijo a Hori—, pero no te creía capaz de tanta animosidad. En cuanto a ti…
Se inclinó y con asombrosa rapidez dio una bofetada al escriba en la mejilla.
—El relato que vas a repetir será lo último que digas en esta casa.
—Ya nos has juzgado, ¿verdad, padre? —susurró Hori. Se sentía tan estupefacto, que todo su desdén se había desvanecido—. Te resulta imposible creer en nosotros.
Crees que he obligado a Ptah-Seankh a mentir, que él y yo hemos forjado una conspiración contra Tbubui. Estás en poder de ella por completo.
—¡Cállate! —rugió Khaemuast.
Y Hori obedeció, mordiéndose los labios. Dirigió una mirada de solidaridad al escriba y luego clavó la vista en el suelo.
En poco tiempo los arbustos susurraron débilmente y Tbubui apareció sonriendo, con el vestido rojo pegado a sus insinuantes caderas. El ardiente sol se reflejaba en la lisa negrura de su cabello. Fue directamente hacia su esposo y se inclinó ante él.
—¿Has mandado llamarme, Khaemuast?
Él le respondió apuntando con un rígido dedo a Ptah-Seankh, que seguía de rodillas.
—Dilo —ordenó.
El escriba obedeció con voz sofocada, mostrando el color de la muerte en la piel. Hori, que observaba con atención a la mujer, tuvo que admirar su perfecto dominio de si misma. Su expresión pasó del interés cordial al desconcierto y, luego, a la aflicción. Su boca empezó a contraerse, y cuando Ptah-Seankh calló por última vez, las lágrimas brillaban en sus mejillas.
—Oh, Hori, ¿cómo has podido? —sollozó, volviéndose hacia él con un gesto suplicante—. Yo no habría dicho nada, quería seguir siendo tu amiga. ¿No has podido arrancar tus celos y regocijarte por tu padre y por mí. Me eres tan querido como mi propio hijo. ¿Por qué has intentado hacerme tanto daño?
Ocultó la cara entre las manos y Khaemuast la abrazó protectoramente. En su aturdimiento, Hori observó con admiración aquella representación, la más grande que había visto en su vida y tuvo deseos de aplaudir. Se había puesto en manos de aquella mujer como un niño ingenuo y era el único culpable de lo que ocurría. Khaemuast la soltó, frunciendo el ceño.
—¿Qué es lo que no hubieras dicho? —acusó, obligándola a levantar la barbilla.
Las lágrimas corrieron por su cuello, brillando sobre el saludable bronceado de su clavícula.
—¡Oh, no, queridísimo! —sollozó—. ¡No! No quería decir nada, lo juro. ¡No castigues a Hori, por favor! Sólo está… Vaciló.
—¿Sólo está qué? ¿Qué pasa aquí? ¡Exijo que me respondas, Tbubui!
Ella se cubrió la boca con una mano y luego la apartó para volver hacia Hori unos ojos llenos de piedad y conmiseración. Durante un cegador momento el joven dudó de sí mismo y de Ptah-Seankh, pero recordó el inconfundible timbre de veracidad del relato del escriba y recordó también que su padre, ¡su padre!, había planeado cobarde y secretamente desheredarle.
—¡Qué zorra! —murmuró.
Habría podido jurar que durante un instante vio flamear la burla en los ojos de la mujer. Pero enseguida obedeció ella la orden de Khaemuast, y se dispuso a hablar como a disgusto.
—Hori está celoso de ti, amor mío —dijo, con voz trémula—. Desde hace mucho tiempo sabía que me deseaba. Me lo confesó días antes de que tú me ofrecieras el contrato matrimonial, pero yo ya estaba enamorada de ti y se lo dije, con tanta amabilidad como pude. La violencia de ese capricho juvenil se ha convertido ahora en odio y por eso trata de desacreditarme —se volvió hacia Khaemuast, extendiendo los dedos en una súplica—. ¡Oh, no se lo reproches, Khaemuast! Los dos sabemos que esas hogueras arden con fuerza y a veces devoran el sentido común. Hazlo por mí, no le castigues.
Khaemuast la había escuchado en un atónito silencio, cada vez más ceñudo. Cuando ella acabó de hablar, se desprendió de sus manos suplicantes y se acercó a Hori. El joven supuso que su padre iba a golpearle y se encogió involuntariamente, pero Khaemuast se controlaba todavía a duras penas.
—¡Cachorro cruel! —le gritó, salpicándole la cara de saliva—. Con que ése era el motivo de tus secretas visitas. ¡Deseabas a la prometida de tu padre! ¡Querías usar tu hermosura para seducirla! Si ella no me hubiera suplicado clemencia, te expulsaría inmediatamente de esta casa. En estas circunstancias, no quiero verte sentado a comer con la familia ni oír jamás el sonido de tu voz. ¿Comprendes?
Hori vio que Tbubui le sonreía abiertamente tras la cara furiosa de su padre. Notó que el escriba se había ido.
—Oh, si, lo comprendo —dijo lentamente—. Lo comprendo muy bien. Pero si crees que voy a permanecer impasible mientras me privas de mis derechos por el hijo de esa mujer maligna, estás muy equivocado, papá —se apartó a un lado y se inclinó ante Thubui—. Mis felicitaciones por tu fecundidad —agregó, secamente—. Os deseo a los dos que seáis muy felices.
Luego tiró el rollo al suelo y, girando sobre sus talones, se alejó.
Caminó erguido y con la cabeza en alto hasta que se adentró en la espesura. Allí, cayó al suelo tambaleándose, y hundió la cabeza entre las rodillas. Quería llorar, pero descubrió que no podía. Durante un rato se limitó a permanecer así, acurrucado, aturdido. Los detalles de la inigualable representación de Tbubui se repetían en su mente una y otra vez, mucho más vividas que la demencial y enfurecida cara de su padre. Tenía sed de vino, vino y más vino. Por fin se levantó para volver al camino y entró cautelosamente en la casa por la puerta principal. Estaba abierta, como de costumbre. Los tres sirvientes siempre apostados allí se levantaron para hacerle una reverencia, y el se adentró con paso cauteloso en el oscuro interior de la casa.
Aparte de los sirvientes, que estaban retirando los restos del almuerzo, el salón estaba desierto. El olor a comida le produjo náuseas. Merodeó hasta encontrar una jarra de vino sin abrir y rompió el sello para beber un largo trago. Luego, volvió a salir con la botella apretada contra el pecho. Había llegado la hora de huir del sol y dormitar, y la casa y los jardines se habían sepultado en un fantasmagórico silencio. Hori caminó por un sendero hasta los peldaños del embarcadero y allí se desvió. Llegó al escondrijo secreto que compartía con Sheritra y se tumbó en la hierba. «Me voy a emborrachar", pensó, "y después me emborracharé un poco más. Te odio, padre, pero más odio aún a esa ramera sin escrúpulos y ladina con quien te has casado.»