El papiro de Saqqara (60 page)

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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Intriga, #Histórico

BOOK: El papiro de Saqqara
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—Ya sé que duele, Pequeño Sol —aseguró él, en voz baja—. Pero no es cierto que no nos quiera. Tbubui le ha embrujado, aunque en otros tiempos él nos quería más que a nada en el mundo. Ella le está destruyendo y es preciso que le salvemos. Anda, no llores, necesito que seas valiente. Por mí. Le he escrito al abuelo contándoselo y es posible que intervenga. En cualquier caso, debes estar esperándome aquí cuando yo vuelva, pues vendré directamente a tus habitaciones. Reza por mi durante mi ausencia.

Ella le abrazó, besándole el cuello y la boca.

—¡Ojalá pudiera hacer algo más que orar por ti, Hori! —barbotó—. Es todo tan terrible…

—Vigila por si llegara una carta del abuelo —le recordó su hermano, desasiéndose con delicadeza—. Y trata de hablar en mi favor a papá. No dejes que Tbubui siga envenenándole contra mi.

—Que las plantas de tus pies sean seguras —susurró Sheritra, dedicándole la despedida formal.

Él le sonrió con una confianza que estaba lejos de sentir y se dejó acompañar por Bakmut hasta la puerta. Fue a su cuarto y se tendió en su diván con un gruñido de alivio. Antef le despertó una hora después del amanecer.

—Supuse que olvidarías avisar a tu sirviente personal —explicó, muy sonriente.

Hori respondió a su sonrisa, bajando las piernas del diván.

—Siempre hago lo mismo, ¿verdad? —replicó, inmediatamente agradecido por la fidelidad de Antef, que se había mantenido a su lado pese a lo que le había descuidado durante muchos meses—. Gracias, amigo mío.

—Todo está preparado —dijo el joven, retirándose—. Hemos dispuesto tu propia barcaza y supongo que yo deberé oficiar de cocinero, mayordomo y criado personal hasta que regresemos.

—También de escriba —añadió Hori—. Déjame solo, Antef. Iré directamente al embarcadero.

Su criado personal ya estaba despierto y le esperaba para bañarle. Mientras marchaba tras él, todavía adormilado y muy sediento, le golpeó por primera vez la enormidad de lo que planeaba, y también una premonición que le hizo aminorar el paso y contemplar esos amados y familiares rincones de la casa con un brote de afecto y nostalgia. «La vida ha sido buena para mí", se dijo, con pesadumbre. Y ese pensamiento le trajo el recuerdo de Nefert-khay, vivaracha y llena de vida, el recuerdo del agua corriendo por su cuerpo joven. "Lástima que no le hiciera el amor aquel día", se dijo, arrepentido. "Habría sido el único acto íntegro y salvador que podría llevar conmigo en este peligroso viaje.»

—¿Alteza? —exclamó su criado, cortésmente.

Hori volvió a la realidad y subió a la baldosa del baño. «No debo mirar hacia atrás",pensó con firmeza. "No sirve de nada.» Una hora después, recién lavado y vestido con unos lienzos limpios, luciendo en el pecho su pectoral favorito, con el amuleto más poderoso que pudo hallar como contrapeso entre los omóplatos, Hori salió de la casa y cruzó silenciosamente el jardín del norte, en dirección al embarcadero. Los sirvientes ya estaban levantados, y barrían y preparaban la primera comida del día, pero Hori sabia que los miembros de su familia se encontraban todavía en sus divanes, pensando en las actividades que les esperaban ese día mientras aguardaban el desayuno. No había señales de los jardineros. El ala nueva sobresalía sobre lo que antes había sido un agradable jardín cuadrado con una fuente, arrojando una sombra temprana y fresca sobre los parterres, todavía sin flores. Unos guardias le saludaron al verle pasar.

Cuando llegó al borde de la flamante construcción, alguien se apartó del refugio de una pared y se interpuso en su camino. Hori continuó, tomando la sombra por un sirviente que se apartaría ante él, pero aquella persona se volvió. Era Tbubui, vestida de blanco hasta la barbilla, como un cadáver en su sudario. Era obvio que acababa de levantarse y que se había limitado a recogerse el cabello bajo un manto de verano con capucha, de hilo muy fino. Hori evitó furiosamente su mirada, dispuesto a dar un amplio rodeo para evitarla, pero una mano surgió de entre la blancura del manto y le sujetó. Se desprendió de la mano con un espasmo de cólera, pero se detuvo para enfrentarse a ella.

—¿Qué quieres? —le espetó.

—No creo que debas ir a Coptos —replicó ella.

Hori sonrió cínicamente.

—Supongo que no te gusta, porque pienso volver a casa con tu ruina en las manos —contestó, sin levantar la voz.

—Como quieras —repuso ella, con suavidad—. Pero me preocupo por ti, Hori. Coptos no es un sitio saludable, allí la gente enferma. La gente muere.

Él la miró a los ojos.

—¿Qué quieres decir?

—Recuerda lo que le ocurrió a Penbuy, el escriba de tu padre —siguió ella, casi susurrando—. Ten cuidado para que no te ocurra lo mismo.

Hori la miraba fijamente.

—¿Qué sabes tú de eso? —inquirió, con urgencia.

Tbubui continuó mirándole con sus ojos negros e insondables y de pronto le recorrió un escalofrío de certidumbre. Oyó la voz de Sheritra, vacilante pero firme: «Alguien en la casa de Sisenet ha conjurado una maldición mortal…». Y entonces lo supo. Lo supo.

—Tú lo hiciste —tartamudeó, sintiéndose débil de espanto.

Ella enarcó las cejas.

—¿El qué, Alteza?

—¡Maldecir a Penbuy! Sabias que no era posible sobornarle ni amenazarle, que nada le impediría llevar a cabo la tarea que mi padre le había encomendado. ¡Y usaste magia negra contra su vida! —A Hori se le había secado la boca. Se lamió los labios—. ¿Qué usaste, Tbubui? ¿Qué le robaste?

Los ojos de la mujer brillaron con un regocijo antinatural.

—El estuche de sus estilos. Un objeto personal especialmente adecuado, ¿no te parece? Sisenet se apoderó de él un día en que Penbuy acompañó a tu padre a mi casa.

De pronto Hori tuvo deseos de huir. Hasta el suelo que pisaba le parecía malévolo.

—Bueno, conmigo no vas a tener éxito —replicó, con tanta serenidad como pudo—. Mi padre es el mago más grande de Egipto. Sus hechizos son los más potentes y, tras trabajar con él, he aprendido muchas protecciones. El hombre prevenido vale por dos, Tbubui. No me das miedo.

—Vaya —ronroneó ella—. No había pensado en eso. Pues en el caso de que vuelvas de Coptos con buena salud, tendré que persuadir a tu padre para que te mate. —Se inclinó hasta rozarle la boca con sus labios—. ¿Te parece imposible, orgulloso Hori? Piénsalo bien. Khaemuast hará todo lo que yo le pida. Que tengas buen viaje.

Se inclinó y, ciñéndose los lienzos al cuerpo, empezó a alejarse.

Hori se quedó atónito. El sol actuaba ya con demasiada fuerza sobre su cabeza. «¡Jamás!", pensó, aturdido. "Mi padre jamás haría una cosa tan horrible. ¡Equivaldría a buscarse un juicio desfavorable de los dioses!»

«Pero te ha desheredado", susurraba otra voz, más fría. "Yo, en tu lugar, no tendría tanta confianza, mi querido Hori.»

Se volvió sobre sus talones. Tbubui se había ido. No se creía capaz de poder mover las piernas, pero lo hizo. Pesadas y reacias, le llevaron a pesar de todo hasta los peldaños del embarcadero y hasta su barcaza, que se mecía imperceptiblemente sobre el río aceitoso. Antef le hizo una reverencia y le saludó con la mano. Hori logró devolverle el saludo mientras descendía por la rampa.

El capitán gritó una orden, la rampa se recogió con un sonido chirriante y el joven príncipe se dejó caer sobre los almohadones de cubierta, junto a su amigo.

—¡Qué pálido estás, Alteza! —observó Antef—. ¿Has estado bebiendo ya, a estas horas?

Hori negó con la cabeza, sintiendo el estómago revuelto. Luego, empezó a hablar y habló durante una hora entera, sin que Antef le interrumpiera una sola vez. Estaba atónito.

CAPITULO 18

¡He aquí las moradas de los muertos!

Sus muros se derrumban,

su sitio ya no esta;

es como si nunca hubieran existido.

El viaje a Coptos fue una pesadilla para Hori. Pasaba los días sentado bajo el toldo de cubierta, encorvado y tenso, desesperado por llegar a la ciudad, sintiendo en la espalda el viento del terror. Le acosaban la soledad y una sensación de incapacidad. Era consciente de que la salvación de la familia descansaba sobre sus hombros. Su padre había dejado de ser un hombre bondadoso y sereno, y ahora dejaba que el gobierno del país se deslizara hacia un caos que podía arruinarlos a todos. Su madre era prisionera de una helada desdicha y la respuesta de Sheritra a sus revelaciones sobre Tbubui había sido una instantánea y egoísta defensa de Harmin. Era evidente que el mundo se había reducido para ella a los contornos del cuerpo de su amante. Pero todo aquello podía cambiar. Tal vez no fuera posible borrarlo, pero sí curarlo. Y era él, Hori, quien debía efectuar aquel cambio. Nadie más veía la verdad, nadie más era capaz de actuar. Y la sobrecogedora responsabilidad que había decidido asumir le resultaba casi insoportable.

La reseda y parda belleza de aquella zona de Egipto pasaba ante sus ojos abstraídos sin que la viera. Antef se había apoyado sobre la barandilla y lanzaba exclamaciones ante los aventadores que arrojaban nubes de cascarilla en la ribera, los montones de ladrillos custodiados por niños desnudos, que contemplaban curiosamente la barcaza, o el súbito verdor de la finca de algún noble, debido a la acción constante de los esclavos que manejaban los shadus. Hori no era capaz de observar todo aquello; sin embargo, notó que el cielo se iba tornando más intensamente azul a medida que descendían hacia el sur y el Nilo se henchía un poco. Allá lejos, en la fuente del río, estaba comenzando la Inundación. Pronto la corriente se tornaría más rápida, más fuerte, y el torrente en aumento se derramaría sobre los campos hasta ahogarlos, aislando los templos, arrojando al suelo egipcio sedimentos, ramas quebradas y animales muertos.

De una manera confusa, Hori advertía que la inundación se producía también en su interior, una inexorable marea de temor y peligro en la que podía ahogarse. Sus palabras a Tbubui habían sido sólo una bravata. Nunca se había interesado mucho por la magia de su padre e ignoraba el modo de protegerse de las palabras murmuradas en la oscuridad o el destello de los alfileres de cobre clavados en los muñecos de cera, su otro yo. Sus pertenencias habían quedado a disposición de quien quisiera robar un anillo, una falta de lienzo, incluso un frasco de kohol que sus manos hubieran tocado. Parte de él estaba en todo lo que usaba y cogía regularmente, y esa parte podía ser utilizada para matarle.

Le sacudían continuas punzadas de ansiedad y hubiera querido ponerse de pie y gritar a su capitán: «¡Date prisa! ¡Oh, date prisa!». Pero sus marineros luchaban ya contra las primeras señales de la inundación anual y no podían hacer más. Tampoco serviría de nada detenerse en los templos y los altares del trayecto. Sólo perdería unas horas preciosas. Y Hori tenía la desesperante sensación de que los dioses habían retirado todo el favor a su familia, aunque no supiera por qué. Sólo sabia que, cuando entornaba los ojos contra la blanca eternidad de la luz meridiana, las palabras que susurraba le eran arrojadas otra vez a la boca, a la garganta, como si rebotaran en los oídos sordos de los inmortales.

Por fin llegó el día en que la barcaza retrocedió torpemente hacia la ribera el este. Extendieron la rampa y Hori pudo pisar tierra sólida. En Coptos no había mucho que ver. El tránsito del desierto todavía empezaba y concluía allí. En los mercados, los almacenes y las ferias imperaba un comercio frenético, pero más allá de la ruta del desierto, que se extendía hasta el Mar Oriental, la ciudad en si soñaba, diminuta, sosegada y sin cambios de un año al siguiente, salpicada de pequeños palmerales y regada por estrechos y plácidos canales.

«Aquí es donde está la casa de Tbubui", pensó Hori. "Tal vez en este mismo instante mis ojos estén pasando sobre ella.»

—Antef —dijo—, ve a preguntar en el mercado dónde vive el alcalde. Busca su casa y encárgale que me envíe una litera.

Se retiró a la barcaza, desde donde escuchaba la actividad del puerto. Pero poco a poco cobró conciencia de otro sonido… o de la falta de sonido. Era como si Coptos tuviera una alianza con los profundos y ardientes silencios del desierto. El ruido de la industria humana no llegaba muy lejos. Se notaba apagado, abreviado, como un balido contra la inexorable nada, arrebatado muy pronto.

Antef no tardó en regresar, acompañado por cuatro portadores que transportaban una litera plegada.

—El alcalde está horrorizado con tu llegada —gritó el joven—. ¡Está alborotando toda la casa por ti!

Hori se echó a reír y sintió que su temor retrocedía por un momento.

Subió a la litera y, acompañado por Antef y sus dos guardias, pronto llegó al pequeño jardín de la finca del alcalde y cruzó la cabaña del guarda. El mayor le esperaba a la sombra de la entrada principal. Era un hombre alto que desprendía el aire apacible de los que se sienten plenamente satisfechos. Pero su reverencia denotó aflicción y cuando Hori se acercó a saludarle vio su frente arrugada por la preocupación.

—¡Esto es totalmente inesperado, Alteza! —dijo—. Si me hubieras dado aviso, habría dispuesto un recibimiento adecuado. ¿Cuántas personas traes en tu cortejo? El alojamiento…

—No traigo cortejo —explicó Hori—. Sólo mi sirviente Antef y dos guardias. Estoy aquí para hacer un trabajo de investigación por cuenta de mi padre.

—Pero no comprendo —dijo el mayor—. El nuevo escriba de tu padre me dio a entender que el príncipe había cambiado de idea y ya no requería esa información. Fue muy lamentable, lo del padre de ese joven.

—En efecto —asintió Hori—. Y el príncipe ha vuelto a cambiar de idea otra vez, noble señor. Pero no te preocupes, no voy a molestarte, pues no permaneceré muchos días.

Durante un rato le fue imposible estar solo. Le acompañaron a sus habitaciones que consistían en un pequeño cuarto, con una puerta que daba al jardín, ante la que apostó a uno de sus guardias. Y después se vio obligado a tomar un refrigerio con el alcalde y su familia. Tras el cortés diálogo inicial que exigían las convenciones, preguntó al alcalde si conocía a todas las familias nobles de los alrededores.

El hombre asintió.

—El Osiris Penbuy me hizo la misma pregunta. Coptos es una ciudad pequeña y nuestra nobleza, de no mucha alcurnia, no viaja mucho ni se casa con gente de lugares apartados. La antiguedad de los linajes varia entre cuatro generaciones o antepasados que se pierden en las profundidades del tiempo, pero los conozco a todos. —Miró a Hori de soslayo—. Nunca he oído nombrar a las tres personas cuya historia buscas, Alteza, ni existe tampoco una finca administrada por un mayordomo cuyo amo se haya mudado a Menfis. Sólo puedo sugerirte que consultes al bibliotecario de nuestra Casa de la Vida.

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