Bebió, esperó y volvió a beber, pero la tarde se acercaba al crepúsculo y él seguía tan sobrio como en el momento de comenzar. Era como si el vino entrara por su boca y se extendiera por su cuerpo para salir después por los poros de la piel, llevándose toda su potencia. Hori permanecía dolorosamente lúcido. En algún momento, antes de arrojar a los matorrales la jarra vacía para volver al sendero, decidió lo que debía hacer.
La casa de las concubinas parecía desierta, pero Hori comprendió que no estaría así mucho tiempo. Había pasado ya la hora de la siesta y algunas mujeres saldrían a bañarse y otras a pasear por los mercados de la ciudad. Supuso que su padre habría pasado aquellas horas con Tbubui, pero estaría ya dedicado a sus tareas de la tarde.
Se acercó a la puerta, saludó amistosamente al guardián y le pidió que le dejara entrar. El hombre le preguntó qué le llevaba allí. Hori respondió que la segunda esposa Tbubui le había invitado, horas antes, a compartir algunos momentos con ella, como madrastra e hijo adoptivo, por así decirlo, y el guardia se hizo a un lado con una reverencia.
—Asegúrate de que nadie nos moleste —ordenó Hori, al entrar—. La señora está últimamente tan ocupada que no hemos tenido tiempo de conocernos. Por eso le agradezco que me haya concedido esta hora.
«Cuando ella diga a papá que el guardia me ha dejado entrar, le despedirá", pensó, acercándose a la puerta de Tbubui. "Bueno, no tiene solución.» Hizo señas a la criada de la puerta para que guardara silencio y, tras dar un solo golpecito, entró.
El cuarto brillaba a la dorada media luz de la hora. La entrada de aire estaba abierta y dejaba entrar pequeñas corrientes. A pesar de ello, Hori pudo percibir el sudor de su padre al acercarse al diván deshecho. Tbubui permanecía más o menos como su padre debía haberla dejado: una sábana amontonada sobre la ingle, el pelo enredado y pegajoso, y la piel húmeda. Le vio entrar sin sorpresa y siguió su paso con unos ojos soñolientos y carentes de toda curiosidad. Él se detuvo.
—Bien, Hori —dijo ella, con una perezosa sonrisa—. ¿Qué quieres?
Y se cubrió despacio los pechos con la sábana.
—Quiero saber por qué. ¿Por qué te has casado con mi padre, a quien no creo que ames en absoluto, cuando podrías haberme tenido a mí? Por algún motivo me parece que prefieres la carne tierna, Tbubui, a un viejo que lucha con las limitaciones del tiempo.
—Yo no diría que Khaemuast sea viejo —objetó ella, siempre con su indolente sonrisa fija en la boca—. Y ser su esposa tiene ciertas ventajas. Fortuna, influencia, un título…
—No se trata de eso —replicó Hori, pensativo—. Al menos, no sólo de eso. Con el tiempo yo podría haberte dado todas esas cosas, lo sabes bien. ¿Y por qué obligaste a Ptah-Seankh a darle informaciones falsas? ¿Es que no hay nada que averiguar en Coptos?
—Acaso en Coptos se pueda averiguar mucho más de lo que podrías imaginar —interrumpió ella con suavidad, entornando los ojos—. ¿No lo has pensado, mi apetitoso Hori? Más de lo que tu mente puede abarcar. ¡Oh!, no podía arriesgarme a que el querido Khaemuast supiera la verdad. Todavía no.
Se incorporó con un movimiento gracioso y provocativo.
—Pero lo sabrá —dijo Hori, de pie todavía junto al diván—. Yo mismo voy a ir a Coptos. Pienso partir mañana. Te destrozaré antes de que puedas destruir a mi padre.
Ella rió, con condescendencia.
—¡Qué atractivo te pones cuando te enfadas! ¿Y crees que, después de lo que ha pasado hoy, creerá algo de lo que tú le digas? A ti puedo decirte lo que quiera. Excava en Coptos lo que te dé la gana, él está ciego a todo, salvo a mi, y no sólo perderás el tiempo, Alteza.
«Me gustaría matarla", pensó Hori, con odio. "Me gustaría rodear con mis manos ese bonito cuello y sacudirla, y apretar hasta que deje de reír, hasta que pierda esa sonrisa superior y provocativa… »
Tbubui sacó las piernas de la cama sonriendo más ampliamente.
—Pero no puedes matarme, ¿verdad, querido Hori? ¡Oh, sí! Veo en tu cara la necesidad de hacerlo. ¿No te gustaría hacerme el amor, en cambio? Muchas veces pienso en ti cuando él se revuelve y gruñe sobre mi cuerpo.
—Me das asco —logró balbucear él.
El horror y la ira le reducían las piernas a agua, pero aquellas palabras habían estimulado en él la lujuria, más familiar que la ira, pues era una vieja amiga con quien vivía desde hacia mucho tiempo.
Ella inclinó la cabeza, entornando los ojos y arqueando la espalda.
—Ven, joven Hori —susurró—. Hazme el amor.
Él se lanzó adelante con un grito, decidido a tirarla al suelo para quitarle la vida, pero se descubrió besándola. Ella empezó a gemir (o quizá a reír) desde el fondo de su garganta y le abrazó el cuello, y la cintura, cada vez más abajo. Hori, frenético, trató de liberarse y apartarla, pero una mano se le cerró contra uno de sus pechos y la otra le agarró un muslo. Cayeron juntos sobre el diván. No podía dominar su deseo de ella, del mismo modo que no podía dejar de respirar. Pero la despreciaba y se despreciaba a si mismo.
Penetró en ella como un ariete hundiendo los dedos de una mano en el cuello de Tbubui y el otro puño en el colchón, y enseguida eyaculó, con un gran estremecimiento. Luego, quedó tendido sobre ella, con los músculos contraídos.
—Así me gusta —murmuró ella, contra su oído—. Me gusta, si.
Él se apartó con un grito, dejándose caer del diván.
—Oh, maravillosa sangre joven y caliente —prosiguió la mujer—. Ven a calentarme de nuevo, Alteza. Ven pronto. No creo que puedas negarte, ¿verdad?
Él avanzó hacia la puerta tambaleándose. La atmósfera del cuarto era sofocante y le apretaba el pecho hasta no dejarle respirar. Dominado por el pánico, buscó el cerrojo, lo descorrió bruscamente y pasó corriendo ante la sobresaltada sirvienta del corredor. En pocos pasos estuvo en el exterior. Irrumpió de la sombra del pórtico a la cegadora muralla de luz, jadeando y encorvado. El guardián corrió tras él.
—¿Te encuentras mal, Alteza? —preguntaba.
Pero Hori no le hizo caso. La luz del sol no era tan cegadora como parecía. Ré se estaba poniendo y su muerte teñía los jardines de un rosado carnoso.
Se obligó a caminar, arrastrando los pies, y a paso firme cubrió el trayecto que había entre la casa de las concubinas y la vivienda principal. Giró a la derecha, cruzó la parte trasera y entró en el recinto del servicio. Las enormes cocinas eructaban el humo de las fogatas y el fuerte aroma de la carne que su madre había ordenado para la cena. Se le contrajo el estómago de asco, pero entró.
Un mayordomo estaba preparando las bandejas que debían llevarse, cargadas de comida y flores. Al principio no reconoció a Hori, pero luego se inclinó ante él, sorprendido. El joven cogió un cuenco y recorrió las mesas, llenándolo de pan, granadas, puerros crudos, dátiles y manzanas. El mayordomo le contemplaba boquiabierto. Hori acabó y le saludó con la cabeza al salir.
Se dirigió a sus habitaciones sujetando el cuenco con cuidado. La tempestad de odio y vergüenza disminuía en su interior y empezaba a ser capaz de pensar nuevamente con claridad. Antef estaba sentado en el suelo, ante la puerta del cuarto de Hori, con la espalda apoyada en la pared y arrojando ociosamente unos dados. Al ver a su amigo se levantó con expresión sorprendida y Hori le hizo ademán de que entrara.
—Cierra la puerta —ordenó.
Mientras Antef obedecía, dejó el cuenco con los alimentos junto al diván. En aquel momento le asqueaba la comida, pero tal vez la necesitara más tarde.
—Trae esa paleta —dijo, indicando los útiles de escribir que estaban en el suelo, junto a la larga mesa donde Hori solía trabajar. Durante un segundo, el príncipe reflejó al joven agradable y despreocupado que había sido, pero aquella imagen no tenía ya realidad.
—¿Puedes tomar un mensaje, Antef?
—Si, por supuesto —respondió su amigo. Se sentó en el suelo y se puso la paleta sobre las rodillas—. Hay papiro ya enrollado y creo que la tinta está bastante fresca. ¿A quién debo dirigirla?
—A mi abuelo Ramsés. Pon todos sus títulos, es muy susceptible al respecto, y luego escribe: «De tu leal y obediente nieto, el príncipe Hori, que te saluda. Te suplico, querido abuelo, que te ocupes de un asunto familiar por el que yo y tu nieta, la princesa Sheritra, estamos sufriendo una gran pena. Ha llegado a mi conocimiento que nuestro padre, el príncipe Khaemuast, acaba de eliminarnos secretamente de su testamento, a mi hermana y a mí, en favor del hijo que va a nacer de su segunda esposa, la señora Tbubui. También tengo motivos fundados para creer que la señora Tbubui le ha mentido respecto a su noble linaje y no tiene derecho a estar casada con un príncipe de sangre real. Estoy sumamente afligido, ¡oh, Omnipotente!, y te suplico una vez más que investigues estos asuntos. Deseo a Su Majestad vida, salud y prosperidad. Estoy a tus órdenes».
Hizo un gesto impaciente a Antef, que le miraba sin saber qué hacer.
—Terminalo para que lo selle —indicó.
Antef se recobró de su sorpresa y el estilo raspó contra el papiro. Por fin, se levantó, dejó el rollo en la mesa y entregó el estilo a Hori. El joven príncipe apretó su anillo de sello sobre la cera caliente que su amigo había preparado. Comenzaba a recuperar en parte su equilibrio.
—¿Es cierto? —preguntó Antef—. ¿Es cierto que el príncipe te ha hecho eso?
—Si —respondió Hori, escuetamente.
—La señora Tbubui… es de ella de quien estás enamorado, ¿verdad? —insistió Antef, horrorizado.
Hori no se disculpó por el trato que había dispensado a Antef durante los últimos meses, sino que se limitó a tenderle una mano. Su amigo se la estrechó.
—La amo, pero no es digna de que nadie la estime en esta familia —respondió Hori, ceñudamente—. Te lo contaré todo durante el viaje a Coptos, Antef.
El joven retrocedió, y repitió:
—¿A Coptos?
—Si. Haz que los sirvientes preparen esta noche unas cuantas cosas. Yo necesito desesperadamente dormir. Partiremos por la mañana.
El desconcierto de Antef era obvio.
—¿Sabe tu padre que nos vamos?
—No, no lo sabe y no tengo intenciones de decirselo. De cualquier modo, no quiere volver a yerme. Haz lo que te he pedido; nos encontraremos en el embarcadero, una hora después del amanecer. ¡Ah! Antef… —le tendió el rollo—. Entrega esto a uno de los heraldos y dile que parta inmediatamente hacia Pi-Ramsés. No recurras a los mensajeros personales de mi padre, sino a un sirviente de la casa. ¡Ve!
Antef se encogió de hombros, con una sonrisa dubitativa, y salió.
«Ya está hecho", pensó Hori, sintiendo hambre de repente. Alargó la mano hacia el cuenco y empezó a llenarse la boca de comida. "Cuando vuelva de Coptos, con las pruebas de la perfidia de esa mujer, Tbubui lamentará haber nacido.» El dulce sabor de la venganza se mezcló al fuerte gusto del puerro que acababa de morder, pero otro sabor luchaba en él por adquirir fuerza sobre los demás: el de la piel de Tbubui, salada por el sudor. Cerró los ojos con un gemido.
A la hora de cenar no se presentó en el salón. Se dedicó a pasearse por el cuarto, oyendo los fragmentos de música que llegaban flotando por los pasillos y, de vez en cuando, la risa de Tbubui. Acercó la cara a la entrada de aire para absorber el viento de la noche, relativamente más fresco. Después llamó a su sirviente personal y jugó con él unas cuantas partidas de sennet, ganándolas todas.
La casa fue cayendo gradualmente en el silencio. Por fin, Hori salió de sus habitaciones y se dirigió a las de Sheritra. Habría preferido que nadie le viera, pero un guardia vigilaba en el extremo de cada pasillo y no los podía evitar.
Cuando llamó a la puerta de su hermana, Bakmut le hizo pasar. Sheritra acudió rápidamente de la alcoba interior, envuelta en su blanca túnica de dormir, con el pelo suelto y la cara limpia. Hori, al besarla, pensó que parecía una niña de doce años. Sus ojos revelaban temor.
—¡Hori! Me he enterado de la terrible pelea que has tenido con papá. ¿Por qué ha sido? Esta noche ha dicho a mamá que te había prohibido asistir a cualquier reunión familiar, incluidos los banquetes. ¿Qué demonios has hecho?
—No va a gustarte —le advirtió él—. ¿Podemos pasar al dormitorio?
Ella indicó a Bakmut el banquillo instalado junto a la puerta y se adelantó a su hermano para sentarse en el diván. Hori se encaramó sobre él junto a ella, como en los felices viejos tiempos.
Empezó a hablar, contándole la confesión que había hecho Ptah-Seankh y terminando con su decisión de ir personalmente a Coptos. Sheritra le escuchaba, cada vez más sombríamente. Cuando él le relató su visita a la casa de las concubinas sin omitir nada, ahogó una exclamación y buscó su mano, pero guardó silencio hasta que el muchacho hubo concluido. Entonces, movió la cabeza dubitativamente.
—Si oyera todo esto de boca de otra persona, no lo creería —dijo—. Nada de esto tiene sentido. Si se ha casado con papá por sus títulos y su riqueza, ¿por qué se arriesga a que la descubran seduciéndote y provocándote? Y papá está absolutamente loco de amor por ella, siempre lo ha estado. Se habría casado aunque hubiera sido la ramera más famosa de toda Menfis. ¿A qué viene tanto secreto? ¿Por qué no le dijo la verdad desde el comienzo?
—¿Qué verdad? —preguntó Hori, cansado—. Tengo la sensación de que es exactamente lo que dice: una mujer de familia noble y de buen linaje. Pero oculta algo que ha de ser muy feo y voy a averiguar qué es. Quiero que le digas a papá adónde he ido y por qué, para que él y mamá no se preocupen por mí, pero no lo hagas hasta que haya transcurrido una semana entera.
Ella asintió.
—¿Sabrá Harmin cómo es realmente su madre? —se preguntó en voz alta—. ¡Oh, Hori, quiero que mi compromiso se concrete ahora, antes de que tú vuelvas a Coptos con malas noticias para todos! Hori le cogió las manos y se las sacudió con suavidad.
—Escúchame —dijo, con voz intensa—, no debes insistir sobre lo del compromiso hasta que yo vuelva. Por favor, por tu propio bien, Sheritra, deja de acosar a papá unos días sólo. ¿Quién sabe lo que voy a descubrir sobre ellos?
Sheritra apartó sus manos.
—¡Quiero a Harmin! —insistió, furiosamente—. Ya he esperado mucho, lo merezco. Además —y aquí logró esbozar una débil sonrisa—, es mejor que me case con él ahora que papá está vivo y mi dote sigue intacta. —De pronto se echó a llorar, doblándose sobre si misma y él la cogió entre sus brazos—. ¡Oh, Hori! Si él nos quisiera no habría podido hacernos esto. ¡Duele mucho!