La Sierra Occidental posee la mejor combinación de altitud, precipitaciones y acidez del suelo del hemisferio occidental para cultivar
Papaver somniferum
, la amapola que produce el opio, que luego se convierte en Barro Mexicano, la heroína barata, marrón y potente que está inundando las calles de las ciudades norteamericanas.
Operación Cóndor, piensa Art.
Hace más de sesenta años que no se ha visto un cóndor de verdad en los cielos mexicanos, y más en Estados Unidos. Pero cada operación ha de tener un nombre, porque, de lo contrario, no nos creemos que es real, así que Cóndor vale.
Art ha leído algo sobre el ave. Es (era) el ave de presa más grande, aunque la expresión engaña un poco, porque prefería alimentarse de carroña a cazar. Un cóndor grande, ha descubierto Art, podía matar a un ciervo pequeño, pero prefería que alguien matara al ciervo primero, para poder descender y apoderarse de él.
Vivimos a costa de los muertos.
Operación Cóndor.
Otro recuerdo fugaz de Vietnam.
Muerte desde el Cielo.
Y aquí estoy, acuclillado de nuevo en la maleza, temblando a causa del frío húmedo de las montañas, preparando emboscadas.
Otra vez.
Solo que el objetivo no es un miembro del Vietcong que regresa a su pueblo, sino el viejo don Pedro Avilés, el señor de la droga de Sinaloa, el Patrón en persona. Don Pedro dirige el negocio del opio en estas montañas desde hace medio siglo, incluso antes de que el mismísimo Bugsy Siegel viniera aquí, seguido de Virginia Hill, con el fin de asegurar una fuente constante de heroína para la mafia de la costa Oeste.
Siegel llegó a un acuerdo con un joven Pedro Avilés, quien utilizó dicha influencia para convertirse en
patrón
, una posición que ha mantenido hasta hoy. Pero el poder del anciano se le ha ido escapando de las manos en los últimos tiempos, a medida que jóvenes prometedores han desafiado su autoridad. La ley de la naturaleza, supone Art: los jóvenes leones se imponen a los viejos. El ruido de las ráfagas de ametralladora en las calles de Culiacán ha mantenido despierto a Art más de una noche en la habitación de su hotel, algo tan común en estos tiempos que la ciudad se ha ganado el sobrenombre de Little Chicago.
Bien, después de hoy, tal vez se queden sin nada por lo que pelear.
Detienes a don Pedro y se acaba todo.
Y te conviertes en una estrella, piensa, con cierto sentimiento de culpa.
Art cree a pies juntillas en la Guerra contra las Drogas. Como creció en el Barrio Logan de San Diego, fue testigo privilegiado del efecto de la heroína sobre un barrio, sobre todo uno pobre. Se supone que esto servirá para expulsar la droga de las calles, se recuerda, no para conseguir un ascenso.
Pero la verdad es que ser el tipo que se cargó al viejo don Pedro Avilés consolidaría tu carrera.
Lo cual, a decir verdad, puede reportar un ascenso.
La DEA es una organización nueva, apenas cuenta con dos años de antigüedad. Cuando Richard Nixon declaró la Guerra contra las Drogas, necesitaba soldados para librarla. Casi todos los nuevos reclutas procedían de la antigua Oficina de Narcóticos y Drogas Peligrosas, la ONDP. Muchos venían de departamentos de policía de todo el país, pero no pocos de los recién llegados eran de la Compañía.
Art era uno de estos Vaqueros de la Compañía.
Así llaman los policías a todos los tipos procedentes de la CIA. Los tipos que defienden la ley sienten mucho resentimiento y desconfianza hacia los tipos de los servicios secretos.
No debería ser así, piensa Art. En el fondo, todo se reduce a lo mismo: recoger información. Encuentras tus recursos, los cultivas, los administras y actúas según la información que te transmiten. La gran diferencia entre su nuevo trabajo y su antiguo trabajo es que en el anterior detienes a tus objetivos, y en el último solo los matas.
Operación Fénix, los asesinatos programados de la infraestructura del Vietcong.
Art no ha hecho mucho «trabajo sucio». Su trabajo en Vietnam consistía en recoger datos sin procesar y analizarlos. Otros tipos, sobre todo los de las Fuerzas Especiales prestados a la Compañía, actuaban según la información de Art.
Solían ir de noche, recuerda Art. A veces desaparecían durante días, después reaparecían en la base a altas horas de la madrugada, ciegos de dexedrina. Después desaparecían en sus garitos y dormían, en ocasiones varios días seguidos, para luego volver a salir y repetir la jugada.
Art les había acompañado alguna vez, cuando sus fuentes habían proporcionado información sobre un grupo numeroso de cuadros directivos concentrados en una misma zona. Entonces acompañaba a los tipos de las Fuerzas Especiales para preparar una emboscada nocturna.
No le gustaba mucho. Casi siempre estaba acojonado, pero hacía su trabajo, apretaba el gatillo, protegía las espaldas de sus colegas, sobrevivía con todas las extremidades indemnes y la mente intacta. Había visto mucha mierda que solo deseaba olvidar.
Tengo que vivir con el hecho, piensa Art, de que escribía nombres de hombres en una hoja de papel y, al hacerlo, firmaba su sentencia de muerte. Después, todo es cuestión de encontrar una forma de vivir de una manera decente en un mundo indecente.
Pero esa jodida guerra.
Esa maldita guerra.
Como mucha gente, vio por televisión los helicópteros despegar de los tejados de Saigón. Como muchos veteranos, salió a emborracharse aquella noche, y cuando le ofrecieron subirse al carro de la nueva DEA, agarró la oportunidad al vuelo.
Antes lo habló con Althie.
—Tal vez se trate de una guerra en la que valga la pena participar —dijo a su mujer—. Tal vez sea una guerra que podamos ganar.
Y ahora, piensa Art mientras espera a que don Pedro aparezca, puede que estemos cerca de conseguirlo.
Le duelen las piernas de tanto estar sentado, pero no se mueve. Su período en Vietnam le enseñó a no hacerlo. Los mexicanos dispersos en la maleza a su alrededor siguen una disciplina similar, veinte agentes especiales de la Dirección Federal de Seguridad mexicana (DFS), armados con Uzis y vestidos con uniformes de camuflaje.
Tío Barrera lleva traje.
Incluso aquí, en la maleza, el ayudante especial del gobernador luce su típico traje negro, camisa blanca de cuello con botones, corbata negra muy delgada. Parece a gusto y sereno, la imagen personificada de la dignidad masculina latina.
Recuerda a uno de aquellas estrellas cinematográficas de los años cuarenta. Pelo negro peinado hacia atrás, bigotillo, delgado, rostro hermoso con pómulos que parecen tallados en granito.
Los ojos tan negros como una noche sin luna.
Oficialmente, Miguel Ángel Barrera es poli, policía del estado de Sinaloa, guardaespaldas del gobernador del estado, Manuel Sánchez Cerro. Extraoficialmente, Barrera es la mano derecha del gobernador, el encargado de lavar los trapos sucios. Y como Cóndor es, desde un punto de vista técnico, una operación del estado de Sinaloa, Barrera es el tipo que dirige en realidad el cotarro.
Y a mí, piensa Art. Si he de ser sincero, Tío Barrera me está dirigiendo a mí.
Las doce semanas de entrenamiento en la DEA no fueron particularmente duras. Art podía superar con facilidad la carrera de cinco kilómetros y jugar al baloncesto, y la parte de autodefensa era muy poco sofisticado en comparación con Langley. Los monitores les ordenaban practicar lucha libre y boxeo, y Art había terminado tercero en el San Diego Golden Gloves cuando era jovencito.
Era un peso medio mediocre con buena técnica pero manos lentas. Descubrió la dura verdad de que la velocidad no se aprende. Era lo bastante bueno para colarse en los rangos superiores, donde se podían recibir buenas palizas. Pero demostraba que era capaz de encajarlas, lo cual le granjeó el respeto cuando era un chico mestizo del barrio. Los aficionados al boxeo mexicanos respetan más lo que un boxeador es capaz de aguantar que lo que es capaz de atizar.
Y Art era capaz de aguantar.
Después de que empezara a boxear, los chicos mexicanos le dejaron en paz. Hasta las bandas le rehuían.
Sin embargo, en las sesiones de entrenamiento de la DEA se obligó a no abusar de sus oponentes en el ring. Era absurdo apalizar a alguien y ganarse un enemigo solo para exhibirse.
Las clases de procedimiento de defensa de la ley eran más duras, pero salió airoso, y el entrenamiento de drogas era fácil, con preguntas del tipo: ¿Puede identificar la marihuana? ¿Puede identificar la heroína? Art resistió el impulso de contestar que en casa siempre podía.
La otra tentación que resistió fue la de acabar primero de la clase. Podía conseguirlo, sabía que podía, pero decidió volar bajo. Los policías ya estaban convencidos de que los tipos de la Compañía estaban pisando su terreno, de modo que lo mejor era andarse con tiento.
De modo que se lo tomó con calma en el entrenamiento físico, mantuvo silencio en clase, falló algunas preguntas de los exámenes. Aprobó, pero no brilló. Mantener la calma en el campo de entrenamiento era más difícil. ¿Prácticas de vigilancia? Pan comido. ¿Cámaras ocultas, micrófonos, pinchar teléfonos? Podía instalarlos dormido. ¿Encuentros clandestinos, cajas muertas, cultivar una fuente, interrogar a un sospechoso, reunir información, analizar datos? Podría haber sido el profesor del curso.
Mantuvo la boca cerrada, se graduó y fue nombrado agente especial de la DEA. Le concedieron dos semanas de vacaciones y le enviaron derecho a México.
A Culiacán.
La capital del tráfico de drogas del hemisferio occidental.
La ciudad del mercado de opio.
Las entrañas de la bestia.
Su nuevo jefe le dispensó una bienvenida cordial. Tim Taylor, el Agente Residente al Mando, el ARM, ya había traspasado el escudo de Art y visto a través de la película transparente. Ni siquiera levantó la vista del expediente. Art se sentó al otro lado del escritorio y el tipo preguntó:
—¿Vietnam?
—Sí.
—«Programa de Pacificación Acelerada»...
—Sí.
Programa de Pacificación Acelerada, también llamado Operación Fénix. El viejo chiste decía que un montón de tíos alcanzaron la paz.
—La CIA —dijoTaylor, y no era una pregunta, sino una afirmación.
Pregunta o afirmación, Art no contestó. Sabía lo esencial sobre Taylor: un tipo de la antigua ONDP que había vivido la época de los recortes presupuestarios. Ahora que las drogas eran una prioridad, no pensaba perder sus ganancias, que tanto le había costado conseguir, por culpa de una remesa de chicos nuevos.
—¿Sabes lo que no me gusta de los Vaqueros de la Compañía? —preguntó Taylor.
—No. ¿Qué?
—No sois policías —replicó Taylor—. Sois asesinos.
Que te den por el culo, pensó Art. Pero mantuvo la boca cerrada. La mantuvo cerrada con firmeza mientras Taylor se lanzaba a una perorata sobre por qué no quería que Art le viniera con chorradas de vaquero. Sobre todo eso que formaban un equipo y Art debía ser un «jugador del equipo» y «atenerse a las normas».
Art habría sido de buena gana un jugador del equipo si le hubieran dejado entrar en él. Pero tampoco le importaba gran cosa. Cuando creces en un barrio siendo hijo de padre anglosajón y madre mexicana, no entras en ningún equipo.
El padre de Art era un hombre de negocios de San Diego que sedujo a una chica mexicana mientras estaba de vacaciones en Mazat-lán. (Art consideraba curioso que hubiera sido concebido, aunque no naciera allí, en Sinaloa.) Art padre decidió hacer lo correcto y se casó con la chica, una opción no demasiado dolorosa, pues era una belleza. Art heredó de su madre la apostura. Su padre se la llevó a Estados Unidos, pero luego decidió que la chica era como tantas otras cosas que puedes conseguir en México cuando vas de vacaciones. Tenía mejor aspecto en la playa iluminada por la luna de Mazatlán que a la fría luz anglosajona de la vida cotidiana norteamericana.
Art padre la abandonó cuando Art tenía un año. Ella no quiso desprenderse de la única ventaja que tenía su hijo en la vida (la ciudadanía estadounidense), así que fue a vivir con unos parientes lejanos a Barrio Logan. Art sabía quién era su padre. A veces se sentaba en el pequeño parque de la calle Crosby, miraba los altos edificios de cristal del centro e imaginaba que entraba en uno de ellos para ver a su padre.
Pero no lo hacía.
Art padre enviaba cheques (puntuales al principio, esporádicos después), y de vez en cuando le daban ataques de paternalismo o culpabilidad y aparecía para ir a cenar con Art o a un partido de padres. Pero esos encuentros eran torpes y forzados, y para cuando Art entró en el instituto las visitas habían remitido por completo.
Igual que el dinero.
Así que no fue fácil cuando Art, con diecisiete años, tomó por fin la decisión de ir hasta el centro, entrar en el edificio alto de cristal, plantarse en el despacho de su padre, dejar sobre el escritorio sus brillantes notas del Test de Aptitud Escolar y la carta de aceptación de la UCLA, y decir:
—No te asustes. Lo único que quiero de ti es un cheque.
Lo recibió.
Una vez al año durante cuatro años.
También recibió la lección: YOYO.
Estás más solo que la una.
Una buena lección, porque la DEA le envió a Culiacán prácticamente solo. «Hazte una idea del terreno», le dijo Taylor al principio de la retahila de tópicos, que también incluyó «En la vida hay que mojarse», «Tómatelo con calma» y, aunque parezca mentira, «No prepararse es prepararse para fracasar».
También debería haber incluido «Y vete a tomar por el culo», porque ese era el mensaje fundamental. Taylor y los polis le aislaron por completo, le ocultaron información, no le presentaron a sus contactos, le excluyeron de las reuniones con los polis mexicanos, no le incluyeron en las charlas de las mañanas, con café y donuts, ni en las sesiones de cerveza vespertinas, cuando se transmitía la verdadera información.
Le jodieron desde el comienzo.
Los mexicanos no iban a hablar con él porque, al ser un yanqui en Culiacán, solo podía ser dos cosas: un traficante de drogas o un soplón. No era traficante de drogas porque no compraba nada (Taylor no le daba dinero; no quería que Art jodierá algo que ya estaba en marcha), por lo tanto, tenía que ser un soplón.
Los policías de Culiacán no querían saber nada de él porque era un soplón yanqui que debería quedarse en casa y ocuparse de sus asuntos, y además, la mayoría estaban a sueldo de don Pedro Avilés. Los polis estatales de Sinaloa no trataban con él por los mismos motivos, partiendo de que, si la propia DEA no trabajaba con él, ¿por qué iban a hacerlo ellos?