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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

El poder del perro (3 page)

BOOK: El poder del perro
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Al equipo no le iba mucho mejor.

La DEA llevaba dando la matraca al gobierno mexicano desde hacía dos años, con la intención de que actuaran contra los
gomeros
. Los agentes aportaban pruebas (fotos, cintas, testigos), pero solo conseguían que los
federales
prometieran actuar en el acto, y cuando no lo hacían tenían que escuchar: «Esto es México, señores. Estas cosas necesitan tiempo».

Mientras las pruebas maduraban, los testigos se asustaban y los
federales
cambiaban de puesto, de manera que los norteamericanos tenían que empezar de nuevo con un poli federal diferente, quien les decía que aportaran pruebas sólidas y le presentaran testigos. Cuando lo hacían, les miraban con perfecta condescendencia y les decían: «Esto es México, señores. Estas cosas necesitan tiempo».

Mientras la heroína descendía desde las colinas e inundaba Culiacán como barro en el deshielo primaveral, los jóvenes
gomeros
peleaban contra las fuerzas de don Pedro cada noche, hasta que a Art la ciudad le parecía Danang o Saigón, solo que con muchos más tiroteos.

Noche tras noche, Art yacía en la cama de su habitación del hotel, bebía whisky escocés barato, tal vez veía un partido de fútbol o un combate de boxeo en el televisor, se cabreaba y se compadecía de sí mismo.

Y echaba de menos a Althie.

Dios, cómo echaba de menos a Althie.

Había conocido a Althea Patterson en Bruin Walk, durante el último curso, y se había presentado con una frase poco convincente.

—¿No estamos en la misma sección de policía científica?

Alta, delgada y rubia, Althea era más angulosa que curvilínea. Su nariz era larga y ganchuda, la boca un poco demasiado grande, y sus ojos verdes estaban un poco hundidos para ser considerada una belleza clásica, pero Althea era guapa.

E inteligente. Estaban en la misma sección de policía científica, y él la oía hablar en clase. Defendía su punto de vista (un poco a la izquierda de Emma Goldman) con ferocidad, y eso también le excitaba.

Fueron a comer una pizza, y después fueron al apartamento de ella en Westwood. Preparó café, hablaron, y él descubrió que era una chica rica de Santa Bárbara, de una familia californiana de rancio abolengo, y que su padre era un pez gordo del Partido Demócrata del estado.

Para ella, Art era terriblemente guapo, con el flequillo de pelo negro que le caía sobre la frente, la nariz rota de boxeador que le salvaba de ser un chico bonito, y la serena inteligencia que había conducido a un chico del barrio hasta la UCLA. Había algo más también (esa especie de soledad, de vulnerabilidad, de dolor profundo, de posible ira) que le hacía irresistible.

Acabaron en la cama, y en la oscuridad posterior al coito, él preguntó:

—¿Puedes tachar eso de tu lista liberal?

—¿El qué?

—Acostarte con un sudaca.

Ella pensó unos segundos antes de contestar.

—Siempre he pensado que «sudaca» se refería a los puertorriqueños. Lo que puedo tachar de la lista es acostarme con un frijolero.

—De hecho —adujo Art—, solo soy medio frijolero.

—Bien, Art, Jesús, ¿qué eres?

Althea era la excepción de la Doctrina del YOYO de Art, un infiltrado insidioso en la autosuficiencia ya muy enraizada en su interior cuando la conoció. El secretismo era un hábito, un muro protector que había construido su alrededor de niño. Cuando se enamoró de Althie, poseía la ventaja añadida de la instrucción profesional en la disciplina de la compartimentación mental.

Los buscadores de talentos de la Compañía le habían captado en segundo de carrera, lo habían recogido como fruta madura.

Su profesor de Relaciones Internacionales, un exiliado cubano, le llevó a tomar café, y después empezó a aconsejarle sobre qué clases debía tomar, qué idiomas estudiar. El profesor Osuna le llevó a su casa a cenar, le enseñó qué tenedor debía utilizar en cada ocasión, qué vino elegir para acompañar cada plato, incluso con qué mujeres debía salir. (Al profesor Osuna le encantó Althea. «Es perfecta para ti —dijo—. Te aporta sofisticación.»)

Fue más una seducción que un reclutamiento.

Tampoco era que costara seducir a Art.

Tienen olfato para tipos como yo, pensó Art después. Los extraviados, los solitarios, los desarraigados biculturales con un pie en dos mundos y en ninguno. Y tú eras perfecto para ellos, listo, criado en las calles, ambicioso. Parecías blanco, pero peleabas como un mulato. Solo necesitabas que te pulieran, y ellos lo hicieron.

Después llegaron los recaditos: «Arturo, viene de visita un profesor boliviano. ¿Podrías acompañarle a ver la ciudad?». Unos cuantos más del mismo tipo, y después: «Arturo, ¿qué le gusta hacer al doctor Echeverría en su tiempo libre? ¿Bebe? ¿Le gustan las chicas? ¿No? ¿Tal vez los chicos?». Después: «Arturo, si el profesor Méndez quisiera marihuana, ¿se la conseguirías?», «Arturo, ¿podrías decirme con quién está hablando por teléfono nuestro distinguido amigo poeta?», «Arturo, esto es un aparato de escucha. ¿Podrías introducirlo en su habitación...?».

Y él lo hacía todo sin parpadear, y lo hacía bien.

Le entregaron su diploma y un billete para Langley casi al mismo tiempo. Explicárselo a Althie constituyó un ejercicio interesante.

—Podría contártelo, pero en realidad no puedo —fue lo mejor que se le ocurrió.

Ella no era estúpida. Lo captó.

—Boxear es la metáfora más adecuada para ti —le dijo.

—¿Qué quieres decir?

—El arte de mantener las cosas alejadas —replicó ella—. Es tu especialidad. Todo te resbala.

Eso no es verdad, pensó Art. Tú no me resbalas.

Se casaron unas semanas antes de que le enviaran a Vietnam. Le escribía largas y apasionadas cartas en las que nunca hablaba de lo que hacía. Estaba cambiado cuando regresó, pensó ella. Pues claro, era lógico. Pero su aislamiento de siempre se había intensificado. De repente podía interponer océanos de distancia emocional entre ellos y negar que lo hacía. Después, volvía a ser el hombre cariñoso y afectuoso del que se había enamorado.

Althie se alegró cuando dijo que estaba pensando en cambiar de trabajo. Estaba entusiasmado con la nueva DEA. Pensaba que podía hacer un buen trabajo para la organización. Ella le alentó a aceptar el empleo, aunque eso significara que iba a ausentarse tres meses más, incluso cuando volvió lo justo para dejarla embarazada y partir de nuevo, esta vez a México.

Le escribió largas y apasionadas cartas desde México en las que nunca hablaba de lo que hacía. Porque no hago nada, le escribía.

Nada de nada, salvo compadecerme de mí mismo.

Pues mueve el culo y haz algo, escribió ella. O déjalo y vuelve a casa conmigo. Sé que papá podría conseguirte un empleo en el equipo de un senador de un día para otro, solo tienes que decirlo.

Art no dijo ni pío.

Lo que hizo fue mover el culo e ir a ver a un santo.

Todo el mundo en Sinaloa conoce la leyenda de san Jesús Malverde. Era un bandido, un atracador osado, un hombre de los pobres que entregaba el botín a los pobres, un Robin Hood de Sinaloa. Se le acabó la suerte en 1909 y los
federales
le ahorcaron justo al otro lado de la calle donde se alza ahora su altar.

El altar fue espontáneo. Primero algunas flores, después una foto, después un pequeño edificio de tablas toscamente unidas, que los pobres erigían por la noche. Hasta la policía tenía miedo de derribarlo porque la leyenda afirmaba que el alma de Malverde moraba en el altar. Que si ibas a rezar, encendías una vela y hacías una
manda
, una promesa devota, Jesús Malverde concedía favores.

Depararte una buena cosecha, protegerte de tus enemigos, curar tus enfermedades.

Notas de gratitud detallando los favores concedidos por Malverde están clavadas en las paredes: un niño enfermo curado, dinero del alquiler reaparecido como por arte de magia, un detenido fugado, una sentencia de culpabilidad revocada, un
mojado
regresado sano y salvo del norte, un asesinato evitado, un asesinato vengado.

Art fue al altar. Imaginaba que era un buen lugar donde empezar. Fue a pie desde su hotel, esperó pacientemente en la cola con los demás peregrinos y entró por fin.

Estaba acostumbrado a los santos. Su piadosa madre le había arrastrado hasta Nuestra Señora de Guadalupe, en Barrio Logan, donde asistió a clases de catecismo, le confirmaron y tomó la primera comunión. Había rezado a los santos, encendido velas ante estatuas de santos, mirado cuadros de santos.

De hecho, Art fue un católico devoto incluso durante la carrera. Al principio, en Vietnam, comulgaba con regularidad, pero su devoción se desvaneció y dejó de ir a confesarse. Era algo así como: Perdóneme, padre, porque he pecado, perdóneme, padre, porque he pecado. Perdóneme, padre, porque he... A la mierda, ¿de qué sirve? Cada día señalo a hombres para que los maten, una semana sí y otra también los mato yo mismo. No voy a venir para decirle que no voy a volver a hacerlo, cuando se repite con tanta regularidad como una misa.

Sal Scachi, un tipo de las Fuerzas Especiales, iba a misa todos los domingos que no iba a matar a nadie. Art se asombraba de que la hipocresía no le afectara. Incluso hablaron de ello una noche de borrachera, Art y aquel tío tan italiano de Nueva York.

—A mí no me molesta —dijo Scachi—. A ti tampoco debería molestarte. El Vietcong no cree en Dios, así que les den por el culo.

Se enzarzaron en una furiosa discusión, en la que Art quedó horrorizado al descubrir que Scachi estaba convencido de que estaban «haciendo el trabajo de Dios» cuando asesinaban a los vietcongs. Los comunistas son ateos, repetía Scachi, que quieren destruir la Iglesia. Lo que estamos haciendo, explicó, es defender la Iglesia, y eso no es un pecado, sino un deber.

Buscó debajo de la camisa y enseñó a Art la medalla de san Antonio que llevaba colgada alrededor del cuello con una cadena.

—El santo me protege —explicó—. Deberías conseguir una.

Art no lo hizo.

Ahora, en Culiacán, se levantó y miró los ojos de obsidiana de san Jesús Malverde. La piel de yeso del santo era blanca, y su bigote negro, y habían pintado alrededor de su cuello un chillón círculo rojo para recordar al peregrino que el santo había padecido martirio, como todos los santos.

San Jesús murió por nuestros pecados.

—Bien —dijo Art a la estatua—, hagas lo que hagas, está funcionando, y lo que yo hago no, así que...

Art hizo una
manda
. Se arrodilló, encendió una vela y dejó un billete de veinte dólares. Qué coño.

—Ayúdame a bajarte, san Jesús —susurró—, y habrá más como este. Daré el dinero a los pobres.

Cuando volvía al hotel del altar, Art conoció a Adán Barrera.

Art había pasado decenas de veces por delante de aquel gimnasio. Siempre sentía la tentación de echar un vistazo, pero nunca lo había hecho, pero esa noche en particular había dentro una gran multitud, así que entró y se mantuvo al margen.

Adán apenas tenía veinte años entonces. Bajo, casi diminuto, muy delgado. Pelo negro largo peinado hacia atrás, tejanos de diseño, zapatillas deportivas Nike y un polo púrpura. Ropa cara para ese barrio. Ropa elegante, chico elegante, Art se dio cuenta en el acto. Adán Barrera tenía aspecto de saber siempre lo que estaba pasando.

Art calculó que mediría metro sesenta y dos, tal vez metro sesenta y cinco, pero el chico que había a su lado alcanzaba el metro ochenta y siete sin problemas. Y menudo cuerpo. Pecho grande, hombros caídos, larguirucho. Era imposible tomarles por hermanos, salvo cuando les mirabas a la cara: la misma cara en dos cuerpos diferentes, ojos castaños hundidos, piel color café con leche, de aspecto más hispano que indio.

Se hallaban en un extremo del cuadrilátero, contemplando a un boxeador inconsciente. Otro luchador se erguía en el cuadrilátero. Un chico que aún no habría cumplido veinte años, pero con un cuerpo que parecía tallado en piedra viva. Y tenía aquellos ojos (Art ya los había visto en el cuadrilátero), la mirada de un asesino nato. Solo que ahora parecía confuso y un poco culpable.

Art lo entendió enseguida. El boxeador acababa de dejar inconsciente a un sparring, y ahora no tenía a nadie con quien trabajar. Los dos hermanos eran sus representantes. Era una escena bastante común en cualquier barrio mexicano. Para los chicos pobres del barrio, solo había dos caminos de ascenso y salida: drogas o boxeo. El chico prometía, de ahí la multitud, y los dos hermanos de clase media tan distintos eran sus representantes.

El bajito paseaba la vista entre la muchedumbre en busca de alguien capaz de subir al cuadrilátero y aguantar unos asaltos. Muchos tipos en la multitud descubrieron de repente algo muy interesante en las puntas de sus zapatos.

Art no.

Aguantó la mirada del bajito.

—¿Quién eres? —preguntó el chico.

Su hermano lanzó una ojeada a Art, y este le dijo:

—Un agente de la brigada de narcóticos yanqui.

Después, clavó la vista en Art y dijo:

—¡Vete al demonio, picaflor!


Pela las nalgas, perra
—replicó al instante Art.

Lo cual fue una sorpresa, saliendo de la boca de alguien que parecía muy blanco. El hermano larguirucho empezó a abrirse paso entre la multitud para llegar hasta Art, pero el hermano bajito le agarró del codo y le susurró algo al oído. El hermano alto sonrió, y después el pequeño dijo a Art en inglés:

—Eres del tamaño adecuado. ¿Quieres pelear unos cuantos asaltos con él?

—Es un crío —murmuró Art.

—Sabe cuidar de sí mismo —replicó el hermano bajito—. De hecho, sabrá cuidar de ti.

Art rió.

—¿Boxeas? —insistió el chico.

—Antes —contestó Art—. Un poco.

—Bien, acércate, yanqui —dijo el chico—. Te encontraremos unos guantes.

Art aceptó el reto, pero no fue por machismo. Podría haberlo rechazado con una carcajada, pero el boxeo es sagrado en México, y cuando la gente a la que has intentado acercarte durante meses te invita a entrar en su iglesia, tienes que aceptar.

—¿Con quién voy a pelear? —preguntó a un hombre de entre el gentío mientras le calzaban los guantes.

—Con el Leoncito de Culiacán —contestó el hombre con orgullo—. Algún día será campeón del mundo.

Art caminó hasta el centro del cuadrilátero.

—No me trates muy mal —dijo—. Soy viejo.

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