Henry se acercó al mostrador y dejó la bolsa en la tapa de cristal rajada de la caja que contenía las viejas partituras y los discos de vinilo y de cera que eran demasiado frágiles para tocarlos.
Bud dejó el periódico.
—¿Devuelves algo, Henry?
Henry sólo sonrió mientras disfrutaba de las últimas notas de la mujer que cantaba en el fondo. Siempre le habían gustado los tenores graves, pero en ocasiones una voz empapada en brandy como la que sonaba ahora podía mantenerle despierto toda la noche.
—¿Henry, estás bien?
—Tengo algo que debo mostrarte.
Bud vació la pipa.
—¿Por qué tengo la sensación de que esto tiene algo que ver con aquel viejo hotel de Main Street?
Henry metió la mano en la bolsa y sacó el disco, todavía en la funda original. Le pesó en las manos. El sello se veía con toda claridad por el agujero de la funda. Un sello amarillo que decía «Oscar Holden and the Midnight Blue».
Henry vio como se agrandaban los ojos de Bud, y las arrugas de amargura en la frente del viejo se suavizaron como una vela que coge el viento mientras sonreía de asombro. Miró a Henry y de nuevo al disco, como si dijese: «¿Puedo tocarlo?».
Henry asintió.
—Adelante, es real.
—Lo encontraste allá abajo, ¿no? Nunca renunciaste a buscarlo, ¿verdad?
«Nunca renuncié. Sabía que en algún momento acabaría por encontrarlo».
—Estuvo allí todos estos años, esperando a que lo encontrasen.
Bud sacó el disco de la funda mientras Henry veía como cedía en su mano. Las dos mitades colgando en direcciones opuestas, sujetas por la etiqueta.
—Oh, no-no-no. No vas a hacerme sufrir de esta manera, ¿verdad, Henry? Está roto, ¿no?
Henry sólo asintió y se encogió de hombros como única disculpa.
—Pensaba que quizá tú podrías ayudarme en esto. Estoy buscando a alguien que pueda hacer un trabajo de restauración.
Bud tenía la expresión de alguien que ha ganado la lotería y descubre que le pagan con dinero del Monopoly. Emocionante, pero inútil.
—Si no estuviese partido del todo, podrías enviarlo a algún lugar y ellos utilizan un láser para registrar todas las notas. Ni siquiera lo tocarían con una aguja tradicional, ni con una de diamante. No se arriesgarían a más rayas y cortes. Podrían sacar hasta el último matiz grabado allí y guardarlo para ti en digital. —Bud se frotó la frente. Habían reaparecido todas las arrugas—. No hay nada que puedas hacer con un disco partido, Henry. Una vez que se ha ido, se ha ido para siempre.
—No podrían pegarlo o algo así…
—Henry, se ha ido. Nunca lo podrías tocar, nunca sonaría de la misma manera. Me encanta sujetarlo y todo eso, y este debe estar en un museo o algo así. Es un pequeño trozo de historia, desde luego. En especial porque aquellos que están en el ajo nunca han sabido a ciencia cierta si fue grabado.
Bud lo sabía. En su interior, Henry también lo sabía. Algunas cosas no se pueden volver a unir. Hay cosas que nunca se pueden arreglar. Dos trozos rotos ya no sirven de mucho. Pero al menos tenía los trozos rotos.
Henry volvió a casa a pie. Eran probablemente más de tres kilómetros; arriba por South King y luego hacia Beacon Hill, bordeando el Distrito Internacional. Hubiese sido mucho más fácil ir en coche, a pesar del tráfico, pero le apetecía caminar. Había pasado la infancia recorriendo este barrio, y con cada paso intentaba recordar cómo había sido. En su camino, cruzó a South Jackson, con la mirada puesta en los edificios donde habían estado The Ubangi Club, The Rocking Chair, incluido el Black Elks Club. Con el disco roto debajo del brazo, ahora miraba las fachadas genéricas del SeaFirst Bank y All West Travel, e intentó recordar la canción que antaño había sonado una y otra vez en su cabeza.
Se había esfumado. Podía recordar un poco del coro, pero la melodía se había escapado. Sin embargo no podía olvidarla, no podía olvidar a Keiko, ni que le había dicho una vez que la esperaría toda la vida. Todos los veranos pensaba en ella, pero nunca hablaba de ella con nadie, ni siquiera con Ethel. Por supuesto decírselo a Marty quedaba descartado. Por consiguiente, cada vez que su impetuoso hijo había insistido en ir a la feria de Puyallup, Henry había dicho no, y había una razón. Una razón dolorosa. Una que Henry no compartía con nadie más que Sheldon, y eso sólo en las contadas ocasiones en que su viejo amigo sacaba el tema. Ahora Sheldon no tardaría mucho en irse. Otro antiguo residente de una pequeña comunidad en Seattle que ya nadie recordaba. Como fantasmas que recorren un solar vacío porque el edificio ha desaparecido hace mucho.
En casa, agotado por la larga caminata por las calles sucias y llenas de desperdicios, Henry colgó la chaqueta, entró en la cocina para servirse un vaso de té frío, y fue al dormitorio que una vez había compartido con Ethel.
Para su sorpresa, sobre la cama estaba su mejor traje. Dispuesto como una vez había estado tantos años atrás. Habían lustrado sus viejos zapatos de cuero negro y estaban en el suelo junto a su vieja maleta. Por un momento, Henry volvió a tener quince años, en aquel apartamento de Canton Alley que compartía con sus padres. Contemplaba las herramientas de un viajero destinado a puertos ignotos. Un futuro muy lejano.
Intrigado, Henry sintió que se le erizaban los pelillos de la nuca cuando levantó la solapa de la chaqueta, y como si fuese un espejismo vio asomar la funda de un pasaje en el bolsillo del pecho. Se sentó en el borde de la cama, la sacó. Al abrirla se encontró con un pasaje de ida y vuelta a Nueva York. No era Canton, pero sí otra tierra muy lejana. Un lugar donde nunca había estado.
—Creo que has encontrado mi pequeño regalo. —Marty estaba en el umbral con el sombrero de su padre, el que tenía el borde del ala raído.
—La mayoría de los hijos sólo mandan a sus padres ancianos a una residencia. Tú me envías al otro lado del país —dijo Henry.
—Más que eso, papá. Te envío a un viaje a través del tiempo.
Henry miró el traje, pensó en su propio padre. Sólo conocía a una persona que le había hablado de Nueva York, y ella nunca había vuelto. Se había marchado hacía mucho tiempo. En otra vida.
—¿Me envías de regreso a los años de la guerra? —preguntó Henry.
—Te envío a que encuentres lo que perdiste. Te envío a buscar lo que dejaste ir. Estoy orgulloso de ti, papá, y agradecido por todo, en particular por la manera que quisiste a mamá. Lo has hecho todo por mí, y ahora es mi turno de hacer algo por ti.
Henry miró los pasajes.
—La he encontrado, papá. Sé que siempre le fuiste fiel a mamá, y que nunca harías esto por ti mismo. Así que lo hice por ti. Prepara la maleta. Te llevo al aeropuerto; te marchas a Nueva York.
—¿Cuándo? —preguntó Henry.
—Esta noche. Mañana. Cuando tú quieras. ¿Tienes algún otro lugar donde quieras estar?
Henry sacó el viejo reloj de plata del bolsillo. No marcaba bien la hora y había que darle cuerda muy a menudo. Lo abrió, exhaló un fuerte suspiro, y lo volvió a cerrar.
La última vez que alguien le había preparado un traje y un par de zapatos con los pasajes para un lugar muy lejano, Henry había rehusado ir.
Esta vez, Henry rehusaba quedarse.
A Sheldon no le quedaba mucho tiempo; Henry lo sabía a ciencia cierta. Con la salud de su amigo cada vez más delicada, el deseo de ir a Nueva York para encontrar a Keiko tendría que quedar en suspenso. Habían pasado cuarenta años, y podía esperar un poco más. Tendría que hacerlo.
En Hearthstone Inn, Sheldon había recibido una riada de visitantes: familiares, amigos y antiguos compañeros de trabajo. Incluso de algunos aficionados a la música que reconocían el lugar que le tocaba a Sheldon en la una vez vibrante actividad jazzística de Seattle. Ahora casi la mayoría de todas aquellas personas habían venido y se habían ido. Habían presentado sus últimos respetos a un hombre que amaban. Sólo quedaba su familia, junto con el ministro de la iglesia de Sheldon, que hacía todo lo posible por consolar a los familiares.
—¿Cómo está? —le preguntó Henry a Minnie, la esposa de Sheldon, una mujer de cabellos plateados diez años más joven que el viejo saxofonista. Minnie abrazó a Henry, y se separó, aunque sin soltarle los codos. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos de tanto llorar, las mejillas todavía húmedas con las lágrimas.
—Ya no falta mucho, Henry. Lo sabemos. Yo lo sé, así que estamos preparados para que él tenga paz, para que deje de sufrir —respondió Minnie.
Henry notó que le temblaba el labio inferior, algo que le sorprendió. Se mordió la lengua y se irguió, poco dispuesto a añadir sus lágrimas al pesar de la mujer.
—¿Esto es cosa tuya? Me refiero a la música. ¿El disco?
Henry se sintió fatal. Se había llevado el disco, y ahora todos sabían que faltaba. Lo sujetaba con fuerza debajo del brazo, debajo del abrigo para protegerlo de la llovizna y la niebla que llenaba el aire de Seattle.
—Pue… puedo explicarlo…
—No es necesaria ninguna explicación, Henry. —Minnie buscó las palabras adecuadas—. Es sorprendente, como un milagro. Escucha. ¿Lo puedes oír? A mí también me suena como un milagro.
Por primera vez en cuarenta años, Henry la oyó. En la habitación de Sheldon sonaba la canción que había escuchado por primera vez en el Black Elks Club. La canción de Oscar Holden que él compartía con Keiko. Su canción, pero también de Sheldon. Ahora sonaba fuerte y clara.
Al entrar en la habitación, vio a una mujer. En su mente pensó que podía ser Keiko, su sonrisa casi igual de brillante. Pero era Samantha, sentada junto a un viejo tocadiscos portátil, uno de aquellos que podías sacar en préstamo de la biblioteca pública años atrás. En el plato giraba el disco del clásico perdido de Oscar Holden.
The Alley Cat Strut
, la canción que el pianista le había dedicado a Henry y a Keiko.
Sheldon yacía inconsciente, entraba y salía de aquel vacío gris entre la vida y lo que fuese que le reservaba el destino. A su alrededor había una multitud de chicos y nietos, muchos de los cuáles Henry conocía de anteriores encuentros, o de las fotos que Sheldon había compartido orgulloso en aquellas ocasiones en las que los amigos se habían encontrado a lo largo de los años.
—Me gusta el disco del abuelo —comentó una de las niñas. Henry calculó que debía de tener unos seis años; quizás una bisnieta.
—Es maravilloso, Henry —dijo Samantha, con una sonrisa y los ojos brillantes por las lágrimas, aunque también cargados de ilusión— Tendrías que haberle visto sonreír cuando lo pusimos la primera vez. Fue como si hubiese estado esperando oírlo, que necesitase oírlo todos estos años.
—Pero… —Henry sacó el disco roto que guardaba debajo del abrigo—. ¿Dónde…?
—Ella lo envió —le explicó Samantha con un tono de reverencia de un aficionado que esperaba que el gran concertista apareciera en el escenario—. Marty averiguó que vivía en la Costa Este, y ella preguntó por ti, preguntó por todos, también por Sheldon. En cuanto ella se enteró, envió el disco de inmediato. ¿Te lo puedes creer? Lo guardó todos estos años, el Santo Grial que tú buscabas. —Le entregó una nota—. Venía con el disco. Es para ti.
Henry titubeó, sin acabar de creerse lo que oía. Abrió el sobre con mucho cuidado. Tuvo la sensación de que caminaba sonámbulo mientras leía las palabras de Keiko.
Querido Henry
Ruego para que esta nota te encuentre sano, animado y entre buenos amigos. Sobre todo Sheldon, que espero se sentirá reconfortado con este disco. En realidad nuestro disco; nos pertenecía a los tres, ¿no es así? Pero lo más importante es que nos pertenecía a nosotros dos. Nunca olvidaré haber visto tu rostro en la estación de ferrocarril o cómo me sentí bajo la lluvia separados por aquella cerca de alambre de espino. ¡Vaya pareja que hacíamos!
Mientras escuchas este disco, confío en que pienses en lo bueno, no en lo malo. En lo que fue, no en lo que no estaba destinado a ser. En el tiempo que pasamos juntos, no en el tiempo que pasamos separados. Por encima de todo lo demás, espero que pienses en mí…
Henry dobló la carta con manos temblorosas, incapaz de continuar con la lectura. Lo había pasado muy mal cuando tuvo que explicar la verdadera naturaleza de lo que habían encontrado aquel día en el polvoriento sótano del hotel Panamá. Le había parecido que empañaría la manera como su hijo le veía, o el modo en que veía a su madre. Sin embargo, al final, como en tantos momentos entre Henry y su padre, había estado en un error. Marty quería que fuese feliz. Para Henry, Keiko estaba perdida en el tiempo.
Para Marty, en cambio, sólo habían sido unas pocas horas en el ordenador, unas cuantas llamadas, y allí estaba ella, viva y sana, viviendo en Nueva York, después de todos estos años.
Henry sujetó la mano de Samantha con una gran sonrisa.
—Eres maravillosa. —Luchó para dar con las palabras correctas—, Marty lo ha hecho bien, sorprendentemente bien.
Henry se sentó en el borde de la cama, con una mano en el brazo de su amigo, atento a su respiración entrecortada. Su cuerpo se cerraba, cada respiración un esfuerzo. Sheldon parecía tener fiebre; su cuerpo perdía la capacidad de regular su propia temperatura. Mientras Henry miraba a su amigo moribundo, oyó el disco, a la espera del solo de saxo que no había oído en cuatro décadas. En el momento en que los demás instrumentos se acallaban y comenzaba la interpretación del solista, Sheldon abrió los ojos. Pareció buscar a Henry con la mirada.
Sheldon movió los labios, hizo un esfuerzo para que saliesen las palabras. Henry se acercó un poco más, con la oreja casi pegada a la boca para oír las palabras.
—Lo arreglaste.
—Lo arreglé —asintió Henry. «Muy pronto, lo arreglaré todo.»
Tres horas más tarde, con Minnie a su lado, rodeado por hijos y nietos, Sheldon abrió los ojos una vez más. Henry estaba allí, también Marty y Samantha. Los acordes de Oscar Holden y el Midninght Blue sonaban en los oscuros rincones de la habitación. Los pulmones que una vez habían soplado los sonidos de South Jackson para deleite de toda una generación, respiraron lentamente una última vez y susurraron las notas finales de su canción. Henry miró como se cerraban los ojos de Sheldon, y su cuerpo se relajaba, como si toda su osamenta estuviese diciendo su último adiós.
Por debajo de los acordes finales, Henry susurró para nadie más que el espíritu de su amigo: