Read El testamento Online

Authors: Eric Van Lustbader

Tags: #Intriga, #Aventuras

El testamento (62 page)

BOOK: El testamento
13.99Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—No lo sé, Bravo, eso habría supuesto exponerte a un peligro demasiado grande.

—No mayor que aquello para lo que estuvo entrenándome.

—Aun así, habría sido una jugada muy arriesgada de su parte, ¿no crees?

—Las apuestas son muy altas, Emma, no es necesario que te lo diga. —Bravo pensó durante un momento—. ¿Qué estabas haciendo para papá antes de que te retirase de la comprobación de antecedentes?

—Nada demasiado importante. Comprobando los mensajes de audio del servicio de inteligencia de la orden con base en Londres. Sinceramente, no sé por qué quería examinar ese material.

—Yo tampoco —dijo Bravo—. Pero tú conocías a papá, en alguna parte había una razón. ¿Puedes arreglártelas…?

—¿Estando ciega, quieres decir? Hace rato que trato de decírtelo, pero tú no has dejado de soltar bombas. He recuperado parte de la visión.

Bravo lanzó una exclamación de júbilo.

—¡Emma, eso es fantástico!

—Hasta ahora es sólo en un ojo y mi vista no es gran cosa, especialmente en las distancias. Tal vez nunca lo sea, según me han dicho los médicos. Pero puedo ver la pantalla del ordenador bastante bien, especialmente con la gran lente de aumento que me he hecho hacer.

—Entonces puedes continuar examinando ese material de audio de Londres.

—Pero es muy aburrido —se quejó Emma con su voz más teatral.

—Mira, hace poco descubrí que papá estaba trabajando en los movimientos fundamentalistas alrededor de Oriente Medio. En Londres hay una larga historia de entrenamiento y actividades fundamentalistas, como bien sabes, de modo que si bien lo que papá te pidió puede parecer aburrido, podría tener implicaciones muy serias.

—De acuerdo, de acuerdo, me has convencido, pero prométeme que me llamarás más a menudo. Por cierto, ¿dónde estás?

—Es mejor que no te lo diga.

Emma se echó a reír.

—Ahora hablas como papá.

—Ponte a trabajar en ese material de inmediato.

—De acuerdo. Cuídate.

—Emma, te quiero.

Cortó la comunicación y guardó el móvil. Para entonces ya le habían llevado la comida. Comió sin saborear nada de lo que había en el plato. Con la información sobre Emma y Jenny zumbando en su cabeza, Bravo no sabía si reír o llorar.

La luz comenzaba a debilitarse. El mar aparecía rayado como una cebra a lo largo de la costa. Había embarcaciones ancladas o amarradas a los muelles, que se mecían suavemente como si fuesen niños flotando hacia el sueño. En el corazón de la ciudad vieja, Damon Cornadoro volvió en una esquina y recorrió la manzana en dirección a la tienda de alfombras de Mijaíl Kartli. Tenía sus órdenes y, como todos los soldados leales, las cumpliría lo mejor que pudiese y tendría éxito. Con todas las sorprendentes variables que había en el mundo, Cornadoro agradecía que sus habilidades no fuesen una de ellas. Estaba absolutamente seguro de sí mismo. Él no tenía miedo, como les sucedía a otros; esa sensación era desconocida para él… desde que, aceptando un desafío, había metido el brazo entre las llamas de una hoguera callejera en Venecia. Entonces tenía dieciséis años pero ya acumulaba unas cuantas experiencias a la espalda. Aunque descendía de una de las
case vecchie
, él prefería divertirse en los barrios bajos. Cuando lo desafiaron, él supo exactamente lo que debía hacer. Se dio media vuelta, se arremangó la camisa y se frotó las manos como si se preparase para una difícil prueba. De hecho, eso era precisamente lo que estaba haciendo, aunque no de la manera que pudiese entender nadie de los que estaban mirando. Estaba cubriendo su brazo derecho con grasa de motor.

Durante todo ese tiempo se había dedicado a fanfarronear, desafiando a la gente a que apostase contra él, aumentando sus posibilidades; una maniobra clásica, desviar la atención del espectador para que no viese cómo se protegía el brazo. Luego, tan de prisa que dejó boquiabiertos a todos los que contemplaban la escena, metió el brazo hasta el codo en medio de las llamas y lo mantuvo allí durante treinta segundos. Luego, sosteniendo el brazo en alto, se echó a reír ante las expresiones de incredulidad de los presentes y recogió alegremente sus ganancias.

Ahora, mientras Cornadoro se acercaba a la tienda del georgiano, no sentía ninguna emoción, sino solo el deseo de cumplir con su trabajo. Camille le había advertido que no subestimase a Kartli, y Cornadoro había aprendido a tomar muy en serio sus advertencias.

La joven Irema, la hija del georgiano, a quien Kartli le había ordenado que se marchase a casa durante su altercado con Braverman Shaw, no había obedecido a su padre, sino que se había confundido con la multitud, manteniéndose en los bordes dela misma, moviéndose aquí y allá sin dejar de observar la ira de su padre. Cornadoro había reparado en ello y no lo olvidaría. Ahora pasó junto a ella cuando Irema, finalmente, decidió que era hora de marcharse.

Uno de sus hermanos estaba doblando alfombras pequeñas, retirándolas de los destartalados mostradores de madera que había frente a la tienda y preparándolas para llevarlas al interior durante la noche.

—Está cerrado —dijo sin alzar la vista o haciendo una pausa en su tarea—. Por favor, vuelva mañana por la mañana.

—Tengo que ver a Mijaíl Kartli —dijo Cornadoro.

El joven lo miró.

—¿Tiene que verlo?

—He recorrido un largo camino para verlo. —Cornadoro no cedió—. Desde Rodas.

Al oír esta última palabra, el joven dejó de doblar las alfombras. Algo se movía en sus ojos, ¿qué era? ¿Miedo, consternación? Quizá ambas cosas. Rodas era la sede de los caballeros de San Clemente. Cornadoro estaba satisfecho.

El joven dejó la alfombra en el suelo.

—Por favor, espere aquí —dijo mientras giraba sobre sus talones y desaparecía en el interior de la tienda. Las luces, el resplandor amarillo de la dentadura de un perro, inundaron la ciudad. Nuevos reflejos convirtieron los escaparates en ojos ciegos.

Mijal Kartli apareció en la puerta de la tienda y dedicó un momento a estudiar a su visitante. Finalmente, salió a la calle.

—¿Qué puedo hacer por usted?

—Se trata más bien de lo que yo puedo hacer por usted.

Cornadoro avanzó unos pasos con decisión pero se detuvo cuando Kartli levantó la mano.

—Primero, su arma preferida. La pequeña daga de remate, ' por favor.

Cornadoro se echó a reír de buen grado.

—Lo felicito, georgiano, su servicio de inteligencia es excelente.

Sacó la pequeña daga con la que había cortado el cuello del padre Damaskinos y se la tendió con el mango por delante. Kartli asintió y su hijo cogió el arma.

—La dejaremos a buen recaudo —dijo Kartli—. Se la devolveremos cuando se marche.

Cornadoro inclinó ligeramente su poderoso torso en una reverencia irónica. Luego sacó un pequeño bote de metal que le entregó al georgiano.

—¿Qué es esto?

—Un regalo —dijo Cornadoro—, de un
connoisseur
a otro.

—Ábralo, por favor —le dijo Kartli.

—Por supuesto.

Cornadoro quitó el sello y levantó la tapa de la pequeña caja. Un olor delicadamente aromático perfumó el aire de inmediato.

Los ojos de Kartli se abrieron como platos.

—Bai Ji Guan.

Cornadoro asintió.

—White Rooster Crest, un té de primera clase, como sabe; una de las cuatro variedades de té chino negro de la montaña Wu Yi.

—Muy raro y muy caro —dijo Kartli, cogiendo la lata.

Cornadoro se encogió de hombros.

—Si le gusta, hay más allí de donde ha llegado éste.

Cornadoro se reía por dentro; Camille había vuelto a dar en el blanco.

—Venga conmigo —dijo Kartli, y se dirigió hacia el interior de la tienda.

Habían encendido las lámparas de aceite que creaban pozas de luz cálida a través de la magnífica tapicería de las alfombras. El hijo trajo café, en lugar de té y comida. Esta forma de ritual le dijo a Cornadoro que se trataba de una reunión preliminar en la que las intenciones de su anfitrión eran, por el momento, neutrales.

Se sentó sobre una pila de alfombras y aceptó el café sin azúcar. Después de que ambos hubieron bebido el café, Cornadoro dejó la taza a un lado. El hijo de Kartli se instaló en un sofá y comenzó a enviar mensajes con su teléfono móvil.

—Usted sabe quién soy.

—Damon Cornadoro —asintió Kartli—. Caballero de San Clemente.

—No exactamente. Nunca tomé los votos formales.

El georgiano alzó la cabeza.

—¿Estoy equivocado y no trabaja para los caballeros de San Clemente?

—Ocasionalmente trabajo para ellos —reconoció Cornadoro—. No obstante, soy un operador independiente.

—Entonces somos iguales, usted y yo. Hoy mismo he cortado mi relación con la orden.

Este comentario despertó el interés de Cornadoro. Si no hubiese sido testigo de la pelea que habían mantenido el georgiano y Braverman Shaw, habría sospechado de un cambio tan radical.

—Un camino se cierra —dijo— y otros se abren para ocupar su lugar. Se dice que Cherry Bateman se encargó de su entrenamiento.

Cornadoro inclinó la cabeza.

—Bateman es el camino que yo elegí, o quizá sea más correcto decir que él me eligió a mí.

—Bateman es norteamericano.

—Yo soy veneciano y usted es georgiano. ¿Y qué?

—Los nacionalismos están en auge en todo el mundo —dijo Mijaíl Kartli—. Es una fuerza que ninguna otra cosa puede igualar. —Miró a Cornadoro con una expresión astuta—. Creo que usted lo sabe.

—Cherry Bateman sólo es norteamericano de nacimiento. Él es ciudadano italiano, renunció a Estados Unidos. Bateman abandonó a su hijo Donovan, que sigue viviendo en Norteamérica.

—Eso marcaría una diferencia.

—Por supuesto. Es muy importante ver las cosas tal como son, y no sólo como parecen. —Cornadoro extendió las manos—. Bateman y usted… Podría estar equivocado, por supuesto. —Se permitió esbozar una leve sonrisa—. No sería la primera vez. Pero en el caso de que no lo esté, estaría en condiciones de hacer las presentaciones pertinentes. Podría encontrar su tiempo en el Veneto extremadamente constructivo… a la vez que potencialmente provechoso para la causa georgiana.

—Y, a cambio, usted querría… ¿qué?

—Información. —Cornadoro sonrió por fuera al tiempo que se relajaba por dentro. Sintió el inconfundible tirón del anzuelo que entraba profundamente—. Información sobre Braverman Shaw.

Capítulo 26

C
UANDO un musulmán decía «La geometría es una manifestación de Dios», quería decir literalmente eso. Al-Biruni, el matemático del siglo i, codificó la geometría, la llamó
geodesia
y la clasificó como una filosofía a la vez natural y religiosa que abordaba la materia y la forma cuando se combinaban con el tiempo y el espacio.

El interior de la mezquita Zigana, una cúpula geodésica en forma de colmena y compuesta de arcos ojivales de piedra color miel, estaba basado en la geometría sagrada de al-Biruni. Había, en efecto, una escalera de caracol en uno de sus lados que llevaba al
minbar
, el púlpito sagrado. Estaba construida en madera negra, tal vez ébano, impecablemente lustrada, y brillaba como si fuese cristal.

Bravo dedicó unos minutos a contemplar lo que lo rodeaba. La peculiar
geodesia
del interior hacía que el susurro más leve fuese audible a través de la mezquita. Reparó en todos los que estaban allí, pero no parecía existir ninguna amenaza y, gradualmente, como si estuviese nadando a través de aguas azules y cristalinas, lo invadió una profunda calma.

Había poca gente. Desde alguna parte le llegó el ululato melódico de una plegaria, amortiguado por el espacio, empañado aún más por sus propios ecos. De pronto la puerta se abrió a su espalda y sintió que se ponía rígido. Comprendió demasiado tarde que tendría que haberse movido inmediatamente para poder vigilar a todo el que entraba y salía del templo. Dos hombres de aspecto solemne, delgados, con barba y de piel oscura, pasaron cerca de él. Bravo pudo oler la fragancia de su paso. Hombro con hombro, los dos hombres se alejaron por el pasillo entre los bancos. Ninguna amenaza.

Bravo inspiró profundamente y cruzó la oscura mezquita a través de tres arcos ojivales idénticos. Al llegar al elegante tirabuzón de ébano de la escalera se quedó inmóvil como una estatua, con la cabeza inclinada como si se estuviese preparando para el salat
[4]
. De hecho, estaba pensando en la segunda palabra que su padre había escrito en la funda de terciopelo. «Púrpura» era el término heráldico para morado. Sin embargo, no siempre resultaba posible usar color, de modo que en los dibujos en blanco y negro se indicaba a través de líneas trazadas desde la parte superior izquierda hasta la parte inferior derecha o, en términos heráldicos, desde la parte superior siniestra hasta la base diestra.

El siguiente código, pues, se encontraba en la base de la escalera de caracol.

Jordan tenía a su madre a la vista. El hecho de espiarla era una experiencia interesante, que lo llevaba a preguntarse si alguna vez ella lo había espiado a él. En ese momento estaba dispuesto a apostar que sí lo había hecho. A través de los potentes binoculares pudo ver cómo cruzaba la calle delante del hotel en el que se alojaba. Como siempre, Camille iba impecablemente vestida con una blusa de rayas finas hecha a medida y una falda amarilla de algodón que exhibía sus largas y hermosas piernas. La mujer subió a la cabina de un desvencijado camión de jardinero. Detrás del volante estaba Damon Cornadoro, su amante, su compañero de conspiración.

Jordan sintió entonces la urgencia asesina de coger el arma de uno de sus hombres. Se imaginó saliendo de esa furgoneta con los cristales tintados y cruzando la calle. Golpearía la ventanilla de Cornadoro y, cuando él la bajase, lo mataría de un tiro. La sangre y los sesos esparcidos sobre su elegante blusa y su falda, su maquillaje arruinado. Se preguntó si Camille tendría alguna otra reacción…

En ese momento sonó su teléfono móvil.

—El norteamericano quiere verlo. —La voz de Spagna zumbó en su oído.

—Lo imagino.

—Está muy cabreado.

—No lo culpo. —Jordan no había apartado la mirada de la pareja en el camión. Junto a él, uno de sus caballeros estaba sentado delante de una grabadora con los auriculares sujetos a la cabeza—. Dile que lo veré a su debido tiempo. Mientras tanto, dile que quiero una muestra de su lealtad.

BOOK: El testamento
13.99Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Rev It Up by Julie Ann Walker
Fouling Out by Gregory Walters
The Crooked Sixpence by Jennifer Bell
Veronica Ganz by Marilyn Sachs
Petrarch by Mark Musa
Web of Lies by Candice Owen
Family Ties by Nina Perez