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Authors: Eric Van Lustbader

Tags: #Intriga, #Aventuras

El testamento (60 page)

BOOK: El testamento
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—Oh, ¿y de quién fue esa idea, Damon, tuya o mía? No te preocupes, cuando se trata de aislar a alguien no hay quien me supere. Ahora él la odia, ella mató a su querido «tío Tony», justo como yo había planeado.

Camille podía sentir su calor, el leve temblor cuando el deseo de Damon respondía a la proximidad de su cuerpo. Con el pretexto de no perder de vista a Jenny, ella se las ingenió para inclinarse ligeramente sobre él, de modo que sus pezones, la pequeña bandeja de su vientre, los fuertes pilares de sus muslos, quedasen brevemente impresos en sus músculos.

—No todos los hombres son como tú.

—Las mujeres raramente consiguen lo que quieren, Camille, si bien el porqué es algo que se me escapa.

Cornadoro sonrió con una sonrisa que resultaba intolerable, la sonrisa que revelaba su debilidad a cualquiera que, como ella, fuese lo bastante inteligente como para percibirlo. Ella conocía muy bien su debilidad y eso la hacía anhelar los días embriagadores con Dexter, un hombre que nunca perdía de vista su objetivo.

—Pero tú eres diferente, conoces a los hombres mejor que cualquier otra mujer.

—Mejor de lo que se conocen a sí mismos —dijo ella—. De eso se trata, ¿no?

—¿Cómo lo haces? Eso es lo que me gustaría saber.

Camille deslizó la uña por la mejilla cubierta por una incipiente barba como si estuviese siguiendo el rastro de una cicatriz.

—Pobre niño. Si tienes que preguntarlo, nunca lo entenderás.

Entonces Cornadoro se enfadó —al fin y al cabo, era lo que ella andaba buscando—, los ojos brillantes y los reflejos afilados como los de un animal. Cuando trató de cogerla, Camille se alejó con gracia y agilidad, pero no se rió de él. Sabía perfectamente dónde debía trazar la línea con cada uno de sus hombres, y nunca la traspasaba. Ése era su secreto. Sólo había fracasado una vez, con Dexter Shaw… aunque Cornadoro no lo sabría jamás.

—Alors, ¿tienes el Husqvarna? —dijo ella, refiriéndose al rifle de francotirador—. Es hora de llevarlo al tejado.

Bravo y Jenny estaban frente a frente en medio de la bulliciosa y anónima calle. No había nadie a la vista que les prestara la menor atención, pero había otros, fuera de su campo visual, que estaban muy interesados en todo lo que decían y hacían.

—Te dije que si volvía a verte te mataría —dijo Bravo.

Jenny extendió las manos.

—Aquí estoy.

La joven tuvo que morderse el labio para no gritar. ¿Cómo demonios iba a conseguir que él entendiera nada?

—¿Vas armada?

Jenny se echó a reír, un sonido amargo que quiso escupir inmediatamente como si fuese la corteza de un limón.

—¿Piensas que voy a dispararte?

—Le disparaste al tío Tony…

—Porque él era el topo, Rule era el traidor…

—Le cortaste el cuello al padre Damaskinos después de quemarle la cara.

—¿Qué? —Sus ojos se abrieron como platos—. ¿Qué has dicho?

Bravo se acercó a ella, odiándola y a la vez maravillándose ante la naturalidad de su actuación.

—¿Dónde está?

—Si el padre Damaskinos está muerto, puedes estar seguro de que yo no tuve nada que ver en ello —repuso Jenny, alarmada.

—Yo ya no estoy seguro de nada. —Bravo estaba harto de su fingida inocencia—. El cuchillo que utilizaste para matarlo… ¿dónde está?

—¿De qué coño estás hablando?

—¡Lo quiero!

—¡Estás loco! No sé…

Bravo la cogió de la muñeca y la arrastró fuera del polvo y la mugre hacia la sombra de un toldo ruinoso. Parecían una pareja en medio de una pequeña discusión, eso era todo.

—Suéltame —dijo ella en voz baja, con expresión sombría.

A pesar de sus esfuerzos, la ira que sentía ante lo que veía como la obcecación de Bravo estaba empezando a superarla. ¿Qué sentido tenía intentar explicarle lo que le había sucedido? Una mirada a su rostro pétreo le confirmó que él jamás la creería. Bravo no quería creerla. Y fue esta última confirmación lo que sumió en la desesperación más profunda.

—Escucha —dijo él—, Mijaíl Kartli (seguro que sabes quién es) te quiere muerta. Había enviado a uno de sus hombres para que te matase por traición a la orden…

—Yo no soy una traidora…

—¡Cierra la boca!

Él la hizo girar violentamente y Jenny estuvo a punto de chocar con un turco corpulento que negociaba acaloradamente para comprar una tetera de cobre. Bravo ignoró la breve alarma del turco, ignoró asimismo las profundas ojeras de Jenny, la intensa palidez de sus mejillas, como si su esencia se estuviera desintegrando, como si algo la hubiese devastado desde el interior. Algo que le resultaba muy difícil, porque significaba ignorar la punzada de dolor que esa visión provocaba en su corazón, a pesar de sus mentiras, su engaño, la traición que él sentía… Que Dios lo ayudara. Nuevamente, su corazón se contrajo, y se preguntó si podría perdonarse por seguir amándola.

—La única razón por la que aún estás viva es que le dije a Kartli que hablaría contigo, que te sacaría la información de si había más topos dentro de la orden.

—No tengo ni idea. Tendrías que haberle hecho esa pregunta a Anthony…

El nombre de Rule se convirtió en un grito mientras él la arrastraba nuevamente hacia la calle. Era su amor —Bravo se dio cuenta con una conmoción que lo puso literalmente enfermo—, lo que alimentaba su ira. Su odio hacia ella no era un odio profesional, estaba ignorando el consejo del tío Tony de que no debía implicarse emocionalmente, que debía mantener la cabeza por encima de la creciente marea del fango tóxico del Voire Dei. Él la amaba y ella era el mal. ¿Cómo era posible?

—Entonces tendrá que ser por las malas —dijo con exagerada severidad—. Te llevaré ante Kartli. Él tiene en mente toda clase de interrogatorios para obligarte a confesar. —Los ojos de Jenny encontraron los suyos y la parte de él que aún la amaba huyó asustada del desafío que había en su mirada, desligándose en el último instante, de modo que un extraño dijo con su boca—: En otras palabras, tortura.

Jenny estaba azorada, derrumbada como si la hubiese alcanzado un rayo.

—¿Cómo puedes…? Por el amor de Dios, ¿cómo puedes siquiera contemplar algo tan monstruoso? Sabes que lucharé con uñas y dientes.

De pronto algo pasó silbando junto a su mejilla, suave como una mariposa, arrancándole un jadeo, obligándola a retroceder unos pasos. A escasa distancia de ella, el turco corpulento dejó caer la tetera que tenía entre las manos, sus brazos se abrieron y cayó encima del vendedor de objetos de cobre cuando la bala hizo impacto entre sus omóplatos.

El mercado se convirtió de inmediato en un tsunami de gritos, gesticulaciones y pies que huían. La gente echó a correr en todas direcciones. La melé separó a Jenny y Bravo, y ella aprovechó la confusión para escapar en medio de la multitud. No tenía sentido tratar de ir tras ella, ya que muy pronto se perdió de vista y él mismo fue arrastrado por la multitud presa del pánico.

—Usted me dijo…

—Soy un hombre de palabra —dijo Mijaíl Kartli con firmeza.

—Y, sin embargo, uno de sus hombres intentó matarla.

El georgiano estaba de pie con los brazos cruzados. El tatuaje de un halcón con las alas desplegadas podía verse en la parte interna de una de las muñecas, una controlada explosión de colores sobre la piel marrón.

—Corrección: uno de mis hombres, no.

—Entonces, ¿quién? —exigió Bravo.

—¿Acaso duda de mí?

—Sólo estoy preguntando.

Las cejas de Kartli se unieron en su frente y en su voz apareció un tono duro desconocido hasta entonces.

—No, está acusando.

—Ésa es su interpretación, y no es correcta.

Adem Khalif trató de sacar a Bravo de allí, de alejarlo del creciente peligro. Pero Bravo se sacudió de su brazo y no cedió.

Los tres hombres formaban un triángulo en la entrada de la tienda del georgiano. Alrededor de ellos se encontraban los hijos de Mijaíl Kartli —cuatro varones adultos, creados a imagen y semejanza de su padre y no menos musculosos— y la hija con la que Khalif había hablado cuando llegaron al lugar. Ahora había una tensión diferente de la que Bravo había percibido antes. Los clientes de Kartli se habían marchado, aquellos que aún necesitaban hacer negocios habían sido empujados fuera del local hacía un momento por el hijo mayor, a quien Kartli le había entregado uno de sus teléfonos móviles.

—Irema, tu lugar está en casa junto a tu madre —le dijo Kartli a su hija.

—Pero padre…

Su intento de protesta fue interrumpido cuando uno de sus hermanos la golpeó con la mano abierta en el costado de la cabeza. La muchacha no emitió ningún sonido, pero se mordió el labio hasta hacerlo sangrar.

Kartli no reprendió a su hijo. En cambio, le dijo a Irema:

—Vete ahora mismo. Serás castigada, pero no con tanta severidad como si me obligas a enviar a tu hermano de escolta.

Irema fulminó con la mirada al hermano que la había golpeado y luego, con simple curiosidad, miró brevemente a Bravo. Un momento después, evitando la mirada asesina de su padre, desapareció rápidamente en el laberinto del bazar.

En la calle había un polvo rojo que les cubría los zapatos y los bajos de los pantalones e incluso había penetrado profundamente en los surcos de las palmas de sus manos, imitando la sangre seca. Una especie de olor animal se elevaba con el polvo y la tensión, el olor que desprenden dos cabras montesas que están a punto de embestirse con sus cornamentas. Finalmente, sólo uno de ellos quedaría en pie, y ambos lo sabían. Ese era el final que Khalif intentaba impedir por todos los medios.

—Obviamente, ha habido un malentendido, un error de comunicación —dijo Khalif en georgiano—. Éste no es el momento de discutir por cuestiones triviales y, en cualquier caso, Mijaíl, ¿no sería más sensato continuar la discusión dentro de la tienda?

Nadie le prestó atención.

—Yo podría haber conseguido que ella hablara —dijo Bravo—. En cambio, alguien atentó contra su vida y ahora la hemos perdido… la oportunidad se ha esfumado. No considero que eso sea una cuestión trivial.

—La hemos perdido por su inexperiencia —repuso Kartli con voz autoritaria—. Usted era quien estaba con ella.

Bravo atacó entonces a Kartli. El georgiano recibió el golpe en el hombro y luego cogió la muñeca de Bravo e inició el proceso de romperla.

Pero ante el asombro de los demás, Bravo hundió el puño de su otra mano en el estómago de Kartli. Una vez libre, dio un paso adelante y se encontró con un gancho de abajo arriba lanzado por el georgiano que lo hizo caer de culo. Kartli se acercó adoptando la pose de un luchador callejero. Bravo, medio aturdido, esperó tanto como se atrevió a hacerlo, recuperando el aliento, antes de sacar la daga de Lorenzo Fornarini.

Kartli se quedó inmóvil a mitad de un paso, pero sus cuatro hijos se acercaron a Bravo, hasta que el georgiano alzó una mano. Sus ojos brillantes estaban fijos en Bravo, no en sus hijos.

—Tenga cuidado con eso —dijo Kartli con una extraña intensidad—. Le dije que debía estar jodidamente seguro antes de usar esa daga.

Cuando la mano de Bravo apretó con más fuerza la empuñadura de la daga, Khalif volvió a intervenir.

—Escuchadme, los dos, si la orden se divide, entonces todo estará realmente perdido.

Kartli soltó una risa despectiva.

—Este norteamericano viene aquí, con la mano extendida, pidiendo ayuda. Me ordena que me agache a su lado como si fuese un perro, luego me acusa y me golpea esperando que yo me arrastre delante de él. —Escupió en el suelo—. ¿Y eso debería sorprenderme? Es como un lobo con piel de cordero. Así es como actúan los norteamericanos, ¿no?

—Esto es el Voire Dei, Kartli, los dos somos…

Kartli maldijo en georgiano y en turco.

—¿Qué le digo a alguien cuyo gobierno se ha aliado con los criminales de Moscú que continúan persiguiendo a mi pueblo sin piedad?

—Por el amor de Dios…

—Otro punto que debemos aclarar, norteamericano, ¿a qué Dios invoca usted, al suyo o al mío?

—Los dos somos seres humanos.

—Pero no somos iguales, ¿verdad? Usted quiere utilizarme, del mismo modo que su gobierno usa a los rusos para conseguir sus propios fines.

Adem Khalif dijo en tono urgente:

—Mijaíl, después de todo, Bravo es el custodio, tu obligación es protegerlo y ayudarlo.

—Demasiada arrogancia para un custodio. Y ahora tú te pones de su parte.

Kartli carraspeó y escupió nuevamente en el suelo de tierra.

Bravo, con la tristeza y la frustración convertidas nuevamente en ira, comenzó a avanzar hacia él, pero Khalif lo cogió de un brazo y le obligó a retroceder.

—No lo hagas —susurró en el oído de Bravo—. Te lo advertí, este hombre es peligroso y es fácil provocarlo. —Luego se dirigió al georgiano—: ¿Cuándo me has visto a mí tomar partido? Yo, que he compartido el pan contigo, que he cambiado los pañales de tus hijos, que me he sentado en el consejo contigo. Somos amigos, Mijaíl. Amigos.

—Entonces apártate del norteamericano.

—¿Sólo para ver cómo lo matas? —dijo Khalif con tristeza.

—Él sacó una arma en mi casa. Ha cometido una gran ofensa mortal.

—Eras amigo de su padre.

—Dexter Shaw está muerto —dijo el georgiano—. Mi obligación murió con él.

—Pero la orden, tus votos…

—Ya estoy harto de esa gente. —La mano de Kartli bajó violentamente—. Se ha terminado.

—Al menos permite que se marche —dijo Adem Khalif—. La muerte del hijo de Dexter Shaw será una carga difícil de llevar.

—Suéltalo y apártate de él —repuso simplemente Kartli.

Khalif hizo lo que le decían, pero no antes de susurrar en el oído de Bravo.

—Enfunda la daga y espera… Espera.

Y allí estaba Bravo, con la daga en la vaina, solo, esperando. Un terrible silencio se alzó entre ellos, el alboroto furioso de la calle se extinguió como si nunca hubiera existido. Y, durante todo ese tiempo, los ojos del georgiano no se apartaron de los de Bravo. Parecía haber sobrevenido una curiosa puja de voluntades, silenciosa, letal.

Bravo, muy lentamente, sacó la daga envainada y la sostuvo delante de él, una ofrenda para apaciguar a Mijaíl Kartli o, quizá, a su dios.

—Trata de comprarme —dijo el georgiano—. Eso es típico de los norteamericanos.

—Esta daga no tiene precio —repuso Bravo—. Es suya.

Kartli meneó la cabeza, como si lo hiciera ante algo infinitamente triste.

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