Corrimos en línea recta hacia donde suponíamos que estaba la escalera de caracol, pero no subimos inmediatamente al llegar a ella. No, había algo que nos lo impedía. Sentada en el primer escalón había una muchacha con la cabeza agachada. Era rubia y llevaba el pelo recogido en una cola, vestía unos tejanos y un top color pistacho y no llevaba calzado alguno. No sabíamos qué hacer, si decirle algo, pasar por encima de ella como si no estuviera o esperar a que fuera ella quien tomara la iniciativa para desbloquear la situación. Si ella estaba sentada allí era porque sabía que nosotros queríamos utilizar la escalera y si lo sabía era porque nos había visto entrar y nos había observado en todo momento. Fue ella quien acabó tomando la iniciativa, quizá porque era la que sabía realmente lo que estaba sucediendo allí. Se levantó de golpe y alargó uno de sus brazos hacia nosotros abriendo la mano, dejando claro con ello que no nos iba a dejar pasar. Instintivamente le iluminé el rostro. Su piel era extremadamente blanca, tanto que parecía grisácea. Su nariz era pequeña y un poco respingona. Sus ojos eran azul cielo y brillaban de una manera muy extraña. Era muy joven, puede que de mi edad o un año mayor y, posiblemente, era la muchacha más hermosa que había visto en mi vida. Tenía cara de ángel, y habría jurado que era uno de ellos si no fuera porque estábamos en el infierno y porque la muy zorra tenía la cara manchada con la sangre de alguien, posiblemente de la persona que había tirado a la fosa un par de minutos antes.
—¿Por qué me miráis así? ¿Es por esto? —nos preguntó la muchacha señalándose la sangre que había alrededor de su boca—. Es que soy demasiado golosa. Bueno, nadie es perfecto.
Entonces empezó a relamerse muy lentamente, como intentando provocarnos de alguna manera. Era evidente que se trataba de una psicópata peligrosa y nosotros, a no ser que reaccionáramos inmediatamente, íbamos a ser sus próximas víctimas. Tampoco podíamos precipitarnos; antes de mover un solo dedo debíamos tener muy claro qué era lo que íbamos a hacer, pues un paso en falso podía ser fatal. Teníamos, no obstante, una gran ventaja y es que éramos dos tíos, no muy fuertes pero tampoco enclenques, y ella una chica de constitución normal. Sin embargo había que ir con mucho cuidado porque a lo mejor llevaba alguna arma escondida, la misma que había utilizado para cargarse a su última víctima. Así que esperamos a que ella volviera a mover ficha para contraatacar nosotros y desembarazarnos de ella de alguna manera. La muchacha acabó de relamerse, suspiró de satisfacción y, de nuevo con una voz muy dulce, se dirigió a Gabriel para preguntarle: «¿Tú no eres Gabriel Shine?». Y sin esperar a que le contestase, la muchacha dio un grito aterrador y su cara comenzó a transformarse. Fue una mutación casi instantánea que convirtió su cara de ángel en la de un animal salvaje. Era como si alguien detrás de ella estuviera estirándole la piel, de tal manera que los huesos de su cara, sus músculos y sus tendones se hacían visibles. También podía verse su dentadura al completo, como si los dientes se le saliesen de la boca, y entre estos dientes destacaban sus colmillos superiores que a mí me parecía que se estaban alargando por momentos. ¿Y sus ojos? Sus ojos cambiaron también de color, desapareciendo el azul cielo para dar paso a un rojo púrpura. Todos estos cambios se produjeron en pocos segundos y no nos dio tiempo a reaccionar, cosa que aprovechó ella para abalanzarse sobre Gabriel. Ambos cayeron al suelo y la muchacha se sentó encima de él, aprisionándole con las piernas. Yo, instintivamente, cogí la llave inglesa y la golpeé en la cabeza por detrás. Ella se volvió, me gritó alguna cosa y entonces le di un segundo golpe en plena frente que hizo que cayera a un lado, liberando así a Gabriel. Ayudé a mi amigo a levantarse y corrimos hacia la escalera sin mirar atrás.
Subimos por la escalera de caracol como si nos ardiera el trasero y sentimos cierto alivio al volver a encontrarnos en la habitación de los nichos. Estábamos a un paso de la salvación. Cruzamos también rápidamente por el pasillo, y justo cuando tocábamos con la punta de los dedos la puerta metálica tras la que estaba la salida, a Gabriel no se le ocurrió cosa mejor que hacer que resbalarse y torcerse un tobillo. No podía levantarse del suelo, así que tiré la linterna y la llave inglesa y me agaché para ayudarle a incorporarse. Gabriel se agarró a mí, abrazándome por detrás de la cabeza, y yo le cogí por debajo de las axilas. Doblé las rodillas, tomé impulso y lo levanté del suelo, momento en el que escuché una dulce voz que por desgracia empezaba a serme familiar.
—¿Necesitáis que os eche una mano?
Nos volvimos y allí estaba ella de nuevo, la loca sanguinaria de las narices, aunque en su versión angelical. Su rostro volvía a ser el que yo había alumbrado con la linterna por primera vez, ya no se le veía la dentadura y sus ojos de nuevo eran azules. Además, extrañamente, en su frente no había señal alguna del golpe que le había dado con la llave inglesa. Comenzó a caminar lentamente hacia nosotros, como si estuviera tomando algún tipo de precaución a todas luces ilógica, ya que Gabriel estaba cojeando y yo completamente desarmado. Decidí echar el resto, sacar fuerzas de donde fuera, y cogí en brazos a mi amigo y comencé a subir por la escalera lo más rápido que pude. Ya podía ver la luz que iluminaba levemente el comedor del restaurante, cuando di un paso en falso y me tropecé, haciendo que Gabriel y yo diéramos con nuestros huesos contra los escalones. Me volví lentamente, esperando encontrarme a la psicópata angelical detrás de nosotros, pero no fue así. Ella se había quedado al principio de la escalera, sin atravesar el vano de la puerta metálica.
—Bueno, muchachos, ha sido un placer conoceros —dijo sonriendo—. Por cierto, Gabriel, cuando veas a tu padre dale recuerdos y un beso muy fuerte de parte de Julia Hertz.
Nos dijo adiós con la mano y cerró la puerta. Gabriel y yo nos miramos sin decir nada y subimos a rastras el tramo de escalera que faltaba. Ya en el comedor del restaurante, cerramos la trampilla y nos tumbamos encima para evitar que pudiera ser abierta desde el otro lado mientras recuperábamos el aliento. En esos minutos que pasamos allí, no hablamos de lo que nos acababa de pasar. Demasiadas sensaciones fuertes en un espacio de tiempo muy breve. Creo que ambos aprovechamos aquellos minutos para intentar volver a poner nuestro cerebro en marcha, ya que había sido golpeado de tal manera que estaba colapsado. Yo en lo único que podía pensar era en Mary Quant. Ya sé que suena raro, pero solamente podía pensar en ella. Para mí Mary representaba todo lo contrario a lo que acababa de vivir, quizá por eso pensé en ella, como buscando una especie de droga interior que mitigara la angustia que aún sentía por lo que me había sucedido en el sótano de aquel restaurante abandonado. Doy por hecho que Gabriel aún estaría dándole vueltas a su dos de diamantes, el naipe de sus pesadillas que nos había llevado hasta allí. Aunque más que el naipe, lo que nos había llevado hasta allí era el diamante que habíamos comprado en Young’s y que ahora debía de estar tirado en el callejón de detrás del restaurante.
Supongo que estaba pensando en eso, porque de ese tema me hablaría después, una vez que abandonamos Nueva York.
Gabriel se había recuperado de su torcedura cuando llegamos al coche y se ofreció a conducir, aunque no tuviera permiso. Decidió arriesgarse porque quería llegar lo antes posible a casa y contarle a su padre lo sucedido para que este llamara a quien tuviera que llamar y se investigase aquel maldito lugar. Intenté nada más ponernos en marcha que hablásemos de lo sucedido, pero Gabriel no quiso porque me dijo que todavía tenía todas las imágenes de aquella tarde pululando por su cabeza sin control alguno.
Al dejar, por fin, Nueva York atrás, Gabriel paró en una gasolinera para llenar el depósito del coche. Yo aproveché para ir al lavabo y asearme un poco. Al salir vi que Gabriel había aparcado el coche frente a una cafetería que estaba al lado de la gasolinera, por lo que supuse que estaría dentro del local. Al entrar, Gabriel me hizo señas desde la otra punta de la cafetería, donde se encontraba sentado a una mesa. Me senté junto a él y al hacerlo apareció como por arte de magia una camarera que me preguntó qué deseaba tomar. No tenía hambre, pero pedí un sándwich de queso, algo con lo que llenar un poco mi estómago que había vaciado en su totalidad en el sótano de El Año del Dragón. Un sándwich ligero que mi estómago pudiera soportar sin problemas y que me permitiese realizar lo que quedaba de viaje sin marearme. No recuerdo lo que pidió Gabriel, puede que incluso no pidiera nada, a lo mejor su cuerpo estaba como su mente, totalmente colapsado. Pensé que quizá había querido que entrásemos en la cafetería para poder hablar con tranquilidad de lo que nos había pasado aquella tarde. Acerté en lo que se refería a querer hablar conmigo aprovechando esa pausa en el viaje, pero me equivoqué en el tema.
—Está claro qué significa el dos de diamantes, ¿verdad?
—¿El dos de diamantes? —pregunté extrañado, ya que no sabía a santo de qué venía eso ahora.
—Sí, el dos de diamantes. La T mayúscula es la oficina de Thorn, el dragón del restaurante y el dos de diamantes dos ojos rojos.
—¿Los ojos de aquella loca?
—No, los de ella no, los de otra persona. Los de una persona que vi el día que vi a mi madre por última vez.
—¿Viste a alguien que también tenía los ojos rojos?
—Sí. Cuando estábamos tumbados en el suelo del restaurante, lo he recordado todo. He recordado todo lo que ocurrió aquella noche.
—¿Seguro?
—Sí, absolutamente todo. Mi padre y yo vivíamos a un par de manzanas de la calle del restaurante. Aquella noche fui a cenar a casa de una chica con la que estaba saliendo, Beth, que compartía piso con dos amigas. Ella era dos años mayor que yo y ya estaba en la universidad. Bueno, esto no importa mucho. El caso es que después de cenar nos pusimos a ver la tele y me quedé dormido en el sofá. Cuando desperté eran las tres de la madrugada y me fui. De camino a casa, pasé por delante de la oficina de Thorn e iba a cruzar la calle cuando de repente apareció un coche negro que frenó en seco delante del restaurante chino. Se abrió la puerta trasera del coche y salió de él un hombre muy alto que llevaba una gabardina larga. Solamente podía verle de espaldas. El hombre se volvió hacia el interior. La mujer empezó a golpearle intentando que la soltara. Entonces fue cuando la puerta del restaurante se abrió. Ya estaba abandonado, de eso también me he acordado ahora. Yo me acerqué a socorrer a aquella mujer y al hacerlo me di cuenta de que se trataba de mi madre.
—¿Tu madre?
—Sí, era ella, te lo juro. Llevaba la misma cinta azul para el pelo que yo le había regalado en aquellas visiones de crío.
—¿Y no podía ser aquello otra visión?
—Es lo que muchas veces he pensado, que aquello también era una visión, pero el dos de diamantes lo cambia todo. Cuando vi que era ella, la llamé diciéndole «mamá» y se volvió, y al verme puso cara de sorpresa. Entonces el hombre que la sujetaba se volvió hacia mí. Tenía los ojos rojos y, al igual que a la tía de esta tarde, su cara se transformó y pude ver también su dentadura con esos colmillos largos. El tipo empezó a gritarme cosas que no entendí mientras mi madre continuaba intentando liberarse de él. Entonces alguien que no vi llegar me golpeó en la cabeza y perdí el conocimiento. Cuando volví a abrir los ojos, estaba siendo atendido por dos policías. Uno era negro y llevaba gafas y el otro era blanco, muy gordo y con mostacho. Me preguntaron qué había sucedido y les expliqué lo que te he contado, que alguien estaba intentando hacer entrar a mi madre por la fuerza en el restaurante y que al ir a socorrerla me golpearon en la cabeza y perdí el conocimiento. El policía del mostacho vio que la puerta del restaurante no estaba cerrada con llave y entró en él. Su compañero llamó a una ambulancia y después me preguntó si vivía cerca de allí. Le dije que sí, que vivía muy cerca de allí con mi padre, que en dos o tres minutos apareció por allí.
—Seguro que tu padre se quedó alucinado con todo aquello, ¿eh?
—Fue algo más que eso. Justo cuando mi padre llegó, el poli que había entrado en el restaurante salió diciendo que no había nadie allí dentro, que estaba totalmente vacío y que tenía pinta de llevar mucho tiempo abandonado. Entonces fue cuando le preguntaron a mi padre si mi madre había desaparecido o si tenía constancia de que la hubieran secuestrado y él les dijo que llevaba trece años muerta. Mi padre agachó la cara, pero los policías me miraron con cierto desprecio, como si estuviera drogado, borracho o loco. Empecé a gritar y a jurar que lo que había explicado era cierto. Intentaron tranquilizarme y como no lo consiguieron hablándome, el gordo me cogió con fuerza y entonces le di un cabezazo en toda la nariz y empezó a sangrar a lo bruto. Su compañero me agarró por detrás y me esposó inmediatamente. Pasé aquella noche en el calabozo.
—¿Y te metieron en la cárcel?
—No, no me metieron en la cárcel, lo que me hicieron fue un informe psiquiátrico, y como expliqué que mi madre había venido a mi habitación cuando yo tenía seis o siete años y ella hacía tres años que estaba muerta, me diagnosticaron esquizofrenia. Bueno, por eso y otras cosas, pero hicieron mucho hincapié en que lo de mi madre era una alucinación. A partir de entonces, me he pasado el tiempo entrando y saliendo del sanatorio. Mi padre dejó Nueva York y se fue a Ithaca, supongo que para alejarme de Tribeca, sus calles y el escenario de mi última alucinación. Además, al estar allí enterrada mi madre, eso se suponía que debía de recordarme constantemente que ella estaba muerta y que las veces que la había visto eran alucinaciones mías, de un enfermo mental. Lo curioso es que había olvidado todo esto que te acabo de contar, lo de los policías, el restaurante y lo del tipo con los ojos rojos, pero no el hecho de haber visto a mi madre. Y luego, si te das cuenta, en alguna parte de mi cabeza esto seguía presente y se manifestaba en mis pesadillas.
—¡Joder, vaya historia!
—Ya, es para escribir una novela de misterio, pero ahora tengo que hacerte una pregunta que quizá te parezca extraña.
—Dime.
—¿Esta tarde hemos visto una fosa llena de cadáveres y nos ha atacado una mujer con ojos rojos?
—Pues claro que sí.
—¿Estás seguro de que eso ha ocurrido?
—Sí, te lo juro, estoy seguro de que eso ha pasado y de que lo he pasado muy mal esta tarde.
—Bien, entonces eso quiere decir que o tú y yo estamos locos o que realmente ha ocurrido todo lo que hemos vivido esta tarde. Y si eso es así, quiere decir que yo jamás me he inventado nada, jamás he tenido alucinaciones, jamás he estado realmente enfermo.