Decidimos repartirnos las tareas; Gabriel se encargaría de que le tallaran los cristales que necesitábamos en el pequeño taller de la tienda y yo buscaría de la lista de mi padre las herramientas que no tenía el señor Shine. No tardé mucho en encontrar lo que necesitaba porque todas las secciones de la ferretería estaban muy bien señalizadas. Otro punto a favor para Young’s. Había quedado con Gabriel en que nos encontraríamos en la caja numero uno al acabar nuestras respectivas tareas, y me sorprendió ver que él había terminado antes que yo y que estaba allí esperándome. Esos tipos de Young’s eran de lo bueno lo mejor y de lo mejor lo superior; tenían de todo, una buena distribución del espacio y eran rápidos y eficaces. ¡Qué asco! Gabriel dejó con cuidado los cuatro cristales de su futura ventana renovada en la cinta transportadora y yo las tres herramientas que había cogido.
Una de estas herramientas era un diamante, una especie de cuchilla con mango que se utilizaba para cortan cristal. La necesitábamos porque las medidas de los cristales que había pedido Gabriel eran ligeramente superiores a las que habíamos tomado de la ventana y tendríamos que cortar el sobrante después. De haber apurado, a lo mejor nos quedaríamos cortos y tendríamos que poner mucha silicona para que el cristal no bailase.
La cajera cogió el diamante y le pasó su pistola láser —bueno, el trasto ese para leer los códigos de barras—, pero no pudo registrar su precio. Sopló el cañón de su pistola, como si se hubiera acabado de cargar a alguien en Tombstone, y volvió a intentarlo, pero nada, que el cacharro aquel parecía no funcionar. La mujer maldijo a no sé quién y se puso a teclear muy lentamente el código de barras en su caja registradora, mientras no paraba de refunfuñar; se ve que, como a mí, tampoco le gusta escribir. Su lentitud en el teclear se debía a que estaba utilizando el sistema de mecanografía conocido como el «buitre», consistente en dar vueltas por encima del teclado buscando la tecla a apretar con el dedo índice encorvado. La tardanza de la cajera en teclear el código de barras hizo que Gabriel se fijara en algo que a mí me había pasado desapercibido.
—Es la T mayúscula de mis pesadillas, Abel —me dijo Gabriel señalando la pequeña caja de cartón que sostenía la cajera.
—¿Qué te?
—Esa, la de la marca que aparece en la caja.
Me fijé en la caja que contenía el diamante y, sí, estaba impresa la misma T mayúscula dentro de un círculo que Gabriel había dibujado recordando sus pesadillas. Era el mismo tipo de letra y tenía el mismo tamaño en proporción con el círculo que la contenía. Cuando la cajera acabó de registrar el código de barras del diamante, nos hizo la cuenta y se la abonamos. Gabriel le preguntó entonces sobre aquel logo de la caja. Ella nos dijo que no sabía qué significaba y nos invitó a que lo preguntásemos en un mostrador de información que estaba frente a nosotros.
—Esto es el logo de Thorn —nos dijo el chico encargado de informar a los clientes de Young’s de todo aquello de lo que quisieran ser informados y se les pudiera informar.
—¿Es una fábrica de herramientas o algo así? —preguntó Gabriel.
—Es una empresa que se ha dedicado siempre a proporcionar equipo para obras de envergadura como puentes, estructuras para edificios y cosas así. Incluso creo que tiene contratos con el gobierno, el ejército y la NASA. Siempre se han movido así, a lo grande. Desde hace un par de años están ofreciendo también productos para el público en general, aunque por ahora se están limitando al sector del vidrio. Por ejemplo, este diamante que habéis comprado. Son los mejores, eso sí, en todo lo que tenga que ver con herramientas para tratar el vidrio. Os puedo asegurar que habéis hecho una compra excelente.
—¿Tienes alguna dirección de la empresa, un teléfono o un e-mail para que podamos ponernos en contacto con ellos?
El muchacho abrió un cajón, sacó un grueso catálogo de los productos de Thorn y nos permitió que le echásemos un vistazo mientras él atendía a otro cliente. En la introducción del catálogo aparecían fotos de varias grandes obras en las que había participado Thorn y se resaltaba con letras de gran tamaño que desde hacía más de treinta años la empresa era proveedora oficial de la NASA. Gabriel pasó rápidamente las hojas hasta llegar a la sección que le interesaba, la dedicada a las direcciones y los contactos. De repente apareció una expresión en el rostro de Gabriel que jamás había visto en él y empezó a golpear repetidamente aquella página de la revista con su dedo índice, como si estuviera enviando un mensaje telegráfico.
—Yo vivía cerca de esta calle, en Tribeca —me dijo señalando una dirección de las oficinas de Thorn en la ciudad de Nueva York.
Gabriel le pidió un bolígrafo y un papel al muchacho del mostrador de información y apuntó aquella dirección. Luego me pidió mi móvil y llamó a su padre.
—¿Papá? Sí, ya hemos comprado todo lo necesario. No, te llamaba porque como hace un día muy bueno a Abel —y al decir mi nombre me guiñó un ojo— se le ha ocurrido que podíamos ir a Nueva York. No, solo sería ir a comer, dar una vuelta en coche y volver. Sí, para la cena estamos en casa seguro. Sí, tranquilo, conduce él. Que sí, que ya sé que yo no puedo. No nos perderemos, hombre, entre el GPS y mis indicaciones perderse es imposible. La tía Gertrud era idiota, no vale como ejemplo. Tranquilo, llegaremos para la cena. Vale. Muy bien. Sí, no te preocupes. Hasta luego.
Nueva York. Muy grande. Demasiado grande. Muchos coches. Demasiados coches. Es una ciudad que solamente le puede gustar a los propios neoyorquinos y a turistas que van del hotel a un monumento y de un monumento al hotel. Puede que el condado de Macon sea un lugar excesivamente plácido y nada cosmopolita, pero Nueva York es una ciudad loca donde todo va muy deprisa, aunque no queda muy claro adónde concretamente. Sabes que hay cielo porque los edificios no se encorvan hacia el suelo y dejan vislumbrar que hay algo por encima de ellos, aunque no es del mismo color que lo que tenemos sobre nuestras cabezas en Tennessee. Es verdad que tampoco fui a hacer turismo en aquella primera visita a la gran manzana, ya que mi misión era la de hacer de taxista ciego para Gabriel y llevarle a la dirección que había apuntado en Young’s, pero aunque hubiese ido a hacer turismo creo que, al menos ese día, Nueva York habría seguido pareciéndome horrible.
También es cierto que yo estaba excesivamente nervioso y quizá no pude apreciar por ello la belleza sin igual del hogar de los
Yankees
. Me había acostumbrado a conducir por las calles de un pueblo de poco más de tres mil habitantes o como mucho a perderme alguna tarde por Nashville, y nada más llegar a la entrada de Nueva York vi que había más coches circulando a mi alrededor de los que posiblemente había en todo el estado de Tennessee. Además me daba la sensación de que a los neoyorquinos les regalaban el carnet de conducir cuando hacían su primera visita a la estatua de la Libertad, ya que era imposible que lo hubiesen conseguido tras aprobar un examen de conducción. También era posible que ellos siguieran otras normas diferentes, más propias de la NASCAR que de las del código de circulación. Además, no eran conductores muy sociables. Jamás me habían levantado tantos dedos en mi vida. Dedos blancos, rosas, amarillos, negros, enguantados, con uñas de manicura, con uñas sucias, con mocos pegados… Incluso hubo un señor que me levantó un muñón. El dedo corazón levantado que más me dolió fue el que me dedicó una cría a la que le estaban haciendo un examen de conducir que, al parecer, iba a suspender por mi culpa. ¿Y qué hacía Gabriel mientras tanto? Pues nada, se limitaba a taparse la cara disimuladamente y a decirme todo el rato que al final alguien se bajaría de su coche y me partiría la cara. No voy a negar que provoqué más de un pequeño caos circulatorio aquel día y puede que algún accidente de rebote también, pero puedo asegurar que no fue culpa mía, sino de esa panda de neoyorquinos que no saben conducir. Yo hice los cedas al paso, me paré en los stops, puse los intermitentes con antelación, evité quedarme parado en los cruces, no di ningún volantazo para cruzar tres carriles de golpe y, al parecer, en Nueva York se conduce al revés de cómo a mí me habían enseñado. Me hicieron sentirme como un amish de visita en Las Vegas.
Por cierto, la frase «no nos perderemos, hombre, entre el GPS y mis indicaciones perderse es imposible» resultó ser falsa. El GPS es un aparato útil para ir de El Paso a Anchorage —«siga recto, siga recto, siga recto, entre en Canadá, siga recto, siga recto, siga recto, salga de Canadá, siga recto, esquive a ese alce, siga recto, ya ha llegado a su destino»—, pero algo inútil si uno se adentra en Nueva York por primera vez y encima lleva a un neoyorquino de copiloto.
GPS:
Gire a la izquierda en cincuenta metros
.GABRIEL: Tú ni caso, sigue recto.
YO: Es que el GPS dice que gire.
GABRIEL: ¿Te fías más de un trasto que de mí, que me he pasado casi toda la vida en estas calles?
YO: Pero es que… ¡Hala, ya me he pasado!
GABRIEL: No te has pasado, sino que sigues por el buen camino.
GPS:
Recalculando ruta…YO: ¿Ves? Ahora el cacharro tiene que recalcular.
GABRIEL: Pues que recalcule lo que le dé la gana, tú hazme caso a mí.
YO: Nos vamos a perder como tu tía Gertrud.
GPS:
Gire a la derecha en setenta metros.GABRIEL: Ni se te ocurra hacerle caso a ese trasto.
YO: Joder, Gabriel, ya verás, nos vamos a perder.
GABRIEL: Es que no me lo puedo creer, en serio. A ver, dime, ¿dónde han fabricado este GPS?
YO: No sé, parece que en Corea.
GABRIEL: ¿Del Norte o del Sur?
YO: No lo especifica.
GABRIEL: Da igual. De todas formas, piénsalo, ¿tú crees que un coreano sabe adónde vamos?
Ni un coreano ni él porque al final nos perdimos y, por supuesto, fue por mi culpa, según mi guía neoyorquino. Acabé aparcando el coche en el primer lugar que encontré libre, media hora después de decidir rendirme y aparcar, y cogimos un taxi. Fue algo ridículo, pues al final nos perdimos menos de lo que pensaba y el taxi nos dejó en una dirección, la de Thorn, que estaba solamente a tres manzanas de donde habíamos aparcado el coche. Al salir del coche nos topamos de morros con la oficina de Thorn, un pequeño establecimiento que se encontraba en una esquina y que tenía la mítica T mayúscula dentro de un círculo ocupando sus dos grandes ventanas, de tal manera que solamente se podía ver lo que había dentro a través del hueco no pintado del interior de la letra. Gabriel estuvo dando vueltas alrededor de la oficina y mirando el interior, al tiempo que iba negando con la cabeza. No, aquello no le recordaba nada que tuviera que recordar. Una decepción, una pista falsa.
—Lo siento, Abel, ha sido un viaje en balde —me dijo.
—¿No quieres entrar? —le pregunté.
—No, no hace falta. Si hubiese tenido algo que ver con mis pesadillas, lo habría notado enseguida.
—¿Y qué hacemos ahora?
Gabriel se quedó unos segundos pensativo y miró a su alrededor. Al otro lado de la calle había un pequeño restaurante y me propuso que comiéramos algo allí antes de volver a Ithaca. Nos sentamos a una mesa pegada a uno de los ventanales del establecimiento y pedimos dos especiales de la casa, sin preocuparnos qué llevaban, ya que fuese lo que fuese seguro que era algo especial. Mientras esperábamos a que nos sirvieran, Gabriel se zambulló en sus pensamientos, cabizbajo y negando con la cabeza al mismo tiempo que murmuraba algo que yo no acababa de entender. Me daba pena verle así, el pobre había salido de Young’s con la esperanza de desentrañar uno de los tres misterios de sus pesadillas y había fracasado. Tenía ganas de decirle algo, pero no se me ocurría qué. Entonces, ocurrió. Mientras buscaba esas palabras con las que consolar a mi amigo, miré un momento a través del ventanal del restaurante y me topé con El Año del Dragón. En la misma acera en la que se encontraba la oficina de Thorn, a apenas diez metros de su famosa T mayúscula, había un restaurante chino abandonado, en un aparente estado ruinoso, que tenía un inmenso dragón sobre la marquesina de la entrada, justo encima de un letrero en chino e inglés en el que se podía leer el nombre del establecimiento. No había encontrado palabras de consuelo, había encontrado algo mejor: el segundo elemento de los misteriosos dibujos de las pesadillas de mi amigo.
—Gabriel, vuélvete despacio y dime qué ves al otro lado de la calle.
Gabriel me hizo caso, incluso en eso de volverse lentamente, y enseguida se dio cuenta de que la T y el dragón de sus pesadillas estaban casi puerta con puerta, convertidos en el logo de una empresa y el adorno hortera de un restaurante chino abandonado. Solamente nos faltaba encontrar un naipe con el dos de diamantes.
El dos de diamantes
L
o vi venir. Sí, ya sé que dicho por mí no suena muy creíble, pero juro que lo vi venir cuando Gabriel me dijo que era incapaz de relacionar Thorn y El Año del Dragón con sus pesadillas. Lo que vi venir fue lo que me propuso acto seguido: entrar en el restaurante chino.
—Mira, Abel, estoy convencido de que en la oficina de Thorn no hay nada, pero también estoy convencido de que dentro del restaurante sí. Me ha venido la imagen de la puerta del restaurante abriéndose y alguien entrando.
—¿Tú?
—No, yo no, otra persona. Quizás esa persona sea el dos de diamantes.
—¿No puede ser otro negocio cercano que se llame así o que incluso sea una carta real que viste en una partida de póquer o algo por el estilo?
—No, estoy seguro de que el dos de diamantes es una persona. No sé quién aún. Es otra persona que entró allí. Es que es difícil de explicar. Tengo la imagen borrosa en mi mente de la T de Thorn, del dragón y de alguien entrando en el restaurante. Bueno, entrando o saliendo, porque veo una persona y la puerta abierta. Tenemos que entrar, Abel.
—Pues eso es allanamiento de morada.
—Ahí, como mucho, están morando ratas y no creo que les importe.
Cuando nos acabamos nuestros especiales, salimos del restaurante y no fuimos directamente a El Año del Dragón, sino que volvimos al coche para buscar una linterna y alguna herramienta que nos pudiera ser útil en aquella aventura. Al final nos decantamos por llevarnos con nosotros una llave inglesa y el diamante de Thorn. Lo de llevarnos el diamante fue idea mía, ya que había visto que en las películas se suelen allanar las moradas rompiendo los cristales de las puertas traseras, pero solamente en los casos en que los allanadores sean zombis, violadores o asesinos que quieran avisar a sus víctimas de su presencia. Es algo que no se acaba de entender del todo, como ocurre con el cine musical, pero los chicos de Hollywood a veces utilizan el sentido común como si fueran supositorios. Por el contrario, en las películas de ladrones, sobre todo si estos son aficionados a robar cajas fuertes colgados del techo boca abajo, el sigilo tiene su importancia y se suelen utilizar diamantes para cortar los cristales, meter la mano y abrir la puerta o ventana de turno. Ya que íbamos a hacer algo tan peliculero como entrar en un restaurante chino abandonado, lo mejor era hacerlo como auténticos profesionales.