El vampiro movía la cabeza, intentando ver entre los árboles. Dio dos pasos más hacia nosotros y, en ese momento, los focos de uno de los dos coches le iluminaron el rostro y pude ver que se trataba del hombre que nos había recogido en el aeropuerto, Helmut. No lo podría asegurar al cien por cien, ya que le vi la cara de lejos y entre el hueco de dos árboles, pero si no era él, era un familiar que se le parecía mucho.
Me volví para decirle a Arisa si le parecía que aquel era Helmut pero la pobre estaba llorando, tapándose la cara con las manos, y pensé que era mejor no tentar a la suerte y dejarla tranquila. Helmut siguió caminando hacia donde estábamos nosotros, y a medida que se acercaba su cuerpo tapaba la visión que teníamos de la casa.
Se aproximaba a nuestro escondrijo dibujando una línea recta casi perfecta, pero se notaba por su caminar dubitativo que no tenía muy claro adónde se dirigía. Justo cuando estaba a punto de entrar en el bosque, cosa que habría hecho que nos viera seguro después de dejar atrás los árboles más cercanos a la casa, se detuvo de nuevo, se volvió y echó a correr hacia los coches. Al quitarse de en medio, pudimos ver de nuevo los coches y la entrada de la casa. Cuando Helmut llegó a donde estaban los coches, abrió la puerta trasera de uno de ellos y poco después salieron dos de sus compañeros de la casa llevando a rastras al señor Shine, que parecía estar totalmente inconsciente. Lo metieron en el coche y Helmut entró tras él. Los dos vampiros que lo habían sacado de la casa se metieron en el otro coche y se marcharon.
Unos cinco minutos después, el cojo salió de la casa, subió al coche por la puerta del conductor y puso el motor en marcha. Pensé que se iban a ir enseguida, pero no, el cojo volvió a apagar el motor y él y Helmut salieron del coche.
Ambos estuvieron hablando durante unos instantes y se volvieron a la vez hacia donde estábamos nosotros. Yo miré a Gabriel y tenía todos los músculos del cuerpo en tensión. Me hizo una señal para que pusiera la mano en la llave de contacto por si teníamos que salir de allí pitando.
Helmut y el cojo repitieron el mismo camino que había hecho el primero antes. Cuando ya habían entrado en el bosque, por lo que pasando un árbol más nos descubrirían seguro, se detuvieron, se volvieron y salieron corriendo hacia el coche.
Al parecer, el señor Shine había vuelto en sí y había decidido huir aprovechando que se había quedado a solas en el coche de sus raptores. En ese momento Gabriel salió del todoterreno y yo salí tras él, mientras Arisa creo que no se estaba enterando de nada de lo que sucedía a su alrededor.
El señor Shine estaba dando marcha atrás para poner el coche en dirección al camino que le podría sacar de allí. Helmut llegó al coche y sin que este se detuviera intentó abrir una de las puertas, pero no pudo conseguir su propósito.
Gabriel comenzó a caminar hacia ellos y yo le seguí. «Somos tres contra dos, Abel, podemos hacerlo», me dijo cuando le cogí de un brazo intentando detenerlo. Sí, éramos tres contra dos, ya que no contábamos con Arisa, pero no pudimos hacer nada.
Cuando estábamos a punto de salir del bosque y enfrentarnos cara a cara con aquellos vampiros, el cojo sacó una pistola y disparó dos tiros al aire y apuntó acto seguido al señor Shine. El coche se detuvo y Helmut abrió la puerta del conductor; tras sacar al señor Shine de su interior, lo tiró al suelo con fuerza y comenzó a patearle con rabia, mientras el padre de Gabriel no dejaba de gritar. El cojo se acercó a Helmut y le hizo una señal, y este se detuvo, levantó al señor Shine del suelo y lo empujó contra el coche. El cojo se acercó a su víctima y le metió la pistola en la boca mientras parecía estar explicándole algo, acompañándose con gestos que hacía con la mano que tenía libre. Después de que el señor Shine asintiera, el cojo se guardó la pistola y volvió a sentarse en el asiento del conductor, mientras Helmut le propinaba un puñetazo en el estómago que le hizo caer de rodillas.
Helmut abrió la puerta trasera del coche, cogió al padre de Gabriel de los hombros y lo metió a golpes en el vehículo, entrando tras él. El coche arrancó, y los secuestradores y su secuestrado abandonaron el lugar a toda prisa.
El señor Shine nos había salvado la vida, ya que su intento de fuga había hecho que los vampiros se olvidaran de averiguar si aquello que había escuchado Helmut era el grito de una persona, el graznido de algún bicho nocturno o imaginaciones auditivas de un vampiro de madre alemana.
La tumba de Helen
C
uando el coche de los vampiros desapareció de nuestra vista, Gabriel y yo volvimos junto Arisa. La pobre seguía inmersa en su particular ataque de nervios oriental. Le explicamos lo que había sucedido y se tranquilizó un poco, no porque hubiesen secuestrado al padre de Gabriel, sino porque todo había acabado. Era evidente que el señor Shine no iba a poder llamarnos a la mañana siguiente, así que debíamos poner en marcha el plan B: Arisa y yo volveríamos a casa, y Gabriel buscaría al antiguo alumno de su padre para que le echase una mano.
El señor Shine también nos había dicho que les explicásemos lo sucedido a nuestros padres, pero no sabía si mi padre se iba a creer todo lo que se suponía que le tenía que contar y tras escucharme, denunciar el caso. Conociéndolo, era de sospechar que prefiriese pasar página y seguir con su tranquila vida, así que lo mejor sería no decirle nada. Sólo tendría sentido contarle lo sucedido en caso de que fuera a tomar alguna medida y como no iba a ser el caso, lo único que iba a conseguir es que se preocupara sin razón.
Supongo que por parte de Arisa la cosa era aún más compleja, ya que la relación con su padre era muy mala. Directamente no la creería, ya que si la menospreciaba pese a ser una chica modelo y una de las mejores estudiantes de su promoción, que ella le contase una historia sobre vampiros podía empeorar más aún la relación entre ambos. No se lo pregunté, pero creo que ella tampoco le diría nada al señor Imai. Por lo menos había sacado algo bueno de su estancia en Ithaca, el certificado de asistencia al seminario, un papel que le iba a permitir continuar en Harvard y en el país.
La responsabilidad de investigar lo ocurrido recaería por entero en Gabriel, si a este le echaba una mano ese tal Tom Braker. Él solo no iba a poder hacer nada, pues nadie lo creería, aparte de que, oficialmente, era un esquizofrénico que había golpeado a un policía años atrás. Después de contarle a Arisa lo sucedido, permanecimos algunos minutos en silencio. Aunque habíamos salvado el pellejo —y en el caso de Gabriel y un servidor en dos ocasiones—, nos sentíamos totalmente destrozados. Quizá fuese también por el cansancio de un día lleno de sobresaltos.
—Creo que podríamos pasar la noche en Syracuse y mañana por la mañana ir al aeropuerto y comprar vuestros billetes —dijo Gabriel para comenzar a poner en marcha el plan B diseñado por su padre.
—¿Llevas suficiente dinero? —preguntó Arisa—. Es que tengo solamente cincuenta dólares.
—No te preocupes, mi padre me ha dado mucho dinero. —Y después de decir eso, nos enseñó el interior de la mochila que le había entregado el señor Shine—. Creo que hay unos cien mil dólares que mi padre fue ahorrando para su plan de fuga. Tenemos de sobra.
—¿Y qué son esas otras cosas que hay en la mochila? —pregunté yo al ver que, aparte de varios fajos de billetes, había un par de carpetas y algo que no adivinaba que podía ser.
—Son cosas que no os competen —contestó Gabriel—. Las carpetas son documentos varios de la casa, seguros y apuntes sobre el seminario. Lo otro, bueno, se ve que mi padre es un poco peliculero e hizo pasaportes y permisos de conducir falsos, supongo que para no dejar rastro si nos perseguían los vampiros.
—Tu padre lo tenía todo pensado —dijo Arisa—. Espero que no le pase nada.
—Eso también espero yo, Arisa —añadió Gabriel—. A lo mejor solo quieren asustarle y todo vuelve a ser como era antes… Bueno, mejor, espero que mejor.
—¿Nos vamos ya? —pregunté.
—Antes de irnos, me gustaría comprobar una cosa, si no os importa —dijo Gabriel—. Es algo que tiene que ver con mi madre.
—¿De qué se trata? —preguntó Arisa.
—Creo que mi madre no está enterrada allí —dijo señalando en dirección al montículo en el que estaba la tumba de Helen Shine—. Creo que no murió hace veinte años. Estoy seguro que la vi hace siete en la puerta del restaurante chino. ¿Os disteis cuenta de que cuando estábamos hablando de lo que nos había pasado en Nueva York, mi padre nos reconoció lo de los ojos rojos y que en ningún momento negó que yo hubiera visto a mi madre en aquella ocasión?
—¿Y tú por qué no sacaste el tema? —pregunté yo.
—Pues porque no hacía falta, el silencio de mi padre era suficiente para saber que yo no me inventé nada —me contestó Gabriel—. Tampoco quise sacar el tema porque la situación ya era lo suficientemente complicada para complicarla aún más. Quizá no quería saber por qué mi padre me mintió al decirme que mi madre había muerto o por qué no se enfrentó a esa gente y dejó que yo creyera estar enfermo. No sé explicarlo, es mi padre y aún no tengo claro cuál es su papel real en esta historia. Si hubiese sacado lo de mi madre, quizá habría escuchado algo que no quería escuchar. Saber que has vivido engañado media vida ya es un golpe suficientemente fuerte para querer intentar conocer toda la verdad.
—¿Crees que tu padre traicionó a tu madre o algo así? —preguntó en esta ocasión Arisa.
—No lo sé, ya que digo que ahora no quiero saber si eso fue así o no —dijo Gabriel—. Mira cuando mi padre nos dijo que iba a venir una gente a matarnos y que él se iba a quedar, lo único que me importaba era que él también se salvase, eso era lo primordial. Ahora quiero comprobar que mi madre está enterrada en su tumba.
Salimos del claro del bosque y nos dirigimos a la casa de Gabriel. Me pidió que subiera con él al montículo y yo no me negué. Arisa dijo que también quería ir con nosotros, pero Gabriel consideró que era mejor que se quedara en el coche o que entrara en la casa y comiera algo. Refunfuñó un poco, pero al final creo que entendió que nuestro amigo quería dejarla al margen de algo que quizá le pudiera afectar de muchas maneras y que se repitiera una situación como la que había vivido una hora antes cuando Helmut se dirigía hacia nuestro escondite.
Gabriel y yo entramos en la casa para coger un pico, una lámpara de gas y un par de palas, y luego subimos al montículo. Había comenzado el día llamando a mi padre para que me ayudara a quedar bien con los Shine arreglándoles la ventana e iba a acabarlo desenterrando a Helen Shine. Un día completito.
Gabriel golpeó varias veces con el pico la tierra de la superficie de la tumba y cuando esa tierra dejó de estar totalmente compacta, cogimos las palas y empezamos a cavar. No sé cuánto tardamos en vaciar la tumba de los dos metros de tierra que había sobre el ataúd de Helen Shine, pero a mí se me hizo eterno. Gabriel me pidió que saliera del hoyo, cogió el pico y destrocó con él la tapa del ataúd, haciéndole varios orificios de diferente tamaño. Agarrando los bordes de esos orificios, fue arrancando los trozos de la tapa que no había arrancado con el pico. Después de hacer eso, permaneció unos instantes quieto, con el rostro entre las manos y murmurando algo. Le pregunté qué ocurría y él no me contestó; lo que hizo fue volverse, salir de la tumba y dejar que yo mismo me contestase a la pregunta. Sí, como Gabriel sospechaba, el ataúd estaba vacío, su madre jamás fue enterrada allí.
—¿Cómo ha ido? —nos preguntó Arisa cuando volvimos al coche.
—El ataúd estaba vacío —contesté yo—. La madre de Gabriel no está enterrada allí.
—¿Cómo es posible? —preguntó de nuevo Arisa.
—Muy sencillo, mi madre no murió en aquel accidente —contestó Gabriel—. Mi madre murió trece años después y su cadáver está sepultado bajo otros muchos en un sótano de Nueva York.
—¿Crees que la mataron la noche en que la viste? —pregunté yo.
—Sí, esa misma noche la mataron —dijo Gabriel dando la impresión de que estaba conteniendo las lágrimas—. Supongo que le chuparon la sangre. Es lo que hacen esos hijos de puta, ¿no? Le chuparon la sangre y luego la arrojaron allí. Hoy hemos visto un zapato rojo de tacón, si hubiésemos ido ese día, habríamos encontrado una cinta de color azul.
—La que tú le regalaste —dijo Arisa.
—De eso ya no estoy tan seguro, no cuadra con lo que he descubierto hoy —dijo Gabriel—. Creo que aquellas visitas nocturnas me las imaginé de verdad. Quizá los que me dijeron que me imaginaba a mi madre porque la añoraba decían la verdad. Ella nunca vino a mi habitación cuando yo era crío. Tal vez yo presentía que ella estaba viva, como les ocurre a los gemelos. La cinta azul a lo mejor la llevaba siempre y me la imaginé que se la regalé.
—Es algo muy extraño, Gabriel —señaló Arisa—. ¿Crees que la secuestraron o algo así?
—Puede que fuera eso, pero no sé cuáles podrían ser los motivos de esa gente o por qué mi padre fingió su muerte —comentó Gabriel—. ¿Ves? Ahora sí que me gustaría hablar con mi padre de lo que sucedió. Puede que cuando dijo que todo lo que había hecho era protegerme, dijera la verdad.
—¿Qué hacemos ahora? —pregunté yo.
—Creo que tú y yo podríamos darnos una ducha y cambiarnos de ropa —me contestó Gabriel.
—Yo, mientras, podría preparar café —dijo Arisa.
—Sí, un buen café nos iría muy bien. Un café cargado y nos vamos a Syracuse —añadió Gabriel—. Al lado del aeropuerto hay un hotel, descansaremos un poco allí y después compramos los billetes y regresáis a casa.
—¿Por qué no dormimos aquí esta noche? —propuse yo.
—No, cuanto antes dejemos este lugar, mejor —dijo Gabriel—. Deberíamos estar ahora en Canadá y aún seguimos aquí. Una ducha, un café y mañana despertarse en otro lugar, es lo que quiero.
Gabriel y yo cogimos ropa de nuestras maletas para cambiarnos después de ducharnos mientras Arisa se dirigía a la cocina para prepararnos un café que nos mantuviera despiertos hasta llegar a Syracuse. Al menos para mantenerme despierto a mí, pues seguro que me volvería a tocar conducir el todoterreno del señor Shine. Al salir de la ducha, me di cuenta que la ropa que había llevado todo el día apestaba. Supongo que era una mezcla de olor de la fosa de Nueva York, del de la tierra húmeda de la tumba sin cadáver de Helen Shine, de mi sudor y, por qué no decirlo, del miedo que había pasado a lo largo del día.