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Authors: Juan Ignacio Carrasco

Tags: #Terror

Entre nosotros (18 page)

BOOK: Entre nosotros
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—Y ella tenía los ojos rojos. No todo el tiempo, solamente cuando se puso a gritar y atacó a Gabriel —dije para terminar con mi relato.

—Es espeluznante, Abel.

—Dímelo a mí, que pensé que de allí no iba a salir entero. ¿Te lo crees?

—Si me lo contara otra persona o si lo leyera en algún sitio, no lo creería, pero tú no tienes por qué mentirme. Además, ahora entiendo de que se estaba hablando en la cocina. Sin embargo, la verdad es que cuesta asimilarlo. Tú has estado allí y, no sé, parece que estás como si nada.

—Es que creo que no me parado a pensar en serio sobre lo de esta tarde. Lo he pasado fatal, pero he sobrevivido y en eso es en lo único que realmente he pensado.

—¿Vampiros? ¿Crees que esa mujer es una vampiro y vendrán con vampiros a matarnos?

—El problema es que el señor Shine no tenía por qué mentirnos ahora. Si lo que nos ha contado él nos lo hubiese contado otro día, sin haber visto lo que he visto, pues seguramente no lo creería, pero lo que ha dicho cuadra demasiado. Creo, Arisa, que si fuese mentira lo que nos ha dicho, todo lo que pasó en el restaurante no sería más que una especie de montaje muy caro, ¿no? Te juro que ha pasado tal y como te lo he contado.

—Vampiros de ojos rojos y una fosa en la tiran a sus víctimas. Los vampiros no existen.

Le dije que yo no podía estar seguro de si existían o no los vampiros, pero que de todas maneras esa gente era mala gente. Daba igual si eran o no vampiros, puede que fueran miembros de una secta de locos, pero eso, como digo, daba igual, ya que estábamos en peligro. Debíamos largarnos de allí como había dicho el señor Shine, y una vez a salvo, ya tendríamos tiempo para meditar sobre todo lo que nos estaba pasando y encontrarle una explicación que nos pareciera más lógica. Lo único que podíamos tener claro en ese momento era que alguien quería matarnos y que lo mejor era largarse de allí lo antes posible. Cuando tu cuello está en peligro, no pierdes el tiempo en buscarle sentido a lo que te rodea, solo piensas en sobrevivir y eso es lo que teníamos que hacer.

—Mira, cuando le di a la tía aquella con la leve en la cabeza, no pensé si era una loca, una vampiro o una violadora sotanera. Lo único que me importaba, Arisa, era quitársela a Gabriel de encima. ¿Comprendes?

—Sí, entiendo lo que quieres decir. No importa quién quiere matarnos, sino que alguien quiere hacerlo.

—Exacto, y no sé tú, pero a mí me gustaría evitarlo.

—Sí, démonos prisa en hacer las maletas y larguémonos de aquí.

Salimos de la habitación y al bajar por la escalera nos topamos con Gabriel. Nos dijo que había intentado convencer a su padre de que se fuera también de la casa, pero que no había podido hacerle cambiar de opinión.

—Me ha dicho que prefiere quedarse aquí e intentar razonar con ellos, convencerles de que no vamos a decir nada —explicó Gabriel—. Cuando esos tipos se vayan, llamará a alguno de vuestros móviles y nos explicará cuál es la situación y qué debemos hacer.

—¿Y a él no le harán nada? —preguntó Arisa.

—Temo que sí, por esa razón he intentado convencerle de que se venga con nosotros —contestó Gabriel resignado—. Hasta ahora parece que le ha seguido el juego a esa gente, pero al dejarnos marchar se pone en su contra. No sé lo que puede pasar, pero seguro que nada bueno.

—Y si le pasa algo, ¿cómo sabremos qué hacer? —pregunté yo.

—Me ha dicho que si al salir el sol no nos llama, que os compre dos billetes de vuelta a casa y que cuando lleguéis allí comentéis a vuestros padres lo sucedido —explicó Gabriel.

—¿Y tú que harás? —preguntó en esta ocasión Arisa.

—A mí me ha dado una carta para un tal Tom S. Braker —nos dijo, enseñándonos un sobre que se sacó del bolsillo—. Al parecer es un antiguo alumno suyo. Él me ayudará en todo lo que pueda, es un tipo de fiar. Ah, Abel, toma las llaves del coche, conduces tú otra vez.

Gabriel me dio las llaves del todo terreno de su padre y quedamos en vernos en el vestíbulo en diez minutos, con todo dispuesto para abandonar la casa. Yo no tardé mucho en hacer la maleta; me había llevado poca ropa y los bañadores que me había comprado en Ithaca no abultaban nada. Como me sobraba espacio en la maleta, también guardé en ella el libro de Arisa,
Los señores de la peste
. Con las tonterías, y casi sin darme cuenta, ya iba por la mitad. No estaba mal el libraco, además lo estaba leyendo con mucho cariño por ser de quien era. Mientras metía el libro en la maleta, pensé que ahora Arisa se estaba arrepintiendo de haber viajado con aquellas cuatro maletas. Seguramente aún estaría intentado cerrar la primera de las cuatro, ya que seguro que había doblado toda la ropa con meticulosidad y la había colocado con mucho cuidado en la maleta para que no se arrugase. Al cerrar mi maleta, decidí pasarme por su habitación para ayudarla a acabar de hacer el equipaje, utilizando mi estilo ovillero de meter la ropa en la maleta, consistente en eso, en hacer un ovillo con toda la ropa y no preocuparme por las arruguitas y demás cosas femeninas. Entré en su habitación por la puerta interior, pero ella ya no estaba allí. Ni ella ni sus maletas.

Salí al pasillo, me asomé por la barandilla de la escalera y me la encontré con sus cuatro maletas y su mochila al lado de la puerta principal, hablando con el señor Shine, el cual también llevaba una mochila cogida con una mano. O yo me había dormido sin darme cuenta mientras hacía mi maleta o Arisa tenía tantas ganas de largarse de allí que había batido el récord mundial de hacer equipajes. Lo más gracioso del tema es que en Syracuse se enfadó conmigo por no llevarle las maletas y al llegar a aquella casa también se hizo la remolona para que le subiera el equipaje a la habitación, pero ahora ella solita había cargado con sus maletas al menos hasta la puerta.

Bajé los escalones de la escalera de dos en dos, como si con eso ganara algo de tiempo, y puse mi maleta junto a las de Arisa. El señor Shine me dijo lo mismo que al parecer le acababa de decir a Arisa, que sentía mucho todo lo que había ocurrido y que esperaba que algún día pudiéramos perdonarle. Yo no supe qué contestarle, ya que tampoco era aún consciente del mal que ese señor me había hecho. ¿Me había tendido una trampa o había intentado salvarme una vez que yo solo me había metido en la boca del lobo?

Cuando bajó Gabriel, el señor Shine ni se excusó ni le pidió que le perdonara; seguramente ya lo había hecho antes, cuando él y su hijo se quedaron a solas en la cocina. Gabriel intentó convencerle una vez más para que se viniera con nosotros, pero el señor Shine dijo que debía quedarse y hacer todo lo posible para proteger de nuevo a su hijo y, de rebote, a los dos alumnos de su falso seminario. Gabriel abrazó a su padre a modo de despedida, y el señor Shine le dio la mochila que llevaba en la mano y le dijo que era dinero y unos documentos que había preparado como plan de fuga, por si algún día ocurría lo que parecía que ya había ocurrido. Entonces Gabriel aprovechó la entrega de esa mochila para decirle que si tenía un plan de fuga, contestó diciendo que esa plan lo había pensado para Gabriel y él a solas, pero que si se quedaba era para cubrirnos a los tres.

Gabriel no entendía la actitud de su padre, y lo cierto era que yo tampoco, pero en aquellos momentos me daba igual si aquel hombre se quedaba o se venía con nosotros; para mí la despedida ya estaba durando demasiado. El señor Shine quizá me leyó la mente, ya que abrazó a su hijo, nos deseó suerte a Arisa y a mí y nos abrió la puerta de la casa para que no perdiéramos más tiempo.

Salimos de la casa y sin mirar atrás nos dirigimos directos al coche. En esta ocasión no hizo falta que Arisa me pidiera que le ayudara con las maletas; le cogí un par y Gabriel otra, y en menos de un minuto colocamos todo nuestro equipaje en el maletero y salimos de allí rumbo a Canadá.

El viaje a Canadá fue más corto de lo esperado, duró apenas diez minutos. Duró tan poco porque en realidad nunca fuimos a Canadá, ya que después de repostar en una gasolinera que había a la entrada de Ithaca, Gabriel me dijo que volviéramos de nuevo a la casa.

—Ni hablar, Gabriel —le dije—, vamos a seguir con el plan previsto.

—No puedo dejar a mi padre allí solo —me dijo él—. Volvamos.

—Él nos ha dicho que crucemos la frontera y que ya nos llamará después —dijo Arisa—. Creo que él tiene las ideas muy claras sobre lo que hay que hacer.

—Vosotros no hace falta que os quedéis, me dejáis allí y os largáis —añadió Gabriel.

—¿Y qué vas a conseguir quedándote con tu padre, Gabriel? —le preguntó Arisa.

—No sé, a lo mejor solamente vienen un par de tipos y puede que mi padre y yo nos podamos defender —intentó argumentar Gabriel.

—Tío, la vampiro de esta tarde era una tía y casi te liquida. Y ya viste que le pegué con la llave inglesa en toda la frente y después estaba más fresca que una rosa —le dije para hacerle ver el peligro que corría si volvía junto a su padre.

—Es que me jode que se quede solo, a modo de sacrificio —dijo Gabriel con tono de enfado—. ¿Qué crees, que esos vampiros o lo que sean se van a poner a jugar a las cartas con él?

—¿Y tú que se supone que puedes hacer, Gabriel? —pregunté la típica pregunta que no es una pregunta, sino una afirmación reforzada con un tono de interrogación.

—A lo mejor solamente viene uno y, con un poco de suerte, mi padre se da cuenta de que está cometiendo un error.

—Quiero proponeros una cosa que creo que es la mejor solución —dijo entonces Arisa—. Volvamos todos a la casa, pero quedémonos fuera, escondidos en el bosque. ¿Conoces un sitio en el que podamos ocultarnos con el coche y ver desde allí la casa? —le preguntó a Gabriel.

—Sí, hay un pequeño claro al que podemos llegar con el todoterreno —contestó Gabriel—. Está a unos cien metros de la entrada de la casa y la visión es directa.

—Vale, pues iremos hasta allí y nos esconderemos hasta que lleguen —continuó Arisa—. Si vemos que solamente son uno o dos, creo que los cuatro les podremos hacer frente. Aunque yo soy algo baja y Abel no es muy forzudo que digamos, quizá con un par de llaves inglesas salgamos del aprieto.

—¿Y si son más? —pregunté yo.

—Si son más, y visto que una mujer esta tarde casi os liquida, no me la jugaría —dijo Alisa—. Si son más de dos vemos lo que ocurre, y cuando se vayan ya pensaremos lo que hacer. ¿Qué os parece?

—Gracias, Arisa, muchas gracias —dijo Gabriel, antes de devolverle el beso con el que ella le obsequió algunas noches atrás.

Yo contesté a la propuesta arrancando el coche, poniendo el intermitente izquierdo y regresando a la carretera.

Una vez que entramos en el camino que partía en dos el bosque cercano a la casa de los Shine, Gabriel me pidió que aminorara la marcha y que siguiera sus instrucciones para que no me pasara aquel claro que nos iba a servir para escondernos y vigilar. Cuando él me indicó, giré a la derecha para entrar en lo que parecía el cauce seco de un riachuelo por el que seguí durante unos treinta metros, para girar a la izquierda en esta ocasión y meter el todoterreno en un camino de tierra que nos acababa llevando al claro del bosque.

No era un camino propiamente dicho, sino más bien una zona en la que la hierba del lugar había desaparecido después de que durante varios años los excursionistas se abrieran paso a través del bosque por ese lugar. El todoterreno era tan ancho como ese falso camino, incluso creo que en algún momento rocé con los retrovisores algunos de los árboles que lo flanqueaban.

Una vez en el claro, vi que Gabriel tenía razón, que desde allí se podía ver la entrada de la casa, concretamente el porche y un trozo de la ventana de la cocina, y que era imposible que desde allí nos descubrieran. Apagué el motor y las luces del coche. Ahora solo hacía falta esperar.

Las tensiones vividas durante aquel día acabaron haciendo mella en mí y me quedé dormido. Arisa me despertó cuando los coches de los vampiros llegaron y se detuvieron frente al porche de la casa.

Sí, coches, dos concretamente, y de ellos se bajaron cuatro individuos. De las dos posibilidades apuntadas por Arisa, acababa de quedar descartada la primera, ya que no podíamos enfrentarnos a cuatro vampiros ni con todas las llaves inglesas del mundo. Enseguida vi que Gabriel había llegado a la misma conclusión: no iba a poder ayudar a su padre.

Dejaron las luces de los coches encendidas, cosa que nos iba a permitir ver nítidamente todo lo que fuese a pasar, ya que los focos de los vehículos estaban dirigidos hacia la casa. Los cuatro vampiros que bajaron de los coches iban vestidos como los tipos esos de la CIA que se presentan en casa de la gente para convencerla de que lo que aterrizó en su jardín no es un platillo volante, sino un globo meteorológico defectuoso, y para asegurarle que esos señores con ojos rasgados que le habían metido un tubo por el ano eran fruto de su imaginación o de la inhalación de algún gas nocivo surgido de vaya usted a saber dónde.

De los cuatro tipos, había uno que se diferenciaba del resto porque era un poco más bajo que sus compañeros y además cojeaba. Este parecía que llevaba la voz cantante, ya que se quedó fuera fumando un cigarrillo, mientras los otros tres entraban en la casa. Uno de estos tres salió pocos segundos después, seguramente para informarle de que no estábamos allí. El cojo le dio una calada profunda al cigarrillo, lo tiró como si fuera veneno y entró en la casa. Oímos un grito y dedujimos que era del señor Shine.

La cosa empezaba a pintar muy mal. Todas las luces del interior de la casa se encendieron; aunque solamente podíamos ver con claridad la que salía de la ventana de la cocina pudimos intuir que estaban encendidas todas por los reflejos que estas producían en las hojas de los árboles que nos tapaban la visión total del hogar de los Shine. Uno de los cuatro vampiros salió de la casa y comenzó a mirar a su alrededor, al parecer buscaba alguna otra construcción cercana, un cobertizo o un invernadero, un sitio en el que pudiéramos estar escondidos. Tras comprobar que el único edificio de la zona era la casa de la que había salido instantes antes, el vampiro empezó a caminar en dirección a donde nos encontrábamos.

Fue el momento en el que Arisa, que estaba sentada en el asiento de atrás, no pudo aguantar más la presión y soltó un grito, una de sus exclamaciones japonesas incomprensibles. Gabriel se volvió inmediatamente y le tapó la boca. Yo cerré los ojos un instante, rogando a Dios que el vampiro no hubiera oído a Arisa. O Dios no me oyó o yo no me expliqué bien o sí me oyó y pasó olímpicamente, ya que al abrir de nuevo los ojos vi que el vampiro se había parado en seco y miraba fijamente hacia nosotros, pero sin vernos, en este caso gracias a Dios (mira, una cosa por la otra, empatados).

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