De modo que la verdad era que los soldados habían sido derrotados por los esclavos y que habían huido de ellos y que a medio camino en su fuga hacia Capua los esclavos los habían alcanzado y dado con ellos por tierra.
En la primera batalla los esclavos tuvieron muchas bajas, pero en la segunda batalla sólo un puñado de ellos murió, y los soldados romanos huyeron perseguidos por ellos. Ésa era la verdad, pero el relato fue contado en cien diferentes maneras, y la primera información fue la que escribió el comandante de las fuerzas de Capua.
«Hubo un levantamiento de esclavos en la escuela de adiestramiento de Léntulo Baciato —escribió— y algunos de ellos escaparon y huyeron hacia el sur por la vía Apia. Se envió contra ellos media cohorte de las tropas de guarnición, pero algunos lograron abrirse paso y escaparon. No se sabe quiénes son sus dirigentes ni qué intenciones tienen, pero ya han provocado disensiones entre los esclavos de la campiña, y los ciudadanos de aquí consideran que el noble Senado no debería ahorrar esfuerzos en reforzar la guarnición de Capua, de modo que la revuelta pueda ser sofocada rápidamente.» Es posible que, como posdata el comandante agregara: «Ya se han cometido una serie de atropellos. Se teme que en la campiña haya saqueos y robos».
Y por supuesto que Baciato contó su historia a una multitud de ciudadanos de Capua deseosos de escucharlo. Nadie estaba realmente preocupado —excepto Baciato, que veía años de esfuerzos desvaneciéndose en el aire—, pero todos comprendían que la campiña iba a ser lugar poco cómodo hasta tanto aquellos terribles hombres (los gladiadores) fueran apresados y muertos en el acto o clavados en la cruz, de modo que sirvieran de ejemplo para otros. El relato comenzó a difundirse; la historia fue contada y vuelta a contar por cientos de personas cuyas vidas habían sido edificadas sobre la inestable estructura de la esclavitud, y contaban la historia sobre la base de sus temores y de sus necesidades. Y así había sido siempre. Años más tarde así sería: «Sí, me encontraba en Capua, en las termas, cuando escapó Espartaco. Lo vi, por supuesto. Un hombre gigantesco. Lo vi en el momento en que ensartaba en su lanza a un niño. Algo terrible de ver».
U otra cualquiera de millares de versiones. Pero la verdad era algo de la que el mismo Espartaco sólo captó vislumbres en aquel tiempo. Su visión había escapado de la prisión de su tiempo. En los dos encuentros que había dirigido, los esclavos habían derrotado a los soldados romanos. Es verdad que se trataba solamente de un puñado de tropas de una guarnición de segunda categoría, relajadas por la vida fácil en una ciudad balnearia y que se les habían opuesto los mejores luchadores profesionales de Italia. Pero aun considerando ese factor, el hecho de que los esclavos derrotaran dos veces a sus amos en un mismo día, era un hecho que hacía temblar la tierra. Y cuando los soldados huyeron, los esclavos no se quedaron parados, sino que volvieron al llamado de Espartaco... Eran disciplinados y ya, en pocas horas, Espartaco era para ellos como un dios. Estaban henchidos de orgullo y sus temores habían desaparecido. Se tocaban los unos a los otros; en cierto modo era como si se acariciaran recíprocamente, como si la cruel máxima: «Gladiador, no hagas amistad con gladiadores», se hubiera invertido de pronto. Y desde ese momento tenían mutua conciencia de cada cual. Esto no lo pensaron ni llegaron a alcanzarlo mediante el razonamiento; en su mayor parte era gente sencilla e ignorante, pero de pronto habían sido purificados y exaltados. Se miraban entre sí como si antes nunca se hubieran visto, y es posible que hubiera alguna verdad en ello. Antes nunca se habían atrevido a mirarse mutuamente. ¿Puede el ejecutor mirar a su víctima? Pero ahora ya no eran más víctimas y victimarios en inevitable camaradería; ahora formaban una hermandad triunfante, y ahora Espartaco sabía cómo había ocurrido en Sicilia y en tantos otros lugares. Sentía la fuerza que tenían porque parte de ella había crecido dentro de él mismo, y esa misma corriente que sentía dentro de él lo limpiaba de los sufrimientos que constituían su pasado y de todos los temores, vergüenzas e indignidades. Se había aferrado a la vida durante tanto tiempo, había hecho una ciencia exacta del proceso de mantener la vida dentro de él por tanto tiempo, que uno debía realmente haber supuesto que la vida se convertiría en su interior en materia cuidadosa y cauta. Pero ahí estaba el total de sus ahorros, y súbitamente ya no temía a la muerte o no pensaba en la muerte porque ésta carecía de importancia...
Unos ocho kilómetros al sur de Capua, a poca distancia de la vía Apia, los gladiadores y sus mujeres y los esclavos que se les habían unido, se habían concentrado en una ladera a la vista de una de las grandes casas solariegas que evidenciaba la existencia de la casa de campo algún caballero romano. Ya era pleno mediodía y en el proceso de los dos combates y de la subsiguiente marcha hacia el sur, los gladiadores habían pasado a constituir un pequeño ejército. A la distancia, a no ser por los hombres de color que había entre ellos, podría habérseles confundido con un destacamento de soldados romanos. Las armas habían sido distribuidas entre ellos, al igual que los cascos y las armaduras, las lanzas y los escudos de los soldados. Ahora no había ninguno desarmado, y armados y probados como estaban resultaba difícil que fuerza alguna destacada más cerca que Roma pudiera significar para ellos un serio desafío. Aparte de sus mujeres, pero teniendo en cuenta los peones esclavos y los esclavos de los campos que se les habían unido, sumaban doscientos cincuenta hombres. Cada uno de los tres grupos principales, los galos, los africanos y los tracios, marchaban como destacamentos, cada cual con su propio líder como oficial designado. Debido a que durante tanto tiempo habían visto la unidad formada por el manípulo romano, adoptaron casi sin darse cuenta tal formación. Espartaco era su jefe. Sobre esto no había discusión alguna. Se habrían dejado matar por él. Durante su vida habían escuchado gran número de leyendas acerca de hombres que habían sido inspirados por los dioses. Cuando miraban a Espartaco, en sus rostros se reflejaba esa convicción.
Cuando marchaban, él estaba al frente, y la muchacha germana, Varinia, caminaba a su lado, su brazo en torno a la cintura de Espartaco. Algunas veces ella lo miraba. No era esto nada nuevo en ella. Hacía mucho que se había unido a aquel hombre, que era el mejor y el más valiente de los hombres... ¿Y no lo sabía ella eso antes, tan bien como lo sabía ahora? Cuando sus ojos se encontraban, ella le sonreía. Ella no sabía si él estaba satisfecho de que hubiera combatido contra los soldados o no, pero no hacía objeción a que llevara en su mano el puñal. Eran iguales. En el mundo circulaban antiguas leyendas acerca de las amazonas, aquellas mujeres que habían ido al campo de batalla al igual que los hombres en tiempos remotos. Y en la época en que vivió Espartaco había muchas otras leyendas acerca de un pasado en que todos los hombres y las mujeres estaban en pie de igualdad y en que no había ni amos ni esclavos y todas las cosas eran de propiedad común. Ese remoto pasado estaba obscurecido por la bruma del tiempo; era la edad dorada. Y volvería a haber una edad dorada.
Era una edad dorada la de ahora, con el sol brillando en lo alto de la hermosa campiña y los fieros hombres del circo, los hombres de la arena, apretujados en torno a él y a la muchacha germana, con sus mentes plenas de interrogantes. El césped era suave y verde en la pradera donde estaban reunidos. Flores amarillas como mantequilla lo coronaban, y por todas partes había mariposas y abejas y el aire se llenaba con sus canciones. Lo llaman padre, a la manera de los tracios.
—¿Qué haremos ahora y adonde iremos? Él permanecía en medio del círculo que formaban ellos. Varinia se sentó en el césped con su mejilla apoyada en una pierna de él. Se sentaron o se arrodillaron sobre el pasto en torno a él, el africano de largas extremidades, el galo con su rostro rudo y sus ojos azules, los tracios de cabellos obscuros y cuerpos prietos.
—Somos una tribu —dijo—. ¿Es ésa vuestra voluntad? Respondieron afirmativamente. En la tribu no había esclavos y todos los hombres hablaban por igual, y aquello no había sido mucho tiempo antes, sino que todos ellos lo recordaban o tenían memoria de que así fuera.
—¿Quién quiere hablar? —preguntó—. ¿Quién será vuestro jefe? Que se ponga de pie el que quiera conducirnos. Ahora somos hombres libres.
Nadie se puso de pie. Los tracios golpearon sus hebillas con el puño de sus cuchillos, y el tamborileo hizo volar una bandada de zorzales de la pradera. Alguna gente apareció en la distancia en torno a la casa solariega, pero tan lejos que era imposible distinguir quiénes eran. Los negros saludaron a Espartaco batiendo palmas delante de sus rostros. Todos estaban extrañamente contentos, y por el momento vivían un sueño. La mejilla de Varinia seguía apretada contra las piernas de su hombre. Gannico gritó:
—¡ Salud, gladiador!
Un moribundo se enderezó débilmente. Lo habían tendido sobre el césped; el brazo lo tenía cortado hasta el hueso a todo lo largo y la sangre manaba de la herida. Era galo y no había querido que lo dejaran rezagado y de ese modo había probado un poco de lo que era la libertad.
El brazo había sido vendado con un género que ahora se hallaba empapado en sangre, y se encaminó hacia Espartaco quien le ayudó a permanecer en pie.
—No tengo miedo a morir —les dijo a los gladiadores—, es mejor que morir en el circo. Sin embargo, preferiría seguir a ese hombre que morir. Preferiría seguir a este hombre y ver adonde nos lleva. Pero si yo muero, acuérdense de mí y no le hagan daño. Los tracios le llaman padre y nosotros somos como criaturas, pero él nos arrancará el demonio de adentro. En mí ya no queda demonio. He hecho algo grande y estoy purificado y no tengo miedo a morir. Dormiré tranquilamente. Una vez haya muerto, no tendré sueño que soñar.
Algunos de los gladiadores lloraron abiertamente. El galo besó a Espartaco y Espartaco le devolvió el beso.
—Quédate a mi lado —dijo Espartaco, y el hombre se dejó caer sobre el césped junto a él; los esclavos de la tierra que se les habían unido se quedaron boquiabiertos mirando a aquellos gladiadores que tan fácilmente intimaban con la muerte.
—Tú mueres, pero nosotros viviremos —le dijo Espartaco—. Recordaremos tu nombre y lo repetiremos en alta voz. Haremos que resuene en toda la superficie de la tierra.
—¿Nunca abandonarás? —imploró el galo.
—¿Abandonamos nosotros cuando vinieron los soldados? Dos veces les hicimos frente y dos veces vencimos. ¿Sabéis lo que debemos hacer ahora? —preguntó a los gladiadores.
Ellos clavaron sus ojos en él.
—¿Podemos huir?
—¿Hacia dónde podríamos huir? —preguntó Crixo—. En todas partes es lo mismo que aquí. En todas partes hay amos y esclavos.
—No huiremos —dijo Espartaco, que ahora sabía lo que era preciso hacer con tanta seguridad y certeza como si nunca hubiera tenido una duda—. Iremos de finca en finca, de casa en casa, y dondequiera que vayamos, pondremos en libertad a los esclavos y los sumaremos a nuestras filas. Cuando ellos vuelvan a enviar los soldados contra nosotros, les haremos frente, y los dioses decidirán si quieren la manera romana o la nuestra.
—¿Y armas? ¿Dónde encontraremos armas? —preguntó alguien.
—Las tomaremos de los soldados. Y las haremos también. ¿Qué es Roma sino la sangre y el sudor y el dolor de los esclavos? ¿Hay algo que no podamos hacer nosotros?
—Entonces Roma nos declarará la guerra.
—Entonces iremos a la guerra contra Roma —dijo Espartaco en voz baja—. Pondremos fin a Roma y haremos un mundo en que no haya esclavos ni amos.
Era un sueño, pero estaban predispuestos a soñar. Habían saltado al cielo, y si aquel extraño tracio de ojos negros y nariz quebrada les hubiera dicho que se proponía dirigirlos contra los propios dioses, le habrían creído en el acto y en el acto lo habrían seguido.
—No nos deshonraremos —les dijo Espartaco. Hablaba de manera suave, directa y segura, como si se dirigiera a cada uno de ellos en forma atenta y personal. Y agrego:
—No haremos lo que hacen los romanos. No obedeceremos las leyes romanas. Dictaremos nuestras propias leyes.
—¿Cuál es nuestra ley?
—Nuestra ley es sencilla. Lo que tomemos, sea lo que fuere, lo tendremos en común y ningún hombre poseerá nada que no sean sus armas y sus ropas. Será como era los tiempos pasados.
Un tracio dijo:
—Hay suficiente para que todos seamos ricos.
—Ustedes harán la ley. No seré yo quien la haga —dijo Espartaco.
Y hablaron y entre ellos había hombres codiciosos que soñaban con ser grandes señores, como los romanos, que había otros que soñaban con tener a romanos como esclavos; de modo que hablaron y hablaron, pero al final se hizo como Espartaco había previsto.
—Y no tomaremos mujer, excepto como esposa —dijo Espartaco—. Y ningún hombre podrá tener más de una esposa. La justicia será igual para ambos, y si no pueden vivir en paz, deberán separarse. Pero ningún hombre podrá yacer con una mujer, romana o lo que fuere, que no sea su legal esposa.
Sus leyes eran pocas y estuvieron de acuerdo respecto a ellas. Y entonces tomaron las armas y se lanzaron contra la casa señorial. Solamente los esclavos habían permanecido en ella, porque los romanos habían huido a Capua... Y los esclavos se unieron a los gladiadores.
En Capua vieron el humo de la primera casa señorial en llamas y se llegó a la conclusión de que los esclavos eran vengativos y crueles. Hubieran querido que los esclavos fueran amables y comprensivos; en términos más prácticos, hubieran deseado que los esclavos huyeran a las alturas aún agrestes de las sierras, que se ocultaran de a uno o en grupos en las cuevas, y que vivieran como animales hasta que uno tras uno fueran cazados como se caza a los animales. Cuando los ciudadanos de Capua vieron el humo de la primera casa señorial en llamas, no se alarmaron excesivamente. Era de esperar que los gladiadores desahogaran su rencor sobre lo primero que encontraran. En esos momentos, un mensajero corría a lo largo de la vía Apia para informar al Senado del levantamiento de Capua, lo que significaba que en pocos días la situación estaría dominada. Y entonces se les enseñaría a los esclavos una lección que difícilmente olvidarían.
Un gran terrateniente llamado Mario Acano fue advertido y reunió a sus seiscientos esclavos y los condujo hacia el refugio seguro de las murallas de Capua, pero los gladiadores lo encontraron en la ruta y en sombrío silencio vieron cómo sus propios esclavos mataban al gran terrateniente y a su esposa y a la hermana de su esposa y a su hija y al esposo de su hija. Fue un espectáculo crudo y espantoso pero Espartaco sabía que era imposible impedirlo y no se preocupó de manera especial por impedirlo. Esa familia romana había cosechado lo que había sembrado, y fueron los propios esclavos de las literas los que los mataron, en el mismo instante en que se dieron cuenta que quienes se acercaban no eran soldados romanos, sino que se trataba de los gladiadores que habían escapado y cuya fama se extendía ya por la zona como la canción y un grito lanzado al viento. En esos momentos ya atardecía, pero las noticias habían corrido más veloces que el tiempo. Los pocos cientos del comienzo habían llegado ya a más de un millar, y mientras marchaban hacia el sur se les iban uniendo más y más esclavos que venían de las montañas y los valles. Los trabajadores del campo llegaban con sus herramientas de trabajo; los pastores arreaban con ellos sus rebaños de ovejas o cabras. Cuando se acercaban a una casa en un informe torrente humano —ya que únicamente los gladiadores mantenían la formación militar—, las noticias se les habían adelantado, y los esclavos de las cocinas salían a darles la bienvenida esgrimiendo cuchillos y cuchillas de carnicero, y los esclavos del servicio doméstico llegaban corriendo con regalos de sedas o finas piezas de hilo. En la mayoría de los casos, los romanos huían; allí donde los romanos y los capataces les habían hecho frente, se veían las espantosas consecuencias de la refriega.