—¿Lo dice en serio, Julia? ¿A una muchachita bárbara esclava? ¿Quiere que vaya mañana al mercado y elija una docena como ella y se las envíe?
—¿Alguna vez habla en serio sobre algo, Graco?
—De muy poco vale ser serio al respecto. ¿Por qué la envidia?
—Porque me odio a mí misma.
—Eso es demasiado complicado para mí —rugió Graco—. ¿Se la imagina, sucia, hurgándose la nariz, carraspeando, escupiendo, con las uñas rotas y sucias, el rostro cubierto de granos? Ésa es su princesa esclava. ¿La envidia aún?
—¿Así era ella?
Graco rió.
—¡Qué sé yo, Julia! La política es una mentira. La historia es el registro de la mentira. Si sale usted mañana al camino y observa las cruces, verá la única verdad sobre Espartaco. Muerte, nada más. Todo lo demás es pura invención. Yo sé lo que le digo.
—Yo miro a mis esclavos...
—¿Y no ve a Espartaco? Por supuesto. Deje de estar destrozándose el corazón, Julia. Soy más viejo que usted. Me tomo el privilegio de aconsejarla. Sí, a riesgo de entrometerme en lo que no me corresponde. Tome a un joven varón de entre sus esclavos...
—¡Basta, Graco!
—...y puede ser otro Espartaco.
Estaba llorando. Graco no había visto a muchas mujeres de su clase deshaciéndose en lágrimas, y de pronto se sintió incómodo y como si fuera un necio. Le preguntó a ella si él tenía la culpa. No había dicho nada que pudiera ser ofensivo, pero ¿había sido por su culpa?
—No, no, por favor, Graco. Usted es uno de los pocos amigos que tengo. Y no deje de ser mi amigo porque sea tan tonta. —Se secó los ojos, pidió disculpas y se retiró—. Estoy muy fatigada —le dijo—. Por favor, no me acompañe.
Al igual que Cicerón, Graco tenía sentido de la historia; la diferencia fundamental residía en que Graco nunca se confundía respecto a su propio lugar y papel; y, en consecuencia, muchas cosas las veía con mayor claridad que Cicerón. Ahora estaba sentado solo en medio de la tibia y agradable noche italiana, dando vueltas mentalmente al extraño caso de una matrona romana con dignidad de patricia que envidiaba a una esclava bárbara. En primer término, analizaba si Julia había dicho la verdad. Decidió que sí. Por alguna razón, la esencia de la propia penosa tragedia de Julia resultaba iluminada por Varinia... y se preguntaba si del mismo modo no estaba contenido el sentido de sus propias vidas en los interminables símbolos de castigo que se alineaban en la vía Apia. Graco no estaba preocupado por conceptos morales; conocía a su gente, y no se dejaba impresionar por aquello de la legendaria matrona romana y la familia romana. Pero por alguna extraña razón estaba profundamente preocupado por lo que había dicho Julia, y la cuestión no se alejaba de su mente.
La respuesta le llegó en un destello de lucidez que lo dejó frío y estremecido de una manera que no había experimentado jamás antes; y quedó aterrorizado por la idea de la muerte y de la horripilante y total obscuridad y no existencia que el concepto de muerte conlleva, dado que la respuesta había estremecido los cimientos de gran parte de la cínica certidumbre en que se apoyaba y lo dejó allí en aquel banco de piedra, pobre anciano, desolado, grasiento y obseso, ligado de pronto en su condenación al enorme movimiento de las corrientes históricas.
Lo vio con toda claridad. Lo que recientemente había surgido en el mundo era una sociedad construida en su totalidad sobre las espaldas de los esclavos, y la sinfónica expresión de esa sociedad era la canción del chasquido del látigo. ¿Qué consecuencias acarrearía aquello al pueblo que empuñaba el látigo? ¿Qué significaba Julia? El nunca se había casado; un germen de la lucidez que ahora tenía lo había mantenido al margen del matrimonio, de modo que compraba a las mujeres y a las concubinas las tenía en su casa en el momento en que las necesitaba. Pero Antonio Cayo tenía también una cuadra de concubinas, aunque fuera del modo en que todos los caballeros que conocía mantenían concubinas, es decir, de la misma manera como se poseen caballos o perros, y las esposas lo sabían y lo aceptaban y compensaban la situación recurriendo a esclavos varones. No era una simple cuestión de corrupción, sino que se trataba de un hecho extraordinario que había convulsionado al mundo; y aquella gente, reunida para pasar una noche en Villa Salaria, estaba obsesionada con Espartaco porque Espartaco era todo lo que ellos no eran. Cicerón podría no comprender nunca de dónde provenía la virtud de aquel misterioso esclavo, pero él, Graco, él lo comprendía. El hogar y la familia y la virtud y todo cuanto era digno, lo defendían los esclavos y lo tenían los esclavos, no porque fueran ellos buenos y nobles, sino porque sus amos les habían cedido todo cuanto hubiera de sagrado.
Así como Espartaco había tenido una visión de lo que debía ser —visión surgida de él mismo—, así tuvo Graco su propia visión de lo que tenía que ser, y lo que vio en el futuro le produjo escalofríos y le hizo sentirse enfermo y atemorizado. Se levantó y, envolviéndose en la toga, avanzó pesadamente hacia su habitación, en busca del lecho.
Pero no pudo conciliar fácilmente el sueño. Volvió a pensar en los anhelos de Julia y como un niño derramó silenciosas y secas lágrimas por el hecho de hallarse solo en su cama y, lo mismo que un niño, imaginó que la muchacha esclava Varinia compartía con él su lecho. El terror dio fuerzas a su plañidero deseo de ser virtuoso. Sus gordas y nudosas manos acariciaban a un fantasma en las sábanas. Las horas pasaron y allí permaneció en compañía de sus recuerdos.
Todos odiaban a Espartaco. La casa estaba llena de Espartaco; nadie conocía su apariencia o forma o sus pensamientos y su modo de ser, pero la casa estaba llena de su presencia y Roma estaba llena de su presencia. El hecho de que Graco estuviera libre de aquel odio, era pura ficción. Por el contrario, su odio, que siempre había ocultado tan cuidadosamente, era más violento, más amargo, más punzante que el de los otros.
Mientras se debatía con sus recuerdos, esos recuerdos tomaron forma y adquirieron color y se convirtieron en realidad. Recordaba cómo había estado sentado en el Senado —y él nunca se sentaba en la cámara del Senado, pero estaba poseído y resentido por el orgullo de estar allí entre los grandes, los aristócratas— cuando llegó la noticia transmitida por correo rápido desde Capua de que se había producido un levantamiento entre los gladiadores de la escuela de Léntulo Baciato y que se estaba extendiendo por la campiña. Recordaba la ola de temor que invadió al Senado y cómo comenzaron a graznar cual enorme bandada de gansos, todos hablando a la vez, todos diciendo cosas alocadas y terribles, simplemente porque un puñado de gladiadores había dado muerte a sus entrenadores. Recordaba lo enfadado que estaba con ellos. Recordaba cómo se puso de pie, recogió su toga y se la echó sobre el hombro con ese amplio ademán que lo caracterizaba, y había tronado contra sus augustos colegas.
—¡Caballeros, caballeros, están perdiendo la cabeza!
Cesaron en su graznar y se volvieron hacia él.
—Caballeros, nos enfrentamos al delito de un puñado de miserables y sucios esclavos asesinos. No nos enfrentamos a una invasión de los bárbaros. ¡Pero aun si así fuera, caballeros, me parece que el Senado debería comportarse de modo distinto! ¡Me parece que nos debemos cierta dignidad hacia nosotros mismos!
Se enfurecieron con él, pero él estaba enfurecido con ellos. Habían hecho cuestión de orgullo no perder nunca la calma, pero en esa oportunidad la habían perdido y él, una persona de baja estirpe y condición humilde, un don nadie, había ofendido y humillado al más augusto organismo del mundo entero. «¡Que se vayan al diablo!», pensó, y salió airado de la cámara mientras le zumbaba aún en los oídos la piadosa defensa que hacían de su dignidad, y se marchó a su casa.
Ese día quedó grabado en su vida. Cada minuto de ese día quedó grabado en su vida. Al principio había tenido miedo. Había quebrantado sus normas sagradas de conducta. Había perdido la calma. Se había hecho de enemigos. Caminaba por las calles de su querida Roma y estaba lleno de temor por lo que había hecho. Pero el temor estaba mezclado con desprecio hacia sus colegas y desprecio hacia sí mismo, y ni siquiera ahora podía sobreponerse a su sumisa reverencia por el Senado y su inculcada veneración por los necios que ocupaban sus bancas.
Por una sola vez era insensible al olor, al ruido y al espectáculo de su querida Roma. Graco había nacido y se había criado en la ciudad, y la urbe era su medio. Él formaba parte de ella y ella formaba parte de él, y alimentaba un profundo desprecio por los lejanos horizontes, los verdes valles y los rumorosos arroyuelos. Había aprendido a caminar, a correr y pelear en las retorcidas callejuelas y en los sucios barrios bajos de Roma. En su infancia había trepado como una cabra por los altos techos de las incontables casas de vecindad. El olor de las hogueras de carbón de leña que invadía la ciudad constituía el más delicioso perfume para él. Esta parte de su vida nunca había sido conquistada por el cinismo. Andar por las estrechas calles del mercado, entre sus filas de carretillas de mano y puestos de venta, donde se exhibían y vendían mercaderías de todas partes del mundo, fue siempre una novedosa aventura para él. La mitad de la ciudad lo conocía de vista. «¡Hola, Graco!», le decían aquí; y «¡Hola, Graco!», repetían más allá, sin ceremonia ni preocupación, y los vendedores y los zapateros remendones y los pordioseros y los holgazanes y los carromateros y los albañiles y los carpinteros lo querían porque era uno de ellos y se había abierto camino luchando y abriéndose camino a toda costa hasta alcanzar la cumbre. Lo querían, porque cuando compraba votos pagaba los precios más elevados. Lo querían porque no se daba aires y porque prefería caminar a ser llevado en una litera y porque siempre tenía tiempo para saludar a un viejo amigo. El que no ofreciera remedio alguno para sus crecientes miserias y desesperación, en un mundo en que los esclavos los empujaban a convertirse en holgazanes y mendigos viviendo de las dádivas del Estado, poco importaba. Ellos sabían que no había remedio. Y él, a su vez, amaba ese mundo, el mundo lóbrego en que las altas casas de vecindad casi se tocaban por encima de las sucias callejuelas y debían ser apuntaladas con leños para mantenerlas separadas, el mundo de las calles, las calles bulliciosas, sucias y ruinosas de la más grande ciudad del mundo.
Pero en ese día que recordaba tan vivamente estaba ciego y cerrado a todo aquello. Caminaba por las calles sin prestar atención a los saludos. No compró nada en los puestos. Ni siquiera le atrajeron los sabrosos trozos de tocino frito, embutidos o salchichas ahumadas que se cocinaban en tantas carretillas tiradas a mano. Habitualmente no podía resistir las tentaciones que ofrecía la cocina callejera, los bizcochos de miel, el pescado ahumado, las sardinas saladas, las manzanas en conserva y el corzo curado; pero ese día ni lo advirtió y pasó abstraído en su propia tristeza de regreso a casa.
Graco, que era casi tan rico como Craso, nunca se dio el lujo de hacerse construir o comprar una de las villas privadas que surgían en los barrios nuevos de la ciudad, entre los jardines y parques situados a lo largo del río. Prefería ocupar una planta baja en una casa de vecindad de su antiguo barrio, y las puertas de su domicilio estaban siempre abiertas para quienes quisieran visitarlo. Conviene hacer notar que muchas familias acomodadas habitaban las plantas bajas. Eran los lugares más apreciados de las casas de vecindad y en Roma el monto de los alquileres decrecía y la miseria aumentaba a medida que se subía por las desvencijadas escaleras que conducían a las plantas superiores. Normalmente, tan sólo las dos primeras plantas contaban con cañerías para el agua y con cuartos de aseo y de baño, careciendo las demás absolutamente de tales servicios; pero la vieja comunidad de la tribu no era cosa tan lejana en el pasado como para establecer una absoluta separación, en todas partes, entre ricos y pobres, y muchos acaudalados comerciantes o ciudadanos dedicados a la actividad financiera tenían sobre sus cabezas verdaderos nidos de pobreza instalados en las siete plantas que se alzaban sobre la planta baja que ocupaban.
Así Graco recordaba cómo había regresado a su casa aquel día, sin dirigir a nadie una palabra amable o de saludo, y cómo había entrado a su despacho, después de dar a sus esclavos la poco común orden de que no se le molestara. Sus esclavos eran todos mujeres, y por ningún motivo permitía que hombre alguno compartiera con él sus dependencias, disposición que jamás descuidó, como lo hacían muchos de sus amigos. Todas sus necesidades eran atendidas por catorce mujeres. No disponía de un harén especial, como solían hacer los solteros, y recurría a aquellas esclavas que lo atraían cada vez que se le antojaba tener una compañera de cama, y, como no deseaba complicaciones, cuando alguna de ellas quedaba encinta, la vendía a algún terrateniente. Al hacerlo, declaraba que era preferible que los niños crecieran en el campo, y no veía nada inmoral o cruel en su proceder.
Entre sus esclavas no había favoritas, ya que nunca fue capaz de otra cosa que de contactos informales con las mujeres y le gustaba decir que la suya era una casa mucho más ordenada y pacífica que muchas otras. Pero ahora, acostado en su cama de Villa Salaria, rememoraba aquel día, y el recuerdo de su hogar no tenía ni alegría ni calor. De él se había apoderado un sentido moral y le hacía daño pensar en la forma en que vivía. Y se empecinaba en recordar los incidentes de aquel día. Se veía a sí mismo desde una posición ventajosa, en la forma de un hombre obeso, grande, envuelto en su toga, sentado solitario en la desnuda habitación que llamaba su despacho, y debió de haber permanecido sentado allí durante algo más de una hora antes de que se produjera interrupción alguna. Entonces llamaron a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó.
—Unos caballeros preguntan por usted —respondió la esclava.
—No quiero ver a nadie.
¡Se estaba comportando de una manera extraordinariamente infantil!
—Son
padres
y honorables personas del Senado.
¿Así que habían ido a buscarlo y no se había alejado ni habría sido excluido de su círculo? ¿Qué era lo que le había hecho pensar que aquello ocurriría? ¡Claro que tenían que ir a buscarlo! Aún vivía. Su ego volvió. De un salto se puso en pie y abrió rápidamente la puerta y volvió a ser el viejo Graco, sonriente, seguro, competente.
—Caballeros —dijo—, caballeros, os doy la bienvenida.